Los ojos de Serena se adaptaron poco a poco a la oscuridad del club. El ambiente estaba lleno de humo y vagamente perfumado. La música rock rugía a través de unos altavoces ocultos con un ritmo aplastante que hacía vibrar el suelo. Las paredes del apretado vestíbulo estaban cubiertas por un panel de madera oscura. Una puerta tapizada de rojo los separaba del interior del club y junto a la puerta había una plataforma con un cuadro erótico chino colgado en la parte de atrás, en el muro. Al entrar, un hombre descomunal con traje gris les señaló la puerta roja y se plantó ante ellos con una sonrisa. Tenía el pelo rubio y rizado y lucía un espeso bigote.
Miró a Cordy sin interés y luego sus ojos se detuvieron en Serena, repasándola de los pies a la cabeza.
—Para ti es gratis, preciosa. Para Dudley Moore son 24,95 dólares.
El gorila sonrió a Cordy y a Serena le pareció que las orejas de su compañero echaban humo.
—No somos clientes —dijo Serena al tiempo que mostraba su placa—. Somos del departamento del sheriff del condado de Clark. Estamos investigando un asesinato.
La sonrisa se desvaneció del rostro del gorila y fue reemplazada por una fría indiferencia.
—¿De quién? —preguntó el hombre mientras encogía sus anchos hombros.
—Eso es lo que intentamos averiguar. Se trata de una mujer sin identificar encontrada en el desierto con la parte posterior del cráneo destrozada. Creemos que tal vez trabajaba en un club.
Cordy se sacó una fotografía Polaroid de la chaqueta y se la enseñó a Superman.
—¿Reconoce a esta chica?
Serena observó la reacción del tipo, y vio que su rostro palidecía y que una mueca involuntaria tensaba su rostro.
—¿Cuándo dejó el negocio? ¿En 1940?
—Cuando se quede tirado unos días en el desierto, asegúrese de llevar crema protectora —dijo Serena—. ¿La reconoce?
—No.
—¿Alguna de sus chicas ha desaparecido últimamente?
El hombre se rió con una carcajada atronadora.
—¿Me toma el pelo? Las chicas entran y salen cada semana, todos los días. Esto no es un trabajo para hacer carrera, ¿sabe?
—Hablamos sólo de los últimos días —dijo Serena.
Odiaba a los tipos como ése. Utilizaban a las chicas. Consumían carne fresca y luego la escupían otra vez a la calle cuando había perdido su valor.
—La respuesta es no.
—¿Y los tatuajes? ¿Tiene a alguna chica con un corazón tatuado en el pecho izquierdo?
—¿Tatuajes? Tenemos dragones, gatitos, novios, alambres de espino, girasoles y a Dwight Yoakam, pero ningún corazón.
—¿Está seguro? —preguntó Serena.
El hombre sonrió.
—Los he visto todos.
—Estoy seguro de que no le importará que hablemos con las chicas —dijo Cordy.
—¿Tienen una orden?
—No necesitamos una orden para hablar —contestó Serena—. Por otra parte, si quiere que consigamos una y resulta que encontramos drogas en algún rincón… En fin, eso no sería bueno para el negocio, ¿no es cierto?
—De acuerdo, pero no se entretengan —replicó el hombre con cara de pocos amigos—. Algunas chicas pueden parecerles jóvenes, pero todas han cumplido los dieciocho, ¿vale? He comprobado sus carnés.
—Claro —dijo Serena.
A los dieciséis años, con un carné falso, había entrado en los clubes con suma facilidad. Pero aquello fue en los malos tiempos.
Atravesaron la puerta roja y entraron en el club. Parecía y sonaba idéntico a los otros siete que ya habían visitado aquel día. La música, que ya se oía bastante fuerte en la entrada, era ensordecedora en el interior. En el centro del club sobresalía una gran pasarela elevada, interrumpida por brillantes barras metálicas que llegaban hasta el techo. Mesas estrechas y alargadas rodeaban la pasarela, con taburetes bajos apiñados de lado a lado junto a las mesas. La mayor parte de la acción tenía lugar en la pasarela, pero también había tres escenarios bajos, rodeados por bancos circulares, repartidos por el club. Había cabinas forradas de púrpura pegadas a las paredes. El resto del espacio estaba repleto de mesas para cenar y beber.
El club apestaba a cerveza y feromonas. Había una especie de neblina adherida al techo, donde se arremolinaba el humo de los cigarros.
Serena contó a unos treinta hombres, que incluían desde universitarios cachondos con camiseta hasta viejos trajeados, pasando por una mezcla de tipos raros y borrachos. Algunos estaban completamente absortos, gritando y silbando mientras intentaban acercarse lo máximo posible para manosear a las chicas sin salir escaldados. Otros estaban sobrecogidos, con la boca abierta y cara de estúpidos. Y algunos permanecían sentados mientras bebían y observaban con los ojos entornados. Ésos eran los que más miedo infundían: los que no mostraban emoción alguna.
Serena sintió la misma sensación de claustrofobia que en los otros clubes. Miró hacia abajo sin querer, esperando ver su propio cuerpo expuesto y preguntándose cómo sería intercambiar los papeles con aquellas chicas. Ella era la única mujer del club, aparte de un par de camareras, que llevaba puesto algo más que las bragas. No resultaba sorprendente que no llamara la atención, excepto a un puñado de hombres que no esperaban ver allí a ninguna mujer que no estuviera desnuda. Los que la miraban lo hacían con la misma expresión que a las chicas del escenario: como si estuvieran calculando su precio. A Serena todo aquello le producía náuseas.
Observó los rostros de las jóvenes que desfilaban por la pasarela, mirando más allá de sus sonrisas de plástico. Sus caras reflejaban la edad que tenían. Cuanto más se maquillaban, más intentaban disimular. En el ambiente oscuro y cargado de humo del club, solía dar resultado, porque la mayor parte de los hombres no se molestaba en mirarlas a la cara. Pero Serena podía adivinarlo. Podía mirarlas a los ojos y leer sus secretos. Era un gremio muy bien pagado, donde las chicas eran muy jóvenes y todavía no estaban devastadas por el alcohol y el abuso de drogas. Aquí, una chica aún podía engañarse y creer que acabaría haciéndose rica, como una nueva Jenna Jameson[2]. Pero Serena había visto demasiados rostros gastados durante su carrera profesional, encaramados en lo alto de un cuerpo todavía terso; hasta que, finalmente, el cuerpo también sucumbía y entonces comenzaban a caer en picado.
Se acordaba de cuando llegó a la ciudad, a los dieciséis años, con una amiga; ambas escapaban de sus vidas en Phoenix. Serena consiguió trabajo en uno de los casinos. Su amiga acabó en un club, como bailarina de striptease. Intentó convencer a Serena de que también ella lo hiciera; pagaban mejor y resultaba tentador. Pero Serena ya había visto a bastantes hombres ante los que no podía imaginarse desfilando. Mejor para ella. Su amiga se mudó a un apartamento más bonito, trabajó en un par de películas porno de bajo presupuesto y al final contrajo el sida. A los veintidós años tuvo una muerte espantosa.
La chica del desierto estaba muerta. Su amiga estaba muerta. A veces, Serena se sentía culpable por haber sobrevivido.
Una ovación se elevó desde los escenarios adyacentes. Serena y Cordy se acercaron y vieron que se abría un agujero en el centro del más pequeño. Poco a poco, asomando por el hueco, vieron dos brazos negros moviéndose al ritmo de la música con gestos sensuales. La chica hizo su aparición centímetro a centímetro, a medida que la plataforma ascendía de debajo del suelo. Sus largos brazos continuaban moviéndose y Serena vio su cabello negro y su rostro esculpido de ébano. Aquella muchacha era perfecta y asombrosa, apenas debía de tener dieciocho años. Serena vio en su mirada que era una incorporación reciente: la chica todavía se sentía excitada por el hipnótico hechizo que ejercía y por los aullidos guturales de los hombres. También ella disfrutaba, y los tipos lo sabían. No había nada más excitante que una chica que intentaba provocarles en lugar de seguirles el juego, hastiada. Los hombres percibían la diferencia, y en aquella chica la veían.
Alguien gritó:
—¡Lavender!
La chica se volvió hacia el hombre que había gritado su nombre, le guiñó un ojo y le dedicó una sonrisa con sus labios carnosos. No cesó de bailar durante todo el tiempo a medida que su cuerpo iba saliendo a la vista. Llevaba una combinación con tirantes finos de un rojo rubí que contrastaba con su piel azabache. Sus pechos parecían a punto de hacer reventar el encaje. El vaivén de la tela dejaba al descubierto su terso vientre y un tanga. Sus piernas, suaves y esbeltas, desembocaban en unos zapatos rojo sangre con un tacón de siete centímetros.
—Vuelve a meter la lengua en la boca —le dijo Serena a Cordy.
—Muy fuerte, mamita —susurró él.
—¿Te refieres a cómo pega el sol en el sur? —preguntó Serena con una sonrisa cínica.
Cordy no pudo contestar. Estaba paralizado, contemplando a Lavender mientras ésta se desabrochaba los botones uno a uno y se iba abriendo el escote.
—¿Qué pasa, Cordy? Creía que a ti te gustaban las rubias bajitas.
—La mejor salsa se hace con diferentes chiles —dijo Cordy.
—¿Qué es eso, un proverbio mexicano?
—No, es mi nueva filosofía de vida.
Serena vio que, finalmente, Lavender mostraba sus enormes pezones, duros como balas. La chica se apretó los pechos desnudos con las manos y la multitud gritó.
—Vamos, don Juan, tenemos que meternos entre bastidores.
Serena arrastró a Cordy, que torció el cuello para seguir mirando a Lavender, hasta la parte de atrás del club, donde el rótulo de otra puerta tapizada rezaba: «Sólo artistas». Al frente estaba un vigilante negro cachas con cara de «no intentes joderme». Serena le explicó que necesitaban hablar con las chicas y él estudió sus placas antes de hacerse a un lado de mala gana.
Cordy sonrió dulcemente al pasar junto al vigilante.
—¿Les dará vergüenza a las chicas que un hombre entre ahí?
Serena se rió, pero el vigilante no.
Bajaron unos escalones y entraron en el camerino, que parecía un hormiguero en plena actividad, con al menos diez chicas en diferentes grados de desnudez. Algunas se ajustaban los pechos en sus escasos trajes, listas para salir al escenario; otras se sentaban pacientemente ante los espejos iluminados y se aplicaban maquillaje, y las que ya habían acabado su turno se ponían de nuevo la ropa de calle. Prestaron poca atención a Cordy y Serena, aunque un par de chicas obsequiaron a Cordy con una sonrisa insinuante que él les devolvió.
Serena comenzó por las tres muchachas que se preparaban para abandonar el club. Una de ellas ya estaba vestida; la segunda llevaba vaqueros y sujetador negro; la tercera, pelirroja natural, estaba desnuda.
—Chicas, queremos haceros unas preguntas —dijo Serena.
Las jóvenes, que reían y charlaban en voz alta, se callaron de golpe. Una de ellas se encogió de hombros mostrando indiferencia. La pelirroja, al ver a Cordy, se colocó de manera que todo su cuerpo quedara a la vista, incluso el recortado montículo de color caoba que tenía entre las piernas. Le miró fijamente a los ojos y sonrió, animándole a mirar hacia abajo. Cordy se resistió, aunque Serena sabía que aquello lo estaba matando.
Serena les explicó por qué se encontraban allí y describió a la chica muerta en rasgos generales, mencionando el tatuaje del corazón en el pecho. No bien se enteraron de lo del asesinato, la actitud de las chicas cambio. Trabajaban en un mundo que atraía a más de un enfermo, y cuando mataban a una de las suyas todas se preguntaban inmediatamente quién lo habría hecho y si serían las siguientes en la lista del asesino.
—¿Qué me decís? —preguntó Serena—. ¿La conocéis?
Se miraron unas a otras.
—Las chicas vienen y van —dijo la pelirroja, acariciándose un pecho con aire despreocupado—. Quiero decir que esa descripción podría encajar con cientos de chicas que trabajan en varios clubes.
—¿Y el tatuaje? —preguntó Cordy.
Todas negaron con la cabeza. Los dos agentes se habían encontrado con lo mismo durante todo el día: las chicas vienen y van. ¿Quién sabe quién entra hoy y quién se va al día siguiente? Y hay tantas que son jóvenes y medio rubias…
Interrogaron a las otras chicas del vestuario y obtuvieron la misma respuesta de cada una.
Estaban a punto de marcharse y dirigirse al próximo club de la lista cuando Cordy señaló la plataforma elevadora, que ahora regresaba lentamente al suelo con Lavender encima de ella, manteniendo el equilibrio con cuidado para no caerse. La bailarina negra saltó al suelo y la plataforma volvió al escenario circular de la superficie. Estaba desnuda, excepto por el pequeño tanga, rebosante de dinero. Sus pechos se zarandearon al ritmo de sus pasos, mientras los tacones tamborileaban sobre las baldosas. Se detuvo frente a una máquina de refrescos y extrajo un dólar de su cintura. Se compró una Coca-Cola Light, abrió la lata y dio un largo trago. Entonces, sus ojos se posaron en Serena y Cordy.
—¿Y vosotros dos qué queréis? —dijo Lavender.
—Son policías —contestó la pelirroja amablemente. Ahora iba vestida con un ceñido top de espalda descubierta y pantalones de piel—. Buscan a una chica perdida.
—Todas estamos perdidas —dijo Lavender.
Cordy no fingió apartar su mirada del cuerpo de la chica. La miró a los ojos y, lentamente, dejó que su vista recorriera aquella larga extensión de piel desnuda, deteniéndose en los lugares más interesantes. Lavender tenía una sonrisa divertida en el rostro.
—Los tíos pagan bastante para ver esto —dijo ella—. ¿Qué te hace pensar que los polis pueden mirar gratis?
—Si cenas conmigo, ya no será gratis —repuso Cordy—. ¿Qué contestas?
Serena puso los ojos en blanco. Lavender se rió.
—¿Tienes la polla tan grande como los cojones?
—Sólo hay un modo de saberlo —dijo Cordy.
Lavender miró a Serena.
—¿Quieres decir que no sois pareja? Yo no me meto en rollos de tres.
—Somos compañeros, nada más —dijo Serena mientras le daba un fuerte codazo a Cordy—. Y después de hoy, quizá ni siquiera eso.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Lavender, mirando a Cordy otra vez.
Serena se daba cuenta de que la chica estaba interesada. Era raro ver el magnetismo de Cordy en acción. Ella no lo sentía, pero muchas chicas sí.
—Puedes llamarme Cordy.
—Soy unos centímetros más alta que tú, Cordy. No me gustaría hacerte daño sin querer.
Sus labios dibujaron una sonrisa burlona.
—No puedes hacer daño a nadie si estás atada —la provocó Cordy.
—Muy bien, ya basta, chicos y chicas —dijo Serena—. No más, Cordy, ¿me oyes?
—¿El viernes por la noche? —continuó Cordy, sonriendo a Lavender.
Ésta se encogió de hombros, como dando a entender que aceptaba.
—De acuerdo, espabilado. Tú ganas. Recógeme aquí a las ocho en punto. Tendremos seis horas hasta mi siguiente turno.
Serena suspiró.
—Fantástico, muy romántico. Mientras tanto, tenemos a una chica muerta e intentamos averiguar quién es.
—Las chicas entran y salen sin parar —dijo Lavender.
—Lo sé. Ésta entró y salió. Metro setenta y cinco, cabello negro teñido de rubio, entre diecisiete y veinticinco años, o eso creemos. Probablemente llevaba desaparecida dos o tres días.
—Podría ser cualquiera —dijo Lavender.
Cordy extendió la mano y con el índice rozó a Lavender por debajo de su pezón izquierdo.
—Llevaba un corazón tatuado precisamente por aquí.
Diablos, el tío era bueno. A veces Serena se sentía como un robot; era testigo de todo el sexo que bullía en aquella ciudad, pero nunca la excitaba nada.
Sabía cómo la llamaban los demás policías: Barb. No era un diminutivo de Barbara, sino de Barbed Wire: la muchacha de la valla protectora y el cartel de «No pasar». Y la culpa era sólo suya. Incluso cuando se sentía atraída por un hombre, normalmente encontraba el modo de dejarle sufriendo en el otro lado, en lugar de dejarle entrar. A veces envidiaba a Cordy, hacía que todo pareciera tan fácil…
—¿Un corazón? —preguntó Lavender despacio.
Serena vio algo en los ojos de la muchacha. Por primera vez en todo el día, notó que el pulso se le aceleraba.
—¿La conocías? —preguntó Serena. Lavender se mordió el labio inferior.
—Puede ser. En el último club donde trabajé había una chica con un tatuaje como ése, y encaja con la descripción.
—¿Cómo se llamaba?
—Christi. Christi Katt. O sea, me imagino que era un nombre falso, ¿vale? Igual que yo no me llamo Lavender, en realidad. Y si algún día te digo mi verdadero nombre, es que te conozco demasiado.
—¿Qué club era? —preguntó Cordy.
—El Thrill Palace. En Boulder, Strip.
Serena lo conocía.
—¿Sabes dónde vivía esa chica?
—Tenía un apartamento en un sitio de mala muerte cerca del aeropuerto. Oh, mierda, ¿cómo se llamaba? Trotamundos, creo. Sí, Apartamentos Trotamundos. Adecuado, ¿eh? Seguro que allí casi todo son alquileres semanales. Hasta puede que diarios.
—¿Te acuerdas bien de ella?
—No mucho. No era muy habladora. Llegaba y hacía su trabajo. Todas las chicas nos hicimos amigas, menos ella.
—¿Cuándo la viste por última vez? —preguntó Serena.
—Cuando dejé el club —dijo Lavender—, hace un mes.
De mala gana, Cordy sacó la foto de su bolsillo.
—¿Podría ser ella?
Lavender miró la fotografía y cerró inmediatamente los ojos, apartando la vista. Volvió a abrirlos y echó otro vistazo rápido.
—¡Joder! Esto es una mierda. Nadie se merece acabar así, nadie.
—¿Podría ser ella?
Lavender pestañeó.
—Podría ser. No lo sé. ¿Quién podría decirlo? Christi era muy guapa, no como esa cosa. Diablos, era casi tan sexy como yo. Si es que es ella… vaya, joder.
Sacudió la cabeza y le dio la vuelta a la foto.
—Gracias, Lavender —le dijo Serena—. Has sido de gran ayuda.
Cordy le guiñó un ojo.
—Gracias. Nos vemos el viernes.
—¡Eh!, tú ya me has visto, espabilado —dijo Lavender—. El viernes te veré yo a ti.