Capítulo 34

Serena Dial, de la oficina del sheriff del condado de Clark, se bajó las gafas de sol hasta la punta de la nariz y observó el cadáver.

—Precioso.

No se lo decía a nadie en particular. En realidad, no había nada en la escena que pudiera calificarse de precioso. Odiaba los cadáveres del desierto. Todos parecían tener un millón de años y, a veces, si llegabas después de la visita de los pájaros y las alimañas, los encontrabas mordisqueados, sin ojos, les faltaban trozos de carne… visiones que reaparecían en las pesadillas. Normalmente veía gente muerta con cuchillos clavados en la espalda o con heridas de bala, que, una vez superado el impacto de la sangre, no eran tan duros para el estómago. Al menos, el cadáver seguía pareciendo un cuerpo. No como eso.

Una mujer, sin duda. Era bastante fácil de determinar. El sol causaba estragos en quienes tenían la mala fortuna de yacer sin vida en el desierto, pero no se tenía noticia de que hiciera desaparecer los penes. Los pechos, por su parte, se deshinchaban por completo. Sin embargo, ese cadáver los conservaba en buen estado, lo cual era un aspecto a considerar. Además, el cuerpo parecía brillar bajo el sol, titilando ante ella. Eso también era interesante.

Serena se apoyó en las rodillas y las manos y se acercó al cuerpo, observándolo desde un dedo o dos de distancia, sin tocarlo. Observó los pies de la chica, subió hacia las piernas, se detuvo durante más tiempo del deseado en su entrepierna, luego el estómago, los pechos y, finalmente, el rostro y los labios, que parecían preparados para darle un macabro beso.

Serena se levantó, sacó una grabadora digital de su bolsillo y dictó varias notas.

El viento alborotaba sus cabellos negros, suntuosos y largos hasta los hombros. Tenía una figura escultural, como una bailarina de striptease, que era por lo que la tomaban la mayoría de los forasteros en Las Vegas cuando la conocían. Había optado por llevar la placa a la vista, lo que tendía a truncar los indeseados intentos de las ratas de convenciones con unas copas de más. Serena medía metro ochenta de altura, era ágil y estaba bien proporcionada. Su intensa rutina de trabajo había moldeado un cuerpo fuerte y musculoso y su piel lucía un tono dorado, ya que pasaba la mayor parte de la jornada laboral bajo un sol de justicia. Aquel día llevaba una camiseta blanca sin mangas, metida por dentro de unos vaqueros ajustados y desteñidos.

Serena tenía treinta y cinco años. Sus ojos, normalmente ocultos tras los vidrios color albaricoque de unas gafas de sol, eran verde esmeralda. Su boca era pequeña; los labios, pálidos, y una suave curva daba forma a su barbilla. No parecía una jovencita y nunca lo había parecido. Desde su adolescencia, siempre había tenido el mismo aspecto que ahora: el de una mujer adulta y hermosa. Recientemente, su edad comenzaba a ponerse a la altura de la imagen que había transmitido toda su vida. Y, a ratos perdidos, se preguntaba qué aspecto tendría cuando los años se le comenzaran a adelantar.

Probablemente, la chica que estaba a sus pies se había preguntado lo mismo. Pero ella ya no lo averiguaría. Porque aquella chica ya no podía verse.

—Edad —dijo Serena a la grabadora—: Tendremos que esperar al médico forense para dictaminarla, pero creo que poco más de veinte. La causa de la muerte parece ser un fuerte golpe en la cabeza. Tiene sangre apelmazada en el pelo, en la parte trasera del cráneo. Aunque no he movido el cuerpo, parece que el cráneo puede estar hundido. Cabello: originalmente negro, teñido de rubio.

Serena escudriñó el suelo del desierto donde yacía el cadáver.

—No la mataron aquí: no hay suficiente sangre en el suelo. El autor o autores materiales trasladaron el cuerpo hasta aquí. El cadáver está desnudo, pero sin signos evidentes de agresión sexual: sin marcas en la zona pélvica, ni uñas rotas, arañazos u otras heridas. Comprobaremos si ha sido violada. Hora de la muerte: imposible establecerla. Me pregunto si el forense podrá llegar a averiguarlo. Al menos un par de días, creo. No esta rígido. Tenemos suerte de que no haya sido pasto de los buitres.

Se le ocurrió una idea. Con cautela, apretó con un dedo el pecho arrugado de la chica muerta.

—Naturalmente —se dijo a sí misma, levantándose de nuevo.

Serena continuó tomando notas.

Orificios en las orejas pero ningún pendiente. Ni reloj, ni anillos. Uñas de las manos y de los pies pintadas de rojo. Restos de maquillaje en el rostro. Purpurina en la mayor parte del cuerpo.

Oyó unos pasos que se acercaban y luego una voz que la llamaba.

Hola[1].

—Vigila dónde pisas, Cordy —dijo Serena sin darse la vuelta.

Tampoco importaba mucho. Había llevado a cabo otras investigaciones en el desierto y rara vez ofrecían pistas. No era de extrañar que a los gánsteres de Las Vegas les gustase dejar a sus víctimas en el Mojave, donde acababan pudriéndose. Cordy fingió ofenderse.

—¿Por quién me tomas? ¿Por un novato?

Cordero Elías Ángel era su compañero desde hacía seis meses. Serena cambiaba de compañero constantemente y su fama de persona difícil había llegado hasta los oídos de su teniente. Pero Cordy parecía tener mucho aguante. Daba de sí todo cuanto podía, hacía lo que le ordenaban y no había realizado un solo gesto de acercamiento a ella. Cordy prefería a las chicas bajitas, rubias y jóvenes, y ella no era ninguna de esas tres cosas. Además, él era quince centímetros más bajo y tenía seis años menos que Serena. Su relación carecía de romanticismo.

Gracias a su físico, a Serena no le faltaban las proposiciones. Pero cuando bajaba la guardia y accedía a tener una cita, ésta solía terminar muy pronto. Su estilo directo espantaba a los posibles pretendientes. Hacía años que no tenía relaciones sexuales, y se decía a sí misma que no lo echaba de menos.

Por el contrario, Cordy disfrutaba de una vida social muy activa. En el poco tiempo que llevaban juntos, le había visto con seis mujeres distintas, todas ellas de entre veinte y veintitrés años. Ninguna duraba más allá de los primeros ejercicios de gimnasia en la cama. Para al menos dos de ellas habían sido su primera experiencia sexual, o eso afirmaba Cordy. Serena lo encontraba repugnante y se lo hizo saber. Cordy se limitó a sonreír y ella prefirió zanjar la cuestión a remover viejos fantasmas.

Aunque tenía un físico muy compacto, en conjunto era atractivo y siempre vestía de forma impecable. Aquel día llevaba una camisa floreada de Tommy Bahama y pantalones negros de seda. Cordy tenía el pelo negro azabache y se lo peinaba hacia atrás con gomina. Su piel era de un tono oscuro, del color del aceite de oliva virgen. Sus dientes blancos contrastaban con su piel hispana y sus rapaces ojos castaños.

Serena señaló la caravana con el pulgar.

—¿Quién es?

—¡Ah!, un viejo patético. No es tan mayor como aparenta, pero está de capa caída, ¿sabes? Se pasa las noches colgado de una botella de ginebra. ¿Ves todos esos cristales rotos? Arroja ahí las botellas cuando se las acaba.

Serena tomó nota del amplio terreno sembrado de trozos de cristal que había detrás de la caravana.

—Asegúrate de que el equipo de forenses examine con cuidado los fragmentos de vidrio. Si nuestro repartidor se cortó cuando desplazaba el cadáver, tal vez consigamos un poco de sangre.

—Ajá… —contestó Cordy.

—Es posible que dentro de unos meses encontremos a Jerky Bob pudriéndose en la caravana —dijo Serena—. ¿Ha llamado él?

Cordy negó con la cabeza.

—Al ver el cadáver, le ha dado un ataque. Se echó a correr hacia la carretera, desnudo. Un motorista lo vio y telefoneó. Cuando el coche patrulla llegó empezó a farfullar cosas ininteligibles sobre un cadáver viviente.

—¿Conoce a la chica?

Cordy negó con la cabeza.

—No, asegura que no la conocía. Vio el cadáver al salir de la caravana para echar una meada. Sorpresa.

—¿Y el tiempo? ¿Tiene alguna idea de cuándo pueden haber dejado el paquetito? ¿Oyó o vio algo?

—El tío no oyó nada. Nada. Llevaba al menos dos días sin conocimiento, quizá tres. Así que podría haber sido en cualquier momento.

Serena suspiró.

—Fantástico.

—En fin, no hay gran cosa para continuar, me parece a mí.

—Supongo que habrás buscado restos de sangre en la caravana —dijo ella.

—Por supuesto. Le sangraban los pies porque iba descalzo, pero no había bastante sangre como para que a alguien le hubieran dado un porrazo en la cabeza. Y créeme: nadie ha limpiado ese antro desde hace tiempo. A menos que se asfixiara por el hedor, la chica no murió allí dentro. Aunque deberías echarle un vistazo a la cecina. Me ha dado un trozo: pavo cajún, creo que era. Está bueno, si puedes soportar el olor.

—De regreso a la ciudad, cuando tengas que parar en el arcén para vomitar en pleno desierto, desearás no haberla probado.

—Soy mexicano, y tengo un estómago de hierro. Chiles, mamita.

Cordy se golpeó el pecho.

Serena sacudió la cabeza.

—Salmonela, cariño. Y no es sólo para los gringos.

—Olvídalo. Quería ver si escondía algo en el frigorífico pero no tenemos una orden. Así que, a partir de un trozo de cecina, sé que en esas cajas de zapatos no hay más que carne seca.

—Me impresionas, cariño. De verdad.

Serena echó otro vistazo al cuerpo, y deseó poder cubrirlo y proporcionar a la chica un poco de dignidad. Las Vegas ofrecía una buena ración de crímenes extraños y hacía tiempo que no le sorprendía nada de cuanto encontraba en esa ciudad. Una vez hizo desnudar a una sospechosa para registrarla y descubrió, después de que le mostrara sus impresionantes pechos, que la chica era un travestido con un equipamiento descomunal. Había investigado la muerte de un enano al que dos adolescentes sedientos de emociones fuertes habían puesto en un potro de fabricación casera y habían tironeado de sus extremidades hasta matarlo. Había arrestado a un hombre por pasearse desnudo por el centro arrastrando dos cabras. Había estado aquí y allá ocupándose de cosas raras, gente estúpida y mentes enfermas. Pero muy de vez en cuando se veía envuelta en un caso en que su instinto le aseguraba haber tropezado con algo profundo, oscuro y misterioso. Y eso era exactamente lo que su sexto sentido le comunicaba ahora.

Pero había algo más. Sentía un dolor especial cuando trabajaba en un caso relacionado con el asesinato de una joven. Le recordaba demasiado los años de su propia adolescencia en Phoenix y se daba cuenta de que, si algo en su pasado hubiera discurrido de otra forma, aquel cuerpo desnudo que yacía en el desierto podría muy bien haber sido el de ella misma.

—¿Cómo te llamas, encanto? —murmuró Serena entre dientes mientras contemplaba el cuerpo de la chica.

—Parece que ha llegado la caballería —dijo Cordy. Señaló la carretera, por la que comenzaba a llegar un torrente de vehículos médicos y policiales—. Dime que no nos quedaremos aquí fuera tostándonos cinco horas mientras escarban entre las piedras.

Serena negó con la cabeza.

—Acordonaremos la zona y pasaremos el caso a Neuss. Le irá bien una tarde bajo el sol. Hablaremos con el forense por si encuentra algo en el cadáver que se nos haya pasado por alto. Y luego nos marcharemos de aquí e intentaremos identificar a esta chica.

—¿Quieres decirme cómo piensas identificar un cuerpo que nadie va a reconocer?

—Bueno, primero pedirás al departamento que nos mande por fax las denuncias locales de personas desaparecidas en las dos últimas semanas; mujeres blancas de entre trece y treinta años.

—Ajá. ¿Lo quieres encuadernado o en CD-ROM?

—He dicho dos semanas, Cordy; no dos años. De todas maneras, me sorprendería encontrar algo.

—¿Por qué?

—Sospecho que se movía por círculos en los que una desaparición no se considera algo inhabitual —dijo Serena.

—Ajá. Entonces, ¿qué hacemos?

—Pues visitar algunos clubes de striptease.

Cordy aulló.

—Hoy es mi día, mamita. ¿Crees que la chavala era bailarina de striptease? Espero que tuviera mejor aspecto que ahora. Si vas a un club y ves a eso desnudándose, seguro que vuelves a casa para siempre con tu mujer, ¿no crees?

—Cállate, Cordy.

—Está bien, pero, ¿qué me he perdido? ¿Has encontrado un carné del sindicato de bailarinas o algo así? ¿Por qué estás tan segura de que practicaba danzas eróticas?

Serena se encogió de hombros.

—Lleva implantes en los pechos, por eso no están hundidos. La zona púbica está bien afeitada y sólo hay una franja vertical de vello. Hay restos de purpurina en sus pechos y muslos y lleva un pequeño corazón tatuado en el pecho izquierdo. Si reunimos todos estos datos, yo diría que la chica es de las que dan vueltas alrededor de una barra metálica.

—Ajá.

—Eso nos limita a unos cuatrocientos garitos. Sin mencionar los servicios a domicilio.

—He dicho bailarina, no prostituta. Las prostitutas no se preocupan de ponerse purpurina, cariño. O implantes. Eso es para los espectáculos. Empezaremos por los sitios más conocidos, espero que la chica fuese lo bastante buena meneando la pelvis como para trabajar en uno de ellos.

Cordy sonrió.

—Tú eres la jefa. Si tengo que pasarme el día hablando con mujeres que se dedican a desnudarse en los clubes, así sea.