Llegaron al restaurante más de media hora antes de la hora a la que habían reservado, y les dieron un tranquilo reservado en un comedor de la parte trasera, junto a una chimenea. Pidieron sendos platos de pasta y un chianti que Hannah escogió. La comida era buena, y estuvieron hablando de temas diversos durante la cena… Hasta que Stone preguntó a Bosch directamente:
—Harry, ¿cómo es que has sido incapaz de consolar un poco a Clayton en el coche? Me he fijado. Te ha resultado imposible tocarlo.
Bosch bebió largamente de su copa antes de responder.
—En ese momento me pareció que no quería que lo tocasen. Estaba rabioso.
Hannah negó con la cabeza.
—No, Harry, lo he visto. Y necesito saber por qué un hombre como tú es incapaz de ser comprensivo con un hombre como él. Necesito saberlo antes de que yo…, antes de que tú y yo podamos ir más allá.
Bosch bajó la mirada y dejó el tenedor en el plato. Estaba en tensión. Tan solo hacía dos días que conocía a esa mujer, pero era innegable que se sentía atraído por ella y que entre ambos se había establecido cierto tipo de conexión. No quería echar a perder la velada, pero no sabía qué decir.
—La vida es demasiado corta, Harry —dijo Stone—. No puedo perder el tiempo ni estar con alguien que no entiende lo que hago y es incapaz de sentir un mínimo de compasión por quienes han sido víctimas.
Bosch finalmente encontró su voz.
—Yo tengo compasión. Mi trabajo es hacer justicia a las víctimas como Lily Price. Pero ¿qué me dices de las víctimas de Pell? A Pell le arruinaron la vida, pero él también ha arruinado la vida de otros, y en la misma medida. ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Darle una palmadita en la espalda y decirle que no pasa nada? Sí que pasa algo, y siempre va a pasar algo. Y eso, por otra parte, él lo sabe perfectamente.
Abrió las palmas de las manos para expresar que era su opinión personal, que estaba hablando con toda la sinceridad del mundo.
—Harry, ¿tú crees que en el mundo existe el mal?
—Por supuesto. Si no existiera, estaría sin trabajo.
—¿Y de dónde procede?
—¿Qué quieres decir?
—Me estoy refiriendo a tu trabajo. Tú tienes que vértelas con el mal casi todos los días. ¿De dónde procede ese mal? ¿Cómo es que las personas se convierten en malas? ¿Es algo que está en el aire? ¿Es algo que uno pilla, como quien pilla un resfriado?
—No me subestimes. Es más complicado que todo eso. Lo sabes muy bien.
—No te subestimo. Estoy tratando de descubrir qué es lo que piensas, para poder tomar una decisión. Me gustas, Harry. Mucho. Todo cuanto he visto de ti, menos ese gesto tan feo que has tenido hoy en el coche. No quiero embarcarme en algo para luego descubrir que estaba equivocada contigo.
—¿Y esto qué es? ¿Una especie de entrevista de trabajo?
—No. Simplemente estoy tratando de saber quién eres.
—Esto se está pareciendo demasiado a esas citas rápidas para ligar que la gente organiza hoy en día por Internet. Quieres saberlo todo antes de que pase algo. Y creo que hay alguna cosa que me estás ocultando.
Stone no respondió, de modo que Bosch pensó que allí había algo.
—Hannah, ¿de qué se trata?
Stone hizo caso omiso de su pregunta e insistió:
—Harry, ¿de dónde procede el mal?
Bosch soltó una risa y meneó la cabeza.
—Las personas no hablan de estas cosas cuando quieren conocerse un poco mejor. ¿Por qué te importa tanto lo que pienso sobre el mal?
—Porque me importa. ¿Qué me respondes?
Bosch podía ver la seriedad en sus ojos. Era un tema importante para ella.
—Mira, lo único que puedo decirte es que nadie sabe de dónde viene el mal, ¿vale? Pero el mal existe y es responsable de cosas verdaderamente horrendas. Y mi trabajo es investigar el mal y erradicarlo de la sociedad. No necesito saber de dónde viene para hacer mi trabajo.
Hannah pensó un momento antes de responder.
—Bien dicho, Harry, pero no es suficiente. Llevas mucho tiempo trabajando en lo tuyo. Alguna que otra vez tienes que haberte planteado de dónde procede esa oscuridad que se da en ciertas personas. ¿Cómo es que el corazón se vuelve negro?
—¿Estamos hablando de si se trata de algo innato o adquirido? Porque si se trata de eso, yo…
—Sí, se trata de eso. Y tú, ¿qué opinas?
Bosch tuvo ganas de sonreír, pero comprendió que no era el mejor momento.
—Yo no opino, porque tampoco…
—No, tienes que opinar. En serio. Quiero saberlo.
Hannah estaba inclinada sobre la mesa, hablando en un susurro ansioso. Se arrellanó en la silla cuando el camarero se presentó y empezó a retirar los platos. Bosch agradeció la interrupción, pues le daba tiempo para pensar. Pidieron café, pero no postre. Una vez que el camarero se hubo marchado, Bosch decidió lanzarse a la piscina.
—Bueno, lo que yo pienso es que el mal puede ser adquirido. Está claro que eso fue lo que le pasó a Clayton Pell. Pero por cada Pell que se cobra venganza y daña a otras personas hay alguien que ha tenido una niñez exactamente igual pero no se cobra venganza ni hace daño a nadie. Así que hay algo más. La ecuación no está tan clara. ¿La gente nace con algo que está dormido y tan solo aflora a la superficie bajo determinadas circunstancias? No lo sé, Hannah. La verdad es que no lo sé. Y no creo que nadie lo sepa. Por lo menos con seguridad. Tan solo tenemos teorías, y en el fondo da lo mismo, porque nadie va a evitar el dolor causado a otras personas.
—¿Quieres decir que mi trabajo es inútil?
—No, pero tu trabajo (como el mío) tiene lugar después de que el dolor ha sido causado. Es verdad que, con un poco de suerte, tus esfuerzos servirán para evitar que muchas de estas personas vuelvan a hacer lo mismo. Pero ¿para qué sirve a la hora de identificar y detener al individuo que nunca ha roto un plato, que nunca ha quebrantado las leyes y nunca ha hecho nada que avise de lo que está por llegar? ¿Y por qué tenemos que estar hablando de todo esto, Hannah? Cuéntame qué es lo que no me estás diciendo.
El camarero regresó con el café. Hannah le indicó que trajera la cuenta. Bosch se dijo que era mala señal. Hannah quería alejarse de su lado. Quería irse cuanto antes.
—¿Así quedamos? ¿Pedimos la cuenta y te marchas sin responder a mi pregunta?
—No, Harry, no quedamos así. He pedido la cuenta porque ahora quiero que me lleves a tu casa. Pero primero hay algo que tienes que saber sobre mí.
—Entonces dímelo.
—Tengo un hijo, Harry.
—Ya lo sé. Me dijiste que vivía en la zona de San Francisco.
—Sí. En la cárcel de San Quentin, donde voy a visitarlo con regularidad.
Bosch de algún modo se estaba esperando una confesión por el estilo. Pero no esperaba que se tratara de su hijo. Quizá un antiguo esposo o un amante. Pero no su hijo.
—Lo siento, Hannah.
Fue lo único que se le ocurrió decir. Hannah meneó la cabeza, como si no quisiera ser compadecida.
—Mi hijo hizo algo terrible —susurró—. Algo malo de verdad. Y sigo sin explicarme de dónde vino ese mal ni por qué.
Con la botella de vino bajo el brazo, Bosch abrió la puerta de su casa y dejó que Hannah pasara primero. Harry se mostraba tranquilo, pero no era así como se sentía. No habían dejado de hablar de su hijo durante casi una hora. Bosch principalmente se había contentado con escuchar. Pero al final, todo cuanto pudo ofrecerle fue su comprensión, una vez más. ¿Los padres son responsables de los pecados de sus hijos? Muchas veces sí, pero no siempre. Hannah era la psicóloga. Y lo sabía mejor que él.
Bosch encendió el interruptor situado junto a la puerta.
—¿Qué te parece si tomamos una copa en el porche de atrás? —sugirió.
—Eso suena estupendo —dijo ella.
La condujo a través de la sala de estar hacia la puerta corredera que daba al porche.
—Tu casa es muy bonita, Harry. ¿Cuánto hace que vives aquí?
—Diría que casi veinticinco años. El tiempo pasa volando. Hice que la renovaran una vez. Después del terremoto del 94.
Les recibió el ruido sibilante procedente de la autovía que corría el fondo del desfiladero. El aire era fresco en aquel porche expuesto a los cuatro vientos. Hannah se acercó a la barandilla y contempló las vistas.
—¡Vaya!
Se dio la vuelta, con la mirada en el cielo.
—¿Dónde está la luna?
Bosch señaló el monte Lee.
—Tras la montaña, seguramente.
—Espero que vuelva a salir.
Bosch agarraba la botella por el cuello de la misma. Era el vino sobrante del restaurante, que había traído consigo a sabiendas de que en casa no tenía nada. Harry había dejado de beber en casa después de que Maddie se instalara a vivir con él, y también era raro que bebiese fuera de casa.
—Voy a poner algo de música y traeré un par de copas. Vuelvo en un momento.
Una vez en el interior conectó el reproductor digital, aunque sin estar seguro de qué álbum estaba insertando en el aparato. Al momento oyó el saxofón de Frank Morgan y se dijo que todo iba sobre ruedas. Se encaminó por el pasillo con rapidez e hizo una limpieza apresurada de su dormitorio y cuarto de baño. Cogió sábanas limpias del armario e hizo la cama. Fue a la cocina, cogió dos copas de vino y volvió a salir al porche.
—Me estaba preguntando si te había pasado algo —dijo Hannah.
—Tenía que arreglar un poco la casa —explicó él.
Sirvió el vino. Brindaron, bebieron un sorbito y Hannah finalmente se acercó. Se besaron por primera vez. Siguieron abrazados hasta que Hannah se apartó de su cuerpo.
—Siento haberte hecho pasar por todo esto, Harry. Por mi culebrón personal.
Bosch meneó la cabeza.
—De culebrón, nada. Estamos hablando de tu hijo. Nuestros hijos son nuestros corazones.
—«Nuestros hijos son nuestros corazones». Bonito. ¿De quién es?
—No lo sé. De cosecha propia, supongo.
Hannah sonrió.
—No suena como la típica frase que diría un investigador curtido.
Bosch se encogió de hombros.
—Quizá porque no lo soy. Estoy viviendo con una niña de quince años. Creo que ha conseguido ablandarme un poco.
—¿Te ha echado para atrás el hecho de que fuera tan sincera contigo?
Bosch sonrió y negó con la cabeza.
—Me ha gustado eso que has dicho de que no hay que perder el tiempo. La otra noche nos dimos cuenta de que entre nosotros existía algo. Y aquí estamos. Si es así, yo tampoco quiero perder el tiempo.
Hannah dejó la copa en la barandilla y acercó su cuerpo al de Harry.
—Aquí estamos, sí.
Bosch dejó su copa junto a la de Hannah. Se acercó también a ella y llevó la mano a su nuca. Dio un nuevo paso al frente y la besó; con la otra mano apretó su cuerpo contra el de él.
Unos segundos después, Hannah apartó los labios de su boca; estaban de pie, mejilla contra mejilla. Hannah metió la mano bajo su chaqueta y empezó a acariciarle el costado.
—Olvidémonos de la luna y del vino —musitó—. Quiero que entremos en la casa. Ahora.
—Yo también.