13

Clayton Pell accedió a hablar con Bosch, pero solo si la doctora Stone estaba presente. A Harry le parecía bien; de hecho pensaba que la presencia de la doctora durante la entrevista podría serle de utilidad. Tan solo le dijo que era posible que Pell tuviera que comparecer como testigo en un posible juicio, por lo que Bosch iba a conducir la entrevista de forma metódica y lineal.

Un enfermero condujo a Pell a la sala de reuniones, en la que se habían dispuesto tres sillas para la entrevista, una frente a las otras dos. Bosch se presentó y estrechó la mano de Pell sin vacilar. Pell era un hombre bajito y pequeño, de menos de uno sesenta de estatura y unos cincuenta kilos de peso. Bosch sabía que las víctimas de abusos sexuales en la niñez muchas veces sufrían de problemas de crecimiento. La alteración del crecimiento psicológico afectaba al crecimiento físico.

Con un gesto, invitó a Pell a tomar asiento. En tono afable, le preguntó si necesitaba alguna cosa.

—Un cigarrillo no me vendría mal —dijo Pell.

Al sentarse, levantó las piernas y las cruzó sobre la silla, en un gesto más bien infantil.

—A mí tampoco me vendría mal un pitillo, pero tampoco es cuestión de quebrantar las normas —repuso Bosch.

—Pues qué le vamos a hacer.

Stone había sugerido situar las tres sillas en torno a la mesa, para que la cosa no tuviera un aspecto tan formal, pero Bosch le había dicho que no. También había establecido la disposición de los asientos para que él y Stone estuvieran a izquierda y derecha de la línea visual de Pell, de modo que este se viera constantemente obligado a mirar al uno y al otro. La observación de los movimientos de los ojos facilitaría a Bosch evaluar la sinceridad y la veracidad de sus palabras. Pell se había convertido en una figura trágica para Stone, pero Bosch no se mostraba tan comprensivo. El traumático historial y la terrible niñez de Pell no importaban. Pell era ahora un depredador. Y, si no, que se lo preguntaran al niño de nueve años que había metido en su furgoneta. Bosch estaba empeñado en no olvidar en ningún momento que los depredadores se escondían y mentían y esperaban a que sus oponentes revelaran sus propias debilidades. Con Pell no iba a equivocarse.

—Si les parece, podemos empezar ahora mismo —repuso—. Y si no les importa, iré tomando notas mientras hablamos.

—Por mí no hay problema —dijo Pell.

Bosch sacó la libreta. En su funda de cuero estaba repujada una insignia de agente del LAPD. Era un regalo de su hija, quien la había hecho fabricar por medio de una amiga de Hong Kong cuyo padre se dedicaba al negocio de los cueros. El repujado incluso mostraba su verdadero número de insignia, el 2997. Maddie le había regalado la libreta por Navidad. Era una de sus pertenencias más preciadas, porque se trataba de un regalo de su hija, pero también porque tenía una función muy práctica. Cada vez que la abría para hacer una anotación, sus entrevistados veían la insignia del cuero, recordatorio de que detrás de Bosch estaba toda la fuerza y el poder del Estado.

—Bueno, ¿y todo esto de qué va? —preguntó Pell con una voz aguda y nasal—. La doctora no me ha dicho nada del asunto.

Stone no pareció inmutarse por lo de «la doctora».

—Se trata de un asesinato, Clayton —respondió Bosch—. Sucedido hace mucho tiempo, cuando usted era un niño de ocho años.

—Yo no sé nada de ningún asesinato, señor.

La voz resultaba chirriante, y Bosch se preguntó si siempre lo habría sido o si se trataba de una de las consecuencias de la agresión sufrida en la cárcel.

—Eso ya lo sé. Y quiero que sepa que usted no es en absoluto sospechoso de este crimen.

—Entonces ¿por qué ha venido a verme?

—Buena pregunta, y ahora mismo voy a responderla, Clayton. Está aquí porque en el cuerpo de la víctima se encontraron muestras de su sangre y su ADN.

Pell al momento se levantó de la silla.

—¡Pero bueno…! Yo me largo de aquí.

Se encaminó hacia la puerta.

—¡Clay! —llamó Stone—. ¡Escucha lo que tiene que decirte! ¡Tú no eres sospechoso! Por entonces tenías ocho años. Lo único que quiere saber es qué sabes tú.

Pell se la quedó mirando y señaló a Bosch.

—Usted puede fiarse de este hombre —dijo—, pero yo no me fío. Los polis no hacen favores a nadie. Solo piensan en sí mismos.

Stone se levantó.

—Clayton, por favor. Dale una oportunidad.

Pell volvió a sentarse, de mala gana. Stone se sentó también. Pell fijó la vista en ella, obstinándose en no mirar a Bosch.

—Pensamos que el asesino tenía manchas de su sangre —explicó Bosch—. Y que, de un modo u otro, la sangre acabó transferida a la víctima. No pensamos que usted tuviera nada que ver con el crimen.

—¿Por qué no termina con esta comedia de una vez? —replicó Pell, levantando las muñecas juntas, como ofreciéndose a que se las esposaran.

—Clay, por favor —suplicó Stone.

Pell agitó ambas manos en el aire; estaba hasta las narices. Era lo bastante pequeño para girar el cuerpo por entero en el asiento y poner ambas piernas sobre el brazo derecho de la silla, dándole a Bosch la espalda como haría un niño que estuviera ignorando a su padre. Cruzó los brazos sobre el pecho, y Bosch vio el extremo superior de un tatuaje que emergía por el cuello posterior de la camisa.

—Clayton —dijo Stone con severidad—. ¿No te acuerdas de dónde estabas cuando tenías ocho años? ¿No te acuerdas de lo que me has estado explicando una y otra vez?

Pell bajó la barbilla hacia el pecho y dio la impresión de ceder.

—Pues claro que me acuerdo.

—Entonces, responde a las preguntas del inspector Bosch.

Pell lo estuvo considerando durante unos diez segundos. Finalmente, asintió.

—Muy bien. ¿Qué?

Bosch iba a responder a la pregunta, pero el teléfono móvil vibró en su bolsillo. Pell lo oyó.

—Si responde a esa puta llamada, me largo por la puerta.

—No se preocupe. Los teléfonos móviles me gustan muy poco.

Bosch aguardó a que cesaran las vibraciones y retomó el hilo.

—Dígame dónde y cómo vivía cuando tenía ocho años, Clayton.

Pell se giró en el asiento y miró a Bosch directamente.

—Por entonces vivía con un monstruo. Un sujeto que me daba unas tundas tremendas cuando mamá no estaba en casa.

Se detuvo. Bosch esperó un instante y lo animó:

—¿Qué más, Clayton?

—Este hombre pensó que con pegarme palizas no tenía bastante. Creía que también le gustaría que le hiciese unas mamadas. Un par de veces por semana. Así era mi vida por entonces, inspector.

—¿Y ese hombre se llamaba Johnny?

—¿Y eso cómo lo sabe?

Pell miró a Stone, deduciendo que ella había estado divulgando sus confidencias.

—El nombre aparece mencionado en los informes psicológicos de las vistas —precisó Bosch al punto—. En las entrevistas mencionó a un hombre llamado Johnny. ¿Es el mismo hombre del que estamos hablando?

—Es como yo lo llamo. Ahora, quiero decir. Porque me recordaba a Jack Nicholson en aquella película de Stephen King. El tipo aquel que decía «que viene Johnny» y se pasaba media peli persiguiendo al niño con una hacha. Era lo mismo que me pasaba a mí, aunque aquel tipo iba sin hacha. El hacha no le hacía falta.

—¿Y cuál era su nombre de verdad? ¿Lo sabía?

—Pues no. Nunca llegué a saberlo.

—¿Está seguro?

—Claro que estoy seguro. Ese tipo me jodió la vida para siempre. Si hubiera sabido su nombre, me acordaría. Lo único que recuerdo era su mote, el apodo por el que todos lo llamaban.

—¿Y qué apodo era ese?

Los labios de Pell trazaron una sonrisa minúscula. Tenía algo que los demás querían y se proponía utilizarlo en su favor. Bosch se dio cuenta. Los años pasados en la cárcel le habían enseñado a utilizar todos los trucos.

—¿Y yo qué saco a cambio? —preguntó.

Bosch estaba preparado para esa pregunta.

—Igual consigue quitar de la circulación para siempre al individuo que estuvo torturándole de esa forma.

—¿Y qué le hace pensar que sigue vivo?

Bosch se encogió de hombros.

—Es una suposición. Los informes indican que su madre lo tuvo a los diecisiete años. De modo que tendría unos veinticinco cuando se fue a vivir con ese tipo. Y diría que él seguramente no era mucho mayor que ella. Hace veintidós años… Hoy probablemente tiene cincuenta y tantos tacos, y probablemente sigue haciendo de las suyas.

Pell clavó la mirada en el suelo, y Bosch se preguntó si estaba viendo un recuerdo perteneciente a la época en que vivía sometido a aquel hombre.

Stone se aclaró la garganta e intervino.

—Clay, acuérdate de que hemos estado hablando del mal, de si las personas nacen malas de por sí o si son los demás los que las convierten en malas. De comportamientos que pueden ser malos sin que la persona que los ejecuta lo sea…

Pell asintió.

—Ese puto cinturón tenía unas letras en la hebilla. Y siempre me pegaba con el cinturón. El hijo de puta. Al cabo de un tiempo ya no podía aguantar más los golpes. Era más fácil darle lo que quería…

Bosch se mantenía a la espera. No era necesario hacer otra pregunta. Stone también parecía entenderlo así. Al cabo de un largo instante, Pell asintió por tercera vez y volvió a hablar:

—Todo el mundo lo llamaba Chill. Incluso mi madre.

Bosch tomó nota.

—Dice que en la hebilla había unas letras. ¿Unas iniciales, quiere decir? ¿Qué letras eran?

—C. H.

Bosch también lo anotó. La adrenalina estaba empezando a hacer efecto. Quizá no contara con un nombre completo, pero iba acercándose. Una imagen le cruzó por la mente durante una fracción de segundo. La de su puño llamando a una puerta. Aporreándola, mejor dicho. Una puerta que iba a abrir el hombre conocido como Chill.

Pell ahora se estaba soltando.

—El año pasado me acordé de Chill, cuando aparecieron las noticias sobre el Grim Sleeper. Chill también tenía unas fotos parecidas a las de ese fulano.

El Grim Sleeper era el nombre que se daba tanto a un sospechoso de ser un asesino en serie como al equipo de investigadores que andaba buscándolo. Un solo individuo era sospechoso de haber asesinado a numerosas mujeres, pero había un problema, y es que entre unos crímenes y otros había grandes lapsos temporales, durante los que se suponía que el asesino se echaba a dormir e hibernaba. El año anterior la policía identificó y detuvo a un sospechoso. El sospechoso tenía centenares de fotos de mujeres en su posesión. La mayoría de ellas aparecían desnudas y en posturas sexualmente sugerentes. Continuaba investigándose quiénes eran aquellas mujeres y qué había sido de ellas.

—¿Tenía fotos de mujeres? —preguntó Bosch.

—Sí, de las mujeres que se había follado. Fotos de ellas desnudas. Sus trofeos. También hizo fotos de mi madre. Las vi. Tenía una de esas cámaras en las que la foto salía de forma automática, de modo que no tenía que llevar el carrete a revelar. Antes de que salieran las cámaras digitales.

—Una Polaroid.

—Eso es, sí. Una Polaroid.

—No es tan raro —terció Stone—. Muchos hombres lo hacen cuando cometen abusos físicos contra las mujeres. Es una forma de control. De sentirse propietario. Como quien lleva una contabilidad. Es el síntoma de una personalidad muy controladora. En el mundo de hoy, con las cámaras digitales y el porno en Internet, cada vez es más corriente.

—Ya, bueno, pues supongo que Chill fue un pionero —dijo Pell—. Chill no tenía ordenador. Las fotos las guardaba en una caja de zapatos. Así fue como terminamos por irnos de su casa.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Bosch.

Pell frunció los labios un momento antes de responder:

—Me hizo una foto con su polla en mi boca. Y la metió en la caja de zapatos. Un día la saqué y la dejé donde mi madre pudiera verla. Nos fuimos de su casa ese mismo día.

—¿En esa caja de zapatos había otras fotos de hombres o de niños?

—Me acuerdo haber visto una más. La de un niño como yo, pero no sé quién era.

Bosch hizo unas cuantas anotaciones más. La información de Pell referente a que Chill en apariencia era un depredador pansexual era parte fundamental del perfil que estaba saliendo a la luz. Harry a continuación preguntó a Pell si se acordaba de dónde vivían él y su madre cuando estaban con el hombre llamado Chill. Tan solo recordaba que era cerca de Travel Town, en Griffith Park, porque su madre acostumbraba a llevarlo allí para que montara en los trenecitos.

—¿Iban a pie o andando?

—Íbamos en taxi, pero me acuerdo que estaba cerca. Íbamos mucho. Me gustaba montar en aquellos trenes tan pequeños.

El dato tenía su valor. Bosch sabía que Travel Town se encontraba en el lado septentrional del parque, lo que probablemente indicaba que Pell había estado viviendo con Chill en North Hollywood o en Burbank. Saber esto ayudaría a reducir el campo de investigación.

Entonces le pidió una descripción de Chill. Pell se limitó a describirlo como de raza blanca, alto y musculoso.

—¿Tenía trabajo?

—No exactamente. Creo que se ganaba la vida haciendo chapuzas o algo así. Tenía un montón de herramientas en el camión.

—¿Qué tipo de camión?

—Bueno, en realidad era una furgoneta. Una Ford Econoline. Allí era donde me obligaba a hacerle todas aquellas cosas.

Y también iba a ser en una furgoneta donde Pell más tarde cometería el mismo tipo de crímenes. Por supuesto, Bosch no dijo nada al respecto.

—¿Cuántos años tenía Chill en aquel entonces? —preguntó.

—Ni idea. Pero seguramente tenía razón en eso que ha dicho antes. Unos cinco años más que mi madre.

—¿No tendrá ninguna foto suya entre sus cosas o guardada en otro lugar?

Pell soltó una risotada y miró a Bosch como si este fuera imbécil.

—¿Le parece que iba a guardar una foto suya? Ni siquiera tengo una foto de mi madre, hombre.

—Lo siento, pero tenía que preguntarlo. ¿Llegó a ver a este individuo con otras mujeres que no fueran su madre?

—¿Para acostarse con ellas, quiere decir?

—Sí.

—No.

—Clayton, ¿qué más recuerda de él?

—Lo que recuerdo era que siempre hacía lo posible para mantenerme alejado de su lado.

—¿Le parece que podría identificarlo?

—¿Ahora? ¿Después de tantos años?

Bosch asintió.

—No lo sé. Pero nunca voy a olvidarme del aspecto que tenía entonces.

—¿Recuerda alguna otra cosa del lugar donde vivían con él? ¿Alguna cosa que pueda ayudarme a encontrarlo?

Pell se lo pensó un momento y negó con un gesto de su cabeza.

—No, tío, solo me acuerdo de lo que le he dicho.

—¿Chill tenía animales de compañía?

—No, pero siempre me estaba pegando como a un perro. Supongo que su animal de compañía era yo.

Bosch miró a Stone, por si tenía algo que añadir.

—¿Tenía algún hobby? ¿Alguna afición?

—Creo que su hobby era llenar de fotos aquella caja de zapatos —respondió Pell.

—Pero usted no llegó a ver en persona a ninguna de las mujeres de las fotos, ¿es así? —preguntó Bosch.

—Eso tampoco quiere decir nada. Estaba claro que la mayoría de las fotos las había tomado en la furgoneta. Tenía un viejo colchón en la parte trasera. Chill no traía a esas pájaras a casa, ¿sabe?

La información era buena. Bosch tomó buena nota.

—Dice haber visto la foto de un niño. ¿También se tomó en la furgoneta?

Pell al principio no respondió. Él mismo había cometido sus propias perversiones en el interior de una furgoneta, y la asociación era evidente.

—No me acuerdo —respondió por fin.

Bosch pasó a otra cuestión.

—Dígame una cosa, Clayton. Si detengo a este individuo y es sometido a juicio, ¿está dispuesto a comparecer y declarar todo cuanto acaba de decirme?

Pell consideró la pregunta.

—Y yo, ¿qué me llevaría a cambio? —inquirió.

—Ya se lo he dicho —contestó Bosch—. Se llevaría una satisfacción. La satisfacción de poner a este sujeto fuera de la circulación durante el resto de su vida.

—Eso no es nada.

—Bueno, yo no puedo promet…

—¡Mire lo que me hizo! ¡Todo lo que me ha pasado fue por su culpa!

Señaló su propio pecho al gritar estas palabras. La cruda emoción de su estallido denotaba una ferocidad animal que sorprendía en un ser humano tan diminuto. A Bosch no dejó de impresionarle. Se dio cuenta de lo muy efectivo que Pell podía resultar si llegaba a declarar en una vista. Si se ponía a gritar esas palabras, de la misma manera, el resultado sería devastador para la defensa.

—Clayton, voy a encontrar a este tipo —prometió—. Y va a tener la oportunidad de decírselo a la cara. Seguramente le será de ayuda durante el resto de su vida.

—¿El resto de mi vida? Bueno, pues estupendo. Muchas gracias, hombre.

El sarcasmo era inconfundible. Bosch iba a responder, pero en ese momento llamaron a la puerta de la sala de reuniones. Stone se levantó para abrirla; otra psicóloga apareció en el umbral. La recién llegada musitó algo a Stone, quien entonces se volvió hacia Bosch.

—En la puerta de entrada hay dos agentes de policía que preguntan por usted.

Bosch le dio las gracias a Pell por su tiempo y prometió seguir en contacto en lo referente a la investigación. Se dirigió hacia la puerta de entrada y aprovechó para consultar las llamadas del móvil. Vio que había cuatro sin responder: una de su compañero Chu, dos procedentes de un número que empezaba por 213 y que no reconoció, y otra más de Kiz Rider.

Los dos agentes de uniforme eran de la comisaría de Van Nuys. Dijeron que los había enviado la oficina del jefe de policía.

—No ha respondido a las llamadas al móvil ni a la radio de su coche —explicó el de mayor edad—. Nos han avisado de que tiene que ponerse en contacto con una tal teniente Rider, en la oficina del jefe. Dice que es urgente.

Bosch les dio las gracias y explicó que había estado en una reunión de importancia, por lo que había desconectado el móvil. Nada más irse los dos agentes llamó a Rider, quien asimismo respondió al instante.

—Harry, ¿por qué no te pones al teléfono?

—Porque estaba en mitad de un interrogatorio. Normalmente no interrumpo los interrogatorios para responder el teléfono. ¿Cómo me habéis encontrado?

—A través de tu compañero, que sí que se pone al teléfono. ¿Qué tiene que ver ese centro de acogida con el caso Irving?

No había forma de eludir la cuestión.

—Nada. Estoy aquí por otro caso.

Se produjo un silencio, mientras Rider hacía lo posible por reprimir la frustración e irritación que la respuesta le provocaba.

—Harry, el jefe de policía te ha dejado claro que la investigación del caso Irving tiene prioridad. ¿Y por qué ahora…?

—Mira, estoy esperando los resultados de la autopsia. No puedo hacer nada en el caso Irving hasta que me lleguen los resultados y tenga un punto de partida.

—Ya. Pues adivina.

Bosch al momento comprendió de dónde procedían aquellas dos llamadas que empezaban por 213 y a las que tampoco había respondido.

—¿Qué?

—La autopsia lleva media hora en marcha. Si te das prisa, igual llegas antes de que termine.

—¿Chu está allí?

—Sí, que yo sepa. Se supone que tiene que estar.

—Ahora mismo salgo.

Colgó el teléfono un tanto avergonzado.