Cuando al fin regresaron a Duluth, Stride se quedó a dormir en casa de Andrea, lo que acostumbraba hacer varias noches a la semana. Nunca se quedaban en el Point. Tenía que admitir que el colchón de última generación de Andrea era más cómodo que el destartalado modelo de hacía doce años que él tenía en casa, y que el café de su cafetera al menos se podía beber. Aun así, a veces echaba de menos la tosca soledad de su hogar. En ocasiones anhelaba el frío tacto de los suelos de madera bajo sus pies por la mañana, en lugar de la mullida moqueta. Añoraba escuchar y oler el lago, que ahora, visto desde la ventana del dormitorio de Andrea, no era más que una gran extensión en la distancia.
Aquella noche se durmió enseguida, con la cabeza de Andrea apoyada en su hombro. Sin embargo, en mitad de la noche tuvo una pesadilla en la que volvía a encontrarse en el barco, con Andrea aferrada a él. Esta vez, se veía incapaz de sujetarla y ella se deslizaba hacia el agua. Sólo pudo oír su voz, que gritaba su nombre antes de desaparecer engullida por el lago. Se despertó jadeando y asustado. Se sintió aliviado al ver que Andrea dormía tranquilamente a su lado, pero el sueño había sido demasiado intenso para volverse a dormir enseguida. Desvelado, se puso a pensar en el juicio.
Dan rebosaba confianza. Pero Stride llevaba demasiados años viendo cómo Archibald Gale se sacaba conejos de la chistera. Y había algo que le inquietaba, como si pasara por alto algún detalle que pudiera calmar todos sus miedos. Quería que condenasen a Graeme. Si había algo ahí fuera, cualquier dato que pudiera sentenciar el caso, quería encontrarlo. En muchas ocasiones se había sentido acosado por la misma sensación. Siempre quería más. Pero tal como le había recordado Maggie, sólo algunas piezas del rompecabezas quedaban a la vista después de que se hubiera cometido un crimen. Ellos debían encontrar las que pudieran, y luego era tarea del fiscal y del jurado reunirías y relacionarlas.
Dan estaba satisfecho con el jurado. Había consultado a un especialista y creían haber elegido lo que este último había descrito como la combinación perfecta, un jurado receptivo al historial circunstancial de la culpabilidad de Graeme, incluida la hipótesis de su relación con Rachel. Ocho mujeres y cuatro hombres. Cuatro mujeres estaban casadas y tenían hijos de edades comprendidas entre los cuatro y los veinte años. Dos estaban divorciadas y otras dos eran jóvenes solteras. Uno de los hombres era abuelo y viudo; otro, soltero y gay; otro, casado y sin hijos, y el último era un universitario.
Habían logrado evitar, por consejo del especialista, que formara parte un hombre de mediana edad, casado y con hijos adolescentes; en otras palabras, alguien muy parecido a Graeme.
El viernes, al terminar la selección del jurado, Dan invitó a Stride a tomar una cerveza para celebrarlo. Se pasó dos horas alardeando de su victoria sobre Gale, que, sorprendentemente, se había mostrado poco combativo en la vista previa. La única victoria del abogado de la defensa consistía en haber convencido a la jueza Kassel para que el jurado permaneciese aislado, y protegerlo así de la presión de la cobertura informativa que inevitablemente acompañaría al juicio.
Stride bebió junto a Dan, pero estaba preocupado. Si el jurado era tan idóneo para el fiscal, ¿por qué Gale se había mostrado de acuerdo? Gale, que no era famoso por escatimar en nada, ni siquiera había consultado a un especialista en jurados.
—¿Por qué?
Dan desestimó sus preocupaciones.
—Ha logrado que te creas sus juegos psicológicos —dijo Dan—. Gale no camina sobre las aguas, Jon. Simplemente, metió la pata. Creyó que podría arreglárselas él solo con la selección, y le salió el tiro por la culata. Fin de la historia.
Pero Stride no estaba convencido.
Se levantó de la cama con cuidado para no despertar a Andrea. Desnudo, se plantó ante la ventana. La ciudad estaba iluminada por miles de luces titilantes, con la penumbra del lago como fondo. En silencio, abrió la ventana. A Andrea no le gustaba dormir con las ventanas abiertas, y a Stride, que lo prefería incluso en invierno, le costaba acostumbrarse.
El aire de la noche era frío y agradable.
No había sido sincero consigo mismo sobre lo mucho que aquel caso significaba para él. Por eso quería, necesitaba aún más pruebas: para estar completamente seguro de que Graeme no se escurriría por entre los dedos de la justicia. Era como si, después de fallar a Cindy y a Kerry, no pudiera soportar la idea de fallar también a Rachel. Esta vez, una de las mujeres de su vida podría confiar en que cumpliría.
Stride permaneció allí aproximadamente media hora, con la mirada fija en el horizonte mientras dejaba que la suave brisa se arremolinase sobre su piel desnuda. Luego, cuando oyó que Andrea se empezaba a mover entre las sábanas, cerró la ventana y volvió a meterse en la cama. Dio varias vueltas hasta que por fin se sumió otra vez en el sueño.
Era una mañana magnífica, uno de los días más hermosos que se habían visto en Duluth últimamente, con un sol deslumbrante, un cielo de color azul pálido y una suave brisa procedente del lago. Stride se sacó las gafas de sol del bolsillo mientras se acercaba al juzgado. Se las puso con la esperanza de confundirse entre la multitud y entrar en el edificio sin ser asaltado por la prensa.
El juzgado estaba cerca de la Primera Avenida, en una calle sin salida llamada Priley Drive. Un camino circular rodeaba una zona ajardinada, con el juzgado en el centro, el ayuntamiento a la derecha y el edificio del tribunal federal a la izquierda. Normalmente era un lugar tranquilo donde comer, lejos de su oficina del sótano, en un banco junto al borboteo de una fuente y un jardín de tulipanes, con la bandera americana ondeando en lo alto, al final de una gigantesca asta.
Pero no aquel día.
La multitud colmaba el camino adoquinado y se extendía por la calle, obstruida por las furgonetas de la televisión. Los cámaras filmaban a los reporteros desde diferentes ángulos y todos ellos capturaban el edificio de cinco plantas de piedra rojiza que ocupaba el juzgado, invadido por curiosos y fisgones, manifestantes y más periodistas. El tráfico estaba paralizado y la cola se extendía hasta varios edificios más allá. Stride vio a algunos agentes en lo alto de las escaleras del juzgado, batallando para impedir que la multitud entrase en el edificio. Un grupo de periodistas estaba apiñado en las escaleras, abriéndose paso con los micrófonos y las cámaras hacia Dan Erickson, que gritaba las respuestas a sus preguntas.
El ruido era ensordecedor. Los conductores, furiosos, hacían sonar sus cláxones. Stride oía el bullicio de radios y televisores. Varias docenas de mujeres lanzaban proclamas en voz alta y sostenían pancartas contra la pornografía. Las preferencias de Graeme Stoner por las diversiones para adultos habían ocupado las primeras páginas de la prensa, y los detractores de la pornografía habían encontrado en su relación con Rachel, y la subsiguiente violencia, un útil reclamo para sus protestas.
Caos. El juicio de Stoner era el mayor acontecimiento legal que sacudía Duluth desde hacía años y nadie se lo quería perder.
Stride se sumergió en la muchedumbre como si nada, disculpándose educadamente a medida que se adentraba entre el río de gente. Cuando veía a un periodista miraba hacia otro lado, como si no fuese más que un rostro anónimo entre otros miles. Los que le conocían raramente le veían vestido con traje, así que aquel día podría muy bien pasar por un ejecutivo que se dirigía a pagar el aparcamiento. Dejó la multitud detrás de sí y continuó indemne hacia las escaleras del juzgado. Entró en el vestíbulo y subió los peldaños de mármol de dos en dos. Un tráfico constante subía y bajaba las escaleras a su alrededor. Llegó al cuarto piso, con el aliento entrecortado, y siguió por el pasillo hasta la sala del tribunal. Se detuvo el tiempo suficiente para echar un vistazo a través de las ventanas a la masa que bullía a sus pies.
Archibald Gale acababa de llegar. La prensa se abalanzó sobre él.
Las macizas puertas de roble de la sala del tribunal estaban custodiadas por dos agentes, que reconocieron a Stride y le dejaron pasar. En cuanto a los demás, o bien tenían un pase del juzgado o bien poseían uno de los codiciados pases de visitante que se habían sorteado. También se había permitido la entrada de unos cuantos miembros de la prensa, aunque sin cámaras. La jueza Kassel no quería que su sala se convirtiera en un circo más fabuloso de lo que ya era.
La sala en sí era una estancia imponente y de estilo antiguo, con largos bancos para los espectadores y celosías de madera oscura con elaboradas tallas. Las filas de los visitantes estaban en su mayor parte ocupadas. Vio a Emily Stoner, sentada en la primera hilera, detrás de la mesa del fiscal. Miraba el espacio vacío que debía ocupar la defensa, como si Graeme ya se encontrara allí. En sus ojos era patente el rastro de las lágrimas y de la amargura.
Stride se sentó en la misma fila, a su lado. Emily bajó la mirada y se quedó mirando su regazo en silencio.
Dan Erickson estaba justo delante de él y le susurraba algo a su ayudante, una atractiva rubia llamada Jodie. Stride suponía que Dan se acostaba con ella, aunque éste nunca lo había admitido formalmente. Se inclinó hacia delante y dio unos golpecitos en el hombro de Dan. El fiscal se calló, miró hacia atrás y saludó a Stride con el pulgar levantado. Stride vio que el dedo de Dan palpitaba como si tuviera un tic y que la parte inferior de su cuerpo se agitaba por debajo de la mesa. Estaba histérico.
—Pareces en plena forma, Dan —le dijo Stride.
Dan se rió.
—Estoy listo para el ataque.
Volvió a su conversación con Jodie. Stride miró cómo rozaba el hombro de su ayudante con la mano derecha. Luego descendió por un instante y le apretó el muslo. Sí, se acostaba con ella.
Stride oyó susurrar a alguien:
—Ese tío es un cerdo.
Se dio cuenta de que Maggie se había sentado sigilosamente a su lado. Ésta observó la espalda de Dan con mirada glacial. Poco después de su fallido intento con Stride el año anterior, había tenido una breve relación con Dan. El asunto terminó mal, pues resultó que Dan se acostaba con otras dos mujeres. La mirada de Maggie no evidenciaba signo alguno de perdón.
—Pero es mono —dijo Stride.
Sabía que estaba echando leña al fuego, pero aun así no pudo evitarlo. Maggie frunció el ceño.
—Tú también eres un cerdo.
—¡Oink! —exclamó.
—¿Qué tal la maestra?
—Faltó poco para que ayer por la tarde nos matáramos en el lago. Aparte de eso, bien.
—¿Se subió a un barco contigo por propia voluntad? —preguntó Maggie con ironía.
—Muy graciosa. No se lo digas a Guppo: estuvo a punto de perder a su jefe y a su barco en una misma ola.
—El jefe no sería una gran pérdida. Se quedaría con tu casa a cambio del barco.
Una avalancha de ruido recorrió la sala. Los espectadores estiraron el cuello y, al volverse, vieron a Archibald Gale haciendo su entrada triunfal con el desenfado de una estrella de cine. Gale llevaba un traje de tres piezas azul marino que le quedaba como un guante, como de costumbre, con un pañuelo en forma de triángulo asomando por el bolsillo superior. Sus pequeñas gafas doradas emitían destellos.
A Stride no dejaba de sorprenderle lo ligero que parecía Gale a pesar de ser un hombre tan alto e imponente. Parecía como si flotara. Se detuvo para estrechar algunas manos camino del banquillo y luego atravesó ruidosamente la puerta oscilante. Depositó su delgado maletín color borgoña en la mesa de la defensa e interrumpió a Dan el tiempo suficiente para inclinarse hacia él y susurrarle algo al oído. Stride observó los labios de Gale y pudo entender lo que el abogado decía.
—No digas que no te avisé, Daniel.
Al ver a Gale, el alguacil abrió una puerta lateral y un guarda escoltó a Graeme Stoner, vestido de forma tan impecable como su abogado, hasta la sala. Graeme mantenía la misma postura impasible que Stride había visto en él desde el principio: frío, seguro y con una mirada ligeramente divertida. No pestañeó ni se estremeció al ver a su mujer, que pronto sería su ex mujer. Graeme se limitó a sonreírle, luego se sentó e inició una discreta conversación con Archibald Gale.
Emily, por el contrario, no podía apartar los ojos de Graeme. Era como si hubiese visto un fantasma al que odiaba con toda su alma.
A las nueve en punto, el alguacil pidió a la concurrencia que se pusiera en pie. La jueza Catharine Kassel, de cuarenta años de edad, con un atuendo negro que ocultaba su delgada figura, entró en la sala. Designada como jueza hacía dos años, la revista Law & Politics la había declarado la jueza más sexy de Minnesota. Con su cabello rubio impecablemente peinado y sus rasgos elegantes y afilados, no defraudó a los asistentes. Con todo, la mayor parte de los abogados la temían. Dentro de la sala, sus fríos ojos grises podían volverse glaciales en un instante. Una vez sentada, la jueza Kassel miró a los presentes en la sala con recelo.
—Permítanme recordarles a todos —anunció con firmeza— que no quiero manifestaciones de ninguna clase durante todo el proceso. Considérenlo una política de tolerancia cero. Cualquiera que la viole será expulsado inmediatamente de la sala para no volver a entrar. Espero estar siendo muy clara respecto a este punto. —En la sala reinaba un silencio absoluto. Luego, la jueza Kassel sonrió, radiante—. Me alegro de que nos entendamos.
Hizo una señal al alguacil.
Los miembros del jurado entraron y ocuparon sus puestos, inquietos, observando con ansiedad el océano de rostros que inundaba la sala. La jueza Kassel les dio la bienvenida, adoptando un tono más amistoso para que el jurado se sintiera a gusto. Iban a pasar los próximos días en el Holiday Inn del centro de la ciudad, separados de sus parientes y amigos, y Stride podía leer en sus rostros que estaban ansiosos por que el juicio empezase y terminase.
La jueza concedió al jurado un momento para que se acomodara y dio paso a los preliminares habituales. Luego, concedió la palabra a Dan Erickson para que expusiera su discurso inicial.
Dan se tomó su tiempo. Estableció contacto visual con cada uno de los miembros del jurado.
Mostró la ampliación de una fotografía de Rachel de la escuela, con su brillante y largo cabello negro y una críptica sonrisa en su rostro. La miró y luego la sostuvo delicadamente en sus manos, de cara al jurado. Dejó que aquella imagen penetrase en sus mentes.
—Ésta es Rachel Deese —les dijo—. Es hermosa. Una bonita muchacha de diecisiete años con toda la vida por delante. Desgraciadamente, un mes después de que se tomara esta foto, Rachel desapareció. Las pruebas que se encontraron en las semanas posteriores nos conducen a una desafortunada conclusión: esta hermosa muchacha fue asesinada.
Dan se miró los pies, sacudiendo la cabeza con tristeza.
—Ojalá pudiera ponerles las cosas más fáciles. Ojalá hubiese habido alguien allí la noche de aquel viernes de octubre, además de Rachel y el hombre que la mató, para sentarse en el estrado y contarles cómo ocurrió todo. Pero creo que ya saben que la mayoría de los asesinatos no se cometen en público. El asesinato es un asunto desagradable y privado.
Se volvió y observó a Graeme Stoner, dejando que el jurado siguiera el mismo camino que su mirada. Luego continuó:
—Pero si los asesinos guardan su secreto, ¿cómo les condenamos? A menudo, como en este caso, recurrimos a las llamadas pruebas circunstanciales. Son distintos hechos que, una vez reunidos, conducen a una conclusión inevitable sobre los actos de un acusado y su culpabilidad. Voy a ponerles un ejemplo. Un hombre es encontrado apuñalado en su casa. Nadie ha sido testigo del crimen. Nadie ha visto quién lo mató. No hay ninguna prueba directa. Sin embargo, descubrimos las huellas de otro hombre en el arma asesina. Descubrimos que ese hombre tenía algo contra la víctima. Descubrimos que no tiene ninguna coartada para la noche del asesinato. Encontramos en sus zapatos restos de sangre que coinciden con la de la víctima. Todas estas pruebas circunstanciales nos cuentan la verdad respecto al crimen.
Dan esperó, absorbiendo las miradas de los miembros del jurado para asegurarse de que lo comprendían.
—Y en este juicio, se les presentarán abrumadoras pruebas circunstanciales sobre el asesinato de Rachel Deese. Se convencerán, más allá de toda duda razonable, de que el hombre que se sienta en el banquillo de los acusados, Graeme Stoner, mató a esta hermosa muchacha y se deshizo del cadáver.
»¿Quién es este hombre? —interrogó Erickson, señalando con su dedo huesudo a Stoner—. Durante este juicio, arrancaremos la máscara que esta persona muestra al mundo. Les enseñaremos a alguien muy distinto. Alguien que guarda una foto de su hijastra desnuda en el ordenador. Alguien cuya fantasía es tener relaciones sexuales con adolescentes. Alguien con un oscuro secreto sobre su relación con Rachel: mantenía relaciones sexuales con ella.
Hizo una pausa para dejar que el jurado reflexionara sobre sus conclusiones. Dejó que mirasen a Graeme y se preguntasen qué había detrás de aquella expresión impasible. No importaba que Graeme vistiese un traje elegante, como los que llevaba para acudir a su trabajo en el banco. Dan quería que el jurado considerase su ropa como la tapadera de una mente enferma.
—¿Y qué hay de Rachel? —preguntó Dan—. Voy a serles sincero: no sé dónde está su cuerpo. Sólo una persona lo sabe, y está sentada ahí delante, en el banquillo de los acusados. Quizá se pregunten cómo sabemos que se ha cometido un asesinato, si no podemos mostrarles un cadáver. Oirán a la defensa intentando decirles que, puesto que no tenemos el cadáver, es posible creer que Rachel sigue viva.
Dan sacudió la cabeza.
—¿Es eso posible? Bueno, supongo que es posible que Elvis siga vivo. Pero ustedes no están aquí para determinar qué es posible. Están aquí para determinar los hechos más allá de toda duda razonable. Así que recuerden esto: cuando vean las pruebas físicas que hemos reunido, se darán cuenta de que la única conclusión razonable a la que pueden llegar es que Rachel fue asesinada, y que su cuerpo permanece oculto en algún lugar de los extensos bosques del norte de Minnesota. Por desgracia, es posible que nadie la encuentre nunca. Es una realidad trágica y terrible. Pero el hecho de ignorar dónde se deshizo de su cuerpo el asesino no modifica la verdad. Rachel está muerta. Y se convencerán de ello.
»Vamos a rastrear sus pasos para ustedes. Les mostraremos una cinta de la chica conduciendo hacia su casa el viernes por la noche. Está bien. Está sonriendo. Acaba de quedar con un chico para la noche siguiente. Y luego, nadie la vuelve a ver nunca más. En lugar de eso, encontramos un trozo del jersey que llevaba, y que se había comprado hacía sólo unos días, manchado con su sangre, en una zona boscosa a pocos kilómetros al norte de la ciudad. Encontramos un brazalete que significaba mucho para ella tirado en el suelo. Eso es lo último que sabemos de Rachel.
Erickson dedicó una mirada fulminante a Graeme Stoner y luego se volvió bruscamente hacia el jurado.
—¿Y qué conexión hay entre esos dos escenarios? ¿Entre la chica en el coche, viva y feliz, y el pedazo de tela sangriento encontrado unos kilómetros más allá? Pues bien, Rachel se dirigía a su casa aquella noche, donde Graeme Stoner se encontraba solo. La madre de Rachel estaba fuera de la ciudad. Y en el camino de entrada de la casa estaba el coche de Graeme Stoner, cerrado con llave. En ese vehículo encontrarán la prueba que relaciona ambos escenarios. Más sangre de Rachel. Las huellas dactilares ensangrentadas de Rachel en el filo de un cuchillo. Más fibras del cuello de cisne que llevaba. Y las huellas de Graeme Stoner en el mismo cuchillo.
»Eso es lo que voy a mostrarles en este juicio. Hechos. Pruebas. Sangre y fibras que no mienten. Mi trabajo consiste en exponerles a ustedes estos hechos, en mostrarles lo que hemos encontrado.
»En este caso, la tarea de la defensa es muy distinta —le dijo Erickson al jurado—. Necesita que ustedes obvien los hechos, o que encuentren peregrinas e improbables las explicaciones para ellos. El señor Gale, aquí presente, es todo un espectáculo, un poco como esos magos que actúan en Las Vegas. Los magos son personas con talento. Son capaces de encandilar a la audiencia y simular que logran que una hermosa muchacha levite ante sus ojos. De hecho, un buen mago puede ser tan convincente, que es posible que ustedes se sientan tentados de creer que realmente la chica está flotando por encima del escenario. Pero ustedes saben, igual que yo, que no es más que un truco. Una ilusión.
Sostuvo la mirada de cada uno de los miembros del jurado y adquirió una expresión seria.
—No se dejen engañar. No se dejen convencer ni abandonen su sentido común. El señor Gale intentará utilizar su magia con ustedes, pero quiero que estudien las pruebas físicas de este caso. Y verán que las pruebas les conducen a una sola explicación: que aquella terrible noche en que Rachel desapareció, la relación obsesiva de Graeme Stoner con su hijastra acabó por cruzar la línea de la violencia y el asesinato. Puede que nunca sepamos exactamente qué ocurrió entre ellos, o por qué. Pero una relación incestuosa es tan propicia a la maldad, que literalmente puede estallar en cualquier momento. Puede que aquella noche no hubiera nadie allí para ver cómo irrumpió la violencia. Pero ocurrió. Eso es lo que les mostrarán las pruebas. Que ocurrió.
Archibald Gale se levantó, se quitó las gafas y las dejó cuidadosamente sobre la mesa de la defensa. Miró a Graeme Stoner, sonrió y luego centró su atención en los miembros del jurado. Gale se aproximó mientras se palpaba los bolsillos, como si buscase algo.
—¿Saben? Esperaba sorprenderles sacando un conejo del bolsillo, pero al parecer me he olvidado mis trucos de magia en el Caesars Palace de Las Vegas.
Los asistentes rieron con disimulo, así como varios de los miembros del jurado. A Gale le brillaron los ojos.
Se frotó la perilla y, muy despacio, paseó la mirada por toda la sala. Gale sabía cómo crear suspense. En realidad, los hechos no importaban. Lo importante era quién le contaría al jurado la historia más convincente. Con su talle imponente y sus dotes para el drama, Gale tenía un talento innato.
—Durante las últimas décadas he pisado esta sala muchas, muchísimas veces —comenzó suavemente—. Aquí han tenido lugar varios juicios que han despertado el interés de la opinión pública. Pero antes de hoy no recuerdo haber visto nunca tal multitud, ni una atención tan intensa, en un juicio. ¿Por qué debo suponer que es todo esto?
Dejó que el jurado pensara un momento.
—Porque lo que tenemos entre manos es un misterio. Todo el mundo quiere saber cómo acaba el último capítulo. Una chica ha desaparecido. ¿Qué le ocurrió? ¿Alguien ejerció la violencia sobre ella o bien se escapó, como hacen cada año decenas de miles de adolescentes infelices? Si le ocurrió algo, ¿qué fue? ¿Y por qué? ¿Realmente fue culpa del padrastro, como sostiene el fiscal? ¿O alguna otra persona de la vida de Rachel, con motivos para sentirse celosa y enfadada con ella, dejó que sus emociones desembocaran en violencia? ¿O acaso fue una víctima más del brutal asesino en serie que aún anda suelto por nuestras calles?
Gale asintió, pensativo.
—Me gustaría prometerles que, cuando terminemos, sabrán qué le ocurrió a Rachel. Pero no es así. Porque nosotros no lo sabemos. Graeme Stoner no lo sabe. Ni tampoco el señor Erickson. Lo único que conseguirán son dudas y preguntas. Pero no pasa nada. Puede que ustedes quieran hallar la verdad, pero su trabajo en esta sala no consiste en encontrar un final para esta misteriosa historia.
Ladeó la cabeza.
—Sí, sé lo que deben de estar pensando. Ahí está otra vez. El mago. ¿No les advirtió el fiscal que tuvieran cuidado con eso? ¿Que yo tergiversaría sus bonitas pruebas para hacerles pensar en alguna extraña fantasía? Pues no, no les pido que me crean. La diferencia estriba en que el señor Erickson está dispuesto a mostrarles algunos de los hechos, mientras que yo quiero asegurarme de que ustedes vean todos los hechos. Cuando lo hagan, se darán cuenta de que Graeme Stoner es inocente y que no cometió un asesinato, y transmitirán un mensaje a la policía para que vuelvan a investigar y descubran qué le ocurrió realmente a esa extraña e infeliz muchacha.
Gale se inclinó hacia delante y se agarró a la barandilla de la tribuna del jurado.
—El señor Erickson dice que deben prestar atención a las pruebas. Estoy de acuerdo. Quiero que estudien esas pruebas de cerca, para que vean lo que el fiscal no les puede decir.
»No les puede decir que Graeme estuvo en su coche con Rachel la noche en que desapareció. Porque no hay pruebas de ello.
»No les puede decir que el coche de los Stoner estuvo en el establo la noche en que Rachel desapareció. Porque no hay pruebas de ello.
»No les puede decir que saben que Rachel está muerta. Porque no lo saben.
»No les puede decir que pueden demostrar que Graeme practicaba el sexo con su hijastra. Porque no pueden.
»En lugar de eso, les pide que den un salto. Van a proporcionarles unos hechos sin conexión que ligarán entre ellos para intentar hacerles creer lo que no pueden demostrar. Eso no son pruebas, ni circunstanciales ni de ninguna clase. Eso es ficción. Eso son conjeturas.
Stride sintió que se ablandaba por dentro. Bang, bang, bang; Gale estaba apuntando al punto flaco de su caso. Por supuesto, tenía razón. Realmente no podían demostrar nada de todo eso. Lo único que podían hacer era exponer las piezas del rompecabezas y esperar que el jurado fuese lo bastante listo para encajarlas.
—Pero hay más —continuó Gale—. También verán que la fiscalía, en su afán por rematar el misterio con un buen final, ha ignorado muchas otras soluciones posibles. Me temo que el señor Erickson es de la clase de hombres que, después de montar un motor, se encontraría con varias piezas sobrantes y decidirían que no deben de ser importantes.
Hizo un guiño al jurado y luego dedicó a Dan una sonrisa burlona.
—Echemos un vistazo a algunas de esas piezas sobrantes —dijo Gale—. Otra adolescente, llamada Kerry McGrath, que vivía a unos tres kilómetros de Rachel y que iba a la misma escuela, desapareció un año antes de que lo hiciera Rachel. Tampoco a ella la encontraron nunca. Las circunstancias de su desaparición son notablemente similares a las de Rachel. La policía sabe que Graeme Stoner no tuvo nada que ver con la desaparición de Kerry McGrath. Y, sin embargo, ha ignorado la nefasta posibilidad de que un asesino en serie pueda estar atacando a las jóvenes de esta ciudad.
»Piezas sobrantes. En la noche de su desaparición, Rachel tuvo un extraño comportamiento. ¿Por qué? ¿Sabía algo? ¿Iba a encontrarse con alguien? ¿Estaba planeando escaparse?
»Piezas sobrantes. ¿Quién más estuvo con Rachel la noche de su desaparición? ¿Quién más tenía motivos para alegrarse si ella desaparecía para siempre?
»Piezas sobrantes. ¿Cuál era el verdadero origen de la infelicidad de Rachel? ¿Era su relación con su padrastro? No. Era la espantosa, amarga y violenta relación que tenía con su madre. Recuerden esta palabra: violenta.
Stride miró a Emily y vio que una lágrima se deslizaba por su mejilla. Tenía los ojos fijos en su regazo y lloraba en silencio.
Gale continuó.
—Preguntas y dudas. Tendrán muchas al final del juicio. Pero no quedará ninguna pregunta ni ninguna duda en su mente sobre cuál es la decisión que deben tomar. Y no es otra que declarar a mi cliente no culpable del crimen del que ha sido acusado injustamente.
Gale sostuvo las miradas de los miembros del jurado durante unos segundos eternos. Luego regresó a la mesa de la defensa y se sentó.
Stride examinó los rostros del jurado. Imaginó que se trataba de la primera manga de un partido de béisbol.
Primer tiempo.