Serena estaba sola en la sala de juntas del sótano del ayuntamiento; la vista se le estaba empañando a medida que exploraba una montaña de papeles amarillentos. Página a página, los archivos de la investigación le iban relatando la historia de la desaparición de Rachel. La muchacha iba cobrando una existencia real ante sus ojos, como acababa ocurriendo siempre. Pero esta vez era como mirarse al espejo, incluidos el cabello azabache y los ojos esmeralda. Rachel podría haber sido su hermana gemela.
Eso le hizo pensar en su madre. «Es mi diablillo gemelo», solía decir de Serena cuando ésta era una niña, debido a su enorme parecido.
Pero el diablo era su madre. Era ella quien se vendía a un demonio por unos gramos de polvo blanco. Y quien vendía también a su hija pequeña.
Comprendía la ponzoña que Rachel albergaba en su corazón. No necesitaba leer más para saber qué clase de hombre era Graeme y qué clase de juego estaban jugando los dos. Podría haber sido ella. También Serena se había sentido asfixiada por el mismo deseo de venganza. La única diferencia era que ella había conseguido escapar, aunque en el fondo de su alma sabía que había sido por los pelos.
Serena miró el reloj; se sentía sola y angustiada a causa de los recuerdos, que también le hacían desear una copa, un deseo que resultaba peligroso. Eran poco más de las seis y hacía media hora que Maggie se había internado en la lluvia en busca de cena para las dos. Stride estaba desaparecido en combate. Había llamado a primera hora de la tarde para informar de que se encontraba al otro lado de la ciudad, haciendo de chico de los recados para los federales en un banco que había sido atracado.
Deseaba que volviera, pero también deseaba que se mantuviera alejado.
Aun así, su corazón dio un salto cuando oyó unos pasos en el vestíbulo. Hizo un gran esfuerzo por parecer tranquila y despreocupada, aunque no fuera así.
Pero no era Stride. Maggie entró tan campante en la sala de juntas, con el chubasquero empapado, una pizza en una mano y dos litros de Coca-Cola Light en la otra. La minúscula agente de policía asiática le sonreía.
—Entrega especial. Y es de salchicha, así que no me vengas con mierdas sobre pizzas vegetarianas o lo que sea que comáis en el oeste.
Serena se rió y abrió la caja, dejando que el aroma a mozzarella y cerdo sazonado invadiera la habitación. Maggie llenó dos vasos de plástico con el refresco, luego cogió una porción de pizza y se sentó, echando la silla hacia atrás hasta apoyarla contra la pared. Sus pies colgaban por encima del suelo.
—¿Ya has resuelto el caso? —preguntó.
—Sigo creyendo que lo hizo Graeme —dijo Serena, sonriendo.
—Sí, ésa era la alternativa más sencilla. ¿Sabes algo de Stride? Guppo ha telefoneado y me ha dicho que el jefe venía hacia aquí.
—No, no sé nada de Jonny.
Serena cogió una porción de pizza y la volvió a dejar intacta.
Maggie bebió un largo trago de Coca-Cola y luego, mirando a Serena, entornó los ojos, preocupada.
—¿Estás bien?
—Claro, ¿por qué?
Maggie se tocó el párpado.
—Ojos vidriosos. Lágrimas. ¿Qué ocurre?
—Ah, eso —dijo Serena. Sacudió la cabeza—. No es nada. Me he acordado de los malos tiempos. Hay algo en este caso que me toca muy adentro.
—Eso nos pasa a todos.
—¿Incluso a una cabeza dura como tú? —preguntó Serena, provocándola.
—A mí no, yo soy una roca —dijo Maggie—. Vamos, prueba la pizza, está deliciosa.
Serena volvió a coger una porción e hizo una primera tentativa. Se dio cuenta de que tenía hambre y empezó a comer con ganas. Se acabó el primer trozo y se dispuso a coger otro. Lo hizo bajar con la bebida, eructó alto y claro y soltó una risita descontrolada.
—Muy bonito —dijo Maggie, muy seria—. ¿Aceptas peticiones?
Serena se echó a reír otra vez y temió que la Coca-Cola se le saliera por la nariz. Maggie también se soltó y ambas se pasaron cinco minutos a carcajada limpia, antes de quedarse sin aliento. Serena acabó acalorada y sudorosa. Se secó la frente y se sonó la nariz con un pañuelo de papel.
—Eres demasiado —le dijo a Maggie.
—Gracias —dijo ésta con su mejor voz de Elvis—. Muchísimas gracias.
—Oh, vamos, no me hagas empezar otra vez.
Serena se apartó el pelo de la cara. Cerró los ojos y apoyó su silla contra la pared, como Maggie.
—Dime una cosa —dijo Maggie.
Serena había bajado sus defensas y estaba a punto de caramelo.
—Claro.
—¿Era auténtico el humo que vi salir de Stride y de ti en el aeropuerto?
Serena dejó caer su silla al suelo con estruendo y abrió los ojos. Una amplia sonrisa surcaba el rostro dorado de Maggie.
—¿Qué?
—Oh, no te hagas la inocente conmigo, pequeña. Sabes que le gustas. Stride no podría ocultarlo aunque quisiera. Y a mí me parece que a ti también te gusta.
—Maggie, está casado. Y acabamos de conocernos.
Maggie cogió otro trozo de pizza.
—Llámalo matrimonio, si quieres, pero hace mucho que está muerto. La gran D está a la vuelta de la esquina, gracias a Dios. Y olvídate del tiempo, socia. Es decir, ¿existe un tiempo adecuado? ¿Una semana? ¿Un mes? Yo no necesité más de un día para enamorarme de Stride.
—¿Tú?
Maggie asintió.
—Oh, sí. Me duró años.
—¿Qué ocurrió?
—No ocurrió nada. Él tenía una verdadera historia de amor por entonces. Cuando ella murió, me arriesgué. Pero estábamos hechos para ser amigos, no amantes. Afortunadamente, conocí a Eric y él consiguió ver más allá de mis cínicas bromas, el muy sinvergüenza. Y creo que Stride se puso un poco celoso, así que obtuve una satisfacción extra.
Serena sonrió débilmente.
—Tengo que admitir que me siento muy atraída por él.
—Pues lánzate.
—Sí, claro. No es tan sencillo. No me llaman Barbed Wire porque sí. Guardo oscuros secretos, grandes y feos.
—No conseguirás asustarle —dijo Maggie.
—Pues más le vale tener cuidado.
—¿Quieres acostarte con él?
—Claro que quiero, pero no lo haré.
—Creía que en Las Vegas todo el mundo tenía una vida sexual estupenda —dijo Maggie.
—Yo tengo una vida sexual fantástica, pero sola.
Maggie volvió a reírse con ganas.
—Si a ti te da resultado… Pero te aseguro que, si encuentras al tipo adecuado, nada puede sustituirlo.
Serena hizo una mueca. No estaba del todo convencida.
—Acabo de conocerle —repitió.
—Resístete si quieres, chica —dijo Maggie, suspirando—. Pero, ¿sabes?, me revienta que lo que yo intenté sin éxito durante años lo consiguieras tú con sólo bajarte del avión. Tampoco tienes unos pechos tan estupendos.
—Y un cuerno que no —replicó Serena.
Cuando regresó al ayuntamiento, Stride no supo cómo interpretar la química que se respiraba en la sala de juntas; sólo entendió que Maggie y Serena se habían hecho grandes amigas en el transcurso de la tarde. Dobló su abrigo húmedo sobre el respaldo de una silla y, con un gemido que delataba cansancio, se sentó y apoyó los pies en la mesa llena de arañazos.
—FBI —anunció—. «Fábrica de brillantes ideas».
—Basta con disfrutar del resplandor que emiten cuando piensan —le dijo Maggie.
Stride asintió.
—Me alegro de que creas eso. Le he dicho a K-2 que la próxima vez harás de canguro de los federales.
—Muchas gracias —dijo Maggie.
—¿Cómo ha ido con Dan Erickson? —preguntó Serena.
Stride volvió a gruñir y las puso al corriente de las amenazas de Dan.
—Ya te dije que era un gilipollas —dijo Maggie.
—Y tenías razón —admitió Stride. Y luego le explicó a Serena—: Maggie y Dan tuvieron una aventurilla hace unos años. Acabó fatal. Oí algo de que la casa de Dan se había incendiado.
—Eso fue una exageración —dijo Maggie—. Fue un abrigo Burberry, que se quemó accidentalmente con un cigarrillo.
—Ya, pero tú no fumas —le recordó Stride.
Serena se rió entre dientes.
—Sois fantásticos.
—¿Habéis encontrado algo mientras yo estaba fuera? —preguntó Stride.
—Hemos hecho grandes avances, pero con otro caso —dijo Maggie, guiñándole un ojo a Serena.
Stride vio que ésta le lanzaba a Maggie una mirada fulminante, se ponía roja como un tomate, cogía un sobre marrón y se ponía a leer. El sobre estaba al revés.
—¿Qué caso? —preguntó Stride.
—Un caso de locura, en realidad. La retorcida mente de Jonathan Stride.
Stride sonrió.
—¿Cobráis por horas?
—No podrías permitírtelo.
—Mejor para mí. Y en los ratos perdidos, ¿habéis hecho de policías mientras yo llevaba cafés a los del FBI?
Serena volvió a dejar el sobre en cuanto recuperó su entereza.
—No hemos encontrado ninguna respuesta. Pero al menos ahora conozco el caso.
—Muy bien, volvamos a la primera desaparición de Rachel —dijo Stride—. Apuesto a que, si supiéramos lo que ocurrió entonces, sabríamos por qué la han asesinado.
—Sólo que, hace tres años, todos nos equivocamos —dijo Maggie.
—Sí, pero ahora sabemos algo que entonces no sabíais —señaló Serena.
—¿Qué? —preguntó Stride.
—Que Rachel estaba viva.
Stride asintió. Se levantó y se sirvió una taza de café tibio. Se oía el zumbido persistente del aire acondicionado escupiendo una fría corriente sobre su cabeza.
—Es cierto. Y ¿qué más sabemos?
—Sabemos que Rachel estuvo en el establo aquella noche —dijo Maggie.
—¿Lo sabemos? —preguntó Serena—. ¿No es posible que las pruebas estuvieran preparadas a propósito?
—¿Acaso crees que un extraño misterioso fue allí con un cuentagotas y esparció la sangre de Rachel? —Maggie negó con la cabeza—. Rachel estuvo allí… y también en la parte de atrás del mono-volumen de Graeme. Las fibras de su suéter encajan.
—Y no sólo estuvo Rachel —le recordó Stride—. También tenemos las huellas de las zapatillas de Graeme en el establo, no lo olvidemos. ¿Recordáis las zapatillas que se compró y que no se pudieron encontrar? Eso significa que ambos estuvieron allí. No sé lo que ocurrió entre ellos, pero bastó para asustar a Rachel y obligarla a salir corriendo.
—Pero sabemos que Graeme no la mató —dijo Serena.
Stride continuó explicándole a Serena su teoría alternativa sobre lo que podía haber ocurrido entre Rachel y Graeme aquella noche en el establo, y cómo Rachel podía haber pedido a un amigo que la ayudara a escapar.
Serena se quedó mirando el techo, asintiendo pensativa. Se apartó el cabello de los ojos y tomó un largo sorbo de su Coca-Cola Light.
—No está mal. Pero eso nos deja sin ningún motivo evidente por parte de nadie de Duluth para matarla tres años después.
—Exceptuando a Dan —dijo Maggie con una sonrisita.
—Si Rachel huyó, ¿quién la ayudó? —preguntó Serena—. ¿Dayton? Todavía me hace sospechar el hecho de que se recorriera el Strip arriba y abajo en busca de la pequeña y descarriada Rachel.
Stride negó con la cabeza.
—Dayton y Emily estaban en Minneapolis aquel viernes por la noche. Tuvieron una aventura.
—A no ser que Rachel telefoneara a su madre —dijo Serena.
—Creo que Emily es la última persona a la que Rachel habría llamado —dijo Stride.
Maggie frunció los labios.
—Todo esto nos lleva de nuevo hasta Sally. Sabemos que vio a Rachel la noche en que ésta abandonó la ciudad y que mintió sobre ello desde el principio. Y hubiera sido muy desgraciada de haber vuelto Rachel a Duluth para saludar a Kevin después de todos estos años.
Stride sacó su teléfono móvil.
—Sally y Kevin viven juntos en un apartamento cerca de la universidad. He intentado llamarles antes, pero no contestan.
Volvió a marcar. Cinco tonos más tarde, cuando estaba a punto de colgar, oyó una voz femenina al otro lado de la línea.
—¿Hola? ¿Sally? —Stride frunció el ceño y escuchó—. ¿Sabes dónde puede estar? Soy un amigo suyo y necesito hablar con ella cuanto antes.
Esperó la respuesta y luego colgó con una breve despedida.
—Parece ser que Kevin y Sally tienen que volver esta noche. He hablado con su vecina, que les cuida el gato. Llevan dos semanas recorriendo el país en coche. Hasta el Gran Cañón.
—Vaya, vaya —dijo Maggie.
—I-15 —añadió Serena—. Seis horas hasta Las Vegas.