Capítulo 37

Stride oyó a Andrea levantarse de la cama a las seis en punto de aquella mañana de jueves para ir al trabajo. Abrió los ojos sin moverse y la vio, en la oscuridad de su dormitorio, mientras se sacaba el camisón blanco por la cabeza y se bajaba las bragas. Su cuerpo desnudo se había vuelto más mullido y generoso en aquellos tres años, pero seguía siendo atractivo.

—Hola —dijo él suavemente.

Andrea no le miró.

—Hola.

—¿Cómo dices que te llamabas?

Ella sacudió la cabeza.

—No tiene gracia, Jon.

—Lo sé. Lo siento.

La noche pasada, él y Maggie habían interrogado a un sospechoso relacionado con las mafias asiáticas del narcotráfico hasta pasada la una de la madrugada. Había habido bastantes noches como aquélla en los últimos meses.

—Estaría bien que llamases de vez en cuando —dijo Andrea—. Llevo tres noches seguidas sin saber a qué hora vas a volver. No te preocupas por mí. Nunca lo haces.

—Este caso… —comenzó Stride.

—No me importa el caso —dijo ella—. Si no fuera éste, sería cualquier otro.

Stride asintió sin replicar: tenía razón. Y cada vez era peor. Era consciente de que se encargaba de aspectos de la investigación que en realidad debería delegar en otros. Hasta K-2 lo había advertido y le había preguntado sin rodeos si buscaba excusas para no irse a casa. Él había contestado que no, pero en el fondo no estaba seguro.

—¿Cómo está Denise? —preguntó él—. Me da la sensación de que no te veo desde entonces.

—Porque es verdad. No me has preguntado nada. ¿Acaso te importa? Ya no sabes nada sobre mí.

Andrea esperó, con las manos en la cintura. Cómo él parecía no tener nada más que decir, se dio la vuelta y se metió en el cuarto de baño, cerrando la puerta con un golpe brusco. Oyó correr el agua de la ducha.

El problema había comenzado hacía un año. Habían pasado dos años de una relativa tranquilidad, evitando los conflictos a base de no hablar de ellos, pero recientemente se había abierto la veda de los problemas entre ellos. Empezó con el tema de los hijos, que Andrea deseaba tener desesperadamente y Stride no. Ya era demasiado mayor, tendría más de sesenta cuando los niños se marcharan de casa.

Pero Andrea insistió. Dieciocho meses después de casarse, dejó de tomar la píldora, con el remiso beneplácito de él. Hacían el amor a cualquier hora del día, hasta el punto de que ya no había nada romántico en ello. Y a pesar de los esfuerzos, no obtuvieron resultados. Él intentó parecer decepcionado por el hecho de que no pudieran procrear, pero temía que el alivio que sentía se reflejara en su rostro. Sabía lo que Andrea pensaba: que si hubiera tenido un hijo con su primer marido, éste nunca la habría abandonado y su vida seguiría siendo perfecta. Y temía que, si volvía a fallar, también acabaría perdiendo a Stride. Así que tenía que quedarse embarazada.

Pero el niño no llegaba.

Él le aseguró una y otra vez que no le importaba, pero la tristeza se fue apoderando poco a poco de Andrea, y en el ultimo año ésta se agudizó. Sin duda, iban camino de convertirse en unos extraños el uno para el otro.

Stride la oyó cerrar la ducha. La puerta se abrió y Andrea se quedó en el umbral, observándole, desnuda. Vio las gotas de agua deslizarse por su piel, goteando sobre la moqueta. Se mordía el labio inferior y podía vislumbrar su rostro entre las sombras lo bastante bien como para darse cuenta de que había llorado. Se quedaron mirando largo rato, en silencio. Era como si ella le hubiera leído el pensamiento y se hubiera asustado.

—Tenemos que hablar —dijo Andrea.

Lo notó en su tono de voz. Sabía que había llegado el momento. El divorcio. Lo único que quedaba por saber era cuál de los dos pronunciaría primero la palabra.

—Lo siento —dijo ella en un susurro.

—Soy yo quien debería sentirlo —le dijo Stride.

Abrió los brazos y ella avanzó hacia él, que envolvió su cuerpo desnudo con los brazos. Vio la ansiedad reflejada en los ojos azules y enrojecidos de su esposa. Le rodeó las mejillas con las manos y ambos sonrieron débilmente, intentando alejar su dolor. Él notaba aquel cuerpo desnudo encima del suyo y respondió automáticamente. Se movió para penetrarla, pero ella se soltó y rodó hasta quedar de espaldas, tirándole del hombro con suavidad. Él la siguió y se colocó encima. Le pasó las manos por detrás del cuello. Iba a besarla, pero ella apartó la cara. Notó que separaba las piernas para él, doblando las rodillas hacia arriba. No se movió; tan sólo lo sujetó mientras él se deslizaba en su interior. Fue rápido e insatisfactorio. Finalmente, él se liberó encima de ella y permanecieron sin moverse durante varios minutos. Al notar una suave presión de sus manos, supo que debía apartarse. Ella lo besó rozándolo con los labios y luego salió de la cama antes de que él pudiera tocarla.

La oyó limpiarse en el cuarto de baño y la observó mientras se vestía deprisa. No dijo ni una palabra. Cuando acabó de vestirse, se quedó indecisa ante la puerta. Lo miró con expresión vacía, dio media vuelta y se marchó, dejándole solo.

En medio de un sueño inquieto, el teléfono sonó y se despertó sobresaltado. Vio el reloj y gruñó mientras buscaba a tientas el auricular. Eran las nueve y media, así que hacía una hora que debía estar en una reunión.

—Llego tarde —masculló al teléfono—. Demándame.

Stride esperaba una bronca sarcástica de Maggie. Sin embargo, después de una pausa, oyó una risa grave y burlona que le resultaba desconocida.

—¿Teniente Stride? Parece como si se acabara de despertar.

Volvió a tumbarse en la cama y cerró los ojos.

—Me acabo de despertar. Y no admitiré que soy Stride hasta que me haya tomado un café. Así que ¿qué tal si le digo que se ha equivocado de número?

—Lo siento. Una tal Maggie me ha dicho que es usted muy bueno con el sexo telefónico.

Stride se rió, confundido pero también intrigado.

—Qué va a saber Maggie. ¿Quién diablos es usted?

—Me llamo Serena Dial. Trabajo en el departamento del sheriff del condado de Clark. Y desgraciadamente, tengo noticias sobre un viejo caso que no le van a gustar, teniente.

—¿El condado de Clark? —preguntó Stride.

—Está en Nevada —explicó Serena—. Las Vegas.

«Las Vegas». Stride se despertó de inmediato. No importaba que hubieran pasado tres años: sabía por qué llamaba Serena. Rachel. El nombre de la chica retumbó en su cabeza y otra vez vio su cuerpo en aquella asombrosa fotografía.

El silencio se apoderó de la línea telefónica. Finalmente, Stride dijo:

—¿Está en el calabozo?

—No. En la morgue.

—¿Rachel está muerta?

No lo entendía. En sus locas fantasías, alguien lo llamaba desde Las Vegas para decirle que Rachel seguía viva. A veces hasta imaginaba que era Rachel quien telefoneaba.

—Muerta, asesinada y arrojada al desierto. Sé que esto va a ser un problema para usted.

Stride se preguntaba si no estaría soñando.

—¿Cuándo?

—Hace unos días; es todo lo que sabemos —le dijo Serena.

«Estaba viva», pensó Stride. Hasta entonces.

—¿Sabe lo que ocurrió? ¿Quién la mató?

—Todavía no —dijo Serena—. Pero si puede venir a recogerme al aeropuerto esta noche, tal vez podamos investigarlo juntos.

—¿Va a venir aquí?

—Es a donde nos conduce el rastro. A Duluth.