Bosch entró en el cubículo vacío y en seguida vio el montón de grandes sobres en el escritorio de Chu. Dejó el maletín en su escritorio, fue al de Chu y examinó los sobres. Su compañero había recibido los extractos y demás documentación relativa a las tarjetas de crédito de George Irving. La revisión de todas las compras hechas con tarjeta de crédito era un componente importante en la minuciosa investigación de una muerte. Todo lo que se descubriera contribuiría a establecer el perfil económico del fallecido.
El último sobre era más delgado y procedía del laboratorio de criminalística. Bosch lo abrió, preguntándose a qué caso correspondería.
El sobre contenía el informe del análisis de la camisa de George Irving. Las pruebas de laboratorio determinaban que en la camisa azul marino de vestir había restos de sangre y materia celular —piel—, en el interior de la tela correspondiente al hombro derecho. Lo que encajaba con las marcas en forma de media luna halladas en el hombro de Irving durante la autopsia.
Bosch se sentó ante el escritorio de Chu, volvió a leer el informe y pensó en lo que podía indicar. Se daba cuenta de que existían dos posibilidades. La primera: que Irving llevaba la camisa puesta en el momento de ser asfixiado y que las contusiones en el hombro se produjeron cuando el reloj del estrangulador apretó la camisa contra su piel. La segunda: que se puso —o le pusieron— la camisa después de que se produjeran las contusiones y que se dio una transferencia de sangre y piel.
Bosch descartó esta segunda hipótesis, por dos motivos. El botón encontrado en el suelo indicaba que posiblemente se había producido una lucha mientras Irving aún llevaba la camisa puesta. Y dado que Irving se había precipitado desnudo a su muerte, era muy improbable que alguien hubiera puesto la camisa sobre las contusiones para volver quitársela después.
Bosch se concentró en la primera hipótesis. Sugería que alguien había sorprendido a Irving por la espalda y lo había inmovilizado estrangulándolo, pero no sin que se produjera una lucha. El botón de la manga derecha se soltó de la camisa, y el estrangulador recurrió a la maniobra de la mano en el hombro para controlar a su víctima. Las contusiones y abrasiones superficiales se produjeron a través de la camisa.
Bosch pensó en todo eso durante unos minutos. Lo mirase como lo mirase, todas las pistas le llevaba a pensar en McQuillen. Como le había dicho antes a Chu, había llegado el momento de hablar con McQuillen.
Bosch se sentó ante su escritorio y se puso a pensar cómo iba a hacerlo. Decidió que no iba a detenerlo. Trataría de que McQuillen se trasladara de forma voluntaria al edificio central de la policía para responder a sus preguntas. Si McQuillen no accedía, sacaría las esposas y lo detendría.
McQuillen era un antiguo policía, por lo que su detención podía resultar complicada. Casi todos los expolicías tenían armas de fuego y sabían cómo usarlas. Haría que Chu buscase su nombre en el registro federal de armas, aunque sabía que dicha búsqueda no sería concluyente. Los policías continuamente se hacían con armas de fuego en la calle. No todas esas armas terminaban en el depósito del cuerpo de policía. La búsqueda en la base de datos federal tan solo serviría para establecer si McQuillen tenía armas de manera legal.
Debido a todo esto, Bosch decidió que no iría a hablar con McQuillen a su casa, ya que seguramente allí tendría a mano las armas, legales o no, de las que pudiera ser propietario. Por las mismas razones, tampoco era recomendable contactar con él en su coche.
Bosch ya había visto el interior del aparcamiento y el despacho de los taxis Black and White, lo que le daba una ventaja estratégica. Y era muy poco probable que McQuillen tuviera armas en su lugar de trabajo. Una cosa era conducir un taxi en las calles más peligrosas de Hollywood, y otra muy diferente despachar vehículos a uno u otro punto del sector.
El teléfono del escritorio sonó y en la pantalla apareció el nombre «Latimes». Un periodista, se dijo. Estuvo tentado de no responder, pero lo pensó mejor y contestó.
—Unidad de Casos Abiertos/No Resueltos.
—¿Podría hablar con el inspector Bosch?
—Yo mismo.
—Inspector, soy Emily Gomez-Gonzmart y le llamo desde la redacción de Los Angeles Times, al otro lado de la calle. Estoy preparando un artículo sobre la investigación del asesinato de George Irving y quisiera hacerle unas preguntas.
Bosch guardó silencio un largo instante. De pronto ansió fumar un cigarrillo. Ya conocía a la periodista. Su apodo era «GoGo», porque no paraba de moverse a la hora de investigar una noticia.
—¿Inspector?
—Sí, perdone, es que me ha pillado en pleno trabajo. Habla usted de un asesinato. ¿Qué le hace pensar que estamos investigando un asesinato? Estamos investigando una muerte, sí. Pero no hemos dicho que haya sido un asesinato. Aún no hemos llegado a esa conclusión.
—Bueno, mi información es que están investigando un asesinato y que pronto van a detener a un sospechoso, si es que no lo han hecho ya. Ese sospechoso es un antiguo agente de policía enemistado con el concejal Irving y su hijo desde hace tiempo. Por eso lo estoy llamando, inspector. ¿Puede confirmar todo esto? ¿Han hecho alguna detención relacionada con el caso?
Bosch estaba asombrado por lo preciso de su información.
—Mire, yo no confirmo nada. No hay ninguna detención. Y no estoy seguro de dónde ha sacado esa información, pero el hecho es que no es correcta.
Su voz se transformó de repente. Se convirtió en una especie de susurro, con una cualidad más íntima y sarcástica.
—Inspector —continuó ella—. Los dos sabemos que mi información es correcta. Vamos a publicar el artículo y me gustaría que hiciera unas declaraciones para incluirlas en el texto. Al fin y al cabo, usted es quien dirige la investigación. Pero si no puede o no quiere hablar conmigo, lo escribiré sin su ayuda y pondré la verdad, que se niega usted a hacer declaraciones.
La cabeza de Bosch era un torbellino. Sabía cómo funcionaba la prensa. El artículo saldría en el periódico del día siguiente, pero bastante antes de que el diario estuviera en las calles, el texto aparecería en la página web de Los Angeles Times. Y cuando apareciese en el universo digital sería leído por cada editor de cada programa de radio y televisión de la ciudad. Al cabo de una hora de que el artículo hubiera salido en la edición electrónica del diario, todos los demás medios de comunicación se harían eco del asunto. Y con independencia de que su nombre apareciese en el artículo o no, McQuillen sabría que Bosch iba a por él.
Bosch no podía permitir que eso pasara. No podía dejar que los medios de comunicación dictasen sus movimientos de ningún modo. Se dio cuenta de que era necesario llegar a algún tipo de acuerdo con la periodista.
—¿Quién es su fuente? —preguntó, a fin de ganar un poco de tiempo para manejarse con ella.
GoGo se echó a reír, como Bosch sabía que iba a hacer.
—Por favor, inspector. Sabe usted que no puedo revelar mis fuentes. Si prefiere hablar off the record, le ofrezco la misma confidencialidad absoluta. Prefiero ir a la cárcel antes que revelar mis fuentes. Pero me gustaría que hiciese unas declaraciones públicas al respecto.
Bosch levantó la cabeza y miró al exterior del cubículo. La sala de inspectores se encontraba prácticamente vacía. Tim Marcia estaba sentado ante su escritorio cercano al despacho de la teniente. La puerta del despacho estaba cerrada como de costumbre, y era imposible saber si la teniente estaba detrás o si estaba fuera y reunida.
—No me importaría hacer unas declaraciones públicas —dijo—. Pero usted sabe que en un caso como este, tan relacionado con la política y demás, no puedo hacer declaraciones públicas sin permiso. Me podría costar el empleo. Tendrá que esperar a que me den permiso para hacerlo.
Esperaba que la mención de una posible pérdida del empleo llevara a GoGo a mostrarse comprensiva y a ganar un poco de tiempo. Nadie quiere que otra persona pierda el trabajo por su culpa. Ni siquiera una periodista fría y calculadora.
—Inspector Bosch, tengo la impresión de que lo que quiere es ganar tiempo como sea. Con sus declaraciones o sin ellas, tengo el artículo casi listo y voy a entregarlo hoy mismo.
—Muy bien. En ese caso, ¿cuánto tiempo puede darme? Volveré a llamarla.
Se produjo una pausa, y Bosch creyó oír que la periodista estaba tecleando en su ordenador.
—Tengo el cierre a las cinco. Necesito saber de usted antes de esa hora.
Bosch consultó su reloj. Tan solo había logrado arrancarle tres horas. Lo suficiente para hacer hablar a McQuillen, o eso pensaba. Una vez que este se encontrara bajo custodia, ya no importaría lo que apareciese en Internet o que todos los periodistas de la ciudad lo llamaran o contactaran con el Departamento de Relaciones con la Prensa.
—Deme su número directo —dijo—. La llamaré antes de las cinco.
Nada más colgar, Bosch llamó a Kiz Rider al móvil. Rider respondió en el acto. Daba la impresión de estar en un coche.
—¿Sí, Harry?
—¿Estás sola?
—Sí.
—Los del Times están al corriente del asunto. Les ha informado el jefe o el concejal. Sea como sea, me van a joder vivo si publican la noticia demasiado pronto.
—Un momento, un momento. ¿Cómo lo sabes?
—Porque la periodista acaba de llamarme. Sabe que estamos investigando un asesinato y que hay un sospechoso que es un antiguo policía. Se lo han contado todo.
—¿Quién es esa periodista?
—Emily Gomez-Gonzmart. Es la primera vez que hablo con ella, pero he oído hablar de su forma de trabajar. Se ve que la llaman GoGo porque no para quieta a la hora de investigar una noticia.
—Ya, pero no es una de las nuestras.
Rider quería decir que GoGo no estaba en el listado de periodistas de confianza con los que el jefe de policía solía tratar. Lo que significaba que su fuente era Irvin Irving o algún subalterno del concejal.
—¿Y dices que sabe que hay un sospechoso? —preguntó Rider.
—Exacto. Lo sabe todo, menos el nombre del sospechoso. Sabe que estamos a punto de detenerlo para hacerle hablar.
—Bueno, ya conoces a los periodistas. Muchas veces fingen saber más de lo que saben en realidad, para liarte y conseguir que confirmes una cosa u otra.
—Esta mujer sabe que hay un sospechoso que es un expolicía, Kiz. No estaba fingiendo. Te digo que lo sabe todo. Y sugiero que los del décimo piso llaméis a Irving ahora mismo y le hagáis comerse toda esta mierda. Es su propio hijo, y está tumbándonos el caso. ¿Y para qué? ¿Es que puede sacar alguna ventaja política de todo esto?
—No, para nada. Por eso no estoy convencida de que la filtración haya sido cosa suya. Y la verdad es que yo estaba en el despacho cuando el jefe lo llamó y le puso al corriente de las novedades. No le dijo quién era el sospechoso, porque sabía que Irving entonces querría saber el nombre. De modo que eso no se lo dijo. Sí que le habló de las señales en el hombro y la inmovilización por asfixia, pero no mencionó que existiera un sospechoso con nombre y apellido. Lo que le dijo fue que seguíamos investigando el asunto.
Bosch guardó silencio mientras pensaba en el significado de todo eso. Todo apuntaba a la maniobra de algún pez gordo. Estaba claro que no podía fiarse más que de Kiz Rider.
—Harry, estoy en el coche. Sugiero que entres en la página de Internet del Times y busques artículos anteriores de esa periodista. A ver con qué te encuentras. Mira si ha escrito artículos que tengan que ver con Irving. Es posible que esté en contacto con algún subalterno del concejal y que sea algo fácil de deducir de sus artículos.
Era una buena idea, muy inteligente.
—Sí, voy a hacerlo, pero no tengo mucho tiempo. Todo esto me obliga a no perder más tiempo con McQuillen. En cuanto vuelva mi compañero de equipo, vamos a por él.
—¿Estás seguro de que es buen momento?
—Me parece que no nos queda más remedio. El artículo va a aparecer en Internet a las cinco. Tenemos que echarle el guante antes de esa hora.
—Házmelo saber lo más rápido posible.
—Prometido.
Bosch colgó y al momento llamó a Chu, a quien suponía en camino desde el Chateau Marmont.
—¿Por dónde andas?
—Estoy viniendo. No hemos encontrado nada, Harry.
—No importa. Vamos a echarle el guante a McQuillen hoy mismo.
—De acuerdo.
—Vale, nos vemos aquí.
Colgó y dejó el móvil en el escritorio. Tamborileó la superficie con los dedos. Esto no le gustaba. Estaba viéndose obligado a llevar el caso bajo influencias externas. Algo que nunca le gustaba. Su plan era interrogar a McQuillen, pero, hasta ahora, era él quien establecía el ritmo de la investigación. Ahora eran otros los que lo establecían, y se sentía como un tigre enjaulado. Aprisionado y furioso, dispuesto a sacar una zarpa por entre los barrotes y lastimar al primero que pasara.
Se levantó y fue al escritorio de Tim Marcia.
—¿La teniente está en el despacho?
—Pues sí.
—¿Puedo entrar un momento? Tengo que ponerla al corriente del caso que estoy llevando.
—Toda tuya… si consigues que te abra la puerta.
Bosch llamó a la puerta de la agorafóbica teniente. Se produjo una pausa, Duvall dio su permiso, y Harry entró. La teniente estaba sentada trabajando frente al ordenador. Alzó la mirada para ver quién era, pero no dejó de teclear.
—¿Qué pasa, Harry?
—Lo que pasa es que hoy voy a traer a un tipo, por la cuestión del caso Irving.
Duvall volvió a levantar la vista.
—Trataremos de que venga de forma voluntaria. Pero si la cosa no funciona, lo esposamos y lo trincamos.
—Gracias por mantenerme informada.
Su tono no era sincero al dar las gracias. Bosch no la había puesto al corriente durante las últimas veinticuatro horas y habían pasado muchas cosas durante ese lapso de tiempo. Bosch echó mano a la silla emplazada ante el escritorio y tomó asiento. Le ofreció una versión resumida de los hechos, tomándose diez minutos para llegar a la llamada efectuada por la periodista.
—Le pido disculpas por no haberla mantenido al corriente de la investigación —dijo—. Las cosas han sucedido de forma demasiado rápida. La oficina del jefe está informada (he estado hablando con su asistente en el funeral) e informarán al concejal.
—Bueno, pues supongo que casi mejor que no me haya mantenido informada. Por lo menos no soy sospechosa de haber hecho la filtración al Times. ¿Tiene alguna idea de quién ha sido?
—Supongo que Irving o alguno de los suyos.
—Pero ¿él qué saca con todo esto? Lo sucedido no lo deja en muy buen lugar, que digamos.
Era la primera vez que Bosch lo veía desde ese punto de vista. La teniente tenía razón. ¿Para qué iba Irving a filtrar una noticia que al final iba a volverse en su contra y llevarlo a aparecer como un político corrupto, aunque fuera en pequeña medida? No tenía sentido.
—Buena pregunta —reconoció Bosch—. Pero no tengo la respuesta. Lo único que sé es que, de un modo u otro, ha salido de aquí hasta la acera de enfrente.
Duvall miró las persianas cerradas sobre las ventanas que daban al edificio de Los Angeles Times. Se diría que su paranoia sobre la vigilancia a que la sometían los periodistas acababa de confirmarse. Bosch se levantó. Había dicho todo lo que tenía que decir.
—¿Hacen falta refuerzos, Harry? —preguntó Duvall—. ¿Chu y usted pueden arreglárselas sin ayuda?
—Eso creo. Vamos a pillar a McQuillen por sorpresa y confiamos en que venga de manera voluntaria.
Duvall reflexionó un momento y asintió.
—Muy bien. Manténgame al corriente. Y esta vez no tarde tanto en hacerlo.
—De acuerdo.
—Me refiero a que me diga algo esta misma noche.
—Hecho.
Bosch regresó a su cubículo. Chu aún no había aparecido.
Harry empezaba a decirse que la filtración no procedía del círculo de Irving. Y eso le hacía pensar en la oficina del jefe de policía y en la posibilidad de que se estuviera actuando a espaldas de Kiz Rider, o bien ella se lo estaba ocultando a él. Fue al ordenador y abrió la página web del Times. Tecleó «Emily Gomez-Gonzmart» en el buscador y esperó.
Pronto se encontró con una página llena de citas: los titulares de los artículos firmados por la periodista, en orden cronológico inverso. Se puso a leerlos y pronto llegó a la conclusión de que GoGo no cubría información política o municipal. Ninguno de los artículos publicados el último año la situaba en la proximidad de Irvin o George Irving. Estaba principalmente especializada en los artículos largos de sucesos. La clase de noticias publicadas con cierta posterioridad a los hechos, en las que ampliaba la información sobre el crimen en sí, hablando de las víctimas y de sus familias. Bosch abrió unos cuantos de esos artículos, leyó los párrafos iniciales y volvió al listado.
Siguió buscando en orden cronológico inverso, entre los artículos publicados en los últimos tres años, sin dar con nada que conectara a Gomez-Gonzmart con los relacionados con el caso George Irving. Hasta que un titular de 2008 atrajo su atención.
LAS TRÍADAS COBRAN PROTECCIÓN DE
LA COMUNIDAD CHINA DE LA CIUDAD
Bosch clicó en el enlace para abrirlo. Se trataba de un artículo que empezaba hablando de la anciana propietaria de una herboristería en Chinatown que llevaba más de treinta años pagando una cuota mensual de protección al jefe de una tríada. El artículo informaba ampliamente sobre la historia de los comerciantes de ascendencia china que seguían la tradición, originaria de Hong Kong, de pagar protección a las tríadas o bandas criminales de su etnia. El artículo había sido inspirado por el entonces reciente asesinato de un casero de Chinatown, por encargo de una de las tríadas, o eso se suponía.
Bosch se quedó helado al llegar al noveno párrafo del artículo.
«Las tríadas siguen vivas y florecientes en Los Ángeles», asegura David Chu, miembro del grupo del LAPD especializado en las bandas asiáticas. Se aprovechan de las personas tal y como llevan haciendo desde hace trescientos años en Hong Kong.
Harry se quedó mirando el párrafo un largo instante. Chu llevaba dos años trabajando con Bosch en la Unidad de Casos Abiertos/No Resueltos. Anteriormente había trabajado en la unidad especializada en bandas asiáticas, en la que había conocido a Emily Gomez-Gonzmart, y daba la impresión que continuaba con esa relación.
Bosch apagó la pantalla y dio la vuelta en su silla. Chu continuaba sin aparecer. Hizo rodar la silla hasta el otro lado del cubículo y abrió el ordenador portátil de Chu. La pantalla se iluminó y Bosch hizo clic sobre el icono del correo electrónico. Miró a su alrededor otra vez, para asegurarse de que Chu no hubiera entrado en la sala de inspectores. Abrió un nuevo mensaje y tecleó «GoGo» en la casilla de la dirección.
No pasó nada. Borró «GoGo» y tecleó «Emily». La función de autocompletado en la casilla de búsqueda del correo hizo que en ella apareciese «emilygg@latimes.com».
Bosch se sintió invadido por la rabia. Miró a su alrededor una vez más; fue al buzón de mensajes enviados y buscó todos los destinados a emilygg. Había muchos. Bosch se puso a leerlos y pronto se dio cuenta de que eran inocuos. Chu se valía del correo electrónico para concertar citas, en la cafetería del Times situada al otro lado de la calle. No había forma de determinar qué clase de relación tenía con la periodista.
Bosch cerró las pantallas del correo electrónico y apagó el portátil. Había visto suficiente. Sabía lo suficiente. Hizo rodar la silla hasta su escritorio y pensó en lo que iba a hacer. Era su propio compañero quien estaba comprometiendo la investigación. Las ramificaciones de todo esto podían extenderse hasta los juzgados si McQuillen finalmente era encausado. Un abogado defensor que estuviera al corriente del error cometido por Chu podía poner fin tanto a su credibilidad personal como a la credibilidad del caso.
Pero no todo se limitaba a los perjuicios causados a la investigación. También estaba el daño irrevocable que Chu había hecho a la relación personal entre ambos. Por lo que a Bosch concernía, dicha relación había dejado de existir.
—¡Harry! ¿Preparado para ir a la guerra?
Bosch se volvió en su asiento. Chu acababa de entrar en el cubículo.
—Sí —confirmó—. Lo estoy.