Capítulo 39

Stride recogió a Serena en el motel el viernes por la mañana, poco antes de las nueve. Llamó a la puerta y cuando ella contestó, recién salida de la ducha, tenía el pelo mojado y la piel reluciente. Había moderado su vestuario y llevaba puestos unos vaqueros azules desteñidos, una ajustada camiseta azul marino y botas de cowboy. Le recibió con una sonrisa.

—Hola, Stride —dijo—. Entra. Enseguida estoy.

La ducha había dejado la pequeña habitación húmeda y fragante. El espejo que había junto al televisor estaba empañado. Vio su maleta abierta encima de la cómoda, con su ropa doblada dentro. Entre dos paredes, había una cama de matrimonio encajada.

—Siento lo de la habitación —dijo él—. En verano es temporada alta.

Serena se encogió de hombros.

—No pasa nada.

Se sentó en el borde de la cama y se puso unos pequeños pendientes de plata. Parecía acariciarse los lóbulos con los dedos. Stride se dio cuenta de que no podía apartar los ojos de ella. Serena levantó la mirada y lo vio y, tras un prolongado silencio, miró a otra parte, nerviosa.

—He telefoneado a la madre de Rachel desde el móvil mientras venía hacia aquí —dijo él, incómodo—. Por fin he logrado contactar con ella. Podemos ir allí primero.

—¿Le has dado la noticia?

Stride sacudió la cabeza.

—No, sólo le he dicho que quería hablar con ella. Puede que sospeche algo.

Serena se puso en pie. Estaban lo bastante cerca como para besarse y Stride sintió un deseo salvaje de hacerlo.

—Será mejor que nos vayamos —dijo.

Una vez fuera, subieron a la furgoneta de Stride. Los asientos estaban medio desmontados y el salpicadero estaba oculto bajo un montón de notas relacionadas con distintas investigaciones. En el portavasos descansaba un vaso de café del día anterior y parte del periódico de Duluth estaba desparramado por el suelo. Serena vio que él se sentía avergonzado y sonrió.

—No te preocupes, me gustan los coches con vida interior. ¿De cuándo es ese café?

—De hace bastante.

—¿Tenéis algún Starbucks[3] por aquí?

—Aún no. Lo máximo que tenemos es un McDonald’s. ¿Quieres que vayamos?

—De acuerdo.

Pidieron dos cafés humeantes y Stride tiró el viejo. También pidió unas patatas con cebolla, que fue mordisqueando mientras conducía. Serena descolgó el brazo por la ventanilla. La brisa que entraba del exterior alborotaba su cabello recién cepillado, mientras se tomaba su café sorbo a sorbo. Stride la miraba de vez en cuando y, en un par de ocasiones, ella le devolvió la mirada. No dijeron gran cosa.

En la carretera había restos de niebla baja y él encendió las luces para entrar y salir de aquellos tramos brumosos. En lo alto de la colina, desde la que dominaban el resto de la ciudad, vio que Serena se asomaba y contemplaba el lago que se vislumbraba entre la neblina.

—Es fantástico —murmuró—. Cuando llevas mucho tiempo viviendo en el desierto, te olvidas del agua y de los árboles.

—Yo nunca he estado en el desierto —dijo Stride.

—¿Nunca? Pues deberías. Es hermoso, a su manera.

—¿Naciste en Las Vegas? —preguntó Stride.

—No, en Phoenix. —Vio que sus ojos verdes se volvían más distantes y supuso que había pisado un terreno delicado—. Me mudé a Las Vegas con una amiga a los dieciséis —añadió.

—Qué joven —dijo él, preguntándose de qué habría huido, aunque Serena no entró en detalles.

Stride continuó por la carretera de curvas hacia la autopista y se dirigió al sur, que era el camino más rápido para llegar al barrio donde vivían Emily y Dayton Tenby. Se habían casado cuando Emily todavía estaba en la cárcel, de donde había salido hacía seis meses bajo libertad condicional.

—Me estoy congelando —dijo Serena, frotándose los brazos.

—Llevo un jersey en el maletero. ¿Quieres que te lo coja?

Serena asintió, arrugando la nariz.

—Huele a tabaco. ¿Fumas?

—Antes sí —admitió Stride—. Lo he dejado, hará cosa de un año. Pero el olor permanece.

—¿Te costó?

Stride asintió.

—Pero el año pasado vi a otro tipo del cuerpo morir de cáncer. Sólo tenía diez años más que yo y eso me asustó.

—Bien por ti —dijo Serena.

Stride encontró la casa de Dayton y Emily sin dificultad, pues sólo estaba dos edificios más allá de la iglesia que él y Maggie habían visitado bajo la nieve, hacía más de tres años. Aparcó y cogió un jersey de lana de color ladrillo del maletero. Serena se lo puso mientras se dirigían hacia la entrada y se lo arremangó, dejando sus antebrazos al descubierto.

—Eres mi salvador —le dijo, y le apretó el brazo.

Emily abrió la puerta a la primera. Stride esperaba que la cárcel la hubiera envejecido, pero en todo caso, parecía más joven que durante los sombríos días del juicio. Estaba bien maquillada y llevaba los labios pintados de rojo claro. Sus ojos azules, antes tristes y sin vida, volvían a brillar, y lucía una bonita melena corta. Vestía unos pantalones marrones y una camiseta blanca y holgada de algodón.

—Hola, teniente —dijo—. Cuánto tiempo.

—Sí, mucho. Tiene buen aspecto, señora Tenby.

—Por favor, llámeme Emily —dijo con amabilidad.

—Por supuesto. Le presento a Serena Dial, del departamento del sheriff del condado de Clark, en Las Vegas, Nevada.

Emily levantó las cejas.

—¿Las Vegas?

Serena asintió. Emily frunció los labios con gesto de preocupación. Abrió la puerta del todo y les invitó a entrar.

—Dayton está en la sala. Siento que no nos encontrara ayer; recibimos su mensaje, pero llegamos a casa muy tarde. Nuestro vuelo se aplazó dos horas y aún nos quedaba un largo trayecto en coche.

—¿Estaban de vacaciones? —preguntó Serena.

—A medias. Fuimos por el trabajo de Dayton. Se celebraba una convención eclesiástica en San Antonio, en Riverwalk. Nos quedamos unos días más hasta completar la semana.

Les condujo hacia la sala. Dayton Tenby estaba sentado en el sofá y se levantó inmediatamente para estrecharles la mano. El párroco tenía el pelo completamente gris, aunque ya le quedaba muy poco, excepto en la coronilla. Había ganado algo de peso, el suficiente para no parecer tan poca cosa como cuando Stride le vio por primera vez. Llevaba pantalones grises de vestir, una camisa blanca almidonada y un chaleco acrílico negro.

Emily y Dayton se sentaron el uno junto al otro en un asiento para dos y se cogieron de la mano. Stride y Serena se sentaron enfrente, en el sofá. Stride pudo constatar que el matrimonio les sentaba bien a los dos. A pesar de que se llevaban más de diez años, se les veía felices.

—Quiero que sepa, teniente, que sigo sin arrepentirme de lo que hice —dijo Emily—. No me importa pagar mi deuda con la sociedad, pero si pudiera volver atrás haría lo mismo.

Stride vaciló.

—Lo comprendo.

Dayton los miró a los dos.

—Suponemos que no han venido sólo de visita. Deben de traer alguna noticia.

—Sí, así es —dijo Stride—. Les quiero advertir que puede afectarles bastante.

—La han encontrado —dijo Emily.

—Sí, la hemos encontrado, pero no bajo las circunstancias que podrían esperar. Hace unos días, la señorita Dial tuvo que acudir al desierto, a las afueras de Las Vegas, donde habían hallado el cuerpo de una joven. Me temo que era Rachel. —Hizo una pausa y continuó—. Llevaba muerta muy poco tiempo, tan sólo unos días. Al parecer, durante estos tres últimos años Rachel estaba viva.

—¿Viva? —murmuró Emily, abriendo los ojos de par en par—. ¿Todo este tiempo?

Vio que Emily apretaba la mano de Dayton con fuerza, cerraba los ojos y apoyaba lentamente la cabeza en su hombro.

—¿Cómo ha muerto? —preguntó Dayton.

—Lo siento —les dijo Serena con suavidad—. La han asesinado.

Dayton sacudió la cabeza.

—¡Oh, no!

Emily se enderezó, frotándose los ojos. Cogió un pañuelo de papel de una caja que había encima de la mesa y se sonó. Pestañeó e intentó mantener la compostura.

—¿Me está diciendo que Graeme no asesinó a mi hija?

—Así es —dijo Stride.

—¡Oh, Dios mío! —Se volvió hacia Dayton—. Yo lo maté. ¡Y no fue él! ¡Estaba viva!

—Tal vez no la asesinó, pero eso no significa que fuese inocente —le dijo Dayton.

—Lo sé, lo sé. Pero ella se habrá estado riendo de mí dondequiera que estuviera. ¡Me tendió una trampa para que lo matara!

—¿Tienen alguna idea de lo que pudo ocurrir? —le preguntó Dayton a Serena—. ¿De quién la mató?

—Todavía estamos investigando —dijo Serena—. Sé que es un momento muy duro para ustedes, pero tengo que hacerles algunas preguntas: ¿tenían algún motivo para creer que su hija aún estaba viva? ¿Intentó ponerse en contacto con ustedes alguna vez?

Dayton y Emily miraron a Stride.

—Sólo la postal que usted nos enseñó —dijo Dayton.

Stride explicó a Serena que había recibido una postal poco después de celebrarse el juicio, con matasellos de Las Vegas.

—¿Seguisteis la pista? —preguntó Serena.

—Hasta donde nos fue posible. No había huellas en la postal ni muestras de ADN en el sello. Di aviso a la policía de Las Vegas y les pregunté si podían investigar, pero no les gustó la idea de utilizar sus recursos para buscar a una fugitiva de dieciocho años que podía o no estar muerta y que podía o no estar en Las Vegas.

—Seguramente, yo en su lugar habría actuado de la misma forma —admitió Serena.

Stride asintió.

—También yo investigué, señorita Dial —anunció Dayton.

Tanto Stride como Serena lo observaron sorprendidos. Dayton hizo una pausa para pedirle permiso a Emily con la mirada. Ella le animó con un gesto.

—A mí, esa postal… En fin, me pareció exactamente la clase de juego al que Rachel jugaría. Para burlarse de nosotros. Me convencí de que estaba viva. Emily estaba en la cárcel, por supuesto, y yo no quería que el rastro se enfriara. Así que fui en su busca.

—¿A Las Vegas? —preguntó Stride.

—Sí, una semana. Cuando me dijo que la policía de allí no le había ayudado, decidí acercarme hasta allí. Por Emily. Merecía saber la verdad.

—¿Y por dónde empezó a investigar? —preguntó Serena.

—Bueno, ya sé que suena un poco a los Hardy Boys[4] —le dijo Dayton—. Me llevé una foto de Rachel y me dediqué a pasearme por los casinos y a enseñársela a los empleados de seguridad. Ya saben, para ver si alguien la había visto. Allí vigilan muy de cerca a todo el mundo, a juzgar por los programas de televisión. Simplemente supuse que, si se encontraba allí, estaría trabajando en un casino. Al parecer, todo el mundo lo hace. Así que me recorrí el Strip, el Downtown, y luego los de la periferia.

—¿Y la encontró? —preguntó Stride.

Dayton sacudió la cabeza tristemente.

—Ni rastro. Nadie la había visto. Transcurrida una semana, comencé a pensar que todo había sido un error, que la postal no era de Rachel.

—¿Ha vuelto a Las Vegas desde entonces? —preguntó Serena.

—No, nunca.

—¿Han tenido otro motivo desde entonces para creer que Rachel podía estar viva? —preguntó Stride, mirándoles a ambos a los ojos—. ¿Alguna comunicación extraña? ¿Llamadas telefónicas?

—Nada de nada —dijo Emily—. Francamente, yo nunca lo creí, al contrario de Dayton. Nunca pensé que estuviera viva.

—¿No? ¿Por qué? —preguntó Serena.

Una irónica sonrisa se dibujó fugazmente en el rostro de Emily.

—Yo estaba en la cárcel. Estaba segura de que, de haber seguido viva, Rachel hubiera encontrado la forma de reírse de mí, en mi cara.

Stride asintió.

—Ya les hemos robado bastante tiempo —dijo.

Se levantó y Serena lo imitó.

—¿Qué tenemos que hacer para poder disponer del cuerpo de Rachel? —preguntó Dayton.

—Haré que alguien les telefonee —dijo Serena—. Trasladaremos su cadáver lo antes posible; es una investigación criminal, compréndanlo. Pero quiero advertirles algo, si no les importa: puede que prefieran no ver el cuerpo. La encontramos en el desierto y, en fin, no es un lugar compasivo con los restos humanos.

Emily tragó saliva.

—Entiendo.

Se estrecharon las manos y Dayton les acompañó a la puerta. Serena obsequió al sacerdote con una leve sonrisa.

—Una vez más, lo siento mucho. Espero que al menos disfrutasen de unas buenas vacaciones.

Dayton vaciló.

—Ah, sí, estuvo bien. Gracias.

—Me encanta Riverwalk, en San Antonio —continuó Serena—. ¿Dónde estuvieron?

—La convención fue en el Hyatt.

—¿Tuvieron oportunidad de salir de la ciudad?

—La verdad es que no. Visitamos el Álamo y cosas por el estilo.

—Claro —dijo Serena.

Dayton le tocó el hombro cuando ella se giró para marcharse.

—¿Puedo preguntarle algo? —dijo. Serena asintió—. Estaba pensando si usted sabe lo que hacía Rachel, dónde trabajaba. Se me ocurre que tal vez, si hubiera investigado un poco más…

—Trabajaba en un club de striptease —respondió Serena con crudeza.

Dayton se humedeció el labio con la lengua.

—¡Oh! Bueno… No busqué en esa clase de sitios.