28

McQuillen estaba esperando con los brazos cruzados sobre la mesa cuando Bosch volvió a entrar en la sala de interrogatorios. Consultó su reloj —según parecía, sin darse cuenta de la importancia que iba a tener en la entrevista inminente— y miró a Bosch.

—Treinta y cinco minutos —dijo—. Pensaba que iban a tenerme así una hora por lo menos.

Bosch se sentó frente a él y dejó una delgada carpeta verde en la mesa.

—Lo siento —se disculpó—. He tenido que poner a algunas personas al corriente de la investigación.

—No hay problema. He llamado al trabajo. Tienen un sustituto para toda la noche, si hace falta.

—Bien. Y creo que ya sabe por qué está aquí. Me gustaría que habláramos sobre el último domingo por la noche. Creo que, a fin de protegerlo y de que todo esto sea formal, lo mejor es que le haga saber cuáles son sus derechos. Usted ha venido aquí de forma voluntaria, pero siempre quiero que la gente sepa en qué situación se encuentra.

—¿Me está diciendo que soy sospechoso de asesinato?

Bosch tamborileó los dedos sobre la carpeta.

—Eso ahora no puedo decírselo. Necesito que me proporcione unas cuantas respuestas, y entonces podré sacar alguna conclusión.

Bosch abrió la carpeta y sacó la primera hoja. Era un impreso de aviso y renuncia a los derechos legales en el que constaban las protecciones constitucionales conferidas a McQuillen, entre ellas el derecho a contar con la presencia de un abogado durante un interrogatorio. Bosch lo leyó en voz alta y pidió a McQuillen que lo firmase. Le pasó un bolígrafo, y el antiguo policía reconvertido en encargado de turno en una empresa de taxis firmó sin vacilar.

—Y bien —continuó Bosch—, ¿sigue estando dispuesto a cooperar y hablarme del domingo por la noche?

—Hasta cierto punto.

—¿Hasta qué punto?

—Aún no lo sé, pero conozco cómo funcionan estas cosas. Ha pasado algún tiempo, pero hay cosas que no cambian. Usted está aquí con la idea de que yo hable y me inculpe solo. Yo solamente estoy aquí porque anda equivocado y estoy dispuesto a ayudarlo, siempre que no terminen por romperme las pelotas. Hasta ese punto.

Bosch se arrellanó en el asiento.

—¿Se acuerda de mí? —preguntó—. ¿Mi nombre le suena?

McQuillen asintió.

—Por supuesto. Me acuerdo de todos los que formaban parte de la comisión de investigación.

—Incluyendo a Irvin Irving.

—Por supuesto. Uno siempre se fija en el hombre que está al mando.

—Bueno, yo era uno de los soldados rasos, por decirlo así, de manera que mi opinión no contaba demasiado. Pero, para que lo sepa, siempre pensé que a usted le jodieron la vida. Necesitaban sacrificar a alguien y usted les vino al pelo.

McQuillen juntó las manos sobre la mesa.

—Después de tantos años, todo eso me da igual, Bosch. Así que no trate de hacerse el simpático conmigo.

Bosch asintió y avanzó el rostro hacia delante. McQuillen estaba decidido a jugar fuerte. Era lo bastante listo o lo bastante tonto para pensar que podía plantarle cara sin llamar a un abogado. Bosch se dijo que iba a darle lo que andaba buscando.

—Bien, pues dejémonos de preámbulos, McQuillen. ¿Por qué tiró a George Irving de la terraza del hotel?

En el rostro de McQuillen se pintó una pequeña sonrisa.

—Antes de hablar de todo eso, quiero algunas garantías.

—¿Qué garantías?

—La garantía de que no van a acusarme de nada en relación con el arma en cuestión. De que no van a acusarme de nada en relación con algunos detalles que voy a darle.

Bosch negó con la cabeza.

—Dice que sabe cómo funcionan las cosas. Entonces también sabrá que no puedo llegar a un acuerdo de ese tipo. Eso tendría que hablarlo con el fiscal del distrito. Yo siempre puedo decirle al fiscal que ha estado cooperando con nosotros. Incluso puedo pedirle que le den un respiro. Pero lo que no puedo es llegar a un acuerdo así con usted. Y eso usted ya lo sabe.

—Mire, usted está aquí porque quiere saber qué fue lo que le pasó a George Irving. Yo puedo explicárselo. Y voy a explicárselo, pero no sin esas garantías.

—Se refiere al arma y a esos detalles que menciona, sean los que sean.

—Eso mismo. Me estoy refiriendo a algunas chorradas sin importancia que pasaron hace tiempo.

Bosch no le encontraba el sentido a sus palabras. Si McQuillen iba a reconocerse autor de la muerte de George Irving, las faltas como llevar un arma de fuego escondida bajo las ropas no tenían la menor importancia. El hecho de que McQuillen estuviera preocupado por minucias así indicó a Bosch que no iba a reconocer ninguna culpabilidad en la muerte de Irving.

La cuestión ahora era dilucidar quién estaba al mando. Bosch tenía que asegurarse de que seguía siendo él.

—Todo cuanto puedo prometerle es que haré lo posible por ayudarlo —insistió—. Usted cuénteme qué fue lo que pasó el domingo por la noche, y si es verdad, no voy a preocuparme demasiado por los detalles sin importancia. Es lo máximo que puedo hacer.

—Supongo que no me queda más remedio que fiarme de su palabra, Bosch.

—Tiene mi palabra. ¿Podemos empezar?

—Ya hemos empezado. Y mi respuesta es que yo no tiré a George Irving de la terraza del Chateau Marmont. Fue el propio George Irving quien se tiró.

Bosch volvió a arrellanarse en la silla y empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa.

—Vamos, McQuillen, ¿cómo quiere que me trague eso? ¿Cómo quiere que alguien vaya a tragárselo?

—Yo no quiero nada de usted. Lo único que le estoy diciendo es que yo no lo hice. Usted se ha equivocado en la reconstrucción de los hechos, y por completo. Tiene algunas ideas preconcebidas, seguramente mezcladas con algunos datos circunstanciales, y al juntarlo todo ha llegado a la conclusión de que yo fui quien mató a ese tipo. Pero yo no lo maté, y no puede demostrar que lo hiciera.

—Es lo que usted espera. Que no pueda demostrarlo.

—No, la esperanza no tiene nada que ver con todo esto. Tengo clarísimo que no puede demostrarlo, porque yo no lo hice.

—Empecemos por el principio. Usted odia a Irvin Irving por lo que le hizo hace veinticinco años. Le hizo una faena de cuidado, acabó con su carrera profesional, le amargó la existencia.

—Eso de «odiar» resulta complicado. Es verdad que en su momento lo odiaba, pero de eso hace mucho tiempo.

—¿Y el domingo por la noche? ¿Seguía odiándolo?

—En ese momento no estaba pensando en él.

—Cierto. Estaba pensando en su hijo, George. Quien ahora también estaba tratando de dejarlo sin trabajo. ¿Odiaba a George el domingo por la noche?

McQuillen meneó la cabeza.

—No voy a responder a esa pregunta. No tengo por qué hacerlo. Y lo que yo pensara de él da lo mismo, porque yo no lo maté. George se suicidó.

—¿Por qué está tan seguro?

—Porque me confesó que iba a hacerlo.

Bosch creía que estaba preparado para cualquier cosa que McQuillen pudiera decirle. Pero no para una cosa así.

—¿George le confesó que iba a hacerlo?

—Eso mismo.

—¿Cuándo se lo dijo?

—El domingo por la noche. En su habitación. Por eso estaba en el hotel. Me explicó que iba a tirarse por la terraza. Me marché antes de que lo hiciera.

Bosch guardó silencio, consciente de que McQuillen había dispuesto de varios días para preparar un momento así. Siempre podía haber urdido una complicada historia que explicase todos los hechos. Pero en la carpeta que tenía delante seguía estando la fotografía de la herida en el omóplato de George Irving. Aquello lo cambiaba todo. Y McQuillen iba a ser incapaz de explicarlo.

—¿Por qué no me cuenta su versión de los hechos y explica cómo llegó a mantener esa conversación con George Irving? Sin olvidarse de nada. Quiero todos los detalles.

McQuillen emitió un profundo suspiro.

—¿Se da cuenta de los riesgos que estoy corriendo al hablar con usted? Yo no sé qué es lo que tiene o cree tener. Puedo contarle la pura verdad, de pe a pa, y usted luego puede retorcerlo todo y usar mis propias palabras para joderme todo lo que pueda. Y ni siquiera estoy hablando en presencia de un abogado.

—Las cosas se harán como usted quiera, Mark. Si quiere hablar, hable. Si quiere un abogado, llamamos a un abogado, y la conversación habrá terminado. Y entonces iremos en otro plan muy distinto. Usted ha sido policía y es lo bastante inteligente para saber cómo funcionan estas cosas. Sabe perfectamente que solo tiene una forma de salir de aquí y dormir en casa esta noche. Tiene que hablar. Y tiene que convencerme.

Bosch abrió la mano en el aire, como diciendo que la elección era suya por completo. McQuillen asintió. Se daba cuenta de que era ahora o nunca. Un abogado le diría que se negase a declarar, a la espera de que la policía sacara a relucir sus pruebas en un tribunal. Porque no convenía darles información que aún no obrara en su poder. Y era un buen consejo, pero no siempre. Había cosas que era mejor decirlas.

—Estuve en la habitación con él —afirmó—. El domingo por la noche. La madrugada del lunes, mejor dicho. Fui al hotel a encararme con él. Estaba rabioso. Quería… No estoy seguro de qué era lo que quería. No quería que me amargaran la existencia otra vez y quería… asustarlo, supongo. Plantarle cara. Pero… —señaló con el dedo a Bosch—, George Irving seguía con vida cuando salí de su habitación.

Bosch comprendió que lo que había grabado hasta ahora resultaba suficiente para detener a McQuillen y acusarlo de asesinato. Acababa de reconocer que había estado con la víctima en el lugar de los hechos. Pero Bosch se mantuvo impasible. Aún podía conseguir más.

—Empecemos por el principio —dijo—. ¿Cómo sabía que George Irving estaba en el hotel? ¿Y cómo sabía cuál era su habitación?

McQuillen se encogió de hombros, como si las preguntas fueran de lo más tonto.

—Puede suponerlo —indicó—. Hooch Rollins me lo contó. Llevó a un pasajero al hotel el domingo por la noche y casualmente vio que Irving entraba. Me llamó, porque una vez me había oído expresar mi opinión sobre los Irving en la sala de descanso. Después de las detenciones por embriaguez convoqué una reunión y expliqué a todos los taxistas lo que estaba pasando y quién estaba detrás. Y les enseñé una foto de ese mierda, una imagen que encontré en Google.

—Así que Rollins le dijo que Irving estaba entrando en el hotel. ¿Cómo sabía que tenía una habitación reservada? ¿Y cómo sabía el número de esa habitación?

—Llamé al hotel. Tenía claro que no iban a darme el número de su habitación por razones de seguridad. Tampoco podía pedir que me pusieran con él. ¿Qué iba a preguntarle? «Oiga, amigo, dígame el número de su habitación». No, así que llamé al hotel y pedí que me pusieran con el garaje. Hooch había visto que dejaba su coche en manos del encargado del garaje, así que llamé al garaje, dije que era Irving y pedí que miraran si había dejado olvidado el móvil en mi coche. Entonces pregunté al encargado si se acordaba del número de mi habitación, si podría subírmelo en caso de encontrarlo. Y el hombre entonces dijo que sí, que mi habitación era la 79 y que si encontraba el móvil haría que me lo subieran. Y, bueno, así conseguí el número de la habitación.

Bosch asintió. McQuillen había obrado de forma astuta. Pero aquí también se daba cierto elemento de premeditación. McQuillen estaba poco menos que reconociéndose responsable de un asesinato en primer grado. Tal y como estaban yendo las cosas, Bosch no tenía más que seguir haciéndole preguntas banales, y McQuillen se encargaría de darle todo lo demás. El interrogatorio estaba yendo sobre ruedas.

—Esperé hasta el final del turno y me acerqué allí a medianoche —prosiguió McQuillen—. No quería que nadie me viera ni que me grabara ninguna cámara. Así que rodeé el edificio del hotel y encontré en uno de los lados una escalera de incendios. La escalera llevaba hasta el tejado. Pero en cada piso permitía acceder a una terraza, lo que me resultaba conveniente.

—¿Llevaba puestos unos guantes?

—Sí, unos guantes y un mono de mecánico que siempre llevo en el coche. En mi trabajo, uno nunca sabe cuándo va a tener que meterse debajo de un coche. Me dije que si alguien me veía, me tomaría por un empleado de mantenimiento.

—¿Lleva todo eso en el coche? Pero si usted es uno de los encargados.

—También soy uno de los propietarios de la empresa. Mi nombre no aparece en el contrato de la concesión municipal, porque en su momento pensé que no nos la darían si se daban cuenta de que yo era uno de los socios. Pero el hecho es que tengo la tercera parte de Black and White.

Eso ayudaba a explicar por qué McQuillen estaba dispuesto a ir tan lejos en lo referente a Irving. Era otra cuestión difícil de explicar que el mismo sospechoso acababa de aclarar.

—Así que subió por la escalera de incendios hasta el séptimo piso. ¿A qué hora lo hizo?

—Mi turno terminó a medianoche. Así que serían las doce y media más o menos.

—¿Qué sucedió cuando llegó al séptimo piso?

—Tuve suerte. En el séptimo piso no había una salida que diese al pasillo. Tan solo había una terraza muy larga, con dos puertas de cristal que daban a dos habitaciones distintas. Una a la derecha, y otra a la izquierda. Miré por la puerta de la derecha, y allí estaba. Irving estaba allí, sentado en el sofá.

McQuillen se detuvo. Parecía estar rememorando lo sucedido aquella noche, lo que había visto a través de la puerta de la terraza. Bosch tenía presente la necesidad de que la historia siguiera fluyendo, aunque con la menor participación posible por su parte.

—Así que lo encontró.

—Sí. Estaba allí sentado, bebiendo Jack Daniel’s etiqueta negra, a morro de la botella. Daba la impresión de estar esperando a alguien.

—¿Y entonces qué pasó?

—Bebió un último lingotazo de la botella y de pronto se levantó y echó a andar hacia mí. Como si supiera que estaba mirándolo desde la terraza.

—¿Y usted qué hizo?

—Me pegué a la pared, junto a la puerta. Pensé que no podía haberme visto, que el reflejo interior del cristal se lo habría impedido. Simplemente estaba saliendo al balcón. Así que me pegué a la pared. Abrió la puerta y salió. Se acercó a la barandilla y arrojó la botella vacía lo más lejos que pudo. A continuación se apoyó en la barandilla y se puso a mirar hacia abajo, como si fuera a vomitar o algo por el estilo. Comprendí que cuando terminara de hacer lo que fuera a hacer y se diese la vuelta, iba a encontrarme delante de sus narices. No tenía dónde esconderme.

—¿Irving vomitó?

—No, no llegó a hacerlo. Sencillamente estaba…

De repente, un puño llamó a la puerta con fuerza. Bosch dio un respingo en el asiento.

—Un momento. Dejémoslo ahí por el momento.

Se levantó y situó el cuerpo de tal forma que McQuillen no pudiera ver el pomo de la puerta. Tecleó la combinación de la cerradura y abrió. Chu estaba al otro lado, y a Bosch le entraron ganas de estrangularlo. Pero salió de la sala con calma y cerró la puerta.

—¿Qué coño estás haciendo? Sabes perfectamente que no hay que interrumpir un interrogatorio. ¿Es que eres un novato?

—Mira, quería decírtelo. He conseguido que el artículo no se publique. Emily ha echado el freno.

—Estupendo. Podías contármelo después del interrogatorio. Este tipo está a punto de cantar hasta la última nota y ahora vienes y llamas a la puta puerta.

—No sabía si te estabas viendo obligado a llegar a algún acuerdo con él porque pensabas que el artículo iba a salir. Pero no va a salir, Harry.

—Luego hablamos del asunto.

Bosch se volvió hacia la puerta de la sala de interrogatorios.

—Voy a arreglar las cosas entre nosotros, Harry. Te lo debo. Verás que voy a hacerlo.

Bosch se volvió hacia él.

—No me vengas con promesas. Si quieres hacer algo útil, deja de llamar a la puerta y ponte a conseguir una orden de decomiso del reloj de este tipo. Cuando lo enviemos a criminalística, que sea con una orden judicial.

—Eso está hecho, Harry.

—Bien. Y rápido.

Bosch tecleó la combinación, volvió a entrar a la sala y tomó asiento frente a McQuillen.

—¿Alguna cosa importante? —preguntó McQuillen.

—No, una chorrada. ¿Por qué no seguimos con su versión de los hechos? Decía usted que Irving estaba en la terraza y…

—Sí, yo seguía a su espalda, pegado a la pared. Tan pronto como se diese la vuelta para entrar de nuevo, me vería.

—¿Y qué hizo?

—No sé… El instinto pudo conmigo. Di un paso adelante. Lo sorprendí por la espalda y lo agarré. Empecé a arrastrarlo hacia la habitación. Con todas esas casas en la ladera, tenía miedo de que alguien nos viera en la terraza. Quería meterlo en la habitación cuanto antes.

—Dice que lo agarró. ¿Cómo lo agarró?

—Por el cuello. Utilicé la inmovilización por asfixia. Como en los viejos tiempos.

McQuillen miró a Bosch a los ojos al decirlo, como si el hecho tuviera algún significado particular.

—¿Se debatió? ¿Se resistió?

—Sí, se llevó un susto del carajo. Empezó a revolverse, pero estaba medio borracho. Conseguí que entrara por la puerta. Se revolvía como un puto pescado fuera del agua, pero no tardó en suceder lo que siempre sucede. Se quedó dormidito.

Bosch aguardó a que el otro prosiguiera, pero McQuillen guardó silencio.

—Perdió el conocimiento, quiere decir —repuso.

—Eso mismo —convino McQuillen.

—¿Y qué pasó luego?

—En seguida volvió a respirar, pero estaba dormido. Ya le he dicho que se había pimplado una botella de Jack Daniel’s casi entera. Estaba roncando. Tuve que sacudirlo un poco para despertarlo. Finalmente recobró el conocimiento, pero estaba borracho y confundido y no me reconoció en absoluto cuando me vio la cara. Tuve que decirle quién era y por qué estaba allí. Estaba en el suelo, medio apoyado en un codo. Y yo estaba de pie sobre su cuerpo, como el mismísimo Dios.

—¿Qué le dijo?

—Le dije que conmigo se había equivocado y que no iba a permitir que me jodiera la vida como me la había jodido su padre. Y fue entonces cuando la cosa se puso rara… porque yo no sabía cómo iba a reaccionar.

—A ver, un momento. No termino de seguirlo. ¿Qué es eso de que «la cosa se puso rara»?

—Empezó a reírse de mí. Yo lo había pillado por sorpresa, lo había dejado sin respiración, y el cabrón lo encontraba todo muy divertido. Trataba de darle un buen susto, pero el muy mamón se encontraba como una cuba. Estaba en el suelo, partiéndose el culo de risa.

Bosch meditó esas palabras durante un largo instante. No le gustaba el rumbo que estaba tomando el interrogatorio, porque se trataba de una dirección inesperada por completo.

—¿Fue todo lo que hizo? ¿Romper a reír? ¿No le dijo nada?

—Sí, al final, cuando dejó de reírse. Fue entonces cuando me explicó que ya no tenía que preocuparme por nada.

—¿Qué más le dijo?

—Eso fue todo, más o menos. Me dijo que no tenía que preocuparme por nada y que podía irme a casa. Me hizo un gesto con la mano, como de despedida.

—¿Usted le preguntó por qué no tenía que preocuparse por nada?

—No me pareció necesario.

—¿Y eso por qué?

—Porque terminé por pillar la idea. El hombre había ido al hotel con la idea de matarse. Cuando salió a la terraza y miró por la barandilla, estaba mirando por dónde iba a tirarse. Tenía pensado tirarse, y por eso estaba metiéndose la botella de Jack Daniel’s en el cuerpo, para darse valor. Así que me marché de allí y… y eso fue lo que hizo.

Bosch guardó silencio otra vez. La versión dada por McQuillen podía ser un complicado cuento chino urdido para exculparse de lo sucedido. Pero también resultaba tan extraña que incluso podía ser verdad. En ella había elementos que podían ser comprobados. Aún no contaban con los resultados del análisis de alcohol en la sangre, pero la mención a la botella de Jack Daniel’s resultaba novedosa. Ningún testigo había visto que George Iving se llevara una botella a la habitación.

—Hábleme de esa botella de Jack Daniel’s —indicó.

—Ya se lo he dicho. Se la bebió entera y luego la tiró por el balcón.

—¿De qué tamaño era la botella? ¿Estamos hablando de una botella normal, de tres cuartos de litro?

—No, no, más pequeña. De las de seis tragos.

—No le entiendo.

—Era una botella pequeña, del tamaño de una petaca, de las que dan para unos seis chupitos bien servidos. Yo también bebo Jack Daniel’s, así que reconocí el tipo de botella. De las de seis tragos, como solemos llamarlas.

Bosch calculó que una media docena de chupitos bien servidos podían suponer unos trescientos mililitros. Era posible que Irving llevara una botella del tamaño de una petaca en el bolsillo a la hora de registrarse. Harry recordó que en el mostrador de la cocina de la suite también había distintas botellas y tentempiés. Así que también era posible que Irving se hubiera hecho con la botella en la habitación.

—Muy bien. ¿Qué fue lo que pasó cuando Irving tiró la botella por la terraza?

—Oí que se hacía añicos en la oscuridad. Creo que fue a parar a la calle, al tejado de alguna casa o algo por el estilo.

—¿En qué dirección la tiró?

—Hacia delante.

Harry asintió.

—De acuerdo. Espere ahí sentado, McQuillen. Vuelvo en un momento.

Bosch se levantó, abrió la puerta otra vez y salió de la sala. Echó a andar por el pasillo en dirección a la Unidad de Casos Abiertos/No Resueltos.

Al pasar ante la sala de vídeo, la puerta se abrió y Kiz Rider salió al corredor. Había estado mirando el interrogatorio. Bosch no se sorprendió. Rider estaba al corriente de que iba a llevar a McQuillen.

—Joder, Harry.

—Ya lo ves.

—Bueno, ¿le crees?

Bosch se detuvo y la miró.

—La historia tiene su qué, y hay elementos que podemos comprobar. Cuando entró en la sala de interrogatorios, McQuillen no tenía idea de qué datos teníamos (el botón en el suelo, las lesiones en el hombro, el testigo que lo había visto en la escalera de incendios tres horas antes), y el hecho es que su versión se ajusta a todos esos datos.

Rider se puso las manos en las caderas.

—Pero, por otro lado, McQuillen reconoce haber estado en la habitación. Y que asfixió a la víctima hasta hacerle perder el sentido.

—McQuillen está arriesgando mucho al reconocer que estuvo en la habitación con él.

—¿Le crees?

—No lo sé. Hay algo más. McQuillen ha sido policía. Y sabe que…

Bosch se detuvo y chasqueó los dedos.

—¿Qué?

—Tiene una coartada. Eso es lo que no nos ha dicho. Irving cayó de la terraza tres o cuatro horas después. McQuillen tiene una coartada y está esperando a ver si lo detenemos. Porque si lo intentamos, entonces él sacará a relucir su coartada y se irá tranquilamente por la puerta. Lo que dejaría en ridículo al cuerpo y seguramente sería su pequeña venganza por lo sucedido hace años.

Bosch asintió. Seguramente se trataba de eso.

—Pero la cosa está que arde, Harry. Irvin Irving está esperando que anunciemos una detención. Y dices que los del Times van a publicar la noticia ya mismo.

—Irving puede irse a la mierda. Lo que Irving esté esperando me da lo mismo. Y mi compañero asegura que no tenemos que preocuparnos por lo del Times.

—¿Cómo es eso?

—No lo sé bien, pero ha conseguido que no publiquen la noticia. Mira, ahora tengo que decirle a Chu que vaya a investigar lo de la botella de Jack Daniel’s. Y tengo que volver a la sala de interrogatorios para que me dé su coartada.

—Muy bien. Yo voy a volver al décimo piso. Llámame en cuanto hayas terminado con McQuillen. Tengo que saber cómo está el asunto.

—Entendido.

Bosch fue por el pasillo hasta la Unidad de Casos Abiertos/No Resueltos. Chu estaba sentado ante su ordenador.

—Necesito que hagas una comprobación. ¿Les has dado permiso a los del Chateau para volver a utilizar la habitación?

—No me dijiste nada, así que no…

—Bien. Llama al hotel y pregunta si en las suites hay botellas de Jack Daniel’s. No estoy hablando de botellines en miniatura, sino de botellas del tamaño de una petaca o así. Si en las suites ofrecen botellas de ese tipo, haz que comprueben si en la 79 falta una botella.

—Hice que precintaran la puerta.

—Pues que corten el precinto. Cuando termines de hacer todo eso, llama al laboratorio y pregunta si tienen ya el análisis de alcohol en la sangre de Irving. Voy a hablar con McQuillen otra vez.

—Harry, ¿quieres que te avise cuando averigüe todo esto?

—No, no vengas. Quédate aquí y espérame.

Bosch tecleó la combinación, abrió la puerta y ocupó su silla con rapidez.

—Vuelve muy pronto, ¿no? —apuntó McQuillen.

—Sí, me había olvidado de algo. No me ha terminado de explicar lo sucedido, McQuillen.

—Sí que se lo he explicado. Le he explicado exactamente lo que sucedió en la habitación.

—Ya, pero no me ha dicho qué sucedió luego.

—Que se tiró por la terraza, eso fue lo que sucedió.

—No me refiero a eso. Me refiero a usted, a lo que hizo luego. Usted sabía lo que él iba a hacer y en lugar de, por ejemplo, coger el teléfono y llamar a alguien para que tratara de evitarlo, lo que hizo fue irse del hotel corriendo y dejar que se tirara. Pero es listo y sabía que lo sucedido iba a tener consecuencias para usted. Era muy probable que alguien como yo fuese a hablar con usted.

Bosch se arrellanó en el asiento, fijó la mirada en McQuillen y asintió.

—Y por eso fue a buscarse una coartada.

McQuillen se mantuvo impasible.

—Ha venido aquí con la esperanza de que lo detuviésemos, para a continuación sacar su coartada a relucir y cubrir de ridículo al cuerpo por toda la mierda que tuvo que comerse en el pasado. Quizá con la idea de ponernos una denuncia por detención ilegal. Tenía pensado utilizar a Irving para vengarse a su modo.

McQuillen seguía mostrándose inexpresivo. Bosch echó el rostro hacia delante.

—Puede decírmelo, McQuillen, no voy a detenerlo. No voy a darle ese gusto, a pesar de lo que pueda pensar sobre lo que le hicieron hace veinticinco años.

McQuillen finalmente asintió y abrió la mano, como diciendo que el intento había valido la pena.

—Tenía el coche aparcado frente al Standard, al otro lado de Sunset Strip. Allí me conocen.

El Standard era un lujoso hotelito situado a unas cuantas manzanas del Chateau.

—Los del Standard son buenos clientes nuestros. El hotel en realidad está en la zona de West Hollywood, de forma que se halla fuera de nuestro sector oficial, pero tenemos comprados a los conserjes. Cuando un cliente necesita un taxi, siempre nos llaman. Y por eso siempre tenemos un coche aparcado cerca.

—Y se dirigió allí después de ver a Irving.

—Sí. En el Standard hay un restaurante llamado Twenty-four/Seven. Está abierto a todas horas y encima de la barra hay una cámara de seguridad. Fui allí y me quedé sentado en la barra hasta el amanecer. Puede buscar la grabación y lo verá. En el momento en que Irving se tiró, yo estaba allí sentado tomando café.

Bosch meneó la cabeza, como si la historia no terminara de cuadrar.

—¿Cómo sabía que Irving no iba a tirarse antes de que llegara al restaurante, cuando aún estaba en el Chateau o andando hacia allí? Porque el paseo tuvo que llevarle quince minutos por lo menos. Así que era arriesgado.

McQuillen se encogió de hombros.

—Irving estaba temporalmente incapacitado.

Bosch se lo quedó mirando un largo instante hasta que comprendió. McQuillen había hecho que Irving quedara inconsciente otra vez.

Bosch se acordó del reloj despertador en la habitación.

—Fue al dormitorio y cogió el despertador. Lo enchufó junto a su cuerpo y estableció la alarma a las cuatro de la madrugada, para asegurarse de que recuperaba el conocimiento. Para que pudiera dar el salto mientras usted estaba tomando café en el Standard, gozando de una coartada perfecta.

McQuillen volvió a encogerse de hombros. Había terminado de hablar.

—Es usted un cabrón de mucho cuidado, McQuillen. Pero es libre de marcharse.

McQuillen asintió, visiblemente satisfecho.

—Pues muchas gracias.

—No me las dé todavía. Voy a decirle una cosa. Durante veinticinco años estuve convencido de que con usted habían cometido una injusticia. Pero ahora pienso que seguramente hicieron bien. Es usted una mala persona, lo que significa que era un mal policía.

—Usted no sabe una mierda sobre mí, Bosch.

—Hay algo que sí que sé. Usted subió a esa habitación con la idea de hacer algo. Uno no sube por una escalera de incendios simplemente para encararse con nadie. Así que no me importa que en su momento cometieran una injusticia con usted. Lo que sí que me importa es que usted sabía lo que Irving iba a hacer y no trató de evitarlo. En su lugar, dejó que lo hiciese. No, mejor dicho, facilitó que lo hiciese. Lo que para mí es importante. Si no es un crimen, tendría que serlo. Y cuando todo esto haya terminado, voy a hablar con todos los fiscales que conozco hasta encontrar a uno dispuesto a llevar el caso a un gran jurado. Esta noche puede irse de aquí, pero la próxima vez puede que no tenga tanta suerte.

McQuillen siguió asintiendo mientras Bosch pronunciaba esas palabras, con un aire entre condescendiente e impaciente. Cuando Harry hubo terminado de hablar, su respuesta fue fría.

—Bueno, pues supongo que ahora sé cuál es mi situación.

—Claro. Y me alegra serle de ayuda.

—¿Cómo vuelvo a Black and White? Prometieron llevarme en coche.

Bosch se levantó de la mesa y se dirigió a la puerta.

—Llame un taxi —indicó.