—Hola, teniente —comenzó Gale.
Se puso en pie y se quedó detrás de la mesa de la defensa. El abogado contempló a Stride con una mirada triste.
—Creo que nuestros caminos no se habían cruzado desde el fallecimiento de su esposa. Lo siento mucho.
Stride no dijo una palabra. Gale era un sinvergüenza. Aquel comentario tan comprensivo ocultaba un mensaje para el jurado: quizás el dolor empañara el discernimiento del teniente. Quizás hubiera pasado algunas cosas por alto.
—Rachel no es la primera adolescente que desaparece en esta zona, ¿verdad? —preguntó Gale.
—No —dijo Stride.
El abogado de la defensa se quitó las gafas y, con aire despreocupado, apoyó la montura en sus labios. Entornó los ojos.
—Otra adolescente, una chica llamada Kerry McGrath, desapareció poco más de un año antes que Rachel, ¿es cierto?
—Cierto —dijo Stride.
—Tenía la misma edad que Rachel —dijo Gale.
—Sí.
—¿Iban a la misma escuela?
—Sí.
—¿Vivía a un par de kilómetros de Rachel?
—Sí.
Gale sacudió la cabeza.
—Resulta asombroso, ¿no cree, teniente? ¿Lo considera usted una coincidencia?
Miró al jurado con cara de sorpresa, como diciendo: ¿Pueden creerlo? ¿Acaso este tipo está ciego?
—No encontramos ninguna prueba que relacionase ambos casos —dijo Stride.
—En cambio, consideró que eran unos casos lo bastante similares como para intentar hallar pruebas que pudieran implicar al señor Stoner en la desaparición de Kerry. ¿Me equivoco?
Stride se encogió de hombros.
—Comprobamos tanto con Kerry como con Rachel todas las pruebas físicas que encontramos. Es el procedimiento habitual.
—Y lo cierto es que no encontraron ninguna clase de prueba que pudiera indicar que mi cliente estaba involucrado en la desaparición de Kerry.
—Así es —reconoció Stride.
Gale asintió.
—¿Ni sangre?
—No.
—¿Ni fibras?
—No.
—De hecho, la desaparición de Kerry McGrath continúa sin resolver, ¿verdad? —preguntó Gale.
—Sí.
Gale extendió los brazos, con las gafas balanceándose entre los dedos de su mano izquierda.
—Así que tenemos a dos adolescentes desaparecidas en circunstancias similares. ¿Y no es más que probable, teniente, que algún maníaco perturbado, un extraño, uno de los muchos delincuentes sexuales con condenas a sus espaldas que viven en el norte de Minnesota, raptara tanto a Kerry McGrath como a Rachel Deese? ¿Que ambas muchachas fuesen víctimas de un asesino en serie? ¿No es ésta una teoría igualmente plausible?
Stride negó con la cabeza.
—No. No es eso lo que nos dicen las pruebas.
—Ah, las pruebas… —dijo Gale, sonriéndole al jurado—. Sí, hablaremos de eso dentro de un momento. Pero enfoquemos el asunto desde un nuevo ángulo, teniente. No tiene la seguridad de que Kerry McGrath esté muerta, ¿verdad?
—No.
—En cambio, está seguro de que Rachel está muerta.
Stride asintió.
—Encontramos pruebas adicionales en este caso.
—Una gota o dos de sangre. Un pedazo de tela.
—Eran la sangre de Rachel y el jersey de Rachel.
Gale se frotó la perilla con aire pensativo.
—¿Había sangre suficiente como para sugerir que alguien se desangró hasta morir?
—No.
—Ni siquiera había bastante sangre para demostrar que se había producido un asesinato, ¿no es así?
Stride miró a Gale con serenidad.
—No creo que Rachel se cortase afeitándose.
—Pero desconoce la verdad, ¿no? Podría haber estado buscando en la caja de herramientas, cortarse con el cuchillo y sangrar sobre la moqueta y su propia ropa. ¿No es eso posible?
—Sólo si se sacan las pruebas de contexto. También encontramos sangre y fibras en el establo.
—Sin embargo, siguen sin ser pruebas suficientes para sugerir que alguien muriera.
—Al contrario. Creo que ésa es precisamente la conclusión a la que apuntan las pruebas.
Gale levantó una de sus pobladas cejas grises.
—Así que eso cree. Dígame, teniente, ¿sabe cuántas adolescentes se escapan de sus hogares cada año?
—Miles.
—Decenas de miles, en realidad —dijo Gale—. Rachel no se encontraba a gusto en su casa, ¿verdad?
—No.
—De hecho, Rachel encaja con el típico perfil de la mayoría de las fugitivas, ¿no? —preguntó Gale.
—Debo decir que no. Las chicas que se escapan de casa no dejan tras de sí el tipo de pruebas que hemos encontrado, como sangre o las fibras del jersey que llevaba aquella noche.
—Pero, ¿y si no quería que la gente la buscase? —preguntó Gale.
Stride vaciló, perdiendo su sangre fría por un instante.
—¿Cómo dice?
—Bueno, si se hubiese llevado su coche, como usted propone, todo el mundo habría sabido que se había escapado, ¿verdad? La estarían buscando por todo el país. Pero supongamos que Rachel quería desaparecer, y que no deseaba que ni su odiada familia ni la entrometida policía le siguieran el rastro. ¿No podría haber estampado sus huellas y dejar tras de sí algunas pistas y pruebas físicas de que había tenido un trágico final?
Stride sacudió la cabeza.
—Eso no tiene sentido. De haber fingido su muerte, habría preparado unas pruebas más obvias. Por los datos que teníamos, decidimos buscarla por todo el país y llevamos a cabo una investigación exhaustiva. Rachel no tenía ningún modo de saber que llegaríamos a tropezarnos con las pruebas del coche… por no hablar del establo.
—Ahí es adonde quería llegar. —Gale se enderezó; observó a Stride y luego al jurado—. Hablemos del establo, teniente. Es el lugar adonde van los chicos del instituto para hacer todas las cosas que sus padres no les permiten hacer en casa, ¿verdad?
—Más o menos.
—¿Tiene idea de cuántos adolescentes pasan por allí un fin de semana cualquiera? —preguntó Gale.
—No.
—Está bien. ¿Sabe, pues, cuántas llamadas relacionadas con el establo recibió la policía el año pasado?
Stride sacudió la cabeza.
—No lo sé.
—¿Se sorprendería si le dijera que fueron treinta y siete?
—No, no me sorprendería.
—¿Y se sorprendería si le dijera que ha habido ocho denuncias por violación relacionadas con el establo en los últimos cinco años? —preguntó Gale.
Su voz suave adquirió un tono severo. Sus ojos eran dos duros cristales azul celeste.
—Es posible.
—Es más que posible: es cierto, teniente. Se trata de un lugar peligroso, ¿no cree?
—Tal vez —reconoció Stride.
—Hay adolescentes violando a otros adolescentes, pero la policía no parece hacer nada al respecto.
—Se efectúan redadas periódicas en el establo —dijo Stride—. Los chicos no dejan de ir.
—Tiene razón, teniente: los chicos. Es un lugar donde los chicos hacen cosas ilícitas. El hecho de que las pruebas de Rachel se encontrasen en el establo, ¿no sugiere que podría estar implicado otro adolescente?
—Investigamos esa posibilidad, pero la descartamos —dijo Stride.
—De hecho, fue lo primero que pensaron, ¿verdad? Mandaron a gente al instituto para interrogar a los muchachos inmediatamente después de que se encontrase el brazalete. ¿No es así, teniente?
—Sí, así es —dijo Stride.
Gale asintió. Volvió a mordisquear sus gafas y luego bebió un largo sorbo de Coca-Cola. Se secó los labios con un pañuelo que se sacó del bolsillo y que también se pasó por la frente.
—¿Qué número calza usted, teniente? —preguntó Gale.
«El tipo es bueno», pensó Stride para sí mismo. Se preguntaba cómo lo habría descubierto.
—El cuarenta y cuatro.
—Ya veo. Así que podría haber sido usted quien dejó esas huellas en el establo, ¿no?
—Protesto —interrumpió Dan Erickson.
La jueza Kassel negó con la cabeza.
—Denegada.
—Yo no tengo un par de zapatillas que encajen con el dibujo de las pisadas que encontramos en el establo. En cambio, Graeme Stoner se compró unas cuatro meses antes de la desaparición de Rachel. Y ahora, esas zapatillas también han desaparecido.
—Pero, ¿sabe cuántas zapatillas de esa marca y del número cuarenta y cuatro se vendieron en Minnesota el año pasado?
—No lo sé —admitió Stride.
—Más de doscientas. ¿Podría alguna de esas personas haber dejado aquellas huellas?
—Sí. Pero ninguna de ellas es el padrastro de Rachel. Ni posee un automóvil en el que encontráramos sangre de Rachel.
—Pero aparte de esas huellas, que podrían ser de usted o de varios centenares de hombres, no tienen ninguna otra prueba que sitúe a mi cliente en el establo el viernes por la noche, ¿no?
—No.
—De hecho, no saben de cuándo datan esas pisadas, ¿no?
—No.
Gale hizo una pausa para que el jurado se concentrara en aquel diálogo.
—¿Y qué hay del coche, teniente? Usted le da mucha importancia al hecho de haber encontrado las huellas dactilares de mi cliente en el cuchillo de la caja de herramientas.
—Así es.
Gale se encogió de hombros.
—Pero se trata de su vehículo y su caja de herramientas. ¿No esperaban encontrar sus huellas dactilares en ellos?
—Si otra persona hubiese utilizado el cuchillo y después lo hubiese limpiado, no habríamos encontrado ninguna huella —señaló Stride.
—A menos que la persona que lo utilizó llevase guantes —dijo Gale—. ¿No es cierto?
—Es posible —reconoció Stride—. Pero es muy probable que eso hubiese desdibujado las otras huellas, cosa que no sucedió.
—¿Cabe la posibilidad de que Rachel hubiera dejado la prueba del cuchillo deliberadamente, sabiendo que las huellas de Graeme también estarían allí?
Stride sacudió la cabeza.
—No hay ninguna prueba que lo demuestre.
—Tampoco hay ninguna prueba de que no lo hiciera, ¿no es así? Pero detengámonos en el establo. Ningún testigo vio a Graeme Stoner conduciendo el coche el viernes por la noche, ¿cierto?
—Cierto.
—Así que no tenemos constancia de que el automóvil fuese a ningún lugar esa noche, ¿cierto? —preguntó Gale.
—Discrepo. Las fibras encontradas en el vehículo concuerdan con las que se encontraron junto al establo, y el brazalete de Rachel también fue hallado allí. El viernes por la noche, Rachel llevaba el brazalete y el jersey de cuello de cisne. Hilvane todo eso, señor Gale.
Gale sonrió. Stride vio un destello fugaz en los ojos del abogado, como una señal de reconocimiento. Un punto para los buenos.
Pero Gale no había terminado.
—Si alguien se llevó a Rachel en el coche, teniente, ¿cómo sabe que fue Graeme Stoner?
—Era su vehículo. Y estaba cerrado.
—Ah, estaba cerrado. Ya veo. Nadie más podría haberlo cogido.
Stride asintió.
—No sin hacer un puente. Además, si está sugiriendo que alguna otra persona se llevó el coche, ese alguien tendría que haber llegado con su propio vehículo a la casa de Rachel. La idea de que un asesino pudiese aparcar su propio coche en la calle, secuestrar a una chica, robar otro automóvil, conducir hasta el establo y luego volver para recoger otra vez su vehículo resulta ridícula.
—A no ser que el asesino fuese caminando —dijo Gale.
—O volando, tal vez —replicó Stride.
El jurado rió. La jueza Kassel frunció el ceño y miró a Stride con dureza. Gale esperó hasta que se sofocaron las risas.
—Tomaron fotografías en la casa de los Stoner cuando Rachel desapareció, ¿no es así? —preguntó con calma.
—Es el procedimiento habitual —dijo Stride.
Se preguntaba adónde quería ir a parar Gale.
Éste se dirigió a la mesa de la defensa y cogió una fotografía. La colocó en un caballete junto a Stride, en el campo visual del jurado.
—¿Es ésta la ampliación de un detalle de una de esas fotografías?
Stride estudió la foto brevemente.
—Sí, lo es.
—La ampliación muestra una mesa del pasillo de la casa de los Stoner, justo al lado de la entrada principal, ¿correcto?
—Correcto.
Gale buscó en el bolsillo de su chaqueta y extrajo un bolígrafo de oro Arrow, con el que señaló un objeto que había sobre la mesa.
—¿Puede decirnos qué es esto, teniente?
Stride lo reconoció.
—Es un cenicero de cristal.
Ya sabía adónde quería ir a parar Gale.
—¿Y qué hay dentro del cenicero, teniente?
—Un juego de llaves.
—De hecho, son las llaves de casa y del coche del señor Stoner, ¿no es cierto?
—Eso creo.
—Las llaves del coche. En un cenicero de la mesa que está junto a la entrada principal.
—Sí —dijo Stride.
—Así que cualquiera que llegara hasta esa puerta podía, sencillamente, cogerlas y llevárselas. Llevarse el coche y llevarse a Rachel.
Stride sacudió la cabeza.
—No, no es una conclusión razonable según las pruebas. De acuerdo con su guión, el asesino tendría que ser alguien que supiera que Rachel estaba en casa; alguien que fuese caminando hasta la vivienda, llevase guantes, supiera que las llaves estarían allí y usase precisamente el mismo número y las mismas zapatillas que el señor Stoner. Parece uno de sus números de magia, señor Gale.
—Basta, teniente —interrumpió la jueza Kassel.
Stride asintió y se disculpó. Pero por el momento, había desbaratado las teorías de Gale. Sólo esperaba que los miembros del jurado no se estuvieran perdiendo en aquella maraña de extravagantes posibilidades que el abogado arrojaba constantemente ante ellos.
Gale ofreció a la jueza Kassel una cálida sonrisa. Luego, se atusó con cuidado los cabellos grises de la parte superior de la cabeza y se volvió hacia Stride.
—Muy bien, teniente, hablemos de la supuesta relación que el señor Stoner mantenía con su hijastra. No dispone de ninguna evidencia física que demuestre tan peregrina idea, ¿verdad? ¿Ni muestras de semen, ni fluidos vaginales?
—Estoy seguro de que hicieron la colada —dijo Stride.
—¿Ningún testigo?
—No es la clase de cosa que harían en público —dijo Stride con una leve sonrisa.
Gale no le devolvió la sonrisa.
—Tomaré su respuesta por un no, teniente. También dedicó mucho tiempo a preocuparse por las fantasías del señor Stoner. Se permite algo de pornografía de gusto más bien dudoso —suspiró Gale—. En otras palabras, es un hombre. Pero nada del material que encontró es ilegal, ¿verdad?
—No —dijo Stride.
—Se pueden comprar esas revistas en la calle principal de Duluth, ¿no?
—Eso creo.
Gale cogió la lista de llamadas que Dan había presentado como prueba y la agitó en el aire.
—Y en cuanto a estas llamadas eróticas… En fin, no se ofenda, teniente, pero si un hombre mantuviera realmente relaciones sexuales con adolescentes, ¿tendría la necesidad de pagar cinco dólares por minuto para simularlas por teléfono?
—Eso demuestra su atracción por las menores —dijo Stride.
—Estos números a los que el señor Stoner llamaba de vez en cuando… ¿sabe cuántos hombres más en Duluth han llamado a los mismos números en los últimos seis meses? —preguntó Gale.
—No.
—Yo sí: cerca de doscientos. Incluidos un par que creo que trabajan en la policía, teniente. ¿Los investigaron a todos como sospechosos?
—No, no lo hicimos.
Gale asintió.
—Por supuesto que no. Porque usted y yo sabemos que esas llamadas son fantasías que nada tienen que ver con el modo en que se comporta una persona en la vida real. ¿Cierto?
—Eso depende del contexto. Y de la persona.
—Sin embargo, usted no conoce el contexto de esa gente, ¿verdad? —preguntó Gale.
—No.
—No, claro que no. De hecho, si nos fijamos bien, la única evidencia física que sugiere cualquier tipo de relación sexual entre Rachel Deese y mi cliente es la asombrosa fotografía que encontraron en el ordenador de su casa. ¿Correcto?
—La fotografía es extremadamente sugerente —dijo Stride.
—En más de un sentido —replicó Gale—. Pero no existe ninguna prueba de que el señor Stoner hubiera visto nunca esa fotografía, ¿verdad?
—Estaba en su ordenador.
—Sí, es cierto, pero la misma Rachel tenía acceso a ese ordenador, ¿no es verdad? ¿No podría haber introducido la fotografía en el disco duro del señor Stoner en cualquier momento?
—Una vez más, no tenemos pruebas que lo indiquen.
Gale agitó su enorme mano con desdén.
—Pero no tienen ninguna prueba que indique que no lo hizo, ¿no es cierto? ¿Quién sabe lo que impulsa a los adolescentes? Podría haber querido gastar una broma. Tal vez intentara ponerle en una situación embarazosa. O quizá pretendiera provocar una pelea entre su madre y su padrastro. Lo cierto es que lo ignora, ¿no es cierto?
—Sí —dijo Stride.
—Dígame, teniente, ¿cuándo se grabó esa foto en el ordenador del señor Stoner?
—Según el directorio de archivos, se grabó el sábado anterior a la desaparición de Rachel.
—¿Y cuándo se accedió a la fotografía por última vez? —inquirió Gale.
—El mismo día.
Gale se irguió con gesto de incredulidad. Se quedó mirando a Stride, atónito. Sabía perfectamente cuál era la fecha, ya que había visto todas las pruebas que se habían descubierto. Pero para el jurado era como si Gale se enterase por primera vez de ese dato sorprendente.
Cogió la foto ampliada y se la mostró otra vez a los miembros del jurado, dejando que tuvieran el tiempo suficiente para que todos pudieran sentir la erótica atracción de Rachel.
—¿El mismo día? Usted sostiene que este hombre estaba obsesionado con su hijastra, teniente. Que vivían una relación tórrida e ilícita. Y él copia esta increíble fotografía en el disco duro del ordenador… ¿y ya no la vuelve a mirar? —Gale agitó la mano delante de su rostro como si intentase refrescarse—. Por Dios, teniente; si yo tuviera esta foto en el ordenador, no creo que pudiera terminar mi trabajo.
Dan Erickson se puso en pie de un salto.
—Protesto.
Gale agitó las manos en un gesto de rendición.
—Lo retiro, lo retiro.
Entonces, miró a Stride con picardía.
—Ahora, teniente, seamos realistas. Esta impresionante foto está archivada en el ordenador del señor Stoner y, durante las semanas posteriores, ni siquiera se molesta en mirarla. Tal vez la pusiera él allí. Tal vez tenga una increíble fuerza de voluntad. Pero, ¿no sería más lógico pensar que no tenía ni idea de que la fotografía estuviera en su ordenador?