A cualquiera que se subía con ella, Maggie confesaba que su cuerpo no estaba diseñado para conducir una camioneta. Estaba sentada encima de un listín telefónico para poder ver por encima del volante, y los pedales del freno y el acelerador llevaban unos tacos para que sus pies los alcanzaran. Dos años atrás, antes de casarse con Eric Sorenson, tenía un diminuto Geo Metro. Pero Eric, ex nadador olímpico, no cabía en su cochecito, por lo que su primera adquisición conjunta fue un vehículo mucho más grande, que Eric podía conducir sin tener que pegar las rodillas al pecho.
A Stride no le gustaba ir en coche con Maggie. Para empezar, no era la mejor conductora del mundo, y aquellos apaños provisionales para hacer que su cuerpo fuese compatible con la camioneta no ayudaban en nada. Además, sospechaba que Maggie conducía de forma más temeraria cuando iba con él, por pura maldad. Se pasaba el trayecto intentando no hundir el pie en un freno imaginario o no crisparse de forma audible cada vez que se salvaban por los pelos.
Era jueves por la noche. El avión de Serena Dial procedente de Las Vegas, vía Minneapolis, llegaría al cabo de media hora. Mientras dejaban el lago a sus espaldas, camino de Miller Hill hacia el aeropuerto de Duluth, el viento que aullaba a través de las ventanas abiertas se volvía cada vez más cálido.
Maggie sacudió la cabeza. El semáforo que tenían enfrente se puso en rojo y ella tocó la bocina mientras cruzaba, sin aminorar.
—Estaba viva todo este maldito tiempo —dijo Maggie—. A Archie Gale le va a encantar.
Stride asintió, cansado.
—Y Dan no se pondrá muy contento cuando sepa que procesó a un hombre por el asesinato de una chica que no estaba muerta. No creo que eso sea un buen empujón para su campaña.
—¿Se lo has dicho ya? —preguntó Maggie.
—Todavía no. Le pregunté a K-2 si podía dejarlo para mañana. La detective de Las Vegas, Serena, ha estado de acuerdo con mantenerlo en secreto hasta que podamos hablar con Emily.
Maggie frunció el ceño.
—Espero que Emily no se venga abajo. Imagínate matar a tu marido por haber asesinado a tu hija y luego descubrir que era inocente.
Stride se encogió de hombros.
—De su asesinato, tal vez; pero sigo creyendo que Graeme se acostaba con Rachel.
—La pregunta es: ¿qué diablos le ocurrió?
—Alguien tuvo que ayudarla a desaparecer —dijo Stride—. Es imposible qué abandonase la ciudad por su cuenta, habríamos encontrado algún rastro de ella. Tal vez consiguió que alguien la llevara a Minneapolis. Allí se disfrazó y cogió un autobús. El encubridor volvió a Duluth y mantuvo la boca cerrada.
—¿Y las pruebas que encontramos en el establo? ¿El brazalete, la sangre y las huellas?
—Lo sé, ése es el problema. Sabemos que Rachel estuvo en el establo aquel viernes por la noche. —Stride se frotó el labio inferior y miró a través de la ventana cómo pasaban de largo los restaurantes de comida rápida y las licorerías—. Está bien. ¿Qué me dices de esto? Rachel llega a casa esa noche. Graeme quiere un revolcón, ya que Emily está fuera de la ciudad. Rachel y él van hasta el establo, pasan a la parte de atrás del coche y comienzan a empañar los cristales.
Maggie frunció el ceño.
—¿Y para qué quieren ir al establo? No hay nadie en casa, ¿por qué no lo hacen en el dormitorio y ya está?
—¿Quién sabe? A lo mejor el establo era su nido de amor. A lo mejor Graeme no le dijo lo que tenía en mente. En fin, sea como sea, ella sale de allí. Pero algo se pone feo. A lo mejor Rachel se niega, y no es eso lo que Graeme quiere oír. O a lo mejor están jugando a un juego perverso con el cuchillo y se les empieza a ir de las manos. Rachel se las arregla para salir del coche y él la persigue. Luchan, ella pierde el brazalete, se le rompe el jersey. Él la arrastra otra vez adentro.
—¿Y luego qué? —preguntó Maggie—. Recuerda que no la mató.
—Ya lo sé. De repente, Graeme entra en razón. Nunca antes había llegado tan lejos y se asusta, como si le hubieran echado un jarro de agua fría. O a lo mejor es como le ocurrió con Sally: oye que se acerca otro coche y se larga de ahí. Finge que todo ha sido un error, lleva a Rachel a casa y le pide que lo olvide todo.
Maggie frenó en seco cuando otro automóvil se interpuso delante de ellos. Pasó chirriando al carril izquierdo y adelantó al otro coche con un gruñido, lanzando una mirada asesina a través de la ventana.
—Pero cuando llegan a casa, Rachel está cagada de miedo —especuló Maggie.
—Igual que yo —dijo Stride.
—Pobrecito. Tú me enseñaste a conducir así, ¿sabes? ¿Y qué ocurre luego? Rachel está asustada. Está harta.
—Correcto. Llama a un amigo y le dice: «Sácame de aquí». Y se va.
—Muy bien —reconoció Maggie—. Entonces, ¿por qué no se llevó su coche? ¿Por qué no cogió algo de ropa?
Stride se mordió el labio, pensativo.
—Por miedo, tal vez. No quiere que la encuentren y el vehículo es fácil de rastrear. Y se niega a quedarse ahí ni un minuto más, ni siquiera para coger su ropa. A lo mejor cree que Graeme va a intentarlo de nuevo, así que ni siquiera entra en la casa con él.
Maggie salió de la carretera principal para adentrarse en otra más solitaria que conducía al aeropuerto. Inmediatamente aceleró hasta llegar a ciento veinte y el salpicadero comenzó a temblar.
—Si tenemos razón, eso significa que alguien sabía que Rachel estaba viva. Y sea quien sea no abrió la boca, a pesar de que se juzgó por asesinato a un hombre inocente.
Stride asintió.
—Si Rachel le explicó lo que había ocurrido en el establo, tal vez pensó que Graeme estaba teniendo su merecido.
—¿Y por qué no explicó Graeme lo que ocurrió?
—¿Graeme? ¿Decir la verdad? —se rió Stride—. Ni pensarlo. Si admitía que se acostaba con la chica, estaba acabado, estoy seguro de que Gale se lo advirtió. Nadie creería su historia. Era mejor decir que nada de eso había ocurrido.
—Muy bien, desarrolla un poco más tu teoría: ¿quién es el amigo misterioso?
—No lo sé —dijo Stride—. Nunca me pareció que Rachel tuviera amigos. Al menos, ninguno en el que pudiera confiar.
—Excepto Kevin.
Stride asintió.
—Sí, excepto Kevin. Pero, ¿puedes imaginártelo guardando silencio? No parece la clase de tipo que sabe mentir ante un tribunal.
—Ya, ¿y Sally? Sabemos que ocultaba algo. Diablos, sabemos que fue a casa de Rachel aquella noche. Y me imagino que no le entristecería mucho que Rachel se marchase para siempre. Así dejaría en paz a Kevin.
Stride juntó las piezas en su cabeza.
—Es una hipótesis interesante.
—¿Crees que deberíamos hablar con ella?
—Sin duda —dijo Stride—. Rachel ya no volverá para seducir a Kevin. Y Stoner ya no pinta nada. Puede que esta vez nos diga la verdad.
Maggie cogió la entrada del aeropuerto de Duluth y continuó por el camino de curvas que conducía a la terminal. Ésta era apenas más grande que un campo de fútbol y su forma era triangular, coronada por un abrupto tejado marrón chocolate. Maggie condujo hasta el fondo de la terminal y aparcó, dejando su placa en el salpicadero. Atravesaron la enorme puerta giratoria de la planta baja de la terminal, que estaba casi vacía, y subieron las escaleras mecánicas hasta el segundo piso. Por los altavoces sonaba una suave música country. Stride reconoció la agradable voz de Vince Gill.
Aún quedaba un buen rato antes de que llegara el avión. Stride metió un cuarto de dólar en una máquina del millón, un modelo de dos niveles adornado con una chica de pechos descomunales con una microfalda, que le apuntaba a la cara con una pistola y gritaba: «Méteme». Él había sido bastante bueno en sus tiempos de instituto, pero a diferencia de montar en bici, aquello se olvidaba con los años. La primera bola se escabulló justo por el medio. La segunda dio unas vueltas por arriba, haciéndole ganar unos cuantos miles de puntos, antes de escurrirse por el corredor de la muerte de la izquierda. Para cuando estaba en la tercera, ya había recuperado cierto ritmo y hacía girar las caderas mientras golpeaba las palancas con la base de las manos. Maggie fue a buscar una Coca-Cola a la máquina de bebidas y se la bebió mientras le miraba jugar.
—¿Esa poli de Las Vegas cree que la mató alguien de Duluth?
Stride se encogió de hombros sin apartar los ojos de la máquina.
—No ha dicho nada, sólo que el rastro conducía hasta aquí.
—Serena Dial —dijo Maggie—. Sonaba bastante seca por teléfono. Seguro que está buena.
—¿Por qué lo dices?
—Es de Las Vegas. Todas las chicas de Las Vegas son guapísimas.
—Nunca he estado allí —dijo Stride.
—Tienes que salir más, jefe.
—Bueno, mi idea de unas vacaciones es estar solo en el bosque, no rodeado de miles de personas en Coney Island.
Se distrajo y casi perdió la bola, pero la recuperó en el último segundo con un hábil golpe.
—¿Solo? —preguntó Maggie.
—Ya sabes lo que quiero decir.
El edificio tembló a medida que se oía un estruendo cada vez más cercano. Un motor a reacción rugía mientras el avión aterrizaba en la pista. Stride vio que una azafata emergía de la escalera mecánica mascando chicle, camino de la puerta número uno. Apartó los ojos de la máquina el tiempo suficiente para dejar que la bola plateada se colara por el hueco y el juego finalizara.
Maggie y él se dirigieron a la puerta.
—¿Cómo la reconoceremos? —preguntó Maggie.
—Ya improvisaremos.
No fue ningún problema reconocer a Serena. Todos los pasajeros del vuelo eran típicos habitantes de Minnesota, vestidos con ropa discreta y mezclándose entre los demás sin llamar la atención. Pero Serena Dial no. Destacaba entre todos los pasajeros con tanta fuerza como una pieza de cristal entre una hilera de vasos de plástico de Burger King. Llevaba unos pantalones de cuero de color azul celeste que se ajustaban a sus largas piernas como una segunda piel. Una cadena de plata rodeaba su cintura a modo de cinturón y los extremos le colgaban entre las piernas. Llevaba una camiseta blanca de una talla pequeña que no alcanzaba para cubrir toda la superficie de su terso estómago. La gabardina de piel negra le llegaba a los tobillos. Su cabello era negro, brillante y seductor.
—Uauh —dijo Maggie.
Stride no recordaba haber visto a una mujer tan atractiva en toda su vida. Y se le ocurrió que si Rachel hubiese podido crecer, tal vez se habría parecido a ella.
Serena se detuvo en la puerta y observó a la gente a través de sus gafas de sol de color miel. Localizó a Stride y a Maggie de inmediato y, con una ligera sonrisa, avanzó majestuosamente hacia ellos. Todos los que la rodeaban seguían cada uno de sus movimientos, pero a ella no parecía afectarle en nada.
—¿Stride? —preguntó.
Con los zapatos de tacón, era tan alta como él y le miraba fijamente.
—Así es. —Se encontró mirándola a los ojos. Flirteando—. Ésta es mi compañera, Maggie Bei, la que miente sobre mis habilidades al teléfono.
—Me llamo Sorenson —dijo Maggie—. Siempre se olvida de que estoy casada. —Tomó nota del modo en que Stride y Serena se miraban el uno al otro y sonrió con complicidad—. Y al parecer, olvida que él también lo está.
Stride dirigió a Maggie una mirada diabólica y ella le sacó la lengua.
—Me encanta tu uniforme —añadió Maggie—. ¿Todas las chicas policía tienen que llevarlo en Las Vegas?
Serena se quitó las gafas de sol y repasó a Maggie de los pies a la cabeza. Su sonrisa se volvió más pícara.
—Sólo las que tenemos tetas, cariño.
Maggie se rió en voz alta y se volvió hacia Stride.
—Me gusta.
Stride echó otro vistazo al cuerpo de Serena y no trató de ocultar su interés.
Sintió una especie de descarga eléctrica cuando ella le devolvió la mirada.
—Ahora estás en Minnesota —le dijo Stride—. Aquí existe un código de vestuario.
—Aburrido, ¿no?
—Exacto.
—Bueno, vosotros dos no parecéis tan aburridos —dijo Serena.
Maggie se rió.
—Espera a conocernos.
Se alejaron de la puerta de llegada. Las cabezas se seguían girando en dirección a Serena cuando pasaba por delante. Maggie y Stride se quedaron unos pasos atrás y Maggie, riéndose, se le acercó y susurró:
—¿Queréis que os deje solos?
—¡Oh, cállate! —replicó Stride.
En la planta baja recogieron una Samsonite que hacía juego con los pantalones de Serena. Ésta levantó la maleta de la cinta y resopló a causa del peso.
—Joder, ¿has traído el cadáver contigo?
Serena se rió.
—Oh, lo siento, ¿es que aquí no es el procedimiento correcto?
Volvieron a atravesar la puerta giratoria. El ambiente seguía siendo cálido, pero una brisa soplaba desde las colinas. Serena se puso las gafas de sol otra vez y respiró hondo.
—Dios mío, esto es fantástico. Aire fresco. Huele a invierno.
—Bueno, en invierno hace un poco más de frío —dijo Stride.
—Unos cuarenta grados menos —dijo Maggie.
Serena asintió.
—Sí, me informé sobre Minnesota en internet y la verdad es que parecía el congelador de América. Pero está bien. En casa estamos a cincuenta grados. Te asas. Pon el horno a calentar y luego mete la cabeza dentro: así es Las Vegas.
—Yo me casé en Reno —le explicó Maggie.
—¿Sí? Me gusta Reno. Me encantan las montañas. Siempre digo que algún día dejaré el desierto de una maldita vez.
—¿Estás casada? —le preguntó Maggie.
Serena negó con la cabeza.
—No.
Llegaron a la camioneta de Maggie. Serena se sentó en el asiento de atrás y se inclinó con naturalidad hacia el de delante para hablar con Stride mientras ellos dos entraban. Éste notó que ella le rozaba el cuello con el hombro y sintió un ligero perfume. Su aliento era dulce. Estaba incómodamente atento a todo lo que tenía que ver con esa mujer.
—¿Estás absolutamente segura de que el cuerpo que encontrasteis en el desierto pertenece a Rachel Deese? —le preguntó Maggie.
Serena asintió.
—Del todo. Sus huellas encajan con las de vuestro archivo. Además, un testigo identificó su foto de un recorte de periódico. Lo siento mucho, sé que eso os pone en una posición incómoda.
—Ya estamos acostumbrados —dijo Maggie, riendo entre dientes.
—¿Lo sabe alguien más? —preguntó Serena.
Stride negó con la cabeza.
—Sólo nosotros y el jefe. No quería que se filtrara, pensé que primero había que informar a la madre. Los periódicos y la televisión se volverán locos en cuanto empecemos a hacer preguntas.
—Sí, me imagino que es una gran noticia. Leí el reportaje del periódico. Un caso curioso. En vuestro lugar, yo también habría pensado que estaba muerta.
—Gracias —dijo Stride.
—En cualquier caso, después de contárselo a la madre, creo que deberíamos abrir los archivos del caso y empezar a investigar a los amigos de la chica y a todos los que la conocían.
Stride se dio la vuelta en su asiento. Estaba a sólo un par de centímetros de su cara.
—¿Cómo ayudará eso a resolver un asesinato de Las Vegas?
Serena se quitó otra vez las gafas y Stride miró el fondo de aquellos ojos de jade. Al principio, al verla salir del avión, había pensado que era más joven. Pero de cerca se apreciaba con claridad la madurez de su rostro. Las líneas de su sonrisa eran profundas. Tendría unos treinta y cinco, para Stride seguía siendo joven, pero su expresión estaba dotada de una sensibilidad mayor y más sabia. Sonreía a menudo y con facilidad y sus ojos parecían bromear con él. Pero también percibía una cierta distancia, una falta de confianza, que flotaba entre ellos como una delgada película. Se preguntó si sería porque ella notaba la misma química sexual.
Se dio cuenta de que no había contestado a su pregunta.
—¿Y bien, Serena? —preguntó Maggie, mirándolos de reojo.
—Diría que el Range Bank os resulta familiar —dijo Serena.
—Claro —dijo Stride—. Es mi banco y el de media ciudad. ¿Qué importancia tiene?
Serena se acercó aún más.
—La policía criminal encontró parte del recibo de un cajero automático en el apartamento de Rachel. Así que o estuvo aquí recientemente, o alguien le hizo una visita.