Capítulo 27

Jerry Gull ya no podía más. Necesitaba ir al baño. Desesperadamente. Y aún le quedaba un largo trecho de carretera antes de llegar a Duluth.

Había estado bebiendo café durante las cuatro horas de duración del seminario de Hibbing, y luego había salido corriendo del hotel sin hacer una visita al cuarto de baño. Jerry sentía fobia por los lavabos públicos y nunca iba al baño si no estaba en casa o en la oficina. Normalmente, habría llegado a casa desde Hibbing con tiempo suficiente, pero se había retrasado una hora porque en el viaje de vuelta había tenido que ir a recoger a Brunswick.

Brunswick era el perro de su novia, Arlene; un terranova que pesaba más que Jerry. Y si se erguía sobre las patas traseras, seguramente también era más alto que él.

Arlene había estado casada durante un tiempo y, después de divorciarse, su ex marido, que vivía en una pequeña granja de las afueras de Hibbing, había obtenido la custodia del perro. Jerry no conocía a Brunswick, pero cometió un terrible error de cálculo al hablarle a Arlene sobre el seminario, pues ella, por su parte, le engatusó hasta hacerle prometer que se detendría en la granja de su ex marido y le traería a Brunswick. Iba a pasar un largo fin de semana en casa de su hermana, al sur de la ciudad, y quería llevarse al perro con ella.

Así pues, embutida en el asiento de atrás de su Toyota Corolla, había una bestia negra del tamaño de Canadá.

Casi de inmediato, el café comenzó a surtir efecto. Jerry intentó no pensar en ello y aceleró la marcha. No le habría costado detenerse en un establecimiento de comida rápida por el camino, pero no estaba preparado para enfrentarse a su fobia, y no estaba seguro de poder salir de su coche sin que Brunswick se escapara.

Cuando comenzó a bailar en su asiento, retorciéndose y juntando las piernas, ya estaba en el bosque, a gran distancia de cualquier población. Además, las características del perro empeoraban aún más el momento. Podía olerle y sentir cómo resoplaba en su nuca, con un aliento cálido y hediondo. Soltaba litros de baba, que en su mayor parte caía sobre el hombro de Jerry y en su traje de color azul. Aquel rostro baboso le rozaba cariñosamente la mejilla y se negaba a dejarle en paz.

Simplemente, no había suficiente espacio en el coche para él, para su vejiga y para Brunswick.

Jerry miró el arcén de la carretera y, como un milagro, cincuenta metros más adelante vio exactamente lo que necesitaba: un camino de tierra que serpenteaba hacia el bosque, en mitad de ninguna parte. Al parecer, en aquella pequeña carretera no había tráfico, excepto algún granjero o cazador ocasionales que pudieran dirigirse hacia la carretera principal.

Se adentró en el camino y el Corolla empezó a dar botes y sacudidas. Los mofletes de Brunswick saltaban a un ritmo asombroso, rociando el coche de baba. Parte de ella salpicó las gafas de Jerry, que se las limpió con la mano mientras gruñía con repugnancia. Jerry siguió por el camino de tierra durante más de un kilómetro y medio, hasta encontrar una zona de densos abedules y libre de cualquier indicio humano.

Su cuerpo estaba a punto de estallar y derramar torrentes, ríos, cascadas y toda clase de masas de agua en movimiento. No estaba seguro de conseguirlo.

Jerry abrió la puerta del conductor y salió corriendo. Se apresuró hacia el lado derecho del arcén, se metió por entre los árboles y comenzó a buscarse la bragueta. Con dedos torpes se cogió el pene, pero se le escapó y puso los ojos en blanco mientras intentaba liberarlo de los calzoncillos. Finalmente, y con gran felicidad, se lo sacó, y comenzó a empapar de inmediato el suelo mullido. Ni siquiera tenía que sostenerlo o apuntar; él sólo regaba la maleza como una manguera contra incendios.

El alivio fue tan grande que casi se le saltaron las lágrimas.

Entonces, cuando estaba a punto de terminar, algo enorme y pesado le golpeó por detrás y le dio un empujón que le hizo perder el equilibrio. Jerry dio una vuelta antes de caer de espaldas al húmedo suelo —suelo que había humedecido él—, mientras su pene seguía ocupado con su trabajo, rociando sus pantalones, su camisa, su corbata y su cara como un aspersor atascado. Jerry gritó, tan sorprendido por aquel espantoso instante que apenas se dio cuenta de que el culpable del ataque era Brunswick, que salió disparado hacia el bosque como una bala.

¡BRUNSWICK! —rugió Jerry, desatando parte de su cólera.

Se levantó y se miró la ropa empapada. No podía creerlo, era una pesadilla. Y lo peor de todo era que probablemente había perdido al perro para siempre. Arlene nunca se lo perdonaría. Por un instante se le pasó por la cabeza la idea de meterse en el coche, arrancar y no volver a casa.

¡Guau!

Oyó un ronco ladrido en la distancia. Brunswick no había desaparecido, pero tampoco estaba muy cerca. A juzgar por la lejanía del sonido, al menos se había adentrado doscientos metros en el bosque. Jerry volvió a llamar al perro y escuchó, con la esperanza de oír sus atronadores pasos (que más bien parecían los de una manada) aplastando el suelo mientras volvía corriendo. Pero no tuvo suerte.

¡Guau!

Jerry suspiró y empezó a caminar. Continuó llamando a Brunswick y el perro respondía periódicamente, lo que ayudaba a Jerry a acercarse a él. Jerry estaba sucio y mojado, y olía mal. El suelo estaba empapado y las ramas de los árboles le arañaban la ropa y la piel. Tenía los zapatos cubiertos de barro. Y para colmo de su desgracia, estaba empezando a llover.

¡Brunswick! —gritó Jerry.

Se le estaba acabando la paciencia.

¡Guau!

Jerry se volvió hacia el último ladrido, entornando los ojos para poder ver entre los abedules. Esta vez, alcanzó a vislumbrar una bestia negra, con la nariz pegada al suelo y escarbando frenéticamente en la tierra blanda.

—Por fin —farfulló.

Se acercó suavemente al perro, pues no quería asustarle y que se echara a correr otra vez. Sin embargo, Brunswick estaba muy concentrado en su tarea y no pareció advertir la presencia de Jerry. El animal había encontrado algo muy interesante, y estaba entusiasmado levantando la tierra de un pequeño claro. De vez en cuando, metía su enorme cabeza en el agujero que estaba haciendo.

Jerry se agachó tímidamente y cogió con la mano el collar del perro.

—Eres un perro malo —dijo, acariciándole el enmarañado pelaje negro.

Brunswick, finalmente consciente de la presencia de Jerry a su lado, le miró contento y babeando. El terranova tenía en la boca una cosa blanca y larga.

—¿Qué es lo que valía tanto la pena, Brunswick? —le preguntó Jerry.

Se agachó para coger el objeto de la boca del perro y Brunswick, después de forcejear un poco, lo soltó. Jerry tardó un minuto, mientras observaba lo que tenía en la mano, en adivinar lo que era.

Entonces, a medida que le invadía el miedo, miró en el agujero para ver qué más había encontrado el perro.

—¡Santo Dios! —exclamó.