A trescientos treinta y cinco metros de altura, en la punta de la corona con forma de platillo volante de la torre Stratosphere, la temperatura era de unos confortables diez grados menos que allá abajo, en el Strip. Al salir al aire libre, a la plataforma que servía de mirador, Stride sintió una desconcertante vibración bajo sus pies, mientras la torre se balanceaba a causa de las turbulencias del viento. Nunca le habían asustado las alturas, pero el hecho de encontrarse tan arriba, en lo que daba la sensación de ser una pasarela desprotegida, bastó para marearle.
«Súbete a la torre», le había dicho Cordy.
Serena le había contado una vez a Cordy que, cuando no podía dormir, a veces conducía hasta la Stratosphere y se pasaba horas contemplando la ciudad.
En las tres semanas que Stride había estado fuera, habían hablado de vez en cuando por teléfono, pero él aún se preguntaba si la química seguiría estando ahí cuando volvieran a verse. Le preocupaba que los pocos días que habían pasado juntos ya no significaran nada para ella.
Al contemplar la vista sobre Las Vegas, se preguntó si podría llegar a gustarle esa ciudad, tan distinta a todo lo que había conocido. Parecía difícil coger a una criatura de los bosques y soltarla en aquella jungla de neón. Pero tampoco estaba seguro de querer seguir viviendo en Duluth. Ya se había quedado allí más tiempo del suficiente y ésta era su oportunidad de romper con el pasado. Además, en la última semana había sabido que Maggie estaba embarazada, y su marido la había convencido para que entregase la placa. La perspectiva de hacer su trabajo sin ella le desagradaba.
Descubrió que podía caminar por el borde y mirar abajo sin sentir vértigo. Siguió la plataforma de su derecha, que le condujo a un recorrido que dominaba la mitad este de la ciudad, libre de la larga banda de relucientes casinos. Pero al dirigirse hacia el sur vio la hipnótica grandeza del Strip, sobresaliendo en el desierto como un rayo láser curvado. Al principio sólo vio una deslumbrante cinta de colores desprovista de detalles. Pero cuanto más se fijaba, más se daba cuenta de los matices, como el brillo esmeralda del MGM Grand o la superestructura de la faux Torre Eiffel del París. Se quedó tan absorto contemplando el paisaje que tardó un rato en darse cuenta de que no estaba solo.
Serena se encontraba a unos metros de distancia, observándole con una sonrisa. Llevaba unos vaqueros negros y un jersey de cuello de cisne blanco. No pudo evitar recordar que Rachel llevaba casi la misma ropa la noche en que desapareció. Con su cabello negro y su cuerpo atlético, Serena debía de tener un aspecto muy parecido al que tenía Rachel aquel día, en lo alto del puente del canal. Sintió cierta simpatía al comprender la facilidad con que Robin, Graeme, Kevin o cualquier otro podría haber sido seducido por Rachel. Serena, con su misma belleza, ejercía ese poder sobre él.
«¿Por quién haría un hombre cualquier cosa?», había preguntado Robin.
«Por una mujer».
Con delicada elegancia, se acercó a él, lo rodeó con sus brazos por la espalda y presionó suavemente su fresca mejilla contra su cara, caliente y sonrosada. Él extendió la mano y le acarició el cabello oscuro. Abrazarla le parecía lo más natural, como si llevasen años haciéndolo. Él no quería soltarse y, durante un buen rato, parecía como si no fuesen a hacerlo nunca. Podrían haberse quedado ahí para siempre, envueltos el uno en el otro, bajo la brisa nocturna. La química seguía existiendo, tan palpitante como al principio.
—Has vuelto —dijo ella con un dejo de sorpresa en la voz.
—Te dije que lo haría.
—Lo sé. Pero en esta ciudad las promesas no siempre significan gran cosa.
Él se apartó y la contempló, familiarizándose de nuevo con su rostro.
—Salías muy guapa en la tele —le dijo.
Serena sonrió.
—Eres un encanto.
Dos cadenas de Minneapolis habían enviado periodistas para realizar reportajes sobre la muerte de Rachel. Entrevistaron a Serena y a Cordy, grabaron algunas tomas dentro y fuera del club donde había trabajado Rachel e incluso en el espacio que había ocupado la caravana de Robin. Se habían llevado al desguace aquella chatarra destartalada y su inmundo contenido había sido quemado.
Las cadenas de televisión no tenían ninguna fotografía de Jerky Bob para mostrar. Stride había tenido que decirles que la única imagen conocida se había extraviado durante la investigación, así que le tocaba a Serena dar su descripción. Y lo hizo. Era un vagabundo llegado de ninguna parte. Había muchos de ellos en Las Vegas, la mayoría con enfermedades mentales, y éste había alimentado su obsesión hasta convertirla en algo violento. Rachel tuvo la mala suerte de ser la chica a la que él no quiso dejar marchar.
Ésta fue la historia que contó Serena, y se mantuvo fiel a ella.
—Han picado tu anzuelo, ¿sabes? —dijo Stride—. «Rachel asesinada por un mendigo». Eso rezaba el titular del periódico.
—Me gusta.
—Y qué más da que no sea verdad —murmuró él.
—Ya hemos hablado de esto —dijo Serena—. Tenías que protegerla.
Él depositó las manos sobre la protección que evitaba los saltos al vacío y que se extendía hacia abajo, sintiendo de nuevo el vértigo de las alturas. Serena se unió a él y le puso una mano en la espalda.
—¿Qué más podías hacer? —le preguntó.
—Lo sé. Pero siento haberte metido en todo esto. Te obligué a mentir.
—Fui yo quien tomó la decisión —le dijo Serena. Al ver que él iba a decir algo más, le puso un dedo sobre los labios—. Ya está hecho, Jonny. Fin de la historia.
—No exactamente —dijo él.
Respiró hondo y pensó en la manera de contarle el resto. Todavía se culpaba a sí mismo por no haber descubierto antes la verdad, aunque eso no hubiera cambiado las cosas. Los hechos eran los hechos.
Serena le observaba expectante.
—Aún está lo de la relación entre Rachel y Graeme —dijo—. Ocurrió algo que hizo de ellos dos enemigos encarnizados.
—Sabemos que tenían relaciones sexuales —dijo Serena—. Rachel quería parar y Graeme no. He pasado por eso, Jonny. Si la violó o si intentó hacerlo, eso basta para que una chica como Rachel quisiera vengarse.
—Sí, así es. Pero Graeme se vengó primero.
Graeme observaba temblar su mano mientras sostenía un vaso de brandy contra la luz. Se llevó la bebida a los labios y tomó un sorbo, con la esperanza de que el alcohol atemperase sus nervios. Las emanaciones llenaron sus fosas nasales y el líquido ardió en su seca garganta. Removió el licor en el vaso y bebió otro trago. Pero el temblor de sus dedos se negaba a disminuir. Sentía cómo el deseo crecía en su interior.
Emily se encontraba en un retiro de la parroquia en Saint Paul. Rachel estaba en su cuarto, esperando, y sabía que él vendría. Graeme dejó el brandy y se deslizó escaleras arriba y luego a lo largo del pasillo, hasta llegar a la puerta del dormitorio de la chica. Avanzaba a hurtadillas, midiendo cada paso sobre la moqueta para evitar cualquier crujido que pudiera alarmarla. Por debajo de la puerta se veía una luz. Imaginó a Rachel en la cama, contemplando el techo con la cabeza en la almohada. Pensando en las veces que habían hecho el amor.
Le dio la vuelta al tirador silenciosamente y empujó. Estaba cerrado con llave.
—Rachel —llamó, con el volumen imprescindible para que ella lo oyese—. Ya sabes cuánto te necesito.
Nada. Ella le escuchaba sin decir una palabra.
—Estamos hechos el uno para el otro, Rachel —le dijo—. No puedes huir de algo así. Somos como las dos caras de la misma moneda.
Sabía que ella estaba allí. Su silencio persistente comenzó a debilitar su control. Se encontró abriendo y cerrando el puño y respirando violentamente.
—Abre la puerta, Rachel —insistió con la voz temblorosa—. Te prometo que no te haré daño, pero necesito hablar contigo.
Su promesa era una mentira y ambos lo sabían. Si ella abría la puerta, no sería capaz de controlarse a sí mismo. Necesitaba tocarla y estar dentro de ella, costara lo que costara. La idea de su cuerpo desnudo le hizo sudar y estremecerse de deseo.
—¡Rachel! —gritó, en un tono que delataba ira. Golpeó la puerta con el puño, incapaz de contenerse—. ¡Te necesito!
Se lanzó con el hombro contra la puerta con un ruido sordo y vibrante. Pretendía echarla abajo para poder entrar. Pero esa vieja casa era sólida y la puerta de roble no cedió.
—¡Déjame entrar! —chilló.
Apoyó la mejilla en la puerta y escuchó. La voz de Rachel, cuando llegó, sonaba tan cerca que se sobresaltó. Estaba justo al otro lado de la puerta: sólo les separaban un par de centímetros de pesada madera.
—Puedes entrar si quieres, Graeme —dijo Rachel. Su voz era dulce como la miel, sin el menor rastro de emoción ni de resentimiento—. Si necesitas violarme, puedes hacerlo.
—No, no lo haré —murmuró él.
—No pasa nada, Graeme. Lo comprendo, tienes tus necesidades.
—Sí —le dijo él—. Sí, te necesito tanto… Quiero que todo vuelva a ser como antes.
—Y yo te estoy diciendo que puedes poseerme.
Él apenas se atrevía a respirar. La sola idea de hacerle otra vez el amor podía más que él.
—¿Me vas a dejar entrar?
—Sí. Pero quiero que sepas lo que ocurrirá después.
Había algo en el tono de voz de Rachel que lo inquietó hasta ponerle la carne de gallina.
—Si entras aquí y vuelves a tocarme, voy a coger un cuchillo de carnicero y voy a cortarte los huevos. ¿Está claro? Y luego voy a cortarte la polla. Es una promesa. ¿Me estás escuchando? ¿Lo has entendido? No dormirás ni una noche más en esta casa sin preguntarte cuándo voy a desmembrarte. Y no pienses siquiera en la posibilidad de que te vuelvan a pegar tu querida cosita. Porque cuando te la haya cortado, la tiraré por el váter, que es donde debe estar.
Graeme se cayó de rodillas, aterrorizado. Las náuseas le revolvían el estómago.
—¿Me crees, Graeme? —preguntó Rachel—. ¿Crees que lo haré?
Él intentó hablar, pero las palabras se le atragantaron.
—No te oigo, Graeme.
—¡Sí, sí, te creo!
Y la creía.
—Entonces, dime, ¿todavía quieres entrar? —preguntó Rachel.
Graeme huyó sin responder. Nunca se había sentido tan derrotado. Una vez más, ella le había demostrado quién dominaba la situación. Volvió escaleras abajo y se paseó por el estudio, a la deriva. El problema era que continuaba estando excitado. Su miembro estaba tan duro como una roca y su deseo era tan fuerte que tenía ganas de subir otra vez y follársela de todos modos, aun conociendo las consecuencias. Pero sabía que Rachel no mentía, que pensaba hacer exactamente lo que había prometido.
Se sintió arrastrado al fondo de algo desagradable y familiar, como una estrella atrapada por la inexorable gravedad de un agujero negro. Se dijo a sí mismo que quería liberarse, pero lo cierto era que lo necesitaba, lo deseaba hasta tal punto que hubiera hecho cualquier cosa. Intentó mantener la calma, pero empezó a temblar de nuevo; el sudor se le pegaba en las axilas y en la piel formando una húmeda película. Sintió que algo se agitaba en su alma, que se abría una puerta y se despertaba una presencia tenebrosa.
«Por favor, no», le suplicó a su monstruo interior.
Pero éste no le escuchaba. Jugaba con él como un niño con una muñeca, moviéndole las extremidades y diciéndole lo que tenía que hacer.
«Es culpa tuya, Rachel».
—Vamos —retumbó la voz, que no parecía la de un monstruo sino la suya propia.
Era tan… inmoral.
Graeme se apoderó de las llaves y salió por la puerta principal. El aire era débil. Cualquier otra noche de agosto no habría oscurecido tan temprano, pero la capa de nubes acumuladas en lo alto oscurecía prácticamente por completo la parte occidental del cielo. El viento cambiante empezó a azotar las ramas de los robles con furia.
Estaba a punto de llegar al garaje cuando vio que el camino estaba bloqueado. Rachel había aparcado frente a las dos puertas dejando su monovolumen atrapado en el interior. Graeme lanzó una maldición y miró hacia arriba, donde estaba su dormitorio. Y entonces la vio ahí, de pie, observándole con una sonrisa glacial. Su sola visión le aceleró el pulso. Pero torció el gesto mientras tensaba los músculos de la cara y le dio un golpe al guardabarros trasero, lo bastante fuerte para abollarlo; sus ojos eran como dos feroces puntos negros.
Se quedó inmóvil, mientras pensaba frenéticamente. Las gotas de lluvia comenzaron a dejar manchas oscuras en su ropa. De repente tuvo una idea y aquel pensamiento le hizo sonreír en dirección a la ventana de Rachel. Ésta frunció el ceño, leyendo su mente.
Volvió a entrar en la casa como un vendaval y subió las escaleras a toda prisa y jadeando. Cuando llegó a su habitación, desvalijó el armario de Emily, arrojando joyeros y cosméticos al suelo. Metió la mano hasta el fondo de los cajones, tanteando el revoltijo de objetos. Al fin, oyó un sonido metálico cuando sus dedos dieron con ellas y las sacó con una excitación cada vez mayor: las viejas llaves de repuesto de Emily.
Se aferró a ellas y salió corriendo, cerrando la puerta de golpe detrás de él. Miró otra vez la ventana de Rachel, pero ella ya no estaba. Una vez en el coche, buscó torpemente la llave. La lluvia le volvía los dedos resbaladizos y se le cayeron en el camino de entrada. Se agachó, rescató el llavero e introdujo una llave en la cerradura. Le dio la vuelta. La puerta del coche se abrió.
Nervioso, Graeme miró a su alrededor. Estaba solo.
«Conduce —gruñó el monstruo—. Sal a cazar».
Agarró el volante con tanta fuerza que éste se volvió pegajoso por el sudor de sus palmas. Una molesta lluvia caía sobre el parabrisas, produciendo una neblina que las escobillas parecían incapaces de eliminar. Fue en busca de carreteras secundarias. Su necesidad se hizo aún más imperiosa dentro del coche, donde el olor de Rachel lo impregnaba todo. Era como si estuviera sentada junto a él, provocándole con sus fríos ojos verdes. El recuerdo del sexo con ella era tan intenso que aún podía sentir sus dedos recorriéndole la piel.
«A cazar».
Subió la colina hacia el oeste, más allá de Lakeside. A medida que ascendía dejó atrás rápidamente las zonas más habitadas. Al cabo de ocho kilómetros se encontró conduciendo a través de un área desierta, limitada a ambos lados por hileras de abedules. Ahora llovía a cántaros y había oscurecido por completo, lo que le obligó a aminorar y forzar la vista para ver algo a la luz de los faros.
Iba pegado al arcén de la derecha. En el último segundo se dio cuenta de que, entre las sombras de los árboles, se podía distinguir a una chica que corría delante de él. Frenó y giró bruscamente para esquivarla; al ver el coche, ella se lanzó a un lado con el miedo reflejado en los ojos.
Graeme consiguió parar a tiempo, aunque no detuvo el motor. Enseguida dio marcha atrás y encontró a la chica levantándose y sacudiéndose la suciedad y el barro. Resultaba difícil distinguir sus rasgos en la oscuridad, pero parecía de la misma edad que Rachel, con el largo cabello castaño recogido en una cola de caballo. Tenía un cuerpo atlético y llevaba unos pantalones cortos y una ajustada camiseta de deporte.
—Lo siento mucho —dijo Graeme—. ¿Estás bien?
La muchacha dio unos pasos, apoyándose sobre un pie.
—Sí, estoy bien. Seguramente sólo se trate de un esguince.
Sus ojos se adaptaron lo suficiente para distinguirla con más claridad. Era joven y muy atractiva, y parecía deliciosamente vulnerable al sostenerse con cuidado sobre el pie ileso. Algunos mechones de pelo se le habían soltado de la coleta y llevaba la ropa y la piel empapadas de lluvia.
—Vamos, déjame llevarte a casa —dijo Graeme, tendiéndole un brazo para ayudarla a caminar.
Sonrió para darle seguridad, mientras se odiaba a sí mismo por lo que iba a hacer. «No soy yo. Es el monstruo. Hay una gran diferencia».
Ella le cogió el brazo y recobró el equilibrio. Graeme era consciente de su tacto. Su cuerpo estaba lo bastante cerca como para envolverlo en un aroma a lluvia y sudor. Abrió la puerta de atrás y echó un rápido vistazo a ambos lados de la carretera desierta.
—¿Por qué no te sientas detrás? Así podrás tener el pie levantado —le sugirió.
La muchacha entró deprisa. Él se inclinó para observarla mientras se acomodaba. La luz del techo la iluminaba, sentada con la cabeza apoyada en la ventana opuesta. Su rostro húmedo conservaba un brillo rosado debido al ejercicio. Tenía los ojos brillantes. Extendió la pierna derecha en el asiento y dejó la otra colgando sobre el suelo del coche. Él vio sus muslos fibrosos y siguió el trazo de la lycra allí donde formaba una V al juntarse en su entrepierna. Su pecho subía y bajaba siguiendo el ritmo de su pesada respiración y él observó cómo se le hinchaban los senos. Ella sonrió tímidamente.
—Estoy mojando los asientos —dijo la chica.
—No pasa nada —replicó Graeme.
Dejó que el instante se prolongara un poco más, hasta que la sonrisa de la chica derivó en una risa nerviosa. Un rastro de incertidumbre asomó a su mirada. De repente, él notó que ella podía ver a través de él y reconocer sus intenciones.
Graeme cerró la puerta y se subió al asiento delantero. Miró hacia atrás y le ofreció una encantadora sonrisa.
—Tengo que parar en un sitio y luego volveremos a la ciudad, ¿de acuerdo?
—¡Oh! De acuerdo.
La chica se mordió el labio inferior. Él podía ver cómo su mente empezaba a formular preguntas, así como el primer atisbo de temor.
«Tranquilízala».
—Me llamo Graeme —dijo—. ¿Y tú?
—Kerry —dijo la chica mientras se escurría los cabellos mojados—. Kerry McGrath.
Serena tenía la mirada perdida en algún lugar, más allá de la ciudad. Él sabía que era a Graeme a quien estaba visualizando. Haciendo la ronda por las carreteras secundarias, cazando como un tigre. Graeme, abalanzándose sobre una muchacha inocente cuyo único pecado era hacer jogging en el momento y en el lugar equivocados.
—¿Estás seguro? —preguntó.
Stride exhaló un hondo suspiró y asintió.
—Graeme mató a Kerry. Y Rachel lo sabía. Ahí empezó todo.
—Pero después de que desapareciera Rachel, tu equipo examinó el monovolumen de Graeme con un microscopio. Resulta difícil creer que no dejase ningún rastro.
—Lo hizo —dijo Stride—. Sólo que buscábamos en el lugar equivocado.
Serena frunció el ceño, confundida. Luego dio un bufido, disgustada, al encajar las piezas.
—Ese hijo de puta. Utilizó el coche de Rachel.
—Exacto —dijo Stride—. Era eso lo que no supimos ver desde el principio. Recuerdo estar escuchando la declaración de Graeme en el juicio y pensar que algo se me pasaba por alto. Lo tenía justo delante de mis narices y nunca lo relacioné. Tanto Kevin como Emily declararon que Graeme le había comprado un coche nuevo a Rachel para reemplazar el trasto que había heredado de su madre. Debería haberme fijado en la sucesión de los hechos: el Volkswagen rojo, comprado casi inmediatamente después de la desaparición de Kerry. ¿Y cómo lo llamaba Rachel? El Bicho Sangriento. Sí señor, ella lo sabía. Y se lo iba a hacer pagar… a su manera.
—¿Habéis encontrado el coche? —preguntó Serena.
—Sí. Localizamos a los nuevos propietarios en Minneapolis. Encontramos cabellos y microscópicos rastros de sangre en el asiento de atrás que correspondían a Kerry. Y semen que correspondía a Graeme. Se lo comuniqué a los McGrath. Se alegraron de saber que, aunque de un modo extraño, ya se había hecho justicia. Al menos, ahora saben que el asesino de Kerry no salió impune.
—¿Hubo alguna otra? —preguntó Serena.
—Ya sabes cómo es esto: estos tíos no suelen hacerlo una sola vez. Estamos buscando a otras adolescentes desaparecidas que pudieran estar relacionadas con Graeme.
Serena se envolvió a sí misma con los brazos y se estremeció, pero cuando Stride la miró, vio que no tenía frío. Se frotaba los brazos desnudos, como si intentara eliminar una mancha.
—No estoy muy segura de que haya una gran diferencia entre Rachel y yo —dijo—. Yo también sufrí abusos. Y deseé vengarme.
—Rachel no era inocente —le recordó Stride—. Jugaba a un juego peligroso.
—No la juzgues tan duramente, Jonny. Nunca sabes lo que harás hasta que no te encuentras a solas con tu monstruo. —Volvió a temblar y miró por encima del hombro—. Siento una presencia.
—Yo no creo en los fantasmas —dijo Stride.
¿O sí creía?
Por lo que él sabía, estaban rodeados de fantasmas, que empujaban para ponerse en primera fila en la estrecha plataforma. Había espíritus buenos, como Cindy, que le susurraba que había hecho lo correcto al enamorarse de Serena, y espíritus en el limbo, como Rachel, que sonreía con sombría ironía ante los profundos cambios que había provocado en su vida. Y tal vez hubiera también espíritus maléficos, como Graeme, que le ponía a Serena la carne de gallina y conseguía asustarla tanto como cuando era una niña y estaba a solas con su propio monstruo.
Stride le levantó la barbilla para mirarla a los ojos, verdes y tiernos. Con el reverso de la mano, le acarició la suave piel de la mejilla. Intentaba ser fuerte para ella, ser el hombre que disipara sus pesadillas, alguien junto a quien ella pudiera andar, o apoyarse, según eligiera. Mientras se miraban el uno al otro, el rostro de Serena se suavizó y su miedo se disipó. En aquel momento, él supo que estaban solos en el techo del mundo, sin más espíritus que el que los unía.
—No hay ningún fantasma —le volvió a decir él con firmeza, deseoso de que le creyera.
Los labios de Serena dibujaron una sonrisa.
—No tengo ningún derecho a pedírtelo —dijo—, pero me encantaría que pudieras quedarte un tiempo.
—Yo también estaba considerando esa posibilidad.
Ella se acercó y lo besó apasionadamente. Debajo de ellos, la ciudad resplandecía.
—Bienvenido a Las Vegas, cariño —murmuró.