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Eran las nueve cuando Bosch entró corriendo en su casa. Atravesó el pasillo a toda prisa y miró por la puerta entreabierta del dormitorio de su hija. Maddie estaba en la cama, bajo los edredones y con el ordenador portátil abierto a su lado.

—Lo siento mucho, Maddie. Ahora mismo te caliento la sopa y te la traigo.

—No hay problema, papá. Ya he cenado.

—¿Qué has comido?

—Un bocadillo de mantequilla de cacahuete y mermelada.

Bosch sintió profundos remordimientos por su egoísmo. Entró en la habitación y se sentó en el borde de la cama. Antes de que pudiera volver a disculparse, su hija volvió a pillarlo por sorpresa.

—No pasa nada. Te han salido dos casos nuevos, así que habrás tenido un día muy liado.

Bosch dijo que no con la cabeza.

—No. La última hora la he pasado con otra persona. Una mujer a la que he conocido durante la investigación. Quedamos en Jerry’s para comer un bocadillo, y al final se me ha hecho tarde. Mads, lo sient…

—Bueno, ¡pues mucho mejor! Has salido con alguien y todo. ¿Y quién es esa mujer?

—La verdad es que no es nadie especial. Una psicóloga que trata a criminales…

—¡Mola! ¿Es guapa?

Bosch reparó en que la pantalla del ordenador estaba abierta por la página de Facebook.

—Solo somos amigos. ¿Has hecho los deberes?

—No, no me encontraba bien.

—Pensaba que me habías dicho que estabas mejor.

—Pues ya ves… He tenido una recaída.

—Mira, mañana tienes que ir al colegio. No es cuestión de que pierdas más clases.

—¡Ya lo séee!

Bosch no quería enzarzarse en una discusión.

—Una cosa. Si no estás haciendo los deberes, ¿puedo usar tu ordenador un rato? Tengo que mirar un vídeo.

—Claro.

Maddie llevó la mano al ordenador y cerró la pantalla. Bosch se trasladó al otro lado de la cama, donde había más espacio. Sacó del bolsillo el disco con la grabación hecha por la cámara de seguridad instalada junto al mostrador de recepción del Chateau Marmont y se lo entregó. Bosch no estaba muy seguro de lo que había que hacer para verlo.

Maddie insertó el disco en una ranura lateral y buscó la opción de reproducción en el ordenador. En la esquina inferior de la pantalla había un contador de tiempo, y Bosch le pidió que fuera directamente al momento en que George Irving se registró en el hotel. La imagen era clara, aunque se había tomado desde lo alto, de modo que el rostro de Irving no resultaba visible por entero. Bosch tan solo había podido ver una vez la secuencia del momento en que se registró, y por eso quería volver a verla.

—¿Y esto qué es? —preguntó Maddie.

Bosch señaló la pantalla.

—El Chateau Marmont. Este hombre que se está registrando en recepción anoche fue a su habitación en el séptimo piso. Y esta mañana lo han encontrado en la calle, tirado en la acera. Tengo que averiguar si se tiró o si lo tiraron p’abajo.

Maddie detuvo el disco.

—Si lo tiraron para abajo —corrigió—. ¡Papá, por favor! Cuando dices esas cosas parece que seas un patán.

—Perdón. Pero ¿y cómo es que conoces eso de «patán»?

—Porque la palabra sale en un libro de Tennesse Williams que estoy leyendo. Me gusta leer. Un patán es una persona vulgar y medio torpe. Das pena cuando hablas de esa forma, papá.

—Tienes razón. Pero, ya que sabes tanto de lengua, ¿cómo se llaman esos nombres que se deletrean de igual manera al revés?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno… Otto, por ejemplo. O Hannah.

—Un palíndromo. ¿Tu nueva novia se llama así?

—No es mi novia. Lo único que hemos hecho ha sido comer un bocadillo de pavo.

—Ya. Mientras tu hija enferma se estaba muriendo de hambre en casa.

—¡Venga ya! Te has comido un bocadillo de mantequilla de cacahuete con mermelada, el mejor bocata que se ha inventado jamás.

Bosch le soltó un pequeño codazo en el costado.

—En fin. Espero que por lo menos te lo pasaras bien con Otto.

Bosch estalló en una risotada, agarró a su hija y la abrazó.

—Por Otto no te preocupes. Siempre vas a ser la única en mi vida.

—Bueno, la verdad es que el nombre Hannah me gusta —reconoció ella.

—Estupendo. ¿Podemos ver el vídeo de una vez?

Maddie le dio al PLAY. En silencio, miraron la pantalla del ordenador mientras Irving empezaba a registrarse ante el recepcionista nocturno, cuyo nombre era Alberto Galvin. El segundo huésped pronto apareció a su espalda, en espera de registrarse también.

Irving llevaba puesta la misma ropa que Bosch había visto en el armario de la suite. Puso una tarjeta de crédito en el mostrador de recepción, mientras Galvin imprimía el recibo del hotel. Irving puso sus iniciales en el documento, lo firmó con rapidez y lo deslizó hacia el recepcionista, quien le pasó una llave. A continuación salió del encuadre de la cámara en dirección a los ascensores, al tiempo que Galvin emprendía el mismo proceso con el siguiente recién llegado.

El vídeo confirmaba que Irving se había registrado sin llevar equipaje.

—Se tiró.

Bosch apartó la vista de la pantalla y miró a su hija.

—¿Por qué lo dices?

Maddie manipuló los controles del vídeo y volvió al instante en que Galvin pasaba el contrato a Irving a través del mostrador. Volvió a darle al PLAY.

—Fíjate —dijo—. Ni siquiera mira el papel. Se limita a firmar donde el otro le dice.

—Sí. ¿Y?

—La gente siempre mira el papel en ese momento, para asegurarse de que no los están estafando. Se fijan en el precio que pone en el papel. Pero este hombre no se fija en lo más mínimo. No le importa, porque sabe que nunca va a pagar esa cuenta.

Bosch contempló el vídeo. Lo que Maddie decía era lo que aparecía en la pantalla. Pero no resultaba concluyente. Eso sí, Harry estaba orgulloso de su percepción. Se había fijado en que su capacidad de observación era cada vez más impresionante. Muchas veces le hacía preguntas sobre lugares en los que habían estado y escenas que habían presenciado. Su hija siempre retenía más detalles de los esperados.

Un año atrás le había dicho que de mayor quería ser policía. Una inspectora, lo mismo que él. Bosch no sabía si se trataba de una idea pasajera, pero la aceptó y empezó a transmitirle cuanto sabía. Uno de los ejercicios preferidos por ambos era ir a un restaurante como Du-par’s, observar a los demás comensales e interpretar sus expresiones y sus gestos. Bosch estaba enseñándole a buscar indicios reveladores.

—Buena interpretación —dijo—. Pon el vídeo otra vez.

Miraron el vídeo por tercera vez, y en esta ocasión fue Bosch quien se fijó en algo.

—Fíjate. Después de firmar, lo primero que hace es mirar su reloj.

—¿Y?

—Me parece que no termina de encajar con lo que has dicho. ¿Qué importancia tiene el tiempo para un hombre que va a morir? Si iba a tirarse de la terraza, ¿qué le importaba la hora que fuera? Su gesto más bien es el alguien que tiene negocios de los que ocuparse. Yo creo que iba a encontrarse con alguien. O que alguien iba a llamarlo. Pero nadie lo llamó.

Bosch ya lo había comprobado en el hotel, y nadie había telefoneado o ido a la habitación 79 después de que Irving se registrara. Bosch también tenía el informe de los técnicos que habían examinado el teléfono móvil de Irving después de que Bosch les hubo proporcionado la contraseña facilitada por la viuda. Irving no había hecho ninguna llamada a partir de las cinco de la tarde cuando había telefoneado a su hijo Chad. La conversación había durado cinco minutos. Su mujer lo había llamado tres veces a la mañana siguiente, cuando ya estaba muerto. Deborah Irving ya lo estaba buscando a esas alturas. Las tres veces dejó un mensaje pidiéndole que le devolviese la llamada.

Bosch manipuló las opciones del vídeo y volvió a reproducir la secuencia en que Irving se registraba. A continuación pulsó el avance rápido para visualizar con velocidad lo sucedido por la noche, durante los largos períodos en que no pasaba nada en el mostrador de recepción. Su hija finalmente se aburrió y se giró de costado para ponerse a dormir.

—A lo mejor tendré que salir otra vez —dijo él—. ¿No te importa?

—¿Vas volver a encontrarte con Hannah?

—No, igual tengo que volver al hotel. No hay problema, ¿verdad?

—Claro que no. Tengo la Glock.

—Eso mismo.

El verano anterior, Maddie había estado practicado en una galería de tiro, y Bosch consideraba que tenía buena puntería y sabía utilizar un arma ateniéndose a las normas de seguridad. De hecho, estaba previsto que el siguiente fin de semana participase en una competición por primera vez. Más importante que su puntería era su comprensión de la responsabilidad que suponía una arma de fuego. Bosch esperaba que nunca llegase a usar la pistola fuera del campo de tiro. Pero si ese momento llegaba, Maddie estaría preparada.

Se quedó sentado en la cama a su lado y siguió mirando el vídeo. No vio nada que le llamara la atención o le instara a concentrarse. Finalmente decidió quedarse en casa.

Terminó de mirar la grabación, se levantó sin hacer ruido, apagó la luz y fue al comedor. Iba a pasar del caso Irving al caso Lily Price. Abrió el maletín y sacó las carpetas que ese mediodía había recogido en la junta estatal para la concesión de la libertad provisional.

En la ficha del Clayton Pell adulto constaban tres condenas. Los suyos eran unos crímenes de índole sexual que habían ido empeorando a lo largo de diez años de continua interacción con el sistema judicial. A los veinte años lo habían condenado por un delito de exhibicionismo, y a los veintiuno por exhibicionismo y detención ilegal. Tres años después le tocó el premio gordo por el secuestro y la violación de un menor de doce años. Las dos primeras sentencias se saldaron con sendas estancias en la cárcel del condado, seguidas por la libertad provisional; pero la tercera vez fue condenado a diez años de reclusión en la penitenciaría estatal de Corcoran, de los que terminó cumpliendo seis. Fue en Corcoran donde los otros presos le aplicaron su propia y tremenda justicia.

Bosch leyó los detalles. En los tres casos, la víctima era un niño varón de entre ocho y diez años de edad. El primero de ellos era el hijo de una vecina. El segundo era un niño al que Pell se había llevado de la mano de un campo de juegos y conducido a unos lavabos públicos cercanos. El tercer crimen se había dado con premeditación y alevosía. La víctima era un niño que se había bajado de un autobús escolar e iba andando a su casa —situada a tan solo tres manzanas de distancia— cuando Pell se acercó en su furgoneta y se detuvo al lado. Dijo al pequeño que era integrante del equipo de seguridad de la escuela y le mostró una insignia. Agregó que tenía que llevarlo a su casa, pues en la escuela se había dado un incidente y estaba obligado a informar de él a sus padres. El niño hizo lo que se le decía y subió a la furgoneta. Pell condujo hasta un claro y sometió al pequeño a distintos abusos sexuales en el interior del vehículo antes de dejarlo marchar y alejarse de allí él también.

No dejó muestras de ADN en el cuerpo de la víctima, y tan solo fue detenido porque se saltó un semáforo en rojo tras salir de aquel vecindario. Una cámara situada en el cruce tomó la imagen de la matrícula de la furgoneta pocos minutos después de que se encontrara al niño vagando sin rumbo a varias manzanas de allí. Pell se convirtió en sospechoso a causa de sus antecedentes. La víctima lo reconoció en una rueda de reconocimiento y se presentó la denuncia formal. Pero la identificación resultaba un tanto dudosa —como suele pasar cuando la hace un niño de nueve años— y a Pell le ofrecieron un trato. Se reconoció culpable de lo sucedido y la condena fue de tan solo diez años. Pell seguramente pensaba que había salido bastante bien parado del asunto, hasta el día en que varios reclusos lo acorralaron en la lavandería de Corcoran, lo sujetaron y lo castraron con un cuchillo de fabricación artesanal.

Antes de cada condena, Pell fue sometido a pruebas psicológicas. Bosch sabía por experiencia que, en casos como ese, los resultados de las pruebas acostumbraban a ser muy parecidos a los de la primera prueba. Abrumados por el trabajo, los psicólogos muchas veces se basaban en la primera evaluación efectuada al individuo. De forma que Bosch prestó cuidadosa atención al informe psicológico incluido junto a la primera condena por exhibicionismo.

El informe exponía con todo detalle una niñez verdaderamente horrible y traumática. La madre de Pell era una heroinómana que llevaba a su hijo consigo a las casuchas de los traficantes y los refugios de los yonquis. Y que muchas veces se pagaba las drogas prestando servicios sexuales a los camellos ante los mismos ojos de su hijo. El niño nunca fue a la escuela de forma regular ni recordaba haber tenido un verdadero hogar. Su madre y él estaban en constante movimiento, y vivieron en hoteles, en moteles y en las casas de los hombres que los aguantaban de vez en cuando.

Bosch subrayó un largo párrafo en el que se describía una época concreta de la vida de Pell, a los ocho años de edad. El entrevistado describía al psicólogo un piso en el que había vivido durante lo que recordaba como el período más largo bajo un mismo techo. Su madre se había liado con un hombre llamado Johnny que la utilizaba sexualmente y hacía que le comprara las drogas. Era habitual que el niño se quedara bajo la custodia de Johnny cuando su madre salía a la calle a vender su cuerpo para conseguir drogas. En ocasiones pasaba días seguidos fuera de casa, y Johnny entonces se sentía irritado y frustrado. O bien dejaba al pequeño encerrado en un gran armario durante largos períodos o le propinaba unas palizas brutales, a menudo con un cinturón. El informe agregaba que Pell todavía conservaba las cicatrices en la espalda y las nalgas que confirmaban la historia. Las palizas ya eran horrorosas de por sí, pero a aquel hombre además le dio por abusar sexualmente del niño, al que obligaba a satisfacerlo oralmente y al que amenazaba con palizas todavía peores si se atrevía a contárselo a su madre o a cualquier otra persona.

La situación se aclaró algo después, cuando la madre abandonó a Johnny para siempre. Pero los horrores de la niñez de Pell tomaron una nueva dirección a los trece años de edad, cuando su madre sufrió una sobredosis en un hotel, mientras el pequeño estaba durmiendo a su lado. Pell fue puesto bajo la custodia del Departamento de Servicios Familiares y pasó por una sucesión de hogares de acogida. Pero Pell nunca se quedaba mucho tiempo en ninguno de ellos y optaba por fugarse a la primera oportunidad. Según explicó al psicólogo, llevaba viviendo por su cuenta desde los diecisiete años. Al ser preguntado si en algún momento había tenido algún trabajo, dijo que tan solo le habían pagado por prestar servicios sexuales a hombres de mayor edad.

La suya era una historia personal horrible, y Bosch sabía que en muchos puntos coincidía con la experimentada por muchos de los moradores de las calles y las prisiones: los traumas y las depravaciones conocidas en la niñez se manifestaban en la edad adulta, con frecuencia mediante comportamientos repetitivos. Era el misterio que Hannah Stone decía estar investigando de manera regular.

Bosch examinó los otros dos informes psicológicos y encontró sendas variantes de la misma historia, aunque los recuerdos que Pell tenía de las fechas y de las edades eran ligeramente distintos. Sin embargo, la historia era la misma en lo fundamental, y su naturaleza repetida podía ser tanto una muestra de desgana por parte de los psicólogos como de sinceridad por parte de Pell. Bosch adivinaba que en parte era lo uno y en parte era lo otro. Los psicólogos tan solo informaban de lo que habían oído o lo copiaban casi todo del informe previo. No habían tomado ninguna iniciativa para confirmar la historia de Pell ni tampoco para contactar con las personas que habían abusado de él.

Bosch sacó su cuaderno y escribió un resumen del episodio concerniente al hombre llamado Johnny. A esas alturas estaba seguro de que no se había dado un error en el manejo de las muestras. Estaba previsto que, por la mañana, Chu y él visitaran el laboratorio regional, y por lo menos Chu querría hacer aquella visita, aunque tan solo fuera para poder atestiguar en el futuro que habían investigado exhaustivamente todas las posibilidades.

Pero Bosch estaba seguro de que en el laboratorio no habían cometido un error. En ese momento sentía que la adrenalina empezaba a fluirle por la sangre. Sabía que pronto se convertiría en un torrente imparable y que iba a actuar dejándose guiar por él. Ahora también creía saber quién había asesinado a Lily Price.