Stride y Serena estaban sentados en la oscuridad, dentro de la furgoneta, bajo una farola rota, aparcada frente al edificio de apartamentos de la universidad de Kevin y Sally. Las ventanillas estaban bajadas y a través de ellas entraba el frío aire de la noche, junto con algunas gotas de lluvia rezagadas. Llevaban una hora vigilando el edificio.
Él sabía que podían estar esperando hasta que amaneciera para conseguir hablar con ellos, pero quería contar con el elemento sorpresa para que Kevin y Sally no tuvieran tiempo de ensayar su reacción.
Además, eso también le daba un motivo para no ir a casa, que era el último lugar donde deseaba estar. Ésta era la horrible verdad. Se sentía intensamente atraído por Serena y deseaba estar con ella. No con Andrea; no con su esposa.
Serena era sólo una silueta sentada a su lado, pero él sabía que notaba cómo la observaba. Cómo le transmitía sus sentimientos. Cómo los gritaba en silencio.
—Háblame de Phoenix —dijo él—. De tu pasado.
Ella negó con la cabeza.
—Nunca hablo de eso.
—Lo sé, pero cuéntamelo de todos modos.
—¿Por qué te preocupa mi pasado? —preguntó Serena—. No me conoces.
—Pues por eso. Quiero conocerte.
Serena guardó silencio. Él la oía respirar de forma rápida y nerviosa.
—¿Qué es lo que quieres en realidad, Jonny? —preguntó ella—. ¿Acostarte conmigo?
Stride no supo qué decir.
—¿Cómo responder a eso? —dijo finalmente—. Si digo que no, sabes que miento. Si digo que sí, no seré más que otro poli cachondo en busca de una aventura.
—No serías el primero.
—Ya lo sé. Y lo único que puedo decir es que sé dónde debería estar: en casa, y no aquí contigo. Éste no soy yo, no soy de esa clase de hombres. Pero estoy aquí de todos modos.
—Dime una cosa —dijo Serena, mirándole en la oscuridad—. Maggie asegura que tu matrimonio está acabado. Que ya lo estaba hace tres años. ¿Es cierto?
Estaba cansado de fingir.
—Es cierto.
—No me mientas, Jonny —insistió Serena—. No soy el juguete de nadie, ¿entendido? No sabes lo extraño que resulta para mí hablar así con un hombre. Especialmente, con alguien al que acabo de conocer.
—Lo sé. Y no estoy mintiendo.
—Dime por qué. Por qué está acabado.
Se esforzó por encontrar las palabras adecuadas.
—Ambos tenemos fantasmas rondando por la azotea. Su primer marido la abandonó y yo no pude llenar el vacío.
—¿Y qué hay de ti? ¿Cómo se llama tu fantasma?
Stride sonrió.
—Cindy.
—¿Te rompió el corazón?
Había transcurrido el tiempo suficiente para que Cindy fuese un dolor amortiguado en su alma, y no la herida punzante que había sido una vez. Cuando le contó a Serena su pérdida, parecía una tragedia lejana, como si le hubiera ocurrido a otra persona. Serena escuchó en silencio y luego entrelazó sus dedos con los de él.
Durante un instante, la furgoneta fue como una burbuja de calma, un pequeño universo en sí mismo.
—¿De verdad quieres oír mi historia? —preguntó Serena.
—Sí.
La podía ver luchando contra el miedo y la desconfianza.
—En Phoenix, cuando tenía quince años, mi madre se metió en el mundo de las drogas —comenzó en voz baja—. Se enganchó. Se gastó todo nuestro dinero y perdimos la casa. Mi padre nos abandonó. Me abandonó.
Su voz sonaba llana, en absoluto como la de Serena, como si hubiera vaciado sus palabras de emociones. Él sentía que algo profundo estaba ocurriendo entre ellos, que le estaba invitando a entrar en un mundo que hasta entonces sólo había sido de ella.
—Nos mudamos a casa de su camello. Supongo que podría decirse que yo formaba parte del plan de pago de mi madre. Él hacía lo que quería conmigo y mi madre se limitaba a mirar, colocada.
Stride sintió un torbellino de emociones. Estaba furioso por ella. Deseaba protegerla.
—Me quedé preñada —continuó Serena—. Fui sola a una clínica y aborté. Y luego ya no volví a casa nunca más. Porque si regresaba, sabía que los mataría a los dos. Y lo digo en serio, durante un tiempo estuve pensando en cómo lo haría. Pero no iba a arruinar mi propia vida por lo que me habían hecho. Así que me fui con una amiga a Las Vegas, en autocar. Teníamos dieciséis años y aparecimos solas en el Strip. Yo hacía trabajos de mierda en los casinos. Por la noche iba a la escuela y me hice policía.
—La mayoría de las chicas con ese historial habrían acabado muertas.
—Lo sé. Como Rachel.
—Eres increíble —le dijo él.
Serena sacudió la cabeza.
—No soy ningún ángel. Puedo ser una zorra. La mayoría de los tíos te dirían que lo soy. Me he pasado casi toda la vida rechazando a los hombres.
—Y ¿por qué a mí no me rechazas? —preguntó él—. ¿O es precisamente eso lo que estás tratando de hacer?
—Claro que sí, Jonny. Por tu propio bien.
Él no respondió. Una luz se encendió en el apartamento más cercano, proyectando un débil resplandor sobre sus rostros. No podía apartar los ojos de aquellos pálidos labios. Ella, consciente de cuánto la deseaba, entreabrió ligeramente la boca. Vacilante e insegura, se inclinó hacia él y su largo cabello cayó hacia delante.
La luz se apagó de nuevo, tan deprisa como se había encendido. Mientras se besaban, fueron invisibles. Serena se apartó y se quedaron en silencio durante la hora siguiente, sin necesidad de hablar.
El Malibu de color fresa llegó hacia medianoche.
Observaron a Kevin y Sally cargarse unas mochilas al hombro y remontar, cansados, las escaleras de su edificio. Cuando los vieron entrar, Stride tocó a Serena en el hombro y ambos atravesaron la calle.
Stride llamó a la puerta del tercer piso y Kevin respondió de inmediato con los ojos enrojecidos. Primero le miró con recelo y luego cayó en la cuenta de quién era. Una vez que se le encendió la luz, Kevin, veloz como un rayo, supo por qué se encontraba allí.
—Es Rachel, ¿verdad? —preguntó.
Stride asintió.
—Siento cogerte tan por sorpresa, Kevin. Y sí, se trata de Rachel: hemos encontrado su cuerpo.
Kevin se apoyó en la puerta y se le empezaron a humedecer los ojos. Se estaba convirtiendo en un hombre guapo, de cabello rubio ondulado y piel bronceada.
Stride presentó a Serena mientras entraban en el apartamento, sin mencionar que era de Las Vegas. Echó un vistazo rápido al mobiliario de mercadillo e inmediatamente se dio cuenta de que faltaba algo: sus mochilas no estaban.
—¿Dónde está Sally? —preguntó.
Kevin lo miró con expresión ausente.
—¿Qué? Ah, haciendo la colada.
—¡La colada! —dijo Serena.
Dio media vuelta y salió corriendo del apartamento, con Stride pisándole los talones y dejando a Kevin de pie en la entrada. Bajaron a la vez por las escaleras hasta llegar al sótano, donde salieron a un pasillo oscuro en el que se oía el zumbido de las máquinas. Stride se detuvo y escuchó. Oyó el chug-chug familiar de una lavadora en la otra punta.
Irrumpieron en el cuarto de la colada. Sally estaba sentada en la posición del loto en el borde de un raído sofá, leyendo un ejemplar de la revista People. Abrió los ojos, sorprendida y asustada, cuando la puerta se abrió de golpe y se estrelló contra la pared.
Stride vio dos mochilas abiertas y vacías en el suelo y dos lavadoras que estaban aclarando cualquier clase de prueba. Maldijo en voz baja y las apagó.
—¿Qué diablos ocurre? —exigió Sally con la voz temblorosa.
Stride la miró largamente. Había perdido peso y le sentaba bien. Llevaba una camiseta sin mangas de color rosa, pantalones cortos blancos y una sandalia colgaba de su pie izquierdo. La otra estaba en el suelo de linóleo amarillento, delante del sofá.
—¿Te acuerdas de mí?
Sally estudió su rostro con los ojos entornados. Se tranquilizó un poco.
—Sí, me acuerdo. Y sigo sin saber qué diablos ocurre.
—¿Quién llega a casa a medianoche después de un largo viaje y baja a hacer la colada? —preguntó Serena.
—Yo —dijo Sally—. No quiero ropa apestosa en mi casa, muchas gracias. Y ahora, díganme qué quieren.
—Rachel está muerta —le dijo Stride sin rodeos.
Vio lo que quería ver: el rostro de Sally expresando confusión. Era el primer signo evidente de la verdad sobre la desaparición de Rachel. Sally se había sorprendido al oír que Rachel había muerto. Lo que significaba que, cuando Rachel se esfumó, ella sabía que estaba viva. Pero eso también significaba que ella no la había matado.
Y aún vio algo más mientras la certeza caía sobre Sally: la chica apenas pudo ocultar la sonrisa que dibujaron sus labios; una expresión de inmenso alivio y satisfacción se apoderó de su rostro.
—¿Dónde la han encontrado?
—En Las Vegas —dijo Stride—. Ésta es Serena Dial, de la oficina del sheriff del condado, en Nevada. Rachel fue asesinada allí el pasado fin de semana.
—¿Asesinada?
—Así es —dijo Serena—. ¿Qué te pareció el Gran Cañón?
Sally asintió despacio al comprenderlo.
—Ah, ya veo. Creen que hemos ido a Las Vegas. Creen que la hemos visto.
—¿Es así? —preguntó Stride.
—¡Como que iba a permitir que Kevin se acercara a Rachel! —exclamó Sally. Miró a Serena de arriba abajo—. Y no apruebo el juego ni ninguna otra cosa de las que se hacen en esa ciudad, así que no hemos estado allí.
—Está diciendo la verdad —anunció una voz masculina. Stride vio a Kevin en la entrada. Había estado escuchando desde fuera—. No puedo creer que Rachel estuviera viva todo este tiempo.
—Es una coincidencia asombrosa, Kevin —le dijo Stride—. Sally y tú estabais a sólo unas horas de Las Vegas cuando fue asesinada.
—No estuvimos allí —repitió Sally.
Kevin asintió.
—Es cierto.
Stride y Serena intercambiaron unas rápidas miradas y llegaron a la misma conclusión: aquellos dos decían la verdad.
—Aun así, tendremos que registrar vuestra ropa y vuestro coche —dijo Stride—. Lo siento.
—Sólo encontrarán chinches y polvo —respondió Sally.
—Voy a dar por sentado que decís la verdad —dijo Stride—. Pero intentamos averiguar si existe alguna relación entre el asesinato de Rachel y su primera desaparición, lo que significa que es más importante que nunca saber qué ocurrió en realidad.
El rostro de Sally se ensombreció y apartó la mirada. Stride se dio cuenta de que no iba a conseguir nada mientras Kevin estuviera en la habitación.
—Kevin, ¿nos dejas un par de minutos a solas para que hablemos con Sally?
Sally puso los ojos como platos. No quería quedarse sola. Pero Kevin tenía la cabeza en otra parte, otra vez bajo el hechizo de Rachel. Como un robot, salió del cuarto arrastrando los pies sin dirigir una mirada a Sally.
Serena cerró la puerta y Stride se apoyó en una secadora vacía y observó a la muchacha, que seguía en el sofá. Ésta les fulminó a ambos con la mirada y cruzó los brazos, desafiante.
—Está muerta —dijo Stride—. Ya no hace falta que guardes sus secretos.
Sally volvió a adoptar la posición del loto y cerró los ojos.
—No hay nadie más —dijo él—. Ni jueces, ni jurado. Ni tampoco Kevin.
—No sé de qué me está hablando.
—Claro que sí. Mentiste al tribunal: no oíste a Graeme y Rachel discutir aquella noche. Te lo inventaste. Ahora ya no importa, Sally, nadie va a arrestarte por perjurio, no corres ningún peligro. Pero necesitamos saber la verdad.
—Rachel ha muerto y queremos saber por qué —dijo Serena.
Sally se encogió de hombros.
—Ya creían que estaba muerta entonces. ¿Qué ha cambiado?
—Sabemos que estuviste en su casa aquella noche, te vieron en la calle.
—¿Y qué? —preguntó Sally—. Fui allí, no la vi y volví a casa. Fin de la historia.
—Si eso es cierto, entonces, ¿por qué mentiste sobre la pelea de Rachel con Graeme?
Sally vaciló.
—Me entró el pánico. Ese abogado intentaba que pareciera que yo estaba involucrada, era una locura. Y realmente pensaba que Graeme era culpable. Joder, discutían constantemente, tampoco fue una mentira tan gorda.
—El problema es que estás mintiendo otra vez, Sally —dijo Serena—. No puedes engañar a otra mujer.
Stride se arrodilló junto al sofá. Su cara estaba al mismo nivel que la de Sally y a sólo unos dedos de distancia.
—Tú sabías que Rachel estaba viva.
—Eso es ridículo —dijo Sally.
Le temblaba la voz.
—La ayudaste a escapar —dijo Serena.
—No lo hice.
—Entonces, cuéntanos qué ocurrió esa noche, Sally. —Stride tendió una mano y la puso suavemente sobre su hombro—. Mira, sé cómo era Rachel, sé cómo manipulaba a la gente.
Sally le devolvió la mirada.
—No, no lo sabe —murmuró.
Dentro del abrigo, Sally tenía las manos apretadas como si fueran ovillos. Tenía los codos comprimidos contra los costados y con los pies pisoteaba la acera, haciendo saltar sus rizos. No podía pensar en nada más, no podía ver otra imagen, una y otra vez, que la de Rachel y Kevin en el puente.
Rachel besando a Kevin.
La mano de Rachel deslizándose por la entrepierna de Kevin.
Y lo peor de todo, aquella maliciosa sonrisita de Rachel al volverse para asegurarse de que Sally estaba abajo, observándoles. No le bastaba con robárselo: Rachel también tenía que humillarla.
Ella no podía competir; no con Rachel. Lo único que la había salvado era que Rachel nunca había demostrado el más mínimo interés por Kevin. Sólo jugaba con él. Le provocaba, coqueteaba con él, eso era todo.
Hasta esa noche.
En su habitación, a Sally le hervía la sangre de rabia. No podía apartar aquella fea imagen de su cabeza. Una parte de ella quería gritarles «¡Jodeos!» y dejar a Kevin, a ver lo feliz que era en los brazos de esa ramera despreciable. Si tanto la deseaba, pues bueno, que se dejara destruir. A ver qué vida le esperaba viviendo bajo el dominio de ella.
Pero no podía hacerlo. No era culpa de Kevin. Él estaba indefenso, como una mosca atrapada en la tela de araña de Rachel.
Decidió dejarle las cosas claras a Rachel de una vez por todas. Y darle un ultimátum: «Apártate de Kevin».
Así que salió en silencio por la ventana de su habitación, que estaba en el primer piso, y corrió calle abajo, como movida por un resorte. Apenas se daba cuenta de los edificios que dejaba atrás, ni del frío que convertía su acelerada respiración en vapor. Mentalmente, repasaba todas las cosas que iba a decir. Ensayó un gran discurso, que mascullaba entre dientes, volviendo una y otra vez sobre las mismas palabras hasta que quedó perfecto. Pero cuando se encontró delante de la casa de Rachel, todas las frases que tan cuidadosamente había preparado se desvanecieron en su mente. Se notaba la lengua cansada e inservible y, por dentro, se volvió de mantequilla. Su valentía se había evaporado. Estaba petrificada.
Rachel estaba en casa. Sally había pensado que tal vez Rachel estuviera con Kevin y que tendría que esperar. Eso habría facilitado las cosas. Pillarla mientras salía del coche, cuando no se esperaba que nadie se encarara con ella. Pero el coche de Rachel estaba aparcado en el camino de entrada. Todo lo que Sally tenía que hacer era acercarse a la puerta con resolución y llamar al timbre: Intentó recuperar el coraje recordando otra vez la visión de las dos siluetas en el puente. Rachel y Kevin. El beso. La seducción. La sonrisa.
Zorra.
Si llamaba al timbre, Rachel contestaría. Y entonces Sally daría rienda suelta a toda la furia reprimida que albergaba en su interior. Gritaría, pegaría, le demostraría que, por una vez, había una chica dispuesta a defenderse.
Pero Sally estaba paralizada. Su cabeza la impulsaba hacia delante, pero sus pies permanecían clavados en el suelo. No estaba segura de poder enfrentarse a Rachel, por muy furiosa que estuviera, a pesar de lo mucho que Kevin significaba para ella.
En el interior de la casa, las luces de abajo se apagaron y todo quedó a oscuras.
«Ya está —pensó Sally—. Se va a la cama. Demasiado tarde».
Pero entonces oyó un chasquido dentro, como si descorrieran un cerrojo, y se dio cuenta de que alguien abría la puerta principal de la casa. El coraje de Sally se esfumó por completo; se apartó de la acera y se acurrucó contra una hilera de altos setos. Aún podía ver la casa bajo la pálida luz de las farolas.
En las sombras, reconoció a Rachel, con la misma ropa, escabulléndose de su casa. La muchacha escudriñó furtivamente la calle durante al menos un minuto, inmóvil y a la espera, refugiada en la protectora oscuridad del porche. Entonces se echó a correr por el camino de entrada. En la mano sostenía una bolsa grande de plástico.
Sally se dio cuenta de que Rachel se dirigía adonde estaba ella y de que acabaría por descubrir su presencia. Quiso ocultarse en los setos y esperar a que pasara de largo, pero sabía que aquélla era su única oportunidad. Ahora o nunca. Tragó saliva y dio un paso hacia la acera; estaba delante de Rachel.
—Tenemos que hablar —dijo Sally.
El estómago le dio un vuelco y se maldijo a sí misma al oír el temblor de su voz. Parecía una niña asustada.
Al verla, Rachel se detuvo en seco. Sus ojos se llenaron de asombro, que fue reemplazado en un instante por un odio y un desprecio fríos.
—¡Oh, mierda! —exclamó Rachel entre dientes—. ¿Qué coño estás haciendo aquí?
Sally tosió.
—Quiero hablar sobre Kevin —dijo débilmente.
Rachel miró a un lado y a otro de la calle. Estaban las dos solas. Acercó la cara a la nariz de Sally.
—No tienes ni idea de dónde te estás metiendo —dijo Rachel—. Vas a echarlo todo a perder.
Sally estaba confundida. Nunca había visto a Rachel de ese modo.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir?
Rachel le cogió la muñeca y se la retorció hasta provocarle una mueca de dolor.
—Oye, esto no es asunto tuyo, ¿te enteras? Tú no me has visto esta noche.
—No lo entiendo —dijo Sally—. Me haces daño.
Nada estaba yendo como ella había planeado. No tenía ni idea de lo que le hablaba Rachel, pero a Sally la asustaba la mirada de la chica.
—Haré más que eso si no te callas y escuchas —dijo Rachel—. Puede que seas idiota, pero no creo que tanto como para no entender dos cosas. Primera, que Kevin no me interesa en absoluto. Es todo tuyo, y que Dios le asista. Y segunda, sabes perfectamente que podría quitártelo si quisiera.
—Eso no es verdad —dijo Sally.
Rachel se rió.
—Haría cualquier cosa por mí. Ya has visto el pequeño trabajo manual que le he hecho en el puente, Sally. ¿Te ha gustado el espectáculo? ¿Te ha gustado ver cómo hacía que tu novio se corriera?
—¡Basta! —le rogó Sally—. ¡No!
—Bien, me alegro de que nos entendamos. Así que dejemos esto muy claro: ahora volverás a tu casa y te olvidarás por completo de esta conversación. Nunca ha tenido lugar. Tú no me has visto. Porque te prometo una cosa, Sally: si alguna vez le mencionas esto a alguien, regresaré y me aseguraré de que Kevin nunca vuelva a mirarte. No me importa si os casáis mañana; me acostaré con él al día siguiente. Y créeme: si lo hago, no se quedará a tu lado ni un solo día.
Sally no dijo nada. No sabía qué hacer. Rachel se le acercó aún más. La cogió del pelo y ella intentó soltarse, pero Rachel la retuvo.
—¿Me has entendido, Sally?
—No, no entiendo nada de todo esto.
—Entonces dime sólo si me crees. Me crees, ¿verdad? Sabes que te quitaría a Kevin en un segundo.
Sally asintió.
—Bien —dijo Rachel, y sonrió.
Con la otra mano, pasó un dedo por la mejilla de Sally. Se inclinó hacia ella y, con un dulce aliento, la besó suavemente en los labios. El beso fue prolongado y Sally sintió ganas de vomitar.
—No lo olvides —le dijo Rachel—. Ni una palabra.
Stride escuchó la historia de Sally con un horror creciente. Sacudió la cabeza lentamente.
—Diablos, ¿te das cuenta de que podrías haberlos salvado a todos si nos hubieras dicho lo que había pasado? —le preguntó.
Sally se encogió de hombros. No parecía arrepentida.
—Usted no conocía a Rachel, señor Stride. Hablaba muy en serio. Si le hubiera contado a alguien que la había visto, habría dedicado su vida a apartar a Kevin de mí. Yo sabía de qué era capaz. Pero al parecer, en aquel entonces era la única.
—¿No te importaba que Graeme Stoner acabara en la cárcel? ¿Sabiendo que era inocente?
Los ojos de Sally se llenaron de ira.
—¿Inocente? Y un cuerno. Dije la verdad cuando conté que me había retenido en su coche. Si no se hubiera acobardado en el establo, me habría violado. Y apuesto a que no fui la única. Ustedes ya saben que se follaba a Rachel.
—Pero, ¿por qué mentiste en el estrado? —preguntó Stride.
—Tenía que pensar deprisa —dijo Sally—. Me imaginé que estaba enviando un mensaje a Rachel, allí donde estuviera: estoy cumpliendo con mi parte del trato. Cumple tú con la tuya.
Serena no apartó la vista de los ojos decididos de Sally.
—No te habría gustado que Rachel volviera, ¿verdad?
Sally no pestañeó.
—No, no me habría gustado en absoluto. Estaba muerta. Quería que se mantuviera alejada. Pero si siguen pensando que fuimos a Las Vegas y yo terminé el trabajo, se equivocan. Rachel cumplió su parte del trato. Nunca regresó.
—¿No supiste nada de ella?
—Jamás. Creo que están buscando en el lugar equivocado. Deberían estar en Las Vegas, investigando qué vidas destruyó allí. Una zorra como ésa nunca cambia, pueden estar seguros de que seguía con sus viejos trucos.
—¿Sabes qué había en la bolsa de plástico que llevaba? —preguntó Stride.
Sally negó con la cabeza.
—No lo vi.
—¿Y no llevaba nada más?
—Nada, sólo la ropa que tenía puesta. La misma que llevaba esa noche en Canal Park.
—¿El jersey de cuello de cisne blanco? —preguntó Stride.
—Sí.
—¿Y estaba rasgado por alguna parte?
—No me di cuenta —dijo Sally.
—¿Y el brazalete? —preguntó Stride—. ¿Todavía lo llevaba?
Sally cerró los ojos y se concentró.
—Creo que sí. Sí, estoy segura de que lo llevaba. Aún puedo verlo colgando de su muñeca.
Stride asintió, mientras estudiaba varias posibilidades.
—¿Dijo cómo pensaba salir de la ciudad? ¿Había quedado con alguien?
Sally sacudió la cabeza.
—No lo sé, de verdad que no. No dijo nada de escaparse.
«Pero iba a dejar la ciudad», pensó Stride. ¿Ocurrió algo más que cambió sus planes… en el establo, por ejemplo? Porque estuvo en el establo aquella noche, el brazalete la situaba allí. Sally la vio salir de su casa y, de algún modo, más tarde acabó en el establo, dejando tras de sí unas pruebas que apuntaban en dirección a Graeme Stoner. Y luego había desaparecido.
—Debiste de pensar en ello después —dijo Stride—. ¿Qué pensaste?
—Estaba tan desconcertada como los demás. Supuse que a lo mejor había hecho autostop y había seducido al tipo que la recogió para que cerrara la boca, o bien había engatusado a uno de los chicos del instituto para que la llevara a algún sitio.
—¿Pero tú no lo hiciste? ¿No sabes nada más?
—No, no lo sé. Y ahora, me gustaría volver con Kevin.
Stride asintió.
—Está bien, Sally.
La muchacha se levantó del sofá y pasó por delante de él, dejando a Stride y a Serena solos en el cuarto de la colada.
—¿Qué crees, Jonny? —preguntó Serena.
Stride miró las lavadoras y se preguntó si a Guppo le gustaría tener que levantarse en plena noche para recoger una bolsa gigante de ropa húmeda y sucia.
—Creo que Rachel está muerta y, aun así, continúa jugando con nosotros.