Capítulo 50

Encontró a Andrea encerrada en su despacho del segundo piso, corrigiendo trabajos y sumida en el silencio sepulcral de la escuela. La puerta estaba abierta. Tenía la cabeza gacha y estaba totalmente absorta, de modo que no oyó sus pasos en la escalera.

No pudo evitar pensar en la primera vez que la vio. En lo heridos que se sentían por entonces: dos seres que de repente se encuentran solos después de planificar su vida junto a otra persona. Él había creído poder curar la herida de ella. Pero su amargura no parecía menguar, por mucho tiempo que pasaran juntos, ni siquiera después de precipitarse hacia el matrimonio. Habían cometido un error. Pero él nunca imaginó lo costosa que podía llegar a ser esa equivocación.

—Hola, Andrea —dijo.

Levantó la mirada de los papeles de su mesa. Él no estaba seguro de lo que esperaba ver en aquellos ojos: miedo, tal vez, o ira, o tristeza. Pero en lugar de eso, no vio casi nada, como si en aquel tiempo tan breve se hubiera convertido en una extraña para él.

—Bienvenido a casa —dijo Andrea sin alterarse—. No esperaba verte tan pronto.

Parecía más vieja, aunque tal vez fuese por la ausencia de maquillaje. Se había puesto una sudadera gris que tenía desde hacía años. Llevaba el cabello rubio peinado hacia atrás y unas gafas para ver de cerca que sostenía en el extremo de la nariz.

—¿Lo has descubierto? —preguntó Andrea con un tono cada vez más frío—. ¿Ha valido la pena?

Stride sintió cómo lo culpaba, como si fuese él el responsable.

Entró en el despacho y se sentó pesadamente en la silla de madera que había al otro lado de la mesa. Odiaba tener que decírselo.

—Está muerto, Andrea.

Ella contuvo la respiración y se apartó bruscamente de la mesa. Se quitó las gafas y mostró sus ojos aterrorizados. Esperó a que él lo dijera. Stride asintió.

—Robin.

Casi deseaba que le mintiera, que pusiera cara de sorpresa al saber que Robin, su ex marido, era el amante de Rachel. Pero no estaba sorprendida. Andrea cerró los ojos.

—Estúpido bastardo —murmuró—. ¿Cómo ha ocurrido?

Stride le explicó por encima lo que había pasado en la caravana. Andrea no se vino abajo. Una sola lágrima se abrió camino por su rostro, dejando la huella de su paso. La dejó llorar en silencio unos segundos, antes de dejarse dominar por la ira.

—Tú lo sabías —dijo—. Maldita sea, lo sabías y no me lo dijiste. Me dejaste ir allí, sabiendo lo que me iba a encontrar.

—Te advertí que no lo hicieras —replicó Andrea, secándose la mejilla—. Fuiste tú quien no quiso dejarlo correr.

—¡Porque es mi trabajo! —dijo Stride. Se levantó, se paseó de un lado a otro y cerró de golpe la puerta del despacho. Luego volvió a enfrentarse a ella—. ¿Cuánto hace? ¿Cuánto hace que lo sabes? ¿Ya lo sabías entonces? Estábamos avanzando en círculos, y tú sabías que Robin había huido con Rachel.

—¡No, no lo sabía! —insistió Andrea—. Me dejó meses antes de que Rachel desapareciera. ¿No te das cuenta? Así es como lo quiso ella, marcharse sin dejar ninguna conexión. Todo fue obra suya, formaba parte de su plan. Le dijo que volviera a buscarla en otoño.

—Entonces, ¿cuándo lo descubriste? ¿Y cómo?

Andrea bajó la mirada hacia su mesa.

—Me mandó una carta el mes pasado.

—¿Y te habló de Rachel?

—¿Me tomas el pelo? —Torció el rostro como si hubiera mordido algo asqueroso—. Sólo hablaba de Rachel, Rachel, Rachel. Cómo lo había seducido, cómo se deshizo de él. El muy patético estaba obsesionado.

—¿Dónde está la carta?

Andrea vaciló.

—La quemé.

—¿Por qué? —preguntó Stride—. ¿Por qué ibas a hacer tal cosa?

Sospechaba que, si abría el cajón de su mesa, la encontraría allí.

—No lo sé, lo hice y ya está. Quería borrarlo todo. Olvidar lo que me hizo.

Stride sacudió la cabeza.

—Me estás mintiendo. No me mientas. ¿Que Robin estaba obsesionado? Dios mío, ¿y qué me dices de ti? Te dejó tirada por una de diecisiete años y todavía le amas. —Ella no lo negó. Se limitó a apretar la mandíbula en un gesto de amenaza—. Cuéntamelo, Andrea —insistió Stride—. Te escribe una carta y su aventura se te clava dentro como un cristal roto. ¿Y qué haces tú? Corres hacia él. Te arrastras hasta Las Vegas e intentas que vuelva.

Stride podía ver su miedo.

—No es cierto —comenzó a decir.

Stride la cortó.

—No me insultes. ¿Crees que soy idiota? Primero me ruegas que no me vaya. Y cuando me voy, me encuentro a tu ex marido bebiendo hasta morir en una caravana. Sé que fuiste en avión desde casa de tu hermana en Miami hasta Las Vegas el fin de semana pasado.

—No es lo que piensas —le dijo Andrea—. Yo no quería que volviera. Pero tenía miedo. En su carta hablaba de suicidarse, no podía quedarme aquí sin hacer nada. Por eso fui, para hablar con él.

—Eso no me importa —la interrumpió—. No se trata de Robin y tú. —El silencio repentino que se hizo entre ellos estaba cargado de angustia—. Quiero saber lo que ocurrió entre Rachel y tú —dijo Stride.

La observó como a una sospechosa, estudiando el más mínimo movimiento de sus músculos faciales. Y vio lo que esperaba ver.

Culpable.

—Quiero saber por qué la mataste.

Andrea estaba tranquila.

—¿Necesito un abogado?

—¿Crees que voy a entregarte? No me conoces en absoluto. En lo que concierne a la policía de Las Vegas, un vagabundo llamado Jerky Bob mató a Rachel. Caso cerrado.

—¿Y cómo sabes que no fue así?

Stride suspiró asqueado.

—Por favor, Andrea, basta de juegos. Robin se habría matado a sí mismo antes de matar a Rachel. Ambos lo sabemos. Y dejaste tu rastro a un kilómetro y medio de distancia: localicé el coche que alquilaste. Había sangre y un cabello en el maletero en el que trasladaste el cuerpo de Rachel al desierto.

—Quería que la viera —dijo con gran amargura—. Si tanto la quería, pues que se la quedara.

—Cuéntamelo —dijo Stride—. Necesito la verdad.

Andrea asintió. Nerviosa, se recogió un mechón de cabello detrás de la oreja y se mordió el labio.

—Yo no pretendía que ocurriera esto.

Se levantó y salió de detrás de la mesa. Se quedó de pie cerca de Stride, pero no le miró, sino que fijó la vista en las fotos que había colgadas en la pared. De Stride y ella. De Robin y ella. Aún las mantenía allí.

Él notó el olor a tabaco y supo que volvía a fumar.

—Esa carta casi me destrozó, Jon —dijo—. Sabía que tú y yo teníamos problemas e intentaba asimilarlo. O no. Y entonces, al recibir la carta de Robin y descubrir lo que había ocurrido en realidad… Tenía que verle, eso es todo. No fui allí para verla a ella, por el amor de Dios, ni siquiera se me pasó por la cabeza. Fui a verle a él. —Se volvió hacia Stride—. Tú estuviste ahí, viste cómo estaba. No podía creerlo. No podía creer lo que ella le había hecho.

—Se lo hizo él mismo —dijo Stride.

—No, no fue culpa suya. Robin siempre fue débil. Yo lo sabía. Y Rachel también. Lo utilizó. Él me contó que ella leía sus poesías y le decía que era un genio. Que le hizo creer que estaban hechos el uno para el otro. Pero no era más que otra mentira y él se lo tragó todo. Una vez muerto Graeme, ya no quiso saber nada más de él. Simplemente, le echó de su vida. Ya no le necesitaba. Fue como arrancarle el corazón. Comenzó a beber y a caer en picado. Ya no le quedaba nada por lo que vivir.

—Háblame de Rachel —se empeñó él.

—De acuerdo. Lo más absurdo es que nunca pensé en ir a verla. Robin me dijo dónde trabajaba, pero no me importaba. Yo no estaba allí por ella. Robin y yo estuvimos hablando durante un par de horas, si a eso se le puede llamar hablar. Estaba demasiado ido. No pude soportarlo más.

—Así que fuiste a enfrentarte con Rachel.

—No, no ocurrió así. Yo iba camino del aeropuerto para volver a casa, pero no dejaba de pensar en Rachel y en lo que nos había hecho. En lo que me había hecho a mí. No es que decidiera ir allí conscientemente. Pero en algún momento durante el trayecto, me di cuenta de que no me dirigía al aeropuerto. Acabé en el club. Sólo quería verla, ver qué aspecto tenía. Mirarla a los ojos. Cuando salió al escenario, me llevó unos segundos, pero entonces lo supe; supe que era ella. Y era tal como la había descrito Robin. Preciosa. Y fría como el hielo.

»Fue entonces cuando comprendí que no me bastaba con verla. Necesitaba que ella me mirase y admitiera lo que había hecho, así que esperé en el aparcamiento y la seguí. Cuando llegué a su apartamento, casi no pude continuar. ¿Qué le dices a alguien a quien no conoces y que ha arruinado tu vida? Pensé en Robin, echándose a perder en aquella caravana, y en cómo habían sido nuestras vidas, y volví a enfurecerme.

—¿Te reconoció? —preguntó Stride.

—Oh, sí. Enseguida. Y se rió. Dijo que, si había ido allí para llevarme a Robin, ya me lo podía quedar. Y lo sabía todo sobre la investigación. Sobre ti y sobre mí. Pensaba que era gracioso: «A ti te he conseguido un marido y a él un asesino». Eso es lo que dijo, que deberíamos darle las gracias.

Andrea comenzó a desmoronarse.

—No sé lo que… es decir, nada iba como yo quería. No mostró ningún arrepentimiento ni siquiera vergüenza. Me miraba fijamente con aquellos horribles ojos verdes como se mira a un insecto. A algo con lo que puedes jugar antes de darle un manotazo.

Stride vio que a Andrea le temblaban las manos. No estaba seguro de hasta dónde podía presionarla sin hacer que perdiera el control.

—¿Qué más dijo? —le preguntó.

—Mintió —replicó Andrea, apretando los puños—. Lo único que hacía era mentir.

—¿Mentir sobre qué?

—¡Sobre todo! Le dije que no tenía derecho a separarnos. Robin me quería. —Sus ojos se convirtieron en dos rendijas, como los de un reptil—. ¿Y sabes lo que dijo? Dijo que Robin me hubiera pedido el divorcio de todas formas. Que había sido jodidamente fácil seducirle, porque apenas se le levantaba conmigo en la cama. Que hacer el amor conmigo era como tirarse a un cadáver. Que no podía quedarme preñada porque no había nada vivo entre mis piernas.

—Hija de puta —murmuró Stride.

—Entonces lo supe. No estaba mintiendo. Todo era verdad. Yo era la única que se había estado engañando. Sobre Robin, sobre mí misma… Así que ahí estaba, con toda esa rabia bullendo en mi interior como nunca lo había hecho antes, mientras ella se limitaba a mirarme con una sonrisita. Como si mi vida fuese un chiste para ella. Como si todo lo que me había arrebatado no significase nada.

—¿Qué hiciste? —preguntó Stride, más tranquilo.

—Había un jarrón en la estantería. Lo agarré y lo sostuve en el aire. Quería destrozarlo, quería ver trocitos de cristal volando por todo el apartamento. Pero no lo solté. Me aferré a él y golpeé. Tenía los ojos cerrados. Ni siquiera sabía lo que había hecho. Pero había golpeado algo con él y luego escuché un ruido fuerte, de algo que se caía…

Stride había oído esas historias demasiadas veces en boca de personas arrestadas, de acusados que suplicaban clemencia. Tenía el corazón endurecido ante ese tipo de confesiones, pero no ante ésta.

—Estaba muerta. No podía creerlo, pero estaba muerta. La había matado.

—Rachel lleva muerta mucho tiempo —murmuró él.

Andrea le miró con ojos suplicantes.

—No esperaba que te vieras arrastrado en esto otra vez, Jon. Tienes que creerlo. Nunca pensé que nadie me relacionaría con Rachel.

Stride sabía que no existía un término medio: si estuvieran en un tribunal, la declararían culpable. Pero Andrea no era enteramente responsable de lo sucedido, ni tampoco Robin. También él debía asumir su parte de culpa. Quizá por eso sabía que nunca podría revelar el secreto. ¿A quién beneficiaría?

—¿Y ahora qué? —preguntó Andrea.

Sí, él se preguntaba lo mismo.

—Ahora, los dos tendremos que vivir con ello.

—Sé lo difícil que esto resulta para ti —susurró ella—. Ignorarlo.

—Lo cierto es que no me resulta difícil en absoluto. Supongo que eso debería darme que pensar.

Estaba ansioso por marcharse, por decir adiós, por quedarse a solas con su propia culpa. Pero sabía que necesitaba decirle algo a ella, darle algo a lo que agarrarse. Para que el pasado no fuese una absoluta mentira.

—Robin sabía que tú mataste a Rachel —le dijo al darse la vuelta para marcharse—. Asumió la carga. Quería que le culpásemos a él. Y fue por ti, Andrea. Lo hizo por ti.

Stride se dio cuenta de que no tenía adónde ir. Era un sin techo en su propia ciudad.

Acabó en el puente del canal, allí donde Rachel se había subido en su última noche en la ciudad. Antes de irse a casa y preparar las pruebas en el coche de Graeme. Antes de robar las zapatillas de Graeme. Antes de encontrarse con Robin, que la esperaba en un callejón, y llevarlo al establo para ejecutar su representación.

Perseguirla por la pradera, rasgarle la ropa, hacerle algunos cortes. Sangre, tela, pistas.

«Fui como un títere en sus manos», pensó.

Se quedó contemplando las aguas oscuras, que aquella noche apenas se agitaban bajo la fresca brisa del lago. Agarró la barandilla con ambas manos y se imaginó a Rachel haciendo equilibrios en aquel mismo lugar. Si una ráfaga de viento la hubiera lanzado a las frías aguas aquella noche, la vida de Stride ahora sería muy distinta. Mejor o peor, eso no lo sabía.

Al menos, conocía los secretos de Rachel. Excepto uno: seguía sin saber el porqué, el porqué de todo ese juego. El porqué de la cruenta guerra entre Graeme y Rachel. Le sorprendía que Rachel no hubiera proporcionado una clave, habiendo dejado un rastro de migas de pan para todo lo demás. A menos que la críptica postal fuese el mensaje que le había querido mandar. «Merecía estar muerto».

Stride se volvió y se apoyó contra la barandilla, mientras observaba las idas y venidas de los coches entre el Point y la ciudad. Reconstruyó la sucesión de acontecimientos en su cabeza, ahora que sabía que Robin era el eslabón perdido. Se imaginó a Rachel sentada en la clase de Robin en septiembre, tramando su plan.

«A ti te he conseguido un marido y a él un asesino».

Se estaba acercando a algo. Podía sentir cómo se iba aclarando su confusión mental, como la niebla sobre el lago.

Stride oyó el rechinar de unos neumáticos deslizándose sobre la cubierta de acero del puente. Se sobresaltó al ver un Volkswagen rojo acercándose a toda velocidad desde el Point, con una muchacha de largos cabellos oscuros al volante. Le sonrió al pasar rugiendo por delante de él. Se le ocurrió la alocada idea de que tal vez fuese Rachel. Aun sabiendo que estaba muerta, pensó que había encontrado el modo de perseguirle.

Pero no era Rachel. No, era…

… el Bicho Sangriento.

De repente, Stride pudo ver a través de la niebla. Y lo comprendió. Rachel le había estado enviando un mensaje desde el principio.