La sede de los taxis Black and White se encontraba en Gower, al sur de Sunset Boulevard. Era un barrio industrial lleno de negocios vinculados al sector del cine. Empresas de vestuario, tiendas de cámaras, almacenes con objetos de atrezo. B&W estaba ubicada en uno de dos viejos platós de rodaje situados el uno junto al otro. La compañía de taxis operaba en uno de ellos, mientras que su vecino albergaba una empresa de alquiler de vehículos para el cine. Bosch había estado antes en esta última empresa, durante la investigación de un caso. Eso sí, se había tomado su tiempo a la hora de recorrer las instalaciones. Aquello era una especie de museo con todos los modelos de coche que le habían fascinado en la adolescencia.
Las puertas del hangar de B&W estaban abiertas de par en par. Bosch y Chu entraron. En el momento de ceguera momentánea durante el que sus ojos se ajustaron a la transición de la luz del sol a la oscuridad, estuvieron a punto de ser arrollados por un taxi que se dirigía a la calle. Tuvieron que saltar hacia atrás y dejar que el Impala con la carrocería pintada como un tablero de ajedrez pasara entre los dos.
—Cabrón —espetó Chu.
Había automóviles estacionados y a la espera, mientras unos cuantos mecánicos vestidos con grasientos monos de trabajo ponían a punto otros coches levantados sobre gatos hidráulicos. En el extremo de la vasta extensión había un par de mesas de picnic, emplazadas junto a un par de máquinas dispensadoras de refrescos y tentempiés. Un puñado de conductores remoloneaban junto a las máquinas mientras aguardaban a que los mecánicos terminasen de arreglar sus coches.
A su derecha se encontraba un pequeño despacho cuyas ventanas estaban tan sucias que resultaban opacas. Eso sí, Harry vio formas y movimiento al otro lado, por lo que indicó a Chu que lo siguiera hacia allí.
Bosch llamó a la puerta y entró sin aguardar respuesta. Pasaron a un despacho en el que había tres escritorios pegados a las paredes y rebosantes de papeleo. Dos de ellos estaban ocupados por unos hombres que no se habían girado para ver a los recién llegados. Ambos llevaban puestos unos auriculares con micrófono incorporado. El hombre de la derecha estaba despachando un vehículo para efectuar una recogida en el hotel Roosevelt. Bosch esperó a que terminase.
—Perdón —dijo.
Los dos hombres se dieron la vuelta para ver a los intrusos. Bosch ya tenía la placa en la mano.
—Necesito hacerles un par de preguntas.
—Mire, estamos trabajando y no podemos…
Un teléfono sonó y el hombre sentado ante el escritorio de la izquierda pulsó una tecla para activar sus auriculares.
—Black and White… Sí, señorita, tardará entre cinco y diez minutos. ¿Desea que la avisemos de su llegada?
Escribió algo en un post-it, que arrancó del taco y entregó a un encargado para que enviara un coche a la dirección anotada.
—El taxi está en camino, señorita —anunció y cortó la llamada.
Hizo girar su silla y se encaró con Bosch y Chu.
—Ya lo ven —dijo—. No tenemos tiempo para sus mierdas.
—¿De qué mierdas me está hablando?
—No lo sé, las que hoy tengan programadas. Ya sabemos cómo se lo montan.
Llegó otra llamada, la información fue anotada para ser entregada al encargado de avisar al taxi. Bosch se situó en el espacio entre los dos escritorios. Si el hombre pretendía entregarle la nota al encargado, tendría que pasar a través de Bosch.
—No sé de qué me está hablando.
—Ya. Bueno, pues yo tampoco —dijo el hombre del escritorio—. Lo mejor es olvidarse del asunto. Que tengan un buen día.
—Pero resulta que sigo teniendo que hacerles un par de preguntas.
El teléfono volvió a sonar, pero Bosch esta vez se adelantó al otro. Pulsó la tecla una vez para descolgar la llamada, y una segunda vez para colgar.
—¿Qué coño está haciendo? Tenemos trabajo que hacer, para que lo sepa.
—Yo también tengo trabajo que hacer. El cliente seguramente llamará a otra compañía. Es posible que a los taxis Regent, por ejemplo. —Bosch escudriñó su rostro en busca de una reacción y vio que el otro fruncía los labios con rabia—. Veamos, ¿quién es el conductor veintiséis?
—Nosotros no asignamos números a los conductores. Se los asignamos a los coches.
—En este caso, dígame quién estuvo conduciendo el coche veintiséis hacia las nueve y media del sábado por la noche.
El hombre se arrellanó en el asiento. Su mirada eludió a Bosch y transmitió un mensaje mudo al encargado.
—¿Tiene una orden judicial? —preguntó el encargado—. No vamos a darle el nombre de un empleado para que luego nos vengan con otra detención amañada más.
—No necesito ninguna orden —advirtió Bosch.
—¡Y una mierda! —gritó el encargado.
—Lo que necesito es su cooperación, y si no la consigo, esos clientes perdidos van a ser el menor de sus problemas. Y al final voy a conseguir lo que quiero igualmente. Así que decídanse de una vez.
Los dos empleados de B&W intercambiaron sendas miradas. Bosch por su parte miró a Chu. Si no se tragaban el farol, igual era necesario intensificar la situación. Bosch examinó el rostro de Chu en busca de titubeos. No vio ninguno.
El encargado abrió una carpeta situada a un lado del escritorio. Bosch vio que se trataba de un horario de algún tipo. Pasó tres páginas hasta llegar al domingo.
—Muy bien. El sábado por la noche, ese coche lo condujo Hooch Rollins. Y ahora váyanse los dos.
—¿Hooch Rollins? ¿Cuál es su verdadero nombre?
—¿Y cómo coño quiere que lo sepamos? —exclamó el encargado.
Bosch estaba empezando a irritarse seriamente con él. Dio un paso en su dirección y clavó la mirada en él. El teléfono sonó.
—No responda —dijo Bosch.
—¡Nos están jodiendo la faena, hombre!
—Ya volverán a llamarlos.
Bosch volvió a clavar los ojos en el encargado.
—¿Hooch Rollins está trabajando ahora mismo?
—Sí. Hoy tiene doble jornada.
—Pues bien, llámelo por radio y dígale que vuelva ahora mismo.
—Ya. ¿Y cómo quiere que lo convenza?
—Dígale que tiene que cambiar de coche. Que tienen aquí un vehículo mejor para él. El camión acaba de traerlo.
—No va a creérselo. Aquí no viene ningún camión. Estamos a punto de quedarnos sin negocio, gracias a ustedes.
—Haga que se lo crea.
Bosch miró con aspereza al encargado, quien llamó a Hooch Rollins por el micrófono.
Bosch y Chu salieron del despacho y hablaron de lo que iban a hacer cuando Rollins se presentara. Convinieron en esperar a que saliera del coche para dirigirse a él.
Unos minutos después, un taxi desvencijado cuya carrocería no se había lavado en un año entero entró en el gran aparcamiento. El conductor llevaba un sombrero de paja. Salió del coche y preguntó, a nadie en particular:
—¿Dónde está ese nuevo coche que me han traído?
Bosch y Chu se le acercaron cada uno por un lado. Cuando estuvieron lo bastante cerca para imponerse a Rollins en caso de necesidad, Bosch dijo:
—¿El señor Rollins? Somos inspectores de policía y tenemos que hacerle un par de preguntas.
Rollins los miró confuso. En sus ojos apareció un destello de vacilación entre plantarles cara o emprender la huida.
—¿Cómo?
—Digo que tenemos que hacerle un par de preguntas.
Bosch le mostró la placa, para que comprendiese que se trataba de un asunto oficial. De la ley no se escapaba nadie.
—¿Y yo qué he hecho?
—Nada, que sepamos, señor Rollins. Queremos hablar con usted sobre algo que posiblemente haya visto.
—No estarán pensando en trincarme sin motivo como a los otros conductores, ¿verdad?
—Nosotros de eso no sabemos nada. ¿Será tan amable de acompañarnos a la comisaría de Hollywood para hablar con un poco de tranquilidad?
—¿Es que estoy detenido?
—No, por el momento. Contamos con que está dispuesto a cooperar y a responder a unas pocas preguntas. Y luego lo traeremos de vuelta.
—Amigo, si me voy con ustedes, hoy no voy a ganar nada de dinero.
Bosch estaba a punto de perder la paciencia.
—Es un momento, señor Rollins. Por favor, sea tan amable de cooperar con nosotros.
Rollins dio la impresión de leer en la voz de Bosch y comprender que iban a llevárselo a comisaría por las buenas o por las malas. El pragmatismo de quien ha crecido en la calle lo llevó a optar por la alternativa menos desagradable.
—Muy bien, pues vamos de una vez. No van a esposarme ni nada por el estilo, ¿verdad?
—Nada de eso —respondió Bosch—. Vamos en plan de amigos.
Por el camino, Chu estuvo sentado detrás junto a Rollins, quien no iba esposado, mientras Bosch llamaba a la cercana comisaría de Hollywood y reservaba una sala de interrogatorios en la planta de inspectores. Hicieron el trayecto en cinco minutos, y poco después llevaron a Rollins ante una mesa cuadrada con tres sillas. Bosch le indicó que tomara asiento en el lado donde había una única silla.
—¿Le apetece alguna cosa antes de empezar? —preguntó Bosch.
—Una Coca-Cola, un pitillo y un polvo.
Rollins se echó a reír. Los detectives no le secundaron.
—¿Lo dejamos en una Coca-Cola? —dijo Bosch.
Bosch rebuscó en el bolsillo, sacó varias monedas y seleccionó cuatro de veinticinco centavos. Se las entregó a Chu, quien era el inspector de menor rango y a quien correspondía ir a las máquinas expendedoras que había en el pasillo trasero.
—Y bien, Hooch, ¿puede decirme cuál es su verdadero nombre?
—Richard Alvin Rollins.
—¿Cómo es que le dieron ese apodo de Hooch?
—Pues no lo sé, oiga. Me llaman así desde siempre.
—¿Qué quería decir antes, cuando dijo que si no estaríamos pensando en trincarle sin motivo como a los demás?
—No lo decía en serio, hombre.
—Sí que lo decía en serio. Está más claro que el agua. Así que dígame qué es eso de que están trincándolos sin motivo. Lo que me diga no va a salir de este cuarto.
—Bueno, hombre, pues ya sabe. Todos tenemos claro que van a por nosotros con esas detenciones por conducir borrachos y demás.
—¿Le parece que han sido detenciones sin motivo?
—Vamos, hombre, todo eso es una simple jugada política. ¿Qué quiere que me parezca? Piense en lo que le hicieron al cabrón del armenio, por poner un ejemplo.
Bosch recordó que uno de los conductores detenidos se llamaba Hratch Tartarian. Supuso que Rollins se estaba refiriendo a él.
—¿Qué pasó con el armenio?
—Estaba estacionado en la fila tan tranquilo cuando los policías se presentaron y lo obligaron a salir del coche. Se negó a hacer la prueba de alcoholemia, pero entonces encontraron la botella debajo del asiento, y ya estaba liada. Amigo, esa botella siempre está debajo del asiento. Nunca sale del coche, y nadie conduce borracho. Uno simplemente la lleva para echar un traguito por la noche, para estar a gusto. Pero todos nos preguntamos cómo es que los agentes sabían que llevaba la botella debajo del asiento.
Bosch se arrellanó en el asiento y trató de entender y descifrar cuanto acababa de oír. Chu volvió y dejó una lata de Coca-Cola delante de Rollins. A continuación se sentó frente a una de las esquinas de la mesa, al lado de Bosch.
—¿Y quién está detrás de esta conspiración para hundirlos? ¿Quién es el responsable?
Rollins abrió las manos como diciendo que la respuesta era obvia.
—El concejal es quien está detrás, y su hijo es el que hace el trabajo sucio y se encarga de todo. El que se encargaba, quiero decir. Ahora está muerto.
—¿Y eso cómo lo sabe?
—Porque lo he visto en el periódico. Todo el mundo lo sabe.
—¿Usted llegó a ver al hijo? ¿En persona, quiero decir?
Rollins guardó silencio un largo instante. Su mente parecía tratar de detectar qué clase de trampa le estaban tendiendo. Decidió no mentir.
—Durante unos diez segundos. El domingo me tocó llevar pasaje al Chateau Marmont y lo vi entrar. Eso es todo.
Bosch asintió.
—¿Cómo es que sabía quién era?
—Porque había visto una foto suya.
—¿Dónde? ¿En el periódico?
—No. Alguien consiguió una foto suya después de que nos llegara la carta.
—¿Qué carta?
—La de Black and White, hombre. Nos llegó una copia de la carta que este Irving había enviado a los del Ayuntamiento diciéndoles que iban a por nuestra concesión. Que iban a obligarnos a cerrar el negocio. Uno de los del despacho buscó al hijo de puta en Google. Imprimieron una foto y nos la enseñaron a todos. Y luego la pegaron en el tablero de anuncios junto con la carta. Querían que los conductores estuviéramos avisados y supiéramos cómo estaba la cosa. Que ese pájaro estaba empeñado en hundirnos y que era mejor que no hiciéramos el tonto.
Bosch comprendió la estrategia.
—Y luego lo reconoció cuando llegó al Chateau Marmont el domingo por la noche.
—Exacto. Vi que era el capullo que estaba tratando de dejarnos sin curro.
—Beba un poco de Coca-Cola.
Bosch necesitaba una pausa para considerar todo eso. Mientras Rollins abría la lata y bebía, pensó en las siguientes preguntas que iba a hacerle. En ese asunto había varios aspectos que no tenía previstos.
Rollins terminó de beber un largo trago y dejó la lata en la mesa.
—¿A qué hora terminó el turno el domingo por la noche? —preguntó Bosch.
—A ninguna hora. Tengo que hacer jornadas dobles. Mi chica está a punto de tener un hijo y no tiene seguro médico. Empecé un segundo turno, lo mismo que hoy, y estuve trabajando hasta que se hizo de día. Hasta el lunes.
—¿Cómo iba vestido esa noche?
—Pero ¿qué es toda esta mierda, hombre? Antes me ha dicho que yo no era sospechoso.
—Y no va a serlo mientras siga respondiendo a mis preguntas. ¿Cómo iba vestido, Hooch?
—Como de costumbre. Con una camisa Tommy Bahama y unos pantalones de estilo militar. Si te pasas dieciséis horas metido en el coche, hay que llevar ropa cómoda.
—¿De qué color era la camisa?
Rollins se puso la mano en el pecho.
—Es esta camisa.
Era de color amarillo brillante y con el dibujo de una tabla de surf. Bosch estaba seguro de que era la imitación de una camisa Tommy Bahama, no de esa marca. Pero le parecía que casi nadie podía confundir su color con el gris. A no ser que se hubiera cambiado de ropa, Rollins no era el hombre de la escalera de incendios.
—¿Y a quién contó que había visto a Irving en el hotel?
—A nadie.
—¿Está seguro, Hooch? No le conviene empezar a mentirnos. Porque entonces lo vamos a tener complicado para dejarlo marchar.
—No se lo conté a nadie, hombre.
La repentina falta de contacto visual llevó a Bosch a comprender que Rollins estaba mintiendo.
—Está metiendo la pata, Hooch. Pensaba que era lo bastante listo para saber que no íbamos a hacerle una pregunta sobre la que no supiéramos la respuesta.
Bosch se levantó. Metió la mano bajo el faldón de la americana y sacó las esposas que llevaba prendidas al cinturón.
—Solo se lo dije al supervisor de mi turno —confesó Rollins con rapidez—. Se lo dije de pasada, por la radio. ¿A qué no sabes a quién acabo de ver? Algo por el estilo.
—Ya. ¿Y el supervisor adivinó que se trataba de Irving?
—No, tuve que decírselo. Pero eso fue todo.
—¿El supervisor de su turno le preguntó dónde había visto a Irving?
—No, porque ya lo sabía. Lo había llamado antes para comunicarle que iba a dejar a mi pasajero. Ya sabía dónde estaba.
—¿Y qué más le dijo?
—Nada más. Eso fue todo, y se lo dije por charlar un poco.
Bosch se detuvo para ver si el otro añadía alguna cosa. Rollins se mantuvo en silencio, con los ojos fijos en las esposas que Harry tenía en la mano.
—Muy bien, Hooch, ¿cómo se llama el supervisor con quien habló el domingo por la noche?
—Mark McQuillen. Es el que está con la alcachofa por las noches.
—¿La alcachofa?
—Es el encargado, pero le llaman alcachofa porque en el escritorio antiguamente había un micrófono o algo así. La alcachofa. Por cierto, alguien me dijo que McQuillen antes había sido poli.
Bosch se quedó mirando al hombre un largo instante mientras trataba de situar el nombre de McQuillen. Rollins tenía razón en el hecho de que era un expolicía. Harry volvió a tener la sensación de que algunas cosas estaban empezando a encajar. Con mareante rapidez. Mark McQuillen era un nombre del pasado. Del pasado de Bosch y del pasado del cuerpo de policía.
Harry finalmente emergió de sus pensamientos y contempló a Rollins.
—¿Qué le contestó McQuillen al enterarse de que había visto a Irving?
—Nada. Bueno, creo que preguntó si el pájaro estaba registrándose en el hotel.
—¿Y usted qué le dijo?
—Que eso me parecía. Porque acababa de dejar su coche en el garaje. Ese garaje es muy pequeño, así que está reservado a los huéspedes del hotel. Si uno simplemente va al bar, o lo que sea, tiene que hablar con el aparcacoches de la calle.
Bosch asintió. Rollins estaba en lo cierto en ese punto.
—Muy bien, vamos a llevarlo otra vez a su lugar de trabajo, Hooch. Si le cuenta a alguien lo que hemos estado hablando, terminaré por enterarme. Y si eso sucede, puedo asegurarle que se verá metido en problemas.
Rollins alzó las manos en gesto de rendición.
—Mensaje captado —dijo.