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Dado que George Irving había sido miembro del Colegio de Abogados de California, la obtención de una orden de registro que permitiera a los investigadores acceder a su despacho y sus archivos se prolongó durante casi todo el mediodía y la tarde del martes. El juez del Tribunal Superior Stephen Fluharty finalmente firmó el documento después del nombramiento de un «alguacil especial» con la función de tomar nota de todos aquellos documentos examinados o incautados por la policía. Este alguacil especial también era un abogado, de modo que no estaba sometido a la necesaria rapidez a la que estaban acostumbrados unos investigadores de homicidios que llevaban un caso activo. Así que estableció la cita para el registro a una hora conveniente para él, esto es, las diez de la mañana del miércoles.

El despacho de Irving tenía dos habitaciones y estaba en Spring Street, frente al aparcamiento del Los Angeles Times. De forma que George Irving había estado trabajando a tan solo dos manzanas de distancia del Ayuntamiento. Y más cerca aún del edificio administrativo de la policía. Bosch y Chu se presentaron a la hora convenida del miércoles por la mañana y se encontraron con que en la puerta no había ningún agente de policía, aunque sí que había una persona en el interior.

Entraron y en la antesala se encontraron con una mujer de más de setenta años que estaba metiendo carpetas en unas cajas de cartón. La mujer se identificó como Dana Rosen, la secretaria de George Irving. Bosch la había telefoneado la víspera para asegurarse de que estuviera presente durante el registro del despacho.

—¿Cuando llegó había un agente de policía en la puerta? —preguntó Bosch.

Rosen lo miró con expresión confusa.

—No, no había nadie.

—Bueno, se supone que no podemos empezar hasta que llegue el alguacil especial. El señor Hadlow. Tiene que mirarlo todo antes de que lo pongamos en las cajas.

—Oh, por Dios… Estas son mis carpetas. ¿Me está diciendo que no puedo llevármelas?

—No, solo le estoy diciendo que vamos a tener que esperar. Dejemos todo eso por el momento y salgamos fuera un momento. El señor Hadlow se presentará en cualquier momento.

Salieron a la acera. Bosch cerró la puerta y pidió a Rosen que la cerrase con llave. A continuación sacó el móvil y llamó a Kiz Rider. No se molestó en saludarla.

—Pensaba que habías puesto un agente de uniforme en la puerta del despacho de Irving.

—Y lo he hecho.

—Pues aquí no hay nadie.

—Te llamo en un momento.

Bosch colgó la llamada y examinó a Dana Rosen. No era lo que se esperaba. Se trataba de una mujer pequeña y atractiva, pero su edad la descartaba como posible amante de George Irving. Bosch había interpretado mal la conversación con la viuda. Dana Rosen podría haber sido la madre de Irving.

—¿Cuánto tiempo llevaba trabajando para George Irving? —preguntó Bosch.

—Oh, mucho tiempo. Coincidimos en su etapa en los servicios jurídicos del Ayuntamiento. Y luego, cuando se marchó, me ofreció un empleo y…

Se detuvo, pues el móvil de Bosch había empezado a vibrar. Era Rider.

—El mando de guardia en la comisaría central esta mañana ha decidido reasignar la unidad de vigilancia a patrullar las calles. Pensaba que ya habíais registrado el lugar.

Bosch comprendió que el despacho había estado sin vigilancia durante casi tres horas, tiempo más que suficiente para que alguien se presentara antes que ellos y se llevara los documentos que quisiera. Sus sospechas estaban aumentando al mismo tiempo que su rabia.

—¿Quién es ese tipo? —quiso saber—. ¿Está conectado de alguna manera con el concejal?

Irvin Irving llevaba años fuera del cuerpo de policía, pero seguía teniendo contactos con muchos agentes a los que había tutelado o premiado con ascensos durante sus años como mando superior.

—Es una mujer —aclaró Rider—. La capitana Grace Reddecker. Por lo que parece, ha sido un simple error. Ella no está metida en politiqueos…, no de esa forma.

Eso, por supuesto, significaba que Reddecker tenía sus conexiones políticas en el cuerpo —era imprescindible tenerlas para estar al frente de una comisaría—, aunque no estaba metida en componendas políticas a mayor escala.

—¿No es una protegida de Irving?

—No. Consiguió el ascenso después de que Irving se fuera del cuerpo.

Bosch vio que un hombre vestido con traje se acercaba. Adivinó que se trataba del alguacil.

—Tengo que dejarte —dijo a Rider—. Más tarde me ocupo del asunto. Espero que sea lo que dices, un simple error.

—No creo que haya nada más, Harry.

Bosch colgó la llamada en el momento en que el hombre del traje llegaba por la acera. Un hombre alto, con el pelo castaño rojizo y el rostro bronceado por la práctica del golf.

—¿Richard Hadlow? —preguntó Bosch.

—El mismo.

Bosch hizo las presentaciones, y Rosen abrió la puerta del despacho para que entraran. Hadlow procedía de uno de los bufetes de abogados más caros de Bunker Hill. La tarde anterior, el juez Fluharty lo había designado alguacil especial de oficio, y tenía que ejercer su labor de forma desinteresada. El hecho de que no cobrara significaba que no iba a haber retrasos. Hadlow había fijado que el registro tuviese lugar a una hora cómoda para él, pero ahora que estaban aquí sin duda trataría de terminar pronto, para poder volver a dedicarse a sus clientes de pago. Lo que a Bosch ya le iba bien.

Entraron en el despacho y acordaron una forma de proceder. Hadlow examinaría los archivos, para asegurarse de que en ellos no había contenidos sujetos a confidencialidad antes de pasárselos a Chu para su lectura. A todo esto, Bosch seguiría hablando con Dana Rosen para determinar qué aspectos del trabajo de Irving resultaban relevantes y recientes.

Los archivos y la documentación siempre eran importantes en una investigación, pero Bosch era lo bastante astuto para comprender que Rosen constituía el activo más valioso en el despacho. Ella podía contarles los intríngulis de la actividad de Irving.

Mientras Hadlow y Chu se ponían a trabajar en el despacho interior, Bosch cogió la silla del mostrador de recepción y la situó frente a un sofá del antedespacho. Invitó a Rosen a sentarse, cerró bien la puerta de entrada y emprendió la entrevista formal.

—¿Señora Rosen? —preguntó con intención.

—No, nunca he estado casada. Pero puede llamarme Dana, no se preocupe.

—Pues bien, Dana, ¿le parece que sigamos con la conversación que empezamos en la acera? Me decía que llevaba trabajando con el señor Irving desde su época en los servicios jurídicos del Ayuntamiento.

—Sí. Fui su secretaria en el Ayuntamiento antes de que me contratara cuando fundó Irving y Asociados. Si incluye ese período, llevaba dieciséis años trabajando con él.

—¿Se puso a trabajar con él inmediatamente después de que Irving dejara el Ayuntamiento?

La mujer asintió.

—Nos fuimos el mismo día. La oferta me convenía. Yo era funcionaria del Ayuntamiento, de forma que empecé a cobrar una pensión al jubilarme y me puse a trabajar aquí. Treinta horas a la semana. Fácil y agradecido.

—¿Hasta qué punto estaba involucrada en el trabajo del señor Irving?

—No demasiado. Él no pasaba mucho tiempo aquí. Más o menos me encargaba de llevar el papeleo y mantener ordenados los archivos y todo lo demás. Respondía al teléfono y apuntaba los mensajes. Él nunca organizaba sus reuniones en el despacho. Casi nunca.

—¿Tenía muchos clientes?

—No muchos, pero sí selectos, a decir verdad. Cobraba cantidades importantes por sus servicios, y la gente esperaba que consiguiera resultados. Y él trabajaba duro para conseguirlos.

Bosch había sacado la libreta, pero hasta el momento no había tomado una sola nota.

—¿En qué andaba metido últimamente?

Por primera vez, Rosen no respondió en el acto. En su rostro se pintó una expresión de confusión.

—En vista de que me está haciendo tantas preguntas, ¿tengo que suponer que George no se suicidó?

—Todo cuanto puedo decirle es que no descartamos ninguna posibilidad. La investigación sigue abierta, y aún no hemos determinado la causa de la muerte. Hasta que lo hagamos, vamos a continuar investigando concienzudamente todas las posibilidades. ¿Podría responder a mi pregunta? ¿Quiénes eran los clientes principales del señor Irving últimamente?

—Bueno, tenía dos clientes con los que estaba trabajando de forma intensiva. Uno era la compañía cementera Western, y el otro la empresa de grúas Tolson. El Ayuntamiento estudió sus ofertas la semana pasada y… bueno… George consiguió su objetivo en ambos casos. De modo que ahora estaba empezando a tomarse un respiro.

Bosch anotó los nombres de ambas compañías.

—¿Qué trabajo hacía para esas empresas? —preguntó.

—Western se había presentado al concurso para la construcción del nuevo aparcamiento situado junto al edificio central de la policía. Y Tolson estaba volviendo a presentarse como empresa concesionaria del garaje oficial de las comisarías de Hollywood y Wilshire.

La concesión del garaje oficial de la policía significaba que Tolson continuaría encargándose de todos los remolques de vehículos pedidos por esas dos comisarías de policía. Un negocio lucrativo, como seguramente también lo era el vertido de hormigón para construir un aparcamiento. Bosch había oído o leído que el nuevo aparcamiento municipal iba a ser de seis pisos y que su función primordial sería la de proporcionar plazas a los empleados de los numerosos edificios administrativos que el Ayuntamiento tenía en el centro.

—Entonces ¿estos eran sus principales clientes estos últimos meses? —preguntó.

—Eso mismo.

—¿Y se supone que estaban contentos con los resultados conseguidos?

—Por completo. Western ni siquiera era la empresa que ofrecía el presupuesto más bajo, y Tolson esta vez se encontraba con otra compañía competidora muy fuerte. Y además estaba a punto de aparecer un grueso expediente muy negativo para Tolson. George esta vez no lo tenía fácil, pero se las arregló para salir adelante.

—¿Y cómo cuadra todo esto con el hecho de que su padre fuera concejal? ¿No existía un conflicto de intereses?

Rosen asintió enfáticamente.

—Por supuesto que existía. Razón por la que el concejal se abstenía de votar cada vez que uno de los clientes de George aspiraba a hacer negocios con el Ayuntamiento.

A Bosch le pareció raro. La circunstancia de que su padre estuviera en el Ayuntamiento parecía indicar que George Irving siempre partía con ventaja. Pero si su padre se abstenía de votar en tales cuestiones, la ventaja desaparecía.

¿O quizá no?

Bosch se dijo que incluso si el viejo Irving hacía gala de abstenerse en las votaciones, los demás concejales sabían que les convenía apoyar al hijo para que el padre respaldara sus propias iniciativas políticas.

—¿Había clientes que estuvieran descontentos con el trabajo de George? —preguntó a Rosen.

La mujer respondió que no se acordaba de ningún cliente que se sintiera molesto por el trabajo realizado por George Irving. A la inversa, los empresarios que competían con sus clientes a la hora de conseguir contratos con el Ayuntamiento sí que tenían motivos para estar descontentos.

—¿Se acuerda de si en alguno de estos casos el señor Irving se llegó a considerar amenazado?

—No, que ahora mismo recuerde.

—Dice usted que la cementera Western no fue la que presentó el presupuesto más bajo para la construcción del garaje. ¿Quién lo presentó entonces?

—Una empresa llamada Consolidated Block. Presentaron un presupuesto inferior, con el objetivo expreso de obtener el contrato. Sucede muchas veces. Pero los urbanistas del Ayuntamiento suelen darse cuenta. En este caso, George les echó una mano. El Departamento de Urbanismo recomendó que el Ayuntamiento contratara a Western.

—¿Y no le llegaron amenazas por lo sucedido? ¿No hubo rencores?

—Bueno, no creo que en Consolidated Block se sintieran muy felices por lo sucedido, pero no nos llegó nada de todo eso, o yo no me enteré. Era una simple cuestión de negocios.

Bosch se dijo que Chu y él iban a tener que revisar ambos contratos y el trabajo realizado por Irving para conseguirlos. Pero decidió pasar a otras cuestiones.

—Y después de esto, ¿qué otro trabajo le salió a Irving?

—Pues no había mucho, la verdad. George últimamente hablaba de tomarse las cosas con más calma. Su hijo se había ido a la universidad, y él y su mujer estaban pasando por el síndrome del nido vacío. Me consta que George echaba mucho de menos a su hijo. Estaba un poco deprimido por su marcha.

—Entonces ¿no tenía clientes activos?

—Estaba hablando con gente, pero tan solo tenía un precontrato. Con los taxis Regent. Regent se propone conseguir la concesión de Hollywood el año próximo, y en mayo volvieron a contratarnos para trabajar con ellos.

Bosch quiso saber más y Rosen le explicó que el Ayuntamiento otorgaba concesiones geográficas a las compañías de taxis. La ciudad estaba dividida en seis zonas. En cada una de las zonas operaban dos o tres empresas concesionarias, en función de la población del distrito. La división en concesiones establecía en qué puntos de la ciudad podía una empresa recoger a pasajeros. Por supuesto, una vez el pasajero había subido al taxi, este era libre de dirigirse al lugar que le indicaran.

El sistema de concesiones territoriales permitía que los taxis estuvieran estacionados en las paradas o ante los hoteles y que recorrieran las calles en busca de clientes o aceptaran peticiones telefónicas en la zona designada por el Ayuntamiento. En las calles, la competencia para hacerse con clientes en ocasiones era feroz. Lo mismo pasaba con la competencia para obtener una concesión territorial. Rosen explicó que los taxis Regent ya tenían una concesión en el sur de Los Ángeles, si bien la compañía estaba tratando de conseguir otra concesión más lucrativa en Hollywood.

—¿Cuándo iba a otorgarse la concesión? —preguntó Bosch.

—No antes de Año Nuevo —respondió Rosen—. George estaba empezando a ocuparse de preparar la solicitud.

—¿Cuántos concesionarios están autorizados a operar en Hollywood?

—Tan solo dos, por períodos de dos años. El sistema de concesiones funciona de manera escalonada, así que cada año una de las concesiones se renueva o se reasigna. Regent está esperando que llegue Año Nuevo, porque la compañía concesionaria que aspira a la renovación del contrato tiene problemas y resulta vulnerable. George recomendó a sus clientes que esperasen a intentarlo el año que viene.

—¿Cómo se llama esa compañía que resulta vulnerable?

—Black and White. Más conocida como B&W.

Bosch sabía que, unos diez años atrás, la compañía de taxis B&W había tenido problemas porque sus vehículos estaban pintados de forma demasiado parecida a la de los coches de la policía. El LAPD se había quejado, y la empresa había pasado a pintar los automóviles en un ajedrezado blanquinegro. Pero Bosch no creía que Rosen se estuviera refiriendo a eso cuando decía que la compañía era vulnerable.

—Dice que B&W tenía problemas. ¿Qué clase de problemas?

—Bueno, para empezar, en los cuatro últimos meses han sufrido cuatro detenciones por conducción en estado de embriaguez.

—¿Cómo? ¿Me está diciendo que los taxistas conducían borrachos?

—Justamente, y eso es lo peor que le puede pasar a una empresa de taxis. Como puede suponer, a los de la comisión del Ayuntamiento no les hace ninguna gracia. ¿Y qué concejal va a votar en favor de una compañía con semejante historial? Así que George estaba bastante seguro de que Regent iba a hacerse con la franquicia. Regent tiene un historial limpio en ese sentido. Y además es una empresa cuyos propietarios pertenecen a una minoría racial.

Y él tenía un padre que era un importante concejal del Ayuntamiento, y el Ayuntamiento era quien designaba a los miembros de la comisión que otorgaba las concesiones. A Bosch le interesaba esta información, porque todo tenía que ver con dinero. Con dinero que unos ganaban y otros dejaban de ganar. El dinero que muchas veces tenía que ver con las motivaciones para un asesinato. Se levantó, asomó la cabeza por la puerta del segundo despacho y dijo a Hadlow y a Chu que necesitaba cualquier documentación que hiciera referencia a la cuestión de las concesiones de los taxis.

Volvió a sentarse frente a Rosen y de nuevo se centró en los aspectos más personales del caso.

—¿George guardaba documentación personal en este despacho?

—Sí. Pero los papeles los guardaba en el cajón del escritorio, y yo no tengo la llave.

Bosch sacó del bolsillo las llaves que estuvieron en poder del aparcacoches del Chateau Marmont y que se habían incautado junto con el coche de Irving.

—Enséñeme ese cajón.

Bosch y Chu salieron del despacho de Irving a mediodía y se encaminaron de regreso al edificio central de la policía. Chu llevaba consigo una caja con los documentos y demás material incautado con la aprobación de Hadlow y con los poderes conferidos por la orden de registro. Entre ellos estaban los archivos referentes a los últimos asuntos llevados o preparados por George Irving, junto a sus documentos personales, como varias pólizas de seguro y la copia de un testamento fechado tan solo dos meses atrás.

Mientras caminaban, hablaron de lo que iban a hacer a continuación. Convinieron en quedarse trabajando en el despacho durante el resto de la jornada. Tenían numerosos documentos que examinar, como el testamento de Irving y los diversos proyectos en que había estado metido. También estaban pendientes de recibir el informe de Glanville y Solomon sobre el huésped que se había registrado después de Irving en el Chateau Marmont, así como sobre la investigación efectuada entre los demás huéspedes del hotel y entre el vecindario de la ladera situada frente a la fachada posterior.

—Ha llegado el momento de empezar a escribir el libro del asesinato —anunció Bosch.

Era una sus ocupaciones preferidas.