Stride se encontraba en una carretera que lindaba con el bosque. Era otra vez el sueño de la persecución, en el que corría tras una chica a la que no podía alcanzar. Pero esta vez, después de perseguirla a lo largo del camino atraído por su risa, la encontró. Encontró a Rachel en mitad de un claro, tumbada sobre el charco carmesí de su propia sangre. A su alrededor, mirando el cuerpo, estaban Cindy, Andrea y Serena. Todas tenían las manos manchadas de rojo.
—¿Quién ha sido? —gritó.
Las tres mujeres, una tras otra, levantaron un dedo y le señalaron a él. Entonces se despertó.
Serena estaba a su lado, leyendo la revista de la compañía aérea, y lo miró:
—¿Una pesadilla?
—Más o menos. ¿Cómo lo sabes?
—Gritabas el nombre de Rachel.
Stride se rió. Se pasó las manos por la cara y el cabello, intentando quitarse de encima el desasosiego del despertar.
—¿De veras?
—No, era una broma. Pero parecías encontrarte en algún lugar en el que no querías estar.
Se acercó a ella y la besó.
—Estoy exactamente donde quiero estar.
Stride notó que el avión descendía. Estiró el cuello para mirar por la ventanilla, pero desde sus asientos no se veía la ciudad. Tan sólo vislumbró un brillante resplandor, que indicaba la existencia de una enorme fuente de luz en algún lugar cercano. Al tocar tierra, vio poco más que las luces de la pista de aterrizaje. Sin embargo, cuando el avión dio la vuelta en dirección a la terminal, tuvo una visión fugaz de una reluciente torre de oro, que se doblaba hacia él como un bumerán.
—Eso es Mandala Bay. Increíble, ¿eh?
Al salir del avión y dirigirse a la puerta, Stride se detuvo, abrumado por la avalancha de neones de colores que brillaban por todas partes. No pudo evitar sonreír al pensar en Serena cuando llegó al apacible aeropuerto de Duluth y comparó aquella terminal con el espectáculo que era la de Las Vegas. Parecía otro mundo.
En la zona de recogida de equipajes, se dio cuenta de que un hombre se destacaba de la multitud y se acercaba a ellos. Serena le dio un breve abrazo.
—Jonathan Stride, éste es Cordy Ángel, mi compañero.
Stride le estrechó la mano.
—Ha sido un gran logro relacionar el cadáver con ese tipo.
—Soy un detective extraordinario —dijo Cordy, guiñando un ojo.
—Un cabrón con suerte, diría yo —respondió Serena.
Cordy se volvió hacia ella.
—Tenemos la caravana vigilada. A primera hora de la tarde, el tío ha salido y se ha ido a la tienda de licores para proveerse de más ginebra. Luego ha vuelto a casa y no se ha movido desde entonces.
Serena frunció el ceño.
—Mierda, eso significa que seguramente mañana no se enterará de nada. Quería que al menos tuviera un pie en la tierra.
—No creo que pase allí mucho tiempo.
—En fin, siempre podemos quitarle la borrachera en comisaría —dijo Serena—. ¿Y la orden? ¿La has conseguido?
Cordy asintió.
—Podemos entrar y poner aquello patas arriba. Pero ya he estado allí y no pienso volver a meterme en aquel infierno de caravana.
Stride les interrumpió.
—¿Has descubierto algo más sobre el pasado de ese tipo respecto a Rachel? O supongo que debería decir Christi.
Cordy se atusó el cabello negro y brillante.
—Nada. Su supuesta tienda no tiene licencia. Lavender sólo le vio una vez y dice que Christi no hablaba con él. Es uno de esos personajes que van dando tumbos por Las Vegas, llegados de ninguna parte y sin ningún destino.
—Bueno, de algún lugar debió de venir para pescar a una chica como Christi —dijo Serena—. Lo primero que haremos mañana será presentarnos allí con todo el equipo. ¿Puedes dejarnos en mi casa?
Cordy enarcó una ceja.
—Como quieras.
Stride eludió su mirada a propósito, lo que Cordy probablemente interpretó como la admisión de su culpabilidad.
—¿Has estado alguna vez en Las Vegas? —le preguntó.
Stride negó con la cabeza.
—Ésta es la primera.
—Así que eres virgen —dijo Cordy, riendo entre dientes.
Stride estaba sentado en la parte de atrás del PT Cruiser de Cordy y miraba por la ventanilla, observando con avidez el desfile de gigantescos casinos a ambos lados de Las Vegas Boulevard. Cordy no quería coger el Strip, pero Serena insistió para que Stride le echara un vistazo a la ciudad. Se encontraban atrapados en el espeso tráfico de un sábado por la noche y se arrastraban poco a poco entre el Tropicana y el Flamingo. A su izquierda, le indicó Serena, estaba el Monte Carlo. A su derecha, el Aladdin. Más adelante estaba el Bellagio, luego el París y el Bally’s. Las dimensiones de cada edificio eran abrumadoras.
No podía creer el calor que hacía. Al salir del aeropuerto, le había golpeado el rostro como un látigo de fuego, succionando el oxígeno de sus pulmones. Aunque era de noche, la temperatura seguía rondando los treinta grados. Cada vez que respiraba notaba el polvo del desierto en la boca. Afortunadamente, Cordy tenía puesto el aire acondicionado al máximo y en el interior del coche se estaba lo bastante fresco como para estremecerse de vez en cuando.
—La mejor ciudad del mundo —dijo Cordy, orgulloso—. ¿Quién querría vivir en otro lugar? Esto es lo más, tío.
—Pero, ¿hay gente que vive aquí? —preguntó Stride, bromeando a medias.
—Ya vale, Jonny —murmuró Serena.
Le miró desde el asiento delantero y le guiñó un ojo.
—¿Sabes lo que hace funcionar esta ciudad? —preguntó Cordy mientras hacía sonar el claxon a una limusina que le había cortado el paso.
—Oh, mierda, lo de los pechos no —dijo Serena.
Cordy explicó, como si no la hubiera oído:
—Las Vegas es una cuestión de pechos, tío.
Stride se rió.
—¿Qué?
—¡Pechos! Es verdad. Ves más pechos en esta ciudad que en ningún otro lugar de la Tierra, ¿vale? Eso es lo que la hace tan especial, lo que imprime a Las Vegas su carácter. No es el juego, ni la bebida, ni los ochenta millones de habitaciones de hotel. Es caminar por la calle y tener todos esos pechos temblando como gelatina delante de tus narices. De todas las formas y de todos los tamaños, saliéndose de la ropa que los cubre. Algodón, lycra, nailon, biquinis, sujetadores, tops… no importa, ¿sabes? Mientras sea ajustado, o transparente, o enseñe mucha carne o te permita ver los pezones, se lo ponen. Las mujeres vienen aquí para poder mostrar sus pechos, y los hombres están tan cachondos que no pueden ni pensar.
—Cordy es una especie de sociólogo de las tetas —explicó Serena con sequedad.
—¿Acaso me equivoco? Porque si me equivoco me lo dices.
Serena no tuvo ocasión de replicar. Tres mujeres de unos veintitantos años, dos rubias y una morena, atravesaron corriendo las filas de coches por delante de ellos. La morena era la que estaba más cerca del Cruiser de Cordy y a Stride se le fueron los ojos de forma instintiva. Llevaba una minúscula camiseta y los pechos se le desbordaban. Cuando Cordy tocó el claxon y levantó el pulgar, la chica le sacó la lengua y la movió lascivamente. Serena suspiró.
—Yo no he dicho que te equivoques.
—Ajá. Así me gusta, mamita. La única razón por la que esta ciudad tiene sitio para tantas bailarinas de striptease es porque todos los hombres están tan calientes después de mirar a las demás chicas, que pagan lo que sea por ver lo que hay debajo.
Serena se limitó a sacudir la cabeza.
Después del Flamingo, el tráfico mejoró un poco. Serena señaló la siguiente serie de megacomplejos, comprendidos entre el Caesars, en el extremo sur, y el Stardust, al norte. Al pasar por el Mirage, el volcán que había delante estalló en erupción y despidió cascadas de agua, vapor y fuego ante un puñado de espectadores embobados. Stride nunca había visto una ciudad tan palpitante como Las Vegas. Era una sensación electrizante contemplar aquellos ríos de gente entrando y saliendo de los casinos y empujando para cruzar la calle. Cordy tenía razón: por todas partes había pechos volanderos y saltarines, y todo olía a sexo, tabaco y dinero.
Aun así, Stride comprobó que el glamouroso ambiente del Strip se desvanecía rápidamente cuanto más avanzaban hacia el norte. En lugar de lujosos casinos ofreciendo sus servicios, vio tiendas porno y salas de masajes, bares con rótulos de videopóquer y moteles con letreros de neón quemados. El número de turistas que pululaba por las aceras disminuyó, pues la mayoría eran lo bastante listos para no aventurarse por aquellos barrios. Había putas en cada esquina que les sonreían tras pintalabios chillones y cabellos teñidos. Varios mendigos dormían en los portales.
—Aquí no hay volcanes —murmuró.
Serena sacudió la cabeza.
—Lo llamamos Naked City. Y no es un chiste sobre pechos. Ahí está la torre Stratosphere, pero a su alrededor hay más drogas y más crímenes que en ninguna otra parte de la ciudad.
Tras recorrer un par de kilómetros más, giraron por Charleston, dejaron atrás los casinos y Naked City y se dirigieron al oeste. Allí, la ciudad era como cualquier otra zona residencial, con centros comerciales, tiendas y cadenas de restaurantes. En menos de diez minutos llegaron al complejo donde vivía Serena. El conjunto era como una colmena de edificios de dos pisos, estucados en color hueso y con tejados de un rojo intenso. Serena saludó al guarda con la mano y éste abrió la puerta electrónica para dejar paso al Cruiser de Cordy. Era evidente que éste estaba familiarizado con el terreno, pues se adentró en un desconcertante laberinto de intersecciones y caminos hasta aparcar frente a una casa del otro extremo del complejo.
—Hogar, dulce hogar, mamita —anunció.
Stride y Serena recogieron su equipaje del maletero. El pavimento irradiaba calor. La brisa seca y acartonada procedente de las montañas no proporcionaba ningún alivio. Stride sintió el impulso de secarse la frente, pero se dio cuenta de que aquel paisaje era demasiado árido incluso para sudar.
—Quedamos aquí mañana a las nueve —le dijo Serena a Cordy—. Avisa al equipo para que se reúna allí con nosotros a las diez.
Cordy le guiñó un ojo a Stride.
—¿Estás seguro de que quieres quedarte aquí? Conozco varios clubes que podríamos visitar.
—Buenas noches, Cordy —dijo Serena.
—Diablos, mamita, ¿cómo puedes dejar que se quede en un sitio tan aburrido como tu casa? Es su primera visita a la ciudad, el tío se merece un poco de diversión.
—Y la tendrá —le dijo Serena.