A las diez y media de la noche, Bosch acompañó a Hannah Stone a su coche. Hannah antes lo había seguido al volante de su automóvil desde el restaurante. Harry le había dicho que esa noche no podía quedarse a dormir, sin que ella pusiera objeción. Al llegar junto al coche, se fundieron en un estrecho abrazo. Bosch se sentía muy feliz. Habían pasado un rato maravilloso en la cama. Hacía mucho que esperaba compartir lecho con una mujer como Hannah.
—Llámame cuando llegues a casa, ¿de acuerdo?
—Tampoco va a pasarme nada.
—Ya lo sé, pero llámame de todos modos. Quiero saber que has llegado bien a casa.
—De acuerdo.
Se miraron un largo instante.
—Lo he pasado muy bien, Harry. Espero que tú también hayas disfrutado.
—Sabes que sí.
—Estupendo. Quiero volver a repetirlo.
Bosch sonrió.
—Yo también.
Hannah se separó y abrió la puerta del coche.
—Pronto —dijo mientras entraba en el vehículo.
Harry asintió. Sonrieron. Hannah puso el coche en marcha y se alejó.
Harry contempló cómo las luces traseras desaparecían por una curva y se dirigió a su propio coche.
Entró en el aparcamiento trasero de la comisaría de Hollywood y aparcó en la primera plaza libre que encontró. Esperaba no llegar demasiado tarde. Salió del vehículo y echó a andar hacia la puerta posterior de la comisaría. El móvil vibró en su bolsillo; lo sacó. Era Hannah.
—¿Ya estás en casa?
—Sin problema. ¿Tú dónde estás?
—En la comisaría de Hollywood. Tengo que ver a alguien que trabaja en el turno de noche.
—Por eso me has echado de tu casa hace un rato, ¿no?
—Eh, bueno, ahora que lo mencionas, creo que fuiste tú la que dijo que tenía que irse.
—Ah. Vale, lo que tú digas. Que te diviertas.
—Es una cuestión de trabajo. Te llamo mañana.
Bosch atravesó la puerta doble y enfiló el pasillo que llevaba a la sala de guardia. En la banqueta situada a un lado del pasillo había dos detenidos esposados y a la espera de ingresar en los calabozos. Su aspecto era el de dos macarras de Hollywood en horas bajas.
—Oye, amigo, ¿vas a echarme una mano? —preguntó uno de ellos cuando Bosch pasó por su lado.
—No, esta noche no —contestó Bosch.
Harry asomó la cabeza por el umbral de la sala de guardia. Dos sargentos estaban de pie, el uno junto al otro, examinando la gráfica de las patrullas de madrugada. No había ningún teniente a la vista. Lo que indicó a Bosch que el siguiente turno estaba en el piso de arriba, recibiendo instrucciones, y que no se había perdido el cambio de turno. Llamó con los nudillos a la ventana de cristal situada junto a la puerta. Los dos sargentos se volvieron hacia él.
—Bosch, de la Brigada de Robos-Homicidios. ¿Adam 65 anda por aquí? Necesito hablar con él diez minutos.
—Acaba de marcharse. Es el primero en salir.
El cambio de turno se realizaba de forma escalonada —un coche cada vez—, para evitar que las calles se quedaran sin ser patrulladas durante un lapso temporal. Por lo general, el primer coche en salir era el del agente más veterano o el del equipo de patrulla que anteriormente había tenido la noche más complicada.
—¿Pueden pedirle que vuelva un momento a la sala de inspectores? Lo estaré esperando allí.
—No hay problema.
Bosch volvió andando por el pasillo, pasó junto a los dos detenidos, torció por la izquierda hacia el pasillo que había detrás, pasó el almacén de material de largo y entró a la sala de inspectores. Harry había trabajado muchos años en la Brigada de Hollywood, antes de ser trasladado a Robos-Homicidios, y conocía bien la comisaría. Como era de esperar, la sala de inspectores estaba desierta. Bosch pensaba que quizá se encontraría con algún agente de patrulla ocupado en redactar su informe, pero allí no había nadie en absoluto.
Sobre las áreas de trabajo había unos letreros de madera que pendían del techo y designaban las distintas unidades. Bosch entró en el área de homicidios y buscó el escritorio de Jerry Edgar, su antiguo compañero de equipo. Lo identificó gracias a la fotografía adherida al tabique del cubículo de Tommy Lasorda, el antiguo entrenador de los Dodgers. Bosch se sentó y trató de abrir el cajón de los bolígrafos, que resultó estar cerrado. Tuvo una idea, se levantó y miró por todos los escritorios y mesas de la sala de inspectores hasta encontrar un montón de periódicos viejos en una mesa de descanso situada en la parte anterior de la estancia. Se acercó y miró en las secciones de deportes de los periódicos. Finalmente encontró lo que buscaba: uno de los ubicuos anuncios del tratamiento farmacéutico de la disfunción eréctil. Arrancó el anuncio y volvió a sentarse en el escritorio de Edgar.
Justo estaba terminando de insertar el anuncio por la rendija superior del cerrado cajón del escritorio de Edgar cuando una voz lo sorprendió al resonar a sus espaldas.
—¿Robos-Homicidios?
Bosch se volvió en la silla de Edgar. Un agente de uniforme estaba de pie en la puerta que daba al pasillo trasero. Tenía el pelo gris y muy corto y era de complexión musculosa. Tendría unos cuarenta y cinco años, pero daba la impresión de ser más joven, a pesar del cabello canoso.
—Yo mismo. ¿Robert Mason?
—Sí. ¿Qué es lo que…?
—Venga aquí, para que podamos hablar, agente Mason.
Mason se acercó. Bosch reparó en los bíceps abultados bajo las cortas mangas de la camisa. Era el típico policía empeñado en que los tipos problemáticos vieran con claridad a lo que iban a tener que enfrentarse.
—Siéntese —invitó Bosch.
—No, gracias —dijo Mason—. ¿Qué es lo que ocurre? Estoy de guardia y quiero irme de aquí cuanto antes.
—Tres detenciones por conducir en estado de embriaguez.
—¿Cómo?
—Ya me ha oído. Tres conductores detenidos por conducir borrachos.
Bosch lo miraba a los ojos, buscando alguna señal reveladora.
—Muy bien, tres conductores detenidos por conducir borrachos. ¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que las coincidencias no existen, Mason. Y que el hecho de que detuviera a tres conductores de los taxis B&W el verano pasado por el mismo motivo va más allá de toda posible coincidencia. Por cierto, no me llamo Robos-Homicidios. Me llamo Bosch y estoy investigando la muerte de su amigo George Irving.
En ese momento vio la señal reveladora. Pero esta se esfumó al instante. Mason iba a escoger mal su respuesta. Pero su respuesta no dejó de sorprender a Bosch.
—Lo de George Irving ha sido un suicidio.
Bosch se lo quedó mirando un momento.
—¿En serio? ¿Cómo lo sabe?
—Porque es la única explicación. Lo demuestra que fuera a ese lugar, a ese hotel. George se suicidó, y la cosa no tuvo nada que ver con los taxis Black and White. Está metiendo la pata hasta el fondo, colega.
Bosch estaba empezando a irritarse con aquel capullo tan arrogante.
—Dejémonos de estupideces, Mason. Puede usted elegir. Puede sentarse y contarme lo que hizo y quién le dijo que lo hiciera, y entonces igual sale medio bien parado de esta. O puede seguir ahí de pie soltando idioteces, y entonces me dará lo mismo lo que vaya a pasarle.
Mason cruzó los brazos sobre su ancho pecho. Su intención era convertir la situación en un mano a mano de voluntades, con la idea de ver quién se echaba antes atrás, pero ese no era un juego en el que unos bíceps prominentes le confiriesen ventaja. Al final iba a salir perdiendo.
—No quiero sentarme. No tengo nada que ver con este caso, con la salvedad de que tengo claro que mi amigo se tiró por el balcón. Y punto.
—Entonces, explíqueme lo de esas tres detenciones.
—No tengo por qué explicarle una mierda.
Bosch asintió.
—Es verdad. No tiene por qué hacerlo.
Bosch se levantó y dirigió una ojeada al escritorio de Edgar, para asegurarse de que no había trastocado nada. Dio un paso hacia Mason, y le señaló hacia el pecho.
—Acuérdese bien de este momento. Porque este es el momento en que la pifió, colega. Este es el momento en el que podría haber salvado el empleo, y sin embargo decidió dejarlo escapar. El turno de noche se ha acabado para usted.
Bosch echó a andar hacia el pasillo. Era consciente de que era una contradicción ambulante. Un hombre que el lunes por la mañana decía que nunca iba a investigar a un policía y que ahora lo estaba haciendo. Estaba decidido a exprimir a este agente para saber la verdad sobre George Irving.
—Oiga, espere un momento.
Bosch se detuvo y se dio la vuelta. Mason bajó los brazos; a Harry le pareció que lo hacía como señal de rendición.
—Yo no hice nada malo. Me limité a responder a la petición directa de un concejal del Ayuntamiento. No se trataba de una petición que implicara ninguna acción específica. Tan solo se trataba de una alerta, como las que nos indican al principio de cada turno, todos los días. Peticiones del Ayuntamiento, como las llamamos. Yo no hice nada malo, y si se propone buscarme un problema, se ha equivocado de hombre.
Bosch guardaba silencio sin moverse, pero ya estaba harto. Se acercó a Mason y señaló una silla.
—Siéntese.
Mason esta vez se sentó, en una de las del módulo de robos. Bosch se acomodó otra vez en la silla de Edgar, de tal forma que ahora estaban sentados el uno frente al otro en el pasillo que separaba Robos de Homicidios.
—Bien. Hábleme de esa petición del Ayuntamiento.
—Yo conocía a George Irving desde hacía mucho tiempo. Ingresamos al mismo tiempo en la academia. Y seguimos siendo amigos después de que se fuera a estudiar Derecho. Fui el padrino de su boda. Qué demonios, incluso les pagué la suite de la luna de miel.
Con un gesto señaló en la dirección del despacho del teniente, como si fuera la suite nupcial mencionada.
—Nos veíamos por nuestros cumpleaños, la fiesta nacional… También conocía a su padre, al que vi en muchas de esas fiestas a lo largo de los años.
—Vale.
—Así que, bueno, el mes de junio pasado (ahora no me acuerdo de la fecha exacta) fui a una fiesta que habían organizado para el hijo de George. Él…
—Chad.
—Chad, eso es. Chad acababa de graduarse del instituto, con unas notas magníficas, y lo habían aceptado en la Universidad de San Francisco. Montaron una fiesta en su honor, a la que fui con Sandy, mi mujer. El concejal estaba en la fiesta. Estuvimos charlando, de tonterías del cuerpo de policía, y también trató de justificar por qué el Ayuntamiento nos estaba jodiendo vivos con el recorte en las horas extras y demás. Y al final me dijo, como de pasada, que le había llegado la queja de una votante que aseguraba haber cogido un taxi en la puerta de un restaurante de Hollywood y haberse encontrado con que el conductor estaba borracho. Esa mujer decía que el coche apestaba como una destilería y que el taxista estaba como una cuba. El concejal añadió que, a unas cuantas manzanas de distancia, la mujer tuvo que decirle al conductor que se detuviera y se bajó del coche. La señora en cuestión decía que el taxi era de la compañía Black and White, de forma que el concejal me pidió que vigilase un poco a los conductores de esa compañía, ya que tal vez podrían darse más problemas. Sabía que mi turno era el de noche, de modo que igual veía alguna cosa. Y eso fue todo. Nada de persecuciones ni mierdas por el estilo. Cuando estuve de patrulla hice lo que se me pedía, y nadie puede echarme nada en cara por lo que hice en ese momento. Todas las detenciones estaban justificadas.
Bosch asintió. Si la historia era cierta, Mason no había hecho nada malo. Pero su versión de los hechos volvía a situar a Irvin Irving en pleno centro del escenario. Un fiscal de distrito o un gran jurado inevitablemente formularía la pregunta: ¿el concejal estaba utilizando sutilmente sus influencias para ayudar al cliente de su hijo? ¿O lo que lo motivaba era la seguridad pública? La línea de separación era muy fina, y Bosch dudaba de que la cuestión alguna vez llegase a ser planteada a un gran jurado. Irving era demasiado listo. Con todo, a Bosch le había llamado la atención algo que Mason había dicho al final. Que nadie podía reprocharle lo que había hecho «en ese momento».
—¿El concejal le explicó cuándo o cómo le había llegado esa queja?
—Pues no, no me lo explicó.
—¿Durante el verano les llegaron más alertas de ese tipo?
—No que yo recuerde, pero lo más fácil es que no me enterase, si quiere que le diga la verdad. Llevo bastantes años en el cuerpo. Soy un veterano, y por eso me permiten ciertas libertades, por así decirlo. Normalmente soy el primero en salir cuando llega el cambio de turno, por ejemplo. O tengo prioridad a la hora de cogerme los días de vacaciones. Este tipo de cosas. Así que muchas veces no estoy presente cuando pasan lista, dan las instrucciones del día y toda esa mierda. Porque tengo el culo pelado de tanto estar sentado en ese cuartucho y escuchar la misma cantinela noche tras noche. Pero mi compañero de equipo, que es novato, sí que está presente y luego me dice todo lo que tengo que saber. De forma que es probable que esa petición del Ayuntamiento fuera notificada. Lo que pasa es que yo no estaba allí en ese momento.
—Pero su compañero nunca le dijo que hubieran notificado una petición así, ¿correcto?
—No, pero ya estábamos atendiendo el asunto, de forma que tampoco tenía por qué decírmelo. Después de esa fiesta, empecé a darles el alto a los taxis durante mi primer turno de noche. Así que mi compañero tampoco necesitaba decirme que habían dado instrucciones al respecto. ¿Me explico?
—Sí.
Bosch sacó el cuaderno y lo abrió. En sus páginas no había ninguna anotación que tuviera que ver con Mason, pero quería ganar tiempo para aclarar sus pensamientos y considerar qué iba a preguntar a continuación. Empezó a pasar las páginas.
—Bonito cuaderno —dijo Mason—. ¿Es el número de su placa?
—Eso mismo.
—¿Dónde se puede comprar una virguería así?
—En Hong Kong. ¿Usted sabía que su amigo George Irving era el representante de una compañía de taxis que estaba tratando de arrebatarle la concesión a Black and White? ¿Sabía que esas detenciones por conducir en estado de embriaguez iban a facilitarle el trabajo a George?
—Como le he dicho, entonces no lo sabía. No el verano pasado.
Mason se frotó las palmas de las manos, que a continuación pasó por los muslos. Se estaban acercando a algo que le resultaba embarazoso.
—Así, pues, ¿más tarde sí llegó a enterarse de cuanto acabo de decirle?
Mason asintió, pero sin decir palabra.
—¿Cuándo? —urgió Bosch.
—Eh, pues hace unas seis semanas.
—Cuénteme.
—Una noche le di el alto a un taxi; el conductor se había pasado un stop. El taxi era de Black and White, y nada más verme, el tipo empezó a lloriquear y a decir que si era injusto, que si esto, que si lo otro. Yo me decía, sí, hombre, sí, lo que tú digas, menudo cabronazo estás tú hecho. Pero el conductor entonces va y me dice: «Entre usted y el hijo de Irving nos van a hundir de verdad», y yo en ese momento pensé: «¿Qué coño dice?». Le ordené que me explicara exactamente qué era lo que quería decir con eso. Y así fue como me enteré de que mi amigo Georgie era el representante de una compañía competidora de Black and White.
Bosch acercó su rostro al de Mason y apoyó los codos en las rodillas. Estaban llegando al meollo del asunto.
—¿Y qué hizo entonces?
—Fui a hablar con George. Me encaré con él y le dije de todo, pero tampoco me sirvió de mucho. Pensaba que su padre y él me habían estado utilizando, y así se lo solté. Le dije que habíamos terminado, y ya no volví a verlo más.
Bosch asintió.
—¿Y por eso piensa que se suicidó?
Mason soltó una risa apagada.
—No, hombre, no. Si me utilizó de esa forma, yo tampoco era tan importante en su vida. Creo que se mató, pero por otras razones. Creo que no soportaba que Chad se fuera de casa… y es posible que hubiera otras cosas. La familia tenía sus secretos, no sé si me explico.
Mason no sabía nada sobre McQuillen o las señales en la espalda de George Irving. Bosch consideraba que no era el momento de decírselo.
—Muy bien, Mason, ¿se le ocurre alguna cosa más que pueda contarme?
Mason negó con un gesto de cabeza.
—¿No ha llegado a hablar de todo esto con el concejal?
—Todavía no.
Bosch pensó un momento al respecto.
—¿Piensa ir mañana al funeral?
—Aún no lo he decidido. Es mañana por la mañana, ¿verdad?
—Sí, exacto.
—Supongo que lo decidiré mañana mismo. Fuimos amigos durante mucho tiempo. Pero las cosas al final se torcieron.
—Bueno, pues igual nos vemos allí. Ya puede marcharse. Y gracias por contarme lo sucedido.
—Claro.
Mason se levantó y echó a andar hacia el pasillo, cabizbajo. Mientras lo miraba irse, Bosch pensó en lo caprichoso de las investigaciones y las relaciones personales. Había llegado a la brigada seguro de que iba a encontrarse con un policía corrupto, que se había pasado de la raya. Pero ahora consideraba que Mason era otra de las víctimas de Irvin Irving.
Y en lo alto del listado de víctimas de Irving estaba el mismo hijo del concejal. Mason quizá no tuviera que preocuparse por encararse con Irvin Irving. Era muy posible que Bosch se le adelantara.