Un garaje para taxis siempre había sido muy parecido al garaje del parque móvil de una comisaría de policía. Funcionaba como un centro para llenar combustible, mantener y dirigir los vehículos que continuamente salían a cubrir el entorno geográfico. Por supuesto, también era el lugar donde los conductores recogían sus automóviles. Los vehículos siempre estaban en funcionamiento, hasta que las averías mecánicas los dejaban fuera de circulación. Y todo funcionaba a un ritmo predecible. Coches que entraban y coches que salían. Mecánicos que entraban y mecánicos que salían. Encargados que entraban y encargados que salían.
Estacionados en Gower, Bosch y Chu estuvieron contemplando la fachada de los taxis Black and White durante casi una hora hasta que vieron al hombre que pensaron que era Mark McQuillen aparcar un coche en la acera y entrar andando por la puerta abierta del garaje. Tenía un aspecto distinto al esperado por Bosch. Harry estaba pensando en el McQuillen que recordaba de veinticinco años atrás. El McQuillen cuya fotografía había aparecido en todos los medios de comunicación cuando se convirtió en el chivo expiatorio de la comisión de investigación de la inmovilización por asfixia. El tiarrón de veintiocho años con el pelo cortado al cepillo y unos bíceps que parecían ser lo bastante fuertes para aplastar el cráneo de un hombre, por no hablar de su arteria carótida.
El hombre que entraba en el garaje de los taxis B&W tenía las caderas más anchas que los hombros, llevaba el pelo desgreñado y recogido en una descuidada coleta grisácea, y tenía los andares de quien no otorga mucha importancia a la dirección que está siguiendo.
—Es él —dijo Bosch—. Creo.
Eran las primeras palabras que pronunciaba en veinte minutos. No tenía mucho más que decirle a Chu en esos momentos.
—¿Estás seguro? —preguntó Chu.
Bosch miró la copia impresa por Chu de la fotografía del carné de conducir. Era de hacía tres años, pero estaba seguro de que se trataba del mismo hombre.
—Sí. Vamos.
Bosch no esperó a oír la respuesta de su compañero. Salió del auto y cruzó Gower en diagonal hacia el garaje. Oyó que la otra portezuela del coche se cerraba a sus espaldas y los zapatos de Chu en el pavimento apresurándose para llegar a su altura.
—Oye, ¿estamos juntos en esto o es que vas por libre? —exclamó Chu.
—Claro —dijo Bosch—, estamos juntos.
Por última vez, se dijo.
Sus ojos necesitaron un momento para acostumbrarse a la débil iluminación del garaje. Había mayor actividad que durante su anterior visita. El cambio de turno. Conductores y coches que entraban y salían. Se dirigieron directamente a la oficina de los encargados, pues no querían que alguien avisara a McQuillen de su llegada.
Bosch llamó a la puerta repetidamente con los nudillos. Al entrar, vio que había dos hombres en el despacho, como la vez anterior. Uno era McQuillen y el otro tampoco era el mismo de la otra vez. McQuillen estaba de pie ante su escritorio, rociando con aerosol desinfectante los auriculares que estaba a punto de encasquetarse. No pareció alterarse por la aparición repentina de dos hombres trajeados. Incluso saludó con un gesto de la cabeza, como si los estuviera esperando.
—Inspectores —dijo—. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
—¿Mark McQuillen? —preguntó Bosch.
—El mismo.
—Inspectores Bosch y Chu, del cuerpo de policía. Queremos hacerle unas preguntas.
McQuillen asintió y se volvió hacia el otro encargado.
—Andy, ¿te apañas tú solo? Con un poco de suerte, no tardaré mucho en volver.
El otro individuo hizo un gesto afirmativo con la cabeza al tiempo que levantaba el pulgar.
—En realidad es posible que la cosa lleve su tiempo —le informó Bosch—. Quizá sea mejor que llamen a otra persona.
Esa vez McQuillen habló a su compañero sin apartar la mirada de Bosch.
—Andy, llama a Jeff y dile que venga para aquí. Volveré en cuanto pueda.
Bosch se volvió y señaló la puerta. McQuillen procedió a salir del despacho. Iba vestido con una camisa ancha con los faldones por fuera. Bosch se situó a su espalda, sin perder sus manos de vista. Cuando salieron al garaje, llevó la mano a la espalda de McQuillen, dirigiéndolo hacia un taxi alzado por unos gatos hidráulicos.
—¿Le importaría poner los brazos en el capó de ese coche un minuto?
McQuillen lo hizo, de tal forma que sus muñecas quedaron al descubierto por encima de las mangas de la camisa. Bosch vio lo primero que estaba esperando ver. Un reloj de tipo militar en su muñeca derecha. El reloj tenía un gran bisel de acero con los bordes dentados.
—No hay problema —dijo McQuillen—. Y le advierto de antemano que a la derecha del cinturón hay un pequeño juguetito de dos disparos que me gusta llevar encima. El nuestro no es un trabajo muy seguro que digamos. Sé que el suyo es aún más complicado, pero trabajamos aquí durante toda la noche y la puerta del garaje siempre está abierta. Al final de cada turno nos quedamos con las ganancias de cada conductor, y los propios conductores a veces son tipos duros de pelar. No sé si me explico.
Bosch rodeó el voluminoso contorno de McQuillen y encontró el arma. La sacó y la levantó para mostrársela a Chu. Era una Derringer Cobra con el cañón ancho. Bonita y pequeña, pero bastante más sustancial que un juguetito. Podía disparar dos balas del calibre 38 y podía hacer daño en las distancias cortas. La Derringer era una de las armas de fuego que constaban a nombre de McQuillen en la base de datos federal consultada por Chu. Harry se la metió en el bolsillo.
—¿Tiene permiso para llevar armas ocultas? —preguntó.
—La verdad es que no.
—Ya. Lo suponía.
Mientras terminaba de cachear a McQuillen notó la presencia de lo que le pareció un teléfono móvil en el bolsillo derecho de la camisa. Lo dejó donde estaba, fingiendo no haber reparado en él.
—¿Siempre cachean a los que van a interrogar? —preguntó McQuillen.
—Son las normas —dijo Bosch—. No podemos meterlo en el coche sin esposas a no ser que antes lo hayamos cacheado.
Bosch no estaba refiriéndose exactamente a las normas del cuerpo de policía. Más bien estaba hablando de sus propias normas. Al ver que en la base de datos federal constaba la tenencia de una Derringer, Bosch había dado por supuesto que era el arma que McQuillen solía llevar encima. Era lo propio de una pistolita de bolsillo. La primera prioridad de Harry había sido quitársela, así como cualquier otra cosa que pudiera no constar en el registro federal.
—Muy bien —remató—. Vamos.
Salieron del garaje al sol del atardecer. A uno y otro lado de McQuillen, los dos inspectores lo condujeron hasta el coche.
—¿Dónde vamos a tener esta conversación voluntaria? —preguntó McQuillen.
—En el edificio central —respondió Bosch.
—No he visto el nuevo edificio, pero si está donde siempre, preferiría que fuésemos a la comisaría de Hollywood. Está cerca, de forma que podré volver antes al trabajo.
Era la señal de que había empezado el juego del gato y el ratón. Desde el punto de vista de Bosch, lo principal era conseguir que McQuillen siguiera cooperando. Si de pronto se negaba a declarar y soltaba que quería contar con un abogado, todo cambiaría radicalmente. Teniendo en cuenta que era un expolicía, McQuillen era lo bastante listo para saberlo. A su modo, estaba negociando con ellos.
—Podemos mirar si hay espacio libre —concedió Bosch—. Llámalos y pregunta, socio.
Bosch había utilizado la palabra en código. Mientras Chu cogía el teléfono móvil, Bosch abrió la puerta trasera de su sedán y la mantuvo abierta para que McQuillen entrase. Tras cerrarla, hizo un gesto terminante con la mano a Chu por encima del techo del coche. Su significado era: no vamos a ir a Hollywood.
Una vez que los tres estuvieron dentro del coche, Chu procedió a efectuar una falsa llamada al teniente al cargo de la sala de inspectores en la comisaría de Hollywood.
—Teniente, soy el inspector Chu, de Robos-Homicidios. Mi compañero y yo estamos en su sector y quisiéramos pedirles prestada una de sus salas de interrogatorios durante una hora, si es posible. Podemos estar allí a las cinco. ¿Le parece bien?
Se produjo un largo silencio, y Chu dijo «ya veo» tres veces. Dio las gracias al supuesto teniente y colgó el aparato.
—No hay suerte. Acaban de hacer un decomiso en un almacén de discos pirateados y tienen las tres salas llenas de discos. Durante un par de horas, por lo menos.
Bosch miró a McQuillen de reojo y se encogió de hombros.
—Parece que tendrá que visitar el nuevo edificio central, McQuillen.
—Eso parece.
Bosch estaba bastante seguro de que McQuillen no se había tragado el engaño. Durante el resto del trayecto intentó charlar un poco con él, con la idea de sonsacar información o conseguir que McQuillen bajase la guardia. Pero el antiguo agente conocía todos los trucos del oficio y se mantuvo en silencio durante casi todo el viaje, lo que indicó a Bosch que el interrogatorio en el edificio central no iba a resultar fácil. Nada era más difícil que hacer hablar a un antiguo policía.
Pero tampoco pasaba nada. Bosch estaba preparado para afrontar el desafío y tenía unas cuantas cartas en la manga que McQuillen desconocía, o eso pensaba.
Una vez en el edificio central, condujeron a McQuillen por la vasta sala de inspectores de la Brigada de Robos-Homicidios y lo hicieron entrar en una de las dos salas de interrogatorios de la Unidad de Casos Abiertos/No Resueltos.
—Tenemos que ir a hacer unas comprobaciones —dijo Bosch—. Volvemos en un momento.
—Ya sé cómo funciona la cosa —repuso McQuillen—. Nos vemos dentro de una hora más o menos, ¿no es así?
—No, no tanto tiempo. Volvemos en un ratito.
La cerradura de la puerta se cerró de forma automática al salir. Bosch fue por el pasillo, cruzó la siguiente puerta y entró en la sala de vídeo. Conectó las grabadoras de audio y vídeo y a continuación se dirigió a la sala de inspectores. Chu estaba sentado en su escritorio, abriendo los sobres que contenían los extractos de las tarjetas de crédito de George Irving. Bosch ocupó su propio asiento.
—¿Cuánto tiempo piensas dejarlo cocinándose? —preguntó Chu.
—No lo sé. Quizá media hora. He fingido no haber visto su móvil al cachearlo. Es posible que haga una llamada, meta la pata al hablar y lo tengamos grabado en vídeo. Con un poquito de suerte.
—Ha pasado otras veces. ¿Te parece que va a salir de aquí esta noche?
—Lo dudo, la verdad. Incluso si no nos dice nada. ¿Te has fijado en su reloj?
—No. Lleva camisa de manga larga.
—Yo sí lo he visto. Y coincide. Lo detenemos, le quitamos el reloj y lo enviamos a criminalística. Hay que buscar muestras del ADN y de la herida. El ADN llevará su tiempo, pero es posible que mañana al mediodía contemos con muestras de la herida. Y entonces podremos ir a hablar con el fiscal del distrito.
—Parece un buen plan. Voy a por un café. ¿Quieres algo?
Bosch se dio la vuelta y se quedó mirando a su compañero de equipo. Chu estaba de espaldas a él, ocupado en ordenar y apilar los extractos de las tarjetas de crédito en un lado del escritorio.
—No, estoy bien.
—Mientras dejas que McQuillen siga cocinándose, igual aprovecho para sentarme y mirar todo esto. Nunca se sabe.
Chu se levantó y metió los extractos de las tarjetas en una carpeta verde nueva.
—Nunca se sabe, sí.
Chu se fue. Bosch lo miró alejarse. Se levantó y fue al despacho de la teniente. Asomó la cabeza por la puerta e informó a Duvall de que habían metido a McQuillen en una de las salas de interrogatorios y que estaba en el edificio de forma voluntaria.
A continuación volvió a su escritorio y envió un mensaje de texto a su hija, para asegurarse de que había llegado a casa sin problemas tras salir del colegio. Maddie respondió en seguida, pues el teléfono móvil era una extensión de su mano derecha, y ambos tenían por norma no retrasarse en responder a los mensajes.
Estoy bien y en casa. Pensaba que anoche estabas trabajando.
Bosch no estaba seguro de qué era lo que quería decirle con eso. Por la mañana había hecho todo lo posible por borrar las huellas del paso de Hannah Stone por la casa. Le envió una respuesta lo más inocente posible, pero ella entonces le asestó el golpe:
Dos copas de vino en el Bosch.
Tenían la costumbre de denominar el lavavajillas por el nombre del fabricante. Bosch comprendió que había dejado una pista. Pensó un momento y tecleó una respuesta:
Estaban cogiendo polvo en el estante. Por eso las he lavado. Pero me alegro de que te ocupes de las cosas de casa.
No creía que Maddie fuera a tragárselo. Esperó un par de minutos, pero no le llegó respuesta. Tenía remordimientos por no decirle la verdad, pero no era el mejor momento para ponerse a debatir con ella sobre su vida amorosa.
Se dijo que ya había dejado bastante margen a Chu y bajó en ascensor al vestíbulo. Salió del edificio central de la policía, cruzó Spring Street y entró en el edificio de Los Angeles Times.
El Times contaba con toda una cafetería en la planta baja. En el edificio de la policía no había más que máquinas expendedoras. En lo que fue descrito como un gesto de buena vecindad cuando se inauguró el edificio de la policía dos años atrás, el Times había ofrecido acceso a su cafetería a todos los funcionarios del cuerpo. Bosch siempre había pensado que se trataba de un gesto vacío, cuya principal motivación era el interés que la empresa editora —en dificultades económicas— tenía de que por lo menos la cafetería resultase rentable, ya que ninguna de las demás secciones del antaño boyante negocio lo era.
Enseñó la placa en la puerta de seguridad, entró y se dirigió a la cafetería, que estaba situada en el sórdido espacio que en otros tiempos había ocupado la imprenta del periódico. Se trataba de una sala alargada con un mostrador de autoservicio en un lado e hileras de mesas en el otro. Recorrió la estancia con la mirada, con la idea de ver a Chu antes de que este lo viera a él.
Chu estaba sentado a una mesa situada en el extremo del comedor, de espaldas a Bosch. Se encontraba en compañía de una mujer aparentemente de origen hispano, que estaba tomando notas en una libreta. Bosch se acercó a la mesa, echó mano a una silla y se sentó. Chu y la mujer se lo quedaron mirando como si quien acabara de sentarse a su lado fuese Charles Manson.
—He cambiado de idea en lo referente al café —dijo Bosch.
—Harry —soltó Chu—. Yo… estaba…
—Contándole a Emily todos los detalles del caso.
Bosch clavó la mirada en Gomez-Gonzmart.
—¿No es verdad, Emily? —dijo—. ¿O puedo llamarla GoGo?
—Mira, Harry, no es lo que piensas —adujo Chu.
—¿Ah, no? ¿En serio? Porque a mí me parece que estás contándoselo todo a los del Times, con pelos y señales, y en su casita además.
Al momento agarró la libreta que estaba en la mesa.
—¡Oiga! —gritó Gomez-Gonzmart—. ¡Es mía!
Bosch leyó las notas apuntadas en la página abierta. Estaban escritas de forma más o menos taquigráfica, pero vio la anotación «McQ» repetidas veces y la frase «análisis reloj = clave». Era suficiente para confirmar sus sospechas. Tendió la libreta a la periodista.
—Me voy —dijo ella mientras le arrancaba la libreta de las manos.
—No tan pronto —la frenó Bosch—. Porque ustedes dos van a quedarse sentaditos mientras llegamos a un acuerdo.
—¡Usted no me dice lo que tengo que hacer! —espetó ella.
—Tiene razón. No se lo digo —indicó Bosch—. Pero resulta que el futuro y la carrera profesional de su amiguito están ahora en mis manos. Y si algo de esto le importa, mejor será que se siente y me escuche.
Bosch se la quedó mirando. La mujer se colocó el bolso en el hombro, como si fuera a marcharse.
—¿Emily? —dijo Chu.
—Mira, lo siento —respondió ella—. Tengo que escribir un artículo.
Se fue. Chu estaba mortalmente pálido. Se quedó mirando al vacío, hasta que Bosch lo despertó de su estupor.
—Chu, ¿se puede saber qué coño has estado haciendo?
—Yo pensaba que…
—Lo que pensaras me da igual. Esta tipa te ha estado utilizando. La has jodido bien, y ya puedes ir pensando en alguna forma de pararle los pies. ¿Qué le has contado exactamente?
—Yo… Que hemos traído a McQuillen y que vamos a interrogarlo. Y que si el reloj se corresponde con las heridas, da igual que confiese o no.
Bosch estaba tan furioso que tuvo que reprimir el impulso de soltarle una tremenda colleja.
—¿Cuándo empezaste a hablar con ella?
—El día que nos asignaron el caso. A Emily la conocía de antes. Hace unos años me entrevistó para un artículo, y luego salimos unas cuantas veces. Siempre me ha gustado mucho.
—De forma que esta semana te ha llamado, te ha agarrado por la polla y te ha hecho cantar todo lo referente a mi caso.
Chu se volvió y lo miró directamente a los ojos por primera vez.
—Sí, Harry. Tú mismo lo has dicho. Tu caso. No nuestro caso, sino tu caso.
—Pero ¿por qué, David? ¿Por qué has hecho esto?
—Tú tienes la culpa. Y no empieces a llamarme David. Hasta me sorprende que sepas mi nombre.
—¿Cómo? ¿Que yo tengo la culpa? Pero ¿es que te has vuelto lo…?
—Tú, sí. Porque me mantienes al margen. No me cuentas una mierda y me mantienes al margen. Haces que me ocupe del otro caso mientras tú llevas este. Y no es la primera vez. Es lo normal. No es forma de tratar a un compañero. ¡Si me hubieras tratado como es debido, nunca habría hecho algo así!
Bosch recobró la compostura e intentó bajar el tono de voz. Se daba cuenta de que estaban llamando la atención de las mesas vecinas. De los periodistas.
—Ya no somos compañeros de equipo —dijo Bosch—. Cuando terminemos con estos dos casos, vas a pedir un traslado. Me da igual adónde vayas, pero no vas a seguir en Casos Abiertos/No Resueltos. Si no pides el traslado, haré saber lo que has hecho, traicionar a tu compañero y vender el caso a cambio de un par de polvos. Te convertirás en un paria, y no te van a querer en ninguna unidad. Estarás acabado.
Se levantó y se alejó. Oyó que Chu pronunciaba su nombre débilmente, pero no se volvió.