Las ventanas acristaladas del piso superior del Kitch estaban cerradas y recibían los embates de una tormenta matinal. Gale bebía café de una taza de porcelana, apoyado en el marco de la ventana. Miraba a Dan Erickson, sentado en el sofá frente a un plato de huevos y salchichas y un zumo de naranja.
—Sabes que le habrían absuelto —dijo Gale a Dan.
Sus labios dibujaron una sonrisa y sus ojos brillaron.
El cuchillo y el tenedor de Dan tintinearon contra el plato mientras cortaba los huevos y las yemas rezumaban.
—No estés tan seguro. Ya oíste las entrevistas que hizo Bird a los miembros del jurado. No creían que Sally estuviera implicada; creían que lo hizo Graeme.
—Pero tengo entendido que dijeron «probablemente», y eso sería una duda razonable si estuviéramos en la sala del tribunal. Además, todos ellos tuvieron la oportunidad de ver tu conferencia de prensa de la semana pasada: el fiscal, furioso, denunciando las acusaciones infundadas contra una muchacha inocente, ya que, según él, no hay más pruebas que las que señalan al señor Stoner. —El rostro de Gale se vio iluminado por un fugaz resplandor—. Olvidan el hecho de que no pudiste demostrarlo en la sala.
—Eso es lo que tú dices —replicó Dan con amabilidad.
Gale negó con la cabeza.
—No puedo creer que Emily entrase en la sala con un cuchillo.
—Hay detectores de metales, pero la prensa la estaba acosando y pidió entrar por la puerta de atrás. ¿Quién podía adivinar que actuaría como lo hizo?
—¿Me estás diciendo que te sorprendió? Por favor… Creo que deseabas que ocurriera algo parecido, Daniel. —Gale dio un sorbo a su café—. ¿Has conseguido algún acuerdo?
—Homicidio sin premeditación. Tres años de cárcel.
—Un tirón de orejas —dijo Gale.
—Oh, vamos, el tipo mató a su hija. Archie, no estamos en el tribunal. No es posible que realmente creas que Graeme era inocente.
—Yo no sé si era inocente, ni sé si era culpable. Y tú tampoco.
Dan se dio unos toques en los labios con la servilleta y se levantó, alisándose el traje. Cogió la cafetera y se sirvió una taza.
—En fin, fue brillante lo de situar a Sally en casa de Rachel. ¿Cómo te enteraste?
—Es obvio que nunca has tenido hijos adolescentes —dijo Gale, riéndose—. ¿Ve a otra chica seduciendo a su novio y se va a su casa a dormir? Ni en broma. Se estaba gestando una bronca.
—¿Y lo de Kerry McGrath?
—Estuve buscando conexiones en cuanto supe que Sally había ido a ver a Rachel aquella noche. Cuando Kevin admitió que Kerry le había pedido una cita, parecía demasiado bueno para ser verdad.
Dan se encogió de hombros.
—El padre de Sally volvió a comprobar su agenda. La familia entera se había marchado el fin de semana para ver una obra de teatro, Les Miz. Se confirmó la compra de las entradas.
—Es la clase de pruebas que un padre puede improvisar cuando su hija tiene problemas —dijo Gale.
—Ella no lo hizo, Archie.
—Lo que tú digas. Pero en esta historia hay más cosas de las que aparecieron en el juicio.
La habitación se estremeció cuando un rayo impactó en el edificio. Gale, pensativo, observó el cielo oscuro.
—Con Graeme muerto, puede que ahora nunca lo sepamos —dijo Dan.
Gale se acarició la perilla.
—Quién sabe. Quizá Rachel regrese y nos cuente lo ocurrido. Como un fantasma.
Stride escuchaba el violento golpeteo del aguacero en las ventanas y con cada destello de luz veía un resplandor detrás de sus párpados. Las vigas de roble del porche gemían bajo el vendaval. Podía oler el aire fresco y dulce, con el áspero toque del moho de la madera.
Un rayo lo había despertado a las cuatro de la madrugada. Cogió una manta y se instaló en el porche. Con la estufa encendida, dormitó mientras la tormenta procedente del este desplegaba su fuerza en lo alto. Hacía dos horas que su despertador había sonado en el dormitorio. Le daba igual. Ahí fuera, el cielo estaba lo bastante oscuro como para parecer de noche.
No podía dejar de pensar en el juicio y en la investigación. Stride no tenía la sensación de que el caso estuviera cerrado. Se negaba a creer que Stoner era inocente; eso no había cambiado. Pero tal vez se engañaba a sí mismo al intentar convencer a su mente racional de que no estuviera equivocado desde el principio. Y aunque espantaba sus dudas como si fueran mosquitos, unos minutos más tarde volvían a zumbar en sus oídos. Y cada vez lo hacían con más fuerza.
Se acordó de la postal que le esperaba en el buzón la noche anterior, al llegar a casa. Se quedó mirándola varios minutos. Y mientras, oía los mosquitos.
El suelo crujió bajo el peso de unas pisadas. Stride abrió los ojos. Estiró el cuello y vio a Maggie, de pie en la entrada del porche. Su cabello negro estaba empapado y el agua le goteaba por el rostro y los brazos. Parecía pequeña y vulnerable.
—He visto que has puesto la casa en venta —dijo ella.
Había colocado el cartel hacía unos días. Volvió a cerrar los ojos y sacudió la cabeza, enfadado consigo mismo.
—Iba a decírtelo. De veras, Mags.
—Os vais a casar, ¿verdad? La maestra y tú.
Stride asintió. Había ocurrido hacía una semana, durante la cena. Cuando pensaba en ello, ni siquiera estaba seguro de quién se lo había propuesto a quién. Habían empezado sobrios y tristes y, unas horas más tarde, acabaron borrachos y comprometidos. Andrea se había aferrado a él y no le dejaría escapar. Era una sensación agradable.
—Lo siento, Mags —dijo.
Sacó una mano del bolsillo y le apuntó con el dedo índice como si tuviera una pistola.
—¿Has perdido la cabeza, jefe? Estás cometiendo un grave error.
—Sé que estás disgustada —dijo él.
—¡Maldita sea, claro que sí! Estoy viendo cómo un amigo se jode la vida. Te advertí que no fueras en serio, ¿o no? Ambos os estáis recuperando de una desgracia. Cindy siempre decía que emocionalmente eras la persona más torpe de este planeta, y supongo que tenía razón.
—No metas a Cindy en esto —repuso Stride con brusquedad.
—¿Qué? Como si tú no la tuvieras en mente. Te lo diré otra vez, jefe, estás cometiendo un error. No lo hagas.
Stride sacudió la cabeza.
—Tú y yo… no hubiera sido posible. Nunca hubiera funcionado. Tú misma me lo dijiste.
—¿Crees que se trata de mí? —preguntó Maggie. Miró hacia el techo, como si implorase consejo divino—. Increíble.
Se hizo un incómodo silencio entre ellos. Los únicos sonidos que se escuchaban eran el rugir de la tormenta y el goteo del abrigo de Maggie sobre el suelo del porche.
—¿Tan malo es que dos personas necesiten estar juntas? —preguntó Stride.
—Sí —dijo Maggie—. Estás equivocado. Deberíais ser dos personas que se quieren.
—Oh, vamos, no me vengas con juegos de palabras.
—Nada de eso. O estás enamorado o no lo estás. O estáis hechos el uno para el otro o no tiene sentido que te cases.
—Pensé que te alegrarías por mí —dijo Stride.
—¿Quieres que sonría y te dé un golpecito en la espalda y te diga que es maravilloso? —Maggie, enojada, hablaba con un tono de voz cada vez más agudo—. Pues jódete, porque no voy a hacerlo. No puedo creer que le propusieras matrimonio.
Stride no dijo nada, se limitó a escuchar la agitada respiración de su amiga. Maggie sacudió la cabeza y suspiró, haciendo acopio de sus emociones como si fueran canicas desparramadas por el suelo.
—Mira, si es eso lo que tienes que hacer, hazlo. Pero no podría volver a mirarme en el espejo si no te hubiera dado mi opinión.
Él asintió.
—Está bien, Mags. Ya lo has dicho.
Se quedaron mirando largo rato el uno al otro y fue como una despedida sin palabras. No un adiós para siempre, sino el final de la relación que habían mantenido hasta ahora.
—He venido para decirte que el cadáver que encontramos no es el de Rachel —dijo Maggie, con el tono formal de policía que utilizaba en su trabajo—. Hemos recibido el resultado de las pruebas de ADN. Se trata de Kerry.
Stride maldijo entre dientes. Pensó en aquella chica dulce e inocente… en su pérdida y en la pérdida de Cindy. Volvía a sentirse furioso. Furioso porque un asesino había salido airoso de un crimen.
Y luego pensó: no era Rachel. Los mosquitos volvieron a zumbar en sus oídos.
—Ayer encontré algo en el buzón —dijo Stride con calma.
Señaló con la cabeza la postal que descansaba sobre la mesita de café.
Maggie miró la fotografía, que mostraba a un animal gris, de extrañas proporciones y largas orejas, en el desierto.
—¿Qué diablos es eso?
—Un conélope —dijo Stride—. Mitad conejo y mitad antílope.
Maggie arrugó la nariz.
—¿Eh?
—Es una broma —dijo Stride—. Una leyenda. En realidad no existe, pero la gente manda postales de conélopes para comprobar lo crédulo que eres.
Maggie se agachó para coger la postal.
—Sólo por los extremos, por favor —le dijo Stride.
Maggie se detuvo y se quedó con la mano congelada en el aire. Dirigió a Stride una curiosa mirada, como si hubiera sentido algo horrible. Entonces, con cuidado, cogió la postal por un extremo y le dio la vuelta. Leyó el mensaje, garabateado con tinta roja y cuyas letras se diluían por las gotas de lluvia que habían mojado la postal:
Merecía estar muerto.
—¡Maldita sea! —exclamó Maggie. Miró a Stride y sacudió la cabeza con fuerza—. No puede ser de ella. No puede ser de Rachel. La chica está muerta.
—No lo sé, Mags. ¿No seremos unos crédulos?
Maggie observó el matasellos.
—Las Vegas.
Stride asintió.
—La ciudad de las almas perdidas.