Capítulo 45

Stride no quería marcharse a casa.

Cuando llegó a la intersección que llevaba al motel de Serena, en lugar de continuar giró hacia el lago, siguiendo por costumbre un camino que tenía arraigado en la cabeza desde hacía años, aunque hacía tiempo que no iba allí con el coche. No se preguntó hacia dónde iba, pues lo sabía perfectamente: allí donde le llevaba el corazón.

—Acerquémonos al agua —le sugirió a Serena.

—Por mí, perfecto.

Dirigió el vehículo a través de Canal Park y cruzó el puente hasta el Point. Aquella noche no había ningún barco que les obligara a esperar. El acero zumbó bajo los neumáticos y, en unos segundos, volvió a encontrarse allí donde una vez se había sentido más en casa que en ningún otro lugar. Aunque era de noche, constató el paso del tiempo bajo la luz de las farolas. Algunos árboles eran más altos y otros ya no estaban. Se habían construido casas nuevas y se habían derribado otras. Aunque él hubiera dejado de ir a ese lugar, la vida había continuado sin él.

Aminoró al pasar por delante de su vieja casa. Miró por el retrovisor y, al no ver a nadie detrás, se detuvo en plena calle y bajó su ventanilla.

—Éste era nuestro sitio —le dijo—. De Cindy y mío.

—Podría enamorarme de un sitio así —afirmó Serena.

La casa tenía buen aspecto. Aquella temporada, los nuevos propietarios habían optado por la pintura amarilla, lo que la hacía destacar considerablemente; además, era obvio que se les daba bien la jardinería, a juzgar por las flores y las plantas que decoraban el césped. La hierba y los arbustos estaban bien recortados. Habían pavimentado el camino de entrada y habían puesto unos columpios para niños.

Las luces estaban apagadas. Estarían fuera o durmiendo, o tumbados en la cama escuchando las olas, como Cindy y él solían hacer.

Stride continuó por el Point, que estaba desierto y oscuro. Siguió a lo largo de la carretera hasta el otro extremo del parque y bajó de la furgoneta. Serena salió con él. Se cogieron de la mano mientras recorrían un sendero arenoso a través de los árboles hasta el lago. El cielo se abrió ante ellos inundado de estrellas y el agua surgió ante sus ojos, tenebrosa e imponente. Un viento suave azotaba los árboles que tenían detrás. Las olas revueltas siseaban al llegar a la orilla. La playa estaba solitaria y oscura hasta donde alcanzaba su mirada.

Vio que Serena sonreía embelesada y le tiró de la mano para que se acercase al agua con él. Se detuvieron en el borde de la arena húmeda, donde las olas que morían en la orilla casi les tocaban los pies. De tanto en tanto, tenían que echarse hacia atrás para no mojarse.

Serena giró sobre sí misma, empapándose de todo cuanto la rodeaba. Señaló la delgada línea de casas que se extendían en dirección a la ciudad.

—¿Vivías allí? —preguntó—. ¿Por qué te mudaste?

—A Andrea no le gustaba —explicó él—. Además, había demasiados recuerdos.

—¿Te resulta doloroso estar aquí?

Él sacudió la cabeza.

—En absoluto.

Serena se apartó del agua y buscó un lugar donde instalarse.

—Siéntate un rato conmigo, Jonny.

Él se agachó y atrapó un puñado de arena entre sus dedos.

—Todavía está húmeda de la tormenta.

—No pasa nada.

Lo veía en sus ojos: aquella mujer estaba realizando un acto de fe, de confianza ciega. No habría vuelta atrás para él, pero lo único que sabía era que no quería detenerse por nada del mundo.

Serena se quitó los zapatos. Se desabrochó los vaqueros, los deslizó por sus delgadas y largas piernas y dio un paso a un lado para quitárselos. Extendió los brazos al cielo, mostrando una franja de su estómago desnudo y, debajo, unas bragas blancas. Con ambas manos, se levantó el voluminoso jersey que Stride le había dejado y la camiseta azul oscuro que llevaba debajo. Sus pechos presionaban la tela del sujetador. Se arrodilló en la arena y le tendió una mano.

—Te vas a congelar —le dijo él.

—Caliéntame tú.

Él también se quitó los zapatos. Se dejó la camisa puesta, pero se quitó los pantalones y los tiró a un lado. Se sentó junto a ella y sus piernas se tocaron, y no sintió en absoluto la frialdad de la arena. Ella lo rodeó con sus brazos, hundiendo las manos debajo de su camisa, y agarró firmemente su espalda estrechándose contra su piel. Se besaron con avidez. Sus cuerpos descendieron hasta quedar tumbados en la arena.

Él le besó el cuello y le bajó un tirante del sujetador, tirando de él hasta que uno de sus pechos apareció ante la palma de su mano. Le cubrió el pezón con la boca y lo succionó. Oyó un gemido de placer surgiendo de la garganta de ella. Desnudó su otro pecho y lo besó. Ella buscó con los dedos la rendija de sus calzoncillos y los introdujo en su interior para acariciar su erección. Apartó un lateral de los calzoncillos y él sintió el aire fresco en su miembro.

—Deprisa —susurró ella.

Stride buscó sus bragas y metió los pulgares dentro. Serena se incorporó un poco para que se las quitara y las lanzase a un lado. Luego lo abrazó y lo atrajo hacia sí. Él le lamió los pechos, pero ella le cogió la cara con las manos y lo acercó para que la besara. La besó en los labios, en las mejillas, en los ojos.

Ella separó las piernas y rodeó su cuerpo, y él sintió su pene frotando su montículo y su hendidura.

—No estamos… —murmuró él—. No llevamos protección.

—Sí, la llevamos —le dijo con tristeza, y él se preguntó si había echado a perder el momento.

Pero al cabo de un segundo, su miembro se abrió camino hacia el interior de Serena, húmeda y dispuesta. Él jadeó de placer. Ella también, y lo apretó con fuerza entre sus piernas, tensando los dedos contra su cuello. Él comenzó a embestir en su interior, tan hondo que podrían haberse fundido en una sola persona. Las estrellas los contemplaban y las olas rugían en sus oídos.

Ella observó con los ojos muy abiertos cómo le hacía el amor. Al verla mirar de esa manera, él se sintió más desnudo o más conectado con ella que nunca. Serena los mantuvo abiertos hasta que, al fin, inclinó la cabeza hacia atrás y una sonrisa y un grito escaparon de su boca al mismo tiempo, y su cuerpo tembló entre las manos de él.

Entonces, él también cerró los ojos y se dejó llevar.

Se había vuelto a poner la camiseta, pero por lo demás seguía desnuda; él le acariciaba suavemente las piernas y el vello mientras seguían tumbados en la playa. La arena manchaba su piel. Ella estaba apoyada sobre los codos, contemplando las estrellas.

—¿Te sientes culpable? —le preguntó.

—Debería, pero no.

—Bien.

—¿Puedo preguntarte algo? —dijo él, y luego la vio apretar los labios.

Ya sabía qué le iba a preguntar.

—El aborto —explicó—. Esperé demasiado, no fue muy bien. No puedo tener hijos.

—¿Y te afecta? —preguntó él, pensando en Andrea.

—Va a épocas. A esa edad, y habiendo pasado por todo aquello, no podía imaginar cómo alguien podía querer hijos. Luego llegó un momento, cuando tenía veintitantos, en que sentí lástima de mí misma, lloré mucho y bebí aún más; tanto, que casi me echan del cuerpo. Igualita que mi madre, ¿sabes? Personalidades adictivas. Pero encontré a una buena psiquiatra y ella me ayudó mucho. Hoy en día, viene y va. Pero no he vivido mi vida como si me perdiera algo por no haber tenido hijos.

—Lo mismo me sucede a mí.

—Dime una cosa —soltó ella—. Ya sé que suena raro, pero… ¿he estado bien?

—¿Qué?

—Haciendo el amor. ¿He estado bien? Nunca antes había sido así y sé que era por mí, por toda mi carga. Siempre interfería.

—No es necesario que responda, ¿verdad? —preguntó Stride.

Ella sonrió, riéndose de sí misma, pero se la veía aliviada.

—No, supongo que no.

Las caricias en sus muslos tomaron un nuevo rumbo y él deslizó una mano entre sus piernas. Ella empujó las caderas contra sus dedos.

—Haz que me corra otra vez —le dijo.

Pero apenas había empezado cuando una música electrónica amortiguada comenzó a sonar en los alejados vaqueros de Serena. Ésta refunfuñó y ambos se rieron. Stride encontró su móvil en un bolsillo trasero y se lo pasó.

—Soy Serena. —Y un momento después—: Cordy, eres jodidamente inoportuno.

Stride oyó una voz al otro lado del teléfono que hablaba deprisa y a borbotones.

—Más despacio, Cordy —dijo Serena—. ¿Qué diablos estás diciendo?

Aunque no podía reconstruir su discurso, vio en la mirada de Serena que escuchaba con un interés cada vez mayor.

—¿Estás seguro de que es él? —dijo Serena al teléfono—. Si te equivocas quedaremos como idiotas.

Stride captó el tono de voz del compañero de Serena. Cordy estaba seguro.

—Maldita sea —dijo ella—. Está bien, haz que vigilen el lugar, pero no lo espantéis. A ver qué hace. Volveré mañana.

Stride sintió que se quedaba sin aliento y que un dolor agudo atenazaba su pecho.

—Buen trabajo, Cordy —dijo Serena—. Estoy segura de que Lavender y tú encontraréis el modo de celebrarlo. —Luego colgó el teléfono—. Es posible que hayamos buscado en la ciudad equivocada, después de todo —dijo.

—¿Qué quieres decir?

—Resulta que Christi, o Rachel, tenía un amigo. Cordy ha encontrado una fotografía del club donde ella trabajaba en la que el tipo aparece al fondo. Le ha reconocido.

—¿Cómo?

—Sabemos quién es —explicó Serena—. Aunque ahora se parece más a Howard Hughes en sus últimos tiempos. Es la misma rata del desierto borracha que vive en la furgoneta donde se encontró el cuerpo de Christi. Y sin duda eso cambia las cosas.

—¿La mata y se limita a dejar el cuerpo detrás de su propia casa? —preguntó Stride.

—Ese tío no está bien de la azotea, al menos cuando bebe. Si estaba saliendo con Christi y ella pasó de él, podría haber cruzado la línea.

—Así que va a su apartamento para intentar convencerla de que vuelva con él —especuló Stride—. Ella lo manda a paseo y él le aplasta la cabeza con un jarrón. Él se lleva el cuerpo a casa, lo tira y luego abre otra botella.

—Es posible —dijo Serena.

Stride negó con la cabeza.

—Pero, ¿y el recibo del cajero automático? ¿Y la conexión con Duluth?

—Quizá me equivoqué —dijo Serena, intentando encajar las piezas—. A lo mejor Duluth es una pista falsa.

—No te equivocaste —insistió Stride—. Hay algo más.

Serena se agachó y lo besó con labios fríos.

—Ven conmigo.

—Estás en esto desde el principio, Jonny: te mereces estar allí cuando termine. Aunque al final resulte que ese tío no la mató, algo averiguaremos. Vayamos juntos a verle.

Stride se levantó y empezó a recoger su ropa.

—Está bien —dijo—. Pero primero tengo que hacer una cosa.

Ya sabía de qué se trataba.

—¿Hablar con tu mujer? —Él asintió—. Me siento responsable —dijo Serena.

—No lo eres. Yo sí.

Ya no le aterraba la idea del divorcio como lo había hecho durante tanto tiempo. Andrea había abierto la puerta. Y ahora él iba a cruzarla.

—Puede que mañana encontremos la respuesta —dijo Serena.

Stride no estaba tan seguro. Sabía que algún misterio se ocultaba en Las Vegas, pero no creía ni por un instante que ahí se hallara la verdad. La verdad estaba en Duluth. Y esperaba a que él volviera para ser descubierta.