Tras dejar a Rollins en la compañía de taxis, se dirigieron al centro de la ciudad, al edificio central del LAPD.
—Así que McQuillen —dijo Chu, tal como Bosch sabía que iba a hacer—. ¿Quién es ese tipo? Me he dado cuenta de que el nombre te sonaba.
—Es un antiguo poli, como ha dicho Hooch.
—Pero ¿lo conoces? ¿O lo conociste?
—Oí hablar de él. Pero nunca llegué a conocerlo en persona.
—Bueno, ¿y qué es lo que sabes?
—McQuillen fue un policía al que sacrificaron en el altar de los dioses de las políticas de concesiones. Perdió el empleo por hacer las cosas tal y como le habían enseñado a hacerlas.
—Deja de dar tantos rodeos, Harry. ¿Qué es lo que pasa?
—Lo que pasa es que tengo que subir al décimo piso y hablar con alguien.
—¿Con el jefe?
—No, con el jefe no.
—Ya veo que esta vez tampoco vas a decirle nada a tu compañero hasta que lo consideres oportuno.
Bosch no respondió. Estaba dándole vueltas al asunto.
—¡Harry! Te estoy hablando.
—Chu, cuando lleguemos quiero que hagas una búsqueda por apodo.
—¿De quién?
—De alguien apodado Chill que vivía en la zona de North Hollywood o Burbank hace veinticinco años.
—¿Y esto qué coño es? ¿Es que ahora me estás hablando del otro caso?
—Quiero que encuentres a ese tipo. Sus iniciales son C. H., y la gente lo llamaba Chill. El apodo tiene que ser una variante de su nombre de pila.
Chu meneó la cabeza.
—Yo ya no puedo más, tío. Así no puedo trabajar. Después se lo comunicaré a la teniente.
Bosch asintió con un gesto.
—¿Después? ¿Quieres decir que primero vas a hacer esa búsqueda por apodo?
Bosch no llamó a Kiz Rider para avisar, sino que subió en ascensor al décimo piso y entró en las oficinas del jefe sin haber sido invitado. En la entrada había dos escritorios con sendos secretarios sentados tras ellos. Se dirigió al de la izquierda.
—Inspector Harry Bosch. Necesito ver a la teniente Rider.
El secretario era un joven agente vestido con un uniforme pulcro y bien planchado, con el apellido Rivera en el pecho. Cogió un tablero que tenía en un lado del escritorio y lo estudió un momento.
—Aquí no aparece su nombre. ¿La teniente lo está esperando? Ahora está reunida.
—Sí.
Rivera pareció sorprenderse por la respuesta. De nuevo volvió a consultar el tablero.
—Siéntese un momento, teniente, y veré si está disponible.
—Muy bien.
Rivera no se movió del asiento, a la espera de que Bosch se alejara del escritorio. Harry fue hacia una hilera de sillas situadas junto a unos ventanales que daban al complejo de edificios de las oficinas municipales. La característica aguja del Ayuntamiento dominaba el panorama. Bosch se quedó de pie. Una vez que Harry estuvo a cierta distancia del escritorio, Rivera descolgó el teléfono e hizo una llamada, tapándose la mano con la boca al hablar. No tardó en colgar, pero no miró a Bosch en absoluto.
Bosch se volvió hacia los ventanales y miró la calle. Vio que un equipo de televisión subía en ese momento por la escalinata del Ayuntamiento, a la espera de que algún político con algo que vender hiciera sus declaraciones. Se preguntó si sería Irving quien saldría y bajaría por la escalera de mármol.
—¿Harry?
Se volvió. Era Rider.
—Ven conmigo.
Bosch hubiera preferido que no dijese esas palabras. Pero la siguió cuando se dio la vuelta y cruzó la doble puerta que daba al pasillo. Una vez que estuvieron a solas, Kiz se encaró con él.
—¿Qué pasa? Tengo gente en el despacho.
—Tenemos que hablar. Ahora.
—Pues hablemos.
—No, así no. La cosa está que arde. Todo está saliendo tal y como te dije. El jefe tiene que saberlo. ¿Quién está en tu despacho? ¿Es Irving?
—No. No seas tan paranoico.
—Entonces ¿por qué tenemos que hablar en el pasillo?
—Porque la oficina está llena de gente y porque eres tú el que exige absoluta confidencialidad en este asunto. Dame diez minutos y nos vemos donde Charlie Chaplin.
Bosch echó a andar hacia el ascensor y pulsó el botón. Tan solo había uno, de bajada.
—Nos vemos allí.
El edificio Bradbury estaba a una manzana de distancia. Bosch entró por una puerta lateral situada en la calle Tercera y llegó al mal iluminado vestíbulo de acceso a la escalera. En el vestíbulo había un banco para sentarse, y junto al banco se alzaba una escultura de Charlie Chaplin con sus características ropas de vagabundo. Bosch tomó asiento en la sombra junto a Charlie y se puso a esperar. El Bradbury era el edificio más antiguo y más bonito del centro. En él había oficinas particulares, así como algunas oficinas del LAPD, entre ellas las salas de vistas empleadas por la brigada de asuntos internos. Se trataba de un lugar extraño para encontrarse con discreción, pero Bosch y Rider lo habían usado otras veces en el pasado. Bastaba con que Rider sugiriese encontrarse junto a Charlie Chaplin para dejar las cosas claras.
Pasaban diez minutos de los diez minutos que le había dicho Rider, pero Bosch no estaba molesto. Había aprovechado el tiempo para ordenar la historia que iba a explicarle. Era complicada y todavía le estaba dando forma, incluso con margen para la improvisación.
Justo había terminado de hacerlo cuando un mensaje de texto hizo vibrar su teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo, diciéndose que seguramente era Rider cancelando la cita. Pero el mensaje era de su hija.
Voy a estudiar con Ash. Cenaré en su casa. Su madre hace una pizza buenísima. OK?
Sintió un ligero remordimiento por el hecho de alegrarse al leer el mensaje. Si su hija lo dejaba libre esa noche, tendría más tiempo para ocuparse de sus casos. Y también podría volver a ver a Hannah Stone, si conseguía dar con un motivo plausible de investigación. Escribió una respuesta dando su aprobación, pero diciéndole a su hija que estuviera de vuelta a las diez. Y que lo llamara si necesitaba que fuera a recogerla en coche.
Bosch estaba metiéndose el móvil en el bolsillo cuando Rider se presentó. Kiz vaciló un momento mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad y terminó por sentarse a su lado.
—Hola —dijo.
—Hola —respondió él.
Bosch aguardó un momento a que terminara de acomodarse, pero Rider no parecía tener ganas de perder el tiempo.
—¿Y bien?
—¿Estás lista?
—Pues claro. Estoy aquí, ¿no? Cuéntame la historia.
—Bueno, pues las cosas están así. George Irving tenía una consultoría que en realidad es una empresa de intermediación. Irving vendía sus influencias, el contacto con su padre y con la facción de la que su padre forma parte en el Ayuntamiento. Y…
—¿Tienes pruebas documentales de todo esto?
—Por el momento no se trata más que de una historia, Kiz. Y estamos hablando a solas. Déjame que te la cuente, y después puedes preguntarme, cuando haya terminado.
—Muy bien. Adelante.
La puerta que daba a la calle se abrió. Un agente uniformado entró, se quitó las gafas de sol y miró a su alrededor, medio cegado en un principio, hasta que su mirada se fijó en Bosch y en Rider, a quienes identificó como policías.
—¿Asuntos Internos es aquí? —preguntó.
—En el tercer piso —respondió Rider.
—Gracias.
—Y buena suerte.
—Claro.
Bosch esperó a que el agente se fuera al vestíbulo principal, en el que se encontraban los ascensores.
—Muy bien. Como digo, George se dedicaba al tráfico de influencias en el Ayuntamiento y, por extensión, en las distintas comisiones municipales. En algunos casos, podía hacer incluso más. Podía decantar la balanza en uno u otro sentido.
—No te pillo. ¿A qué te refieres?
—¿Tú sabes cómo funcionan las concesiones de taxis en esta ciudad?
—Ni idea.
—Mediante zonas geográficas y por contratos de dos años. Cada dos años se estudia la posible renovación de la concesión.
—Vale.
—Y, bueno, no sé si era George quien hablaba con ellos o eran ellos los que hablaban con él, pero una compañía de taxis llamada Regent, que tiene una concesión en el sur de Los Ángeles, contrató a George para conseguir otra concesión en Hollywood, más lucrativa. En Hollywood están los hoteles de lujo, hay muchos turistas en las calles y se puede ganar mucho más dinero. La empresa que hoy tiene la concesión son los taxis Black and White.
—Creo que ya veo por dónde vas. Pero ¿no te parece que al concejal Irving le conviene ser transparente en este asunto? Porque está claro que se daría un conflicto de intereses si votara a favor de una compañía representada por su hijo.
—Pues claro que se daría. Pero la primera votación la efectúa la comisión que otorga las concesiones de taxis. ¿Y quién nombra a los integrantes de la comisión? El Ayuntamiento. Y claro, cuando el Ayuntamiento tiene que ratificar la decisión tomada por la comisión, Irving se muestra muy noble y cita un conflicto de intereses para no tomar parte en esta segunda votación. En principio parece todo impecable, pero ¿qué me dices de los tratos que se dan entre bambalinas? Cuando yo me abstenga de votar, tú vota lo que yo te diga, y la próxima vez votaré a tu favor. Ya sabes cómo funcionan estas cosas, Kiz. Pero lo que George ofrece todavía va más allá. Digamos que ofrece unos servicios aún más completos. Regent lo contrató para prestar esos servicios más completos, y un mes después de ser contratado por Regent, la compañía que hoy tiene la concesión, los taxis B&W, de pronto empezó a verse metida en problemas.
—¿Qué clase de problemas?
—Es lo que estoy tratando de explicarte. Menos de un mes después de que Regent contratara a George Irving, la policía empezó a detener a conductores de B&W por conducir borrachos o por infracciones de tráfico. De forma que la compañía comenzó a tener mala fama.
—¿Cuántas detenciones?
—Tres. La primera la hicieron un mes después de que Regent fichara a Irving. Y luego hubo un accidente de tráfico, del que se consideró responsable al conductor de B&W. También hubo varias infracciones de tráfico que llevaron a pensar en unos conductores irresponsables: exceso de velocidad, saltarse señales y semáforos en rojo.
—Ahora que lo dices, creo que en el Times leí alguna cosa sobre las detenciones por conducir en estado de embriaguez.
—Sí, tengo el artículo y estoy bastante seguro de que George Irving fue el que los puso sobre aviso. Todo formaba parte de un plan organizado para hacerse con la concesión de taxis en Hollywood.
—Entonces, ¿me estás diciendo que el hijo fue a hablar con el padre y le pidió que sometiera a presión a los de Black and White? ¿Y que el padre a continuación fue a hablar con alguien del cuerpo?
—Aún no sé con seguridad cómo sucedió el asunto. Pero los dos, el padre y el hijo, han mantenido sus contactos dentro del cuerpo. El concejal tiene sus simpatizantes, y el hijo fue policía durante cinco años. Un agente que era muy amigo suyo está de patrulla en Hollywood. Tengo todos los atestados de detención y multas puestas a los conductores de B&W. El mismo policía, el amigo de George Irving, hizo las tres detenciones por conducir bebidos y puso dos de las multas de tráfico. Un tipo llamado Robert Mason. ¿Qué probabilidad estadística tenía de hacer las tres detenciones?
—Puede pasar. Haces una detención y luego ya sabes hacia dónde seguir mirando.
—Ya, lo que tú digas, Kiz. Pero uno de los tres detenidos ni siquiera estaba circulando. Estaba aparcado en una fila de taxis en La Brea, y Mason se presentó y le hizo salir del coche.
—Bueno, pero ¿las detenciones fueron correctas o no? ¿Soplaron por el alcoholímetro?
—Soplaron, y las detenciones fueron correctas, que yo sepa. Pero el hecho es que las tres se sucedieron pocas semanas después de que Irving fuera contratado. Y Regent utilizó más adelante las detenciones por conducir con un exceso de alcohol en la sangre, las multas de tráfico y el informe del accidente. Se convirtieron en alegaciones fundamentales en su intento por convencer a la comisión para que no renovara la concesión de Black and White en Hollywood y les cediera la licencia a ellos. George Irving lo montó todo, y la cosa huele pero que muy mal, Kiz.
Rider finalmente asintió, con lo que venía a darle la razón a Bosch.
—Bien, pero suponiendo que esté de acuerdo contigo, sigue habiendo una cuestión sin aclarar: ¿cómo nos lleva todo esto a la muerte de George Irving? ¿Y por qué?
—No estoy seguro del porqué, pero déjame…
Bosch se detuvo, pues comenzaron a oír unos gritos que llegaban desde el vestíbulo. Al cabo de unos segundos, las voces dejaron de oírse.
—Bien, déjame pasar a la noche en que Irving se lanzó al vacío. George llegó en coche a las nueve cuarenta, dejó las llaves al encargado del garaje y subió al vestíbulo a registrarse. A esa misma hora llegó un escritor de la Costa Este llamado Thomas Rapport. Rapport vino en taxi desde el aeropuerto y llegó al hotel inmediatamente después que Irving.
—No me digas más. Rapport llega en un taxi de la compañía Black and White.
—¿Sabes una cosa, teniente? Tendrías que trabajar como inspectora.
—En su momento lo intenté, pero mi compañero de trabajo resultó ser un capullo.
—Algo he oído. Pero, en fin, es verdad que el coche era de B&W. Y el hecho es que el conductor reconoció a Irving mientras este entregaba las llaves de su auto al del garaje. En la central de Black and White habían hecho correr una foto de Irving después de que les llegara una copia de la carta enviada por Regent a la comisión municipal. Este conductor, un hombre llamado Rollins, reconoció a Irving, conectó la radio y dijo algo así como: «Mira tú por dónde, el enemigo público número uno anda por aquí». Se lo dijo al encargado de su turno, que estaba al otro lado de la radio. El encargado del turno de noche. Un hombre llamado Mark McQuillen.
Bosch se detuvo, a la espera de que Rider reconociese el nombre. Pero Rider no lo reconoció.
—McQuillen —repitió—. Más conocido con el sobrenombre de McKillin. ¿Te suena ese nombre?
Rider negó con la cabeza.
—Es de antes de tu época —dijo Bosch.
—¿Quién es?
—Un antiguo policía. Tendrá unos diez años menos que yo. En su momento se convirtió en el símbolo de la inmovilización por estrangulamiento. De la controversia. Y lo sacrificaron para contentar a la plebe.
—No lo entiendo, Harry. ¿De qué plebe me estás hablando? ¿De qué sacrificio?
—Ya te dije que estuve en aquella comisión. En la comisión de investigación que se formó para aplacar a los vecinos del sur de Los Ángeles que decían que esa clase de inmovilización era una forma legal de asesinato. Los policías utilizaban esa técnica de inmovilización, y al mismo tiempo en el distrito sur se produjeron muchas muertes. La verdad era que no hacía falta formar una comisión para cambiar el protocolo de actuación. Podrían haberlo cambiado, y ya está. Pero en su lugar decidieron formar una comisión para vender a la prensa la historia de que el cuerpo se tomaba muy en serio las protestas de la opinión pública.
—Ya, pero ¿todo esto qué tiene que ver con McQuillen?
—Yo era el último mono en aquella comisión. Me limitaba a reunir datos. Estaba asignado a las autopsias. Pero tengo clara una cosa. Las estadísticas no distinguían entre grupos raciales o geográficos. Es verdad que en el sur de Los Ángeles se habían producido más muertes por el uso de la inmovilización por estrangulamiento. Había muchos más muertos entre los afroamericanos. Pero los porcentajes venían a ser los mismos. Porque en el barrio sur se daban muchos incidentes en los que era necesario recurrir al uso de la fuerza. Cuantas más confrontaciones, riñas, peleas y resistencia a la autoridad, más necesario era recurrir a la inmovilización por asfixia. Y cuantas más veces se recurría a esa técnica, mayor era el número de muertes. Pura cuestión matemática. Pero nada resulta tan sencillo cuando estamos hablando de cuestiones de política racial.
Rider era de raza negra y había crecido en el sur de Los Ángeles. Pero Bosch estaba hablando de policía a policía y no sentía reparo en referir esa historia. Ambos habían trabajado como integrantes de un mismo equipo y se habían encontrado juntos en situaciones límite. Rider conocía a Bosch todo lo bien que era posible conocerlo. Eran un hermano y una hermana, y no se cortaban al hablar entre ellos.
—McQuillen estaba asignado al turno de patrulla nocturna en la comisaría de la calle Setenta y Siete —indicó—. Le gustaba la acción, y casi todas las noches la liaba. No me acuerdo de la cifra precisa, pero en cuatro años tuvo que recurrir más de sesenta veces al uso de la fuerza. Estoy hablando de incidentes oficialmente registrados, los únicos que constan en las estadísticas, como sabes. En el curso de esos incidentes recurrió a la inmovilización por estrangulamiento muchas veces, con el resultado de dos muertes en tres años. Al examinar todas las muertes producidas por el uso de esa técnica, resultaba que ningún otro policía había estado implicado en más de una de ellas. Pero él estaba implicado en dos, porque estaba recurriendo a esa técnica más que ningún otro agente. Así que cuando la comisión se formó…
—Se fijaron en él de manera especial.
—Eso mismo. Así que cada uno de los incidentes con uso de la fuerza por su parte fue estudiado en su momento, y se determinó que McQuillen había obrado de forma correcta. También en los dos casos mortales. Un consejo interno de evaluación estableció que en los dos casos había recurrido a la inmovilización por estrangulamiento ajustándose al protocolo de actuación. Sin embargo, resulta que una vez es cuestión de mala suerte. Dos veces, ya se considera que hay un patrón. Alguien filtró la historia y dio su nombre al Times, que por aquel entonces estaba metiéndole presión de mala manera a la comisión. Escribieron un artículo, y McQuillen se convirtió en el rostro de todo lo que funcionaba mal en el cuerpo de policía. No importaba que nunca se hubiera establecido que se extralimitase en su actuación. Lo habían señalado. Era un policía asesino. El director de la coalición de ministros religiosos empezó a dar una rueda de prensa tras otra. Fue él quien empezó a llamarle McKillin[2], y el nombrecito perduró.
Bosch se levantó del banco y empezó a pasearse mientras seguía hablando:
—La comisión recomendó que cuando tuviéramos que recurrir a usar nuestra fuerza debíamos abandonar la técnica de inmovilización por estrangulamiento, y eso fue lo que pasó. Lo divertido es que el cuerpo indicó a los agentes que hicieran mayor uso de las porras… De hecho, te exponías a una sanción si se te ocurría salir del coche patrulla sin la porra en la mano o el cinturón. Y a todo esto, por esa época empezaron a aparecer las pistolas Taser, en el mismo momento en que abandonábamos la técnica de inmovilización mediante sujeción. ¿Y qué fue lo que pasó entonces? El caso Rodney King. Un vídeo que escandalizó al mundo entero. Un vídeo en el que a un hombre le disparaban con una Taser y le pegaban una paliza con las porras, cuando el simple uso adecuado de la inmovilización habría bastado para dejarlo inconsciente en cuestión de segundos.
—Ya —dijo Rider—. Nunca lo había visto de ese modo.
Bosch asintió.
—Bueno, sea como sea, no bastó con abandonar la técnica de la inmovilización. Había que hacer un sacrificio a la plebe enfurecida, y el sacrificado fue McQuillen. Lo suspendieron de empleo y sueldo por unas acusaciones que siempre me parecieron amañadas y de naturaleza política. La investigación de las dos muertes acabó por determinar que en el segundo caso se había salido de las normas en la progresión de aquella acción de uso de la fuerza. En otras palabras, la inmovilización por estrangulamiento que provocó la muerte estuvo bien efectuada, pero todo lo que hizo antes estaba mal hecho. McQuillen compareció ante Asuntos Internos y fue expulsado del cuerpo. El caso entonces fue puesto en manos del fiscal del distrito, pero el fiscal se inhibió. Me acuerdo de haber pensado que McQuillen había tenido suerte de que el fiscal no se sumara al jolgorio general y le pusiera una denuncia. McQuillen trató de recuperar el puesto de trabajo por la vía judicial, pero no tenía ninguna posibilidad. Estaba lo que se dice acabado.
Bosch calló, para ver si Rider tenía algo que decir. Con los brazos cruzados sobre el pecho, Kiz miraba hacia las sombras. Bosch comprendió que estaba considerándolo todo. Con intención de ver cómo todo eso se proyectaba en el presente.
—Bien —dijo finalmente—. Hace veinticinco años, una comisión dirigida por Irvin Irving termina con la carrera profesional de McQuillen en un proceso que, por lo menos desde su punto de vista, resultó injusto e infundado. Y ahora nos encontramos con que el hijo de Irving, y posiblemente también el propio concejal, tratan de arrebatarle la concesión a la compañía en la que McQuillen está empleado como… ¿qué?, ¿encargado del turno de noche?
—Sí, como encargado del turno de noche.
—Lo que permite suponer que McQuillen asesinó a George Irving. Veo la relación, pero me cuesta creer en la motivación, Harry.
—Tampoco sabemos nada sobre McQuillen, ¿no? No sabemos si sigue estando resentido a más no poder, y el hecho es que la oportunidad se presentó por sí sola. Un conductor llama y dice: «Adivina a quién acabo de ver». Están las marcas circulares en el hombro, que son prueba irrefutable de que a George le aplicaron la inmovilización por asfixia. También tenemos a un testigo que vio a alguien en la escalera de incendios.
—¿Qué testigo? No me has dicho nada sobre ningún testigo.
—Me he enterado hoy mismo. Tras hacer preguntas en las casas situadas en la ladera que hay detrás del hotel, ha aparecido un vecino que dice haber visto a un hombre en la escalera de incendios el domingo por la noche. Sin embargo, el vecino asegura haberlo visto a la una menos veinte, mientras que el forense ha establecido que la muerte se produjo entre las dos y las cuatro de la madrugada. De forma que hay un desajuste de dos horas. Y a la una menos veinte, el hombre de la escalera de incendios estaba bajando, y no subiendo por ella. Pero había un hombre en la escalera de incendios; eso está claro. El testigo lo ha descrito vestido con una especie de uniforme de color gris. Hoy he estado en la central de los taxis Black and White. Los mecánicos que reparan los coches van vestidos con monos grises. McQuillen pudo haberse puesto uno de esos monos antes de subir por la escalera de incendios.
Bosch abrió las manos en el aire, como diciendo que eso era todo. Y es que era todo lo que tenía. Rider guardó silencio un largo instante antes de preguntar lo que Harry sabía que iba a preguntar.
—Tú siempre me decías que hay que preguntarse cuáles son las inconsistencias. «Hay que estudiar bien la teoría y encontrar las inconsistencias. Porque si no lo haces tú, el abogado de la defensa se encargará de encontrarlas». Así que dime, Harry, ¿cuáles son las inconsistencias?
Bosch se encogió de hombros.
—La diferencia horaria es una inconsistencia. Y tampoco tenemos ninguna prueba de que McQuillen estuviera en la habitación de Irving. Hemos mirado en las bases de datos todas las huellas digitales encontradas en la habitación y en la escalera de incendios. Las de McQuillen hubieran aparecido.
—¿Cómo explicas la diferencia horaria?
—McQuillen estaba reconociendo el lugar por anticipado. Fue entonces cuando el testigo lo vio. No lo vio después, cuando McQuillen volvió a la habitación.
Rider asintió.
—¿Y qué me dices de las señales en el hombro de Irving? ¿Sería posible vincularlas al reloj de pulsera de McQuillen?
—Quizá, pero eso no sería determinante. Eso sí, con suerte, incluso podríamos encontrar muestras de ADN en el reloj. Pero diría que la principal inconsistencia la ofrece el mismo Irving. Para empezar, ¿qué estaba haciendo en el hotel? La posibilidad de que McQuillen fuera el asesino se basa en la casualidad. El taxista ve a Irving. Se lo dice a McQuillen. Profundamente resentido por lo sucedido hace años, todavía presa de la rabia, sufre un arrebato. Al final de su turno, coge un mono de mecánico y se dirige al hotel. Sube por la escalera de incendios, se las arregla para entrar en la suite de Irving y lo estrangula. Le quita la ropa, que dobla y cuelga de las perchas con cuidado, pero dejándose un botón en el suelo. A continuación arroja el cuerpo por la terraza, de forma que parezca un suicidio. Como teoría no está mal, pero ¿qué estaba haciendo Irving en el hotel? ¿Iba a encontrarse con alguien? ¿Estaba esperando a alguien? ¿Y por qué metió sus cosas (la billetera, el teléfono móvil y lo demás) en la caja fuerte de la habitación? Si no podemos responder estas preguntas, las inconsistencias son realmente importantes.
Rider asintió.
—¿Y qué propones que hagamos?
—Vosotros no tenéis que hacer nada. Yo voy a seguir investigando todo esto. Pero es preciso que tanto tú como el jefe tengáis claro que la investigación terminará por llegar hasta el concejal. Si le aprieto las clavijas a Robert Mason para saber por qué empezó a trincar a los conductores de B&W, es muy posible que Mason implique a Irvin Irving de forma directa. El jefe tendría que saberlo.
—Lo sabrá. ¿Es lo próximo que te propones hacer?
—Todavía no estoy seguro. Pero quiero averiguar todas las cosas que pueda antes de ocuparme de McQuillen.
Rider se levantó. Estaba impaciente por irse.
—¿Vuelves al edificio? —preguntó—. Si quieres, vamos andando juntos.
—No, ve tú —dijo Bosch—. Creo que voy a hacer unas cuantas llamadas.
—Muy bien, Harry. Buena suerte. Y ándate con cuidado.
—Sí. Y lo mismo digo. Ándate con cuidado allí arriba.
Rider lo miró, sabedora de que Bosch se estaba refiriendo al décimo piso del edificio de la policía. Sonrió y Harry le devolvió la sonrisa.