Capítulo 20

El puerto de Two Harbors apenas se divisaba como una mancha alargada y estrecha que interrumpía la línea de los árboles. Detrás y por encima de ellos, el cielo era claro y azul. Pero Stride veía oscuras nubes que se agrupaban en el horizonte, y que crecían como un cáncer en el cielo mientras se cernían sobre la embarcación. El viento azotaba el lago y levantaba su blanco oleaje de espuma, arrastrando el barco de un lado a otro como un juguete en una bañera. Puso el motor a la máxima potencia y éste se batió con las olas, pero la velocidad apenas aumentó. La borrasca iba a alcanzarles mucho antes de que llegaran a casa.

Se sentía como un idiota por dejarse atrapar de ese modo. Aquella hermosa mañana de domingo les había parecido demasiado tentadora y Guppo les había ofrecido su lancha de ocho metros, una belleza que había heredado de su tío. Stride le había rogado a Andrea que le acompañase. Normalmente salían juntos por la ciudad: iban al teatro, a un concierto o a cenar con otros profesores del instituto. A Andrea le encantaba presumir de Stride ante las mujeres que habían sido tan simpáticas con ella cuando se divorció. Pero nunca hacían la clase de actividades tranquilas que eran las preferidas de Stride, como navegar en el lago. Quería que esas cosas volvieran a formar parte de su vida.

Pero la tarde había resultado un desastre. A pesar del cálido sol primaveral, en el lago soplaba un viento gélido que atravesaba sus abrigos de entretiempo. Stride había echado la caña, pero lo único que consiguió fue que el viento se la partiera en dos. Andrea había vomitado, mareada por las interminables subidas y bajadas del barco al cabalgar sobre las crestas. Se pasaron dos horas abajo, en la cabina, acurrucados bajo las mantas y sin decir una palabra, un silencio roto excepcionalmente por las ocasionales disculpas de Stride y las débiles sonrisas de Andrea. Tenían una botella de vino sin abrir en la nevera y un elaborado picnic que apenas habían tocado.

Cuando él propuso marcharse a casa, por primera vez en todo el día vio un atisbo de entusiasmo reflejado en el rostro de ella.

Ahora navegaban hacia el centro de la tormenta. No podía ser mucho peor. Él esperaba que Andrea se quedara abajo y no viera la fea penumbra que se aproximaba hacia ellos cruzando el cielo.

Stride intentó sacarle más partido al motor, pero éste ya daba de sí todo lo que podía en su lucha contra el lago. Tal como iban las cosas, pronto tendría que aminorar para mantener el control. Hizo virar la embarcación en el sentido de las olas y el viento, pero las ráfagas no dejaban de cambiar su dirección. Frunció el ceño al ver que las nubes alcanzaban el sol, que declinaba por el oeste, y proyectaban sombras sobre las azules aguas. La atmósfera pareció enfriarse al instante. Llevaba guantes y una chaqueta de piel, además de una gorra de béisbol de los Twins calada hasta las cejas. Pero las orejas le quedaban al descubierto y tenía las mejillas rosadas y entumecidas.

Sintió unas manos alrededor de su cintura y, luego, la cabeza de Andrea apoyada contra su espalda. Ella se deslizó hasta quedar a su lado y él se inclinó para besarla. Ella le sonrió, pero su piel estaba pálida y sus labios helados. Cuando miró hacia tierra y vio que se avecinaba la tormenta, abrió unos ojos como platos. Luego miró a Stride, quien simuló que todo iba bien.

—¿Cuánto falta para llegar?

Él se encogió de hombros.

—Una hora, tal vez.

Andrea observó la tormenta con recelo.

—No tiene buena pinta —dijo.

—No te preocupes, sólo nos mojaremos un poco. ¿Por qué no esperas abajo?

Andrea no quería saber la verdad. Quería que la confortaran y la tranquilizaran. Cindy le habría mirado directamente a los ojos y habría leído en ellos la realidad, y luego se la habría sonsacado hasta dejar su corazón al descubierto.

La verdad era que estaba nervioso. La preocupación se había asentado en su estómago como si fuese una pelota, y por varios motivos. Le preocupaba la tormenta, porque llevaba un año sin navegar y estaba un poco anquilosado. Además, se sentía ansioso por el juicio, que comenzaría al día siguiente, después de que ya se hubiera confeccionado la lista del jurado tras dos semanas de prolongadas vistas.

También le preocupaba Andrea. No sabía si andaban a tientas hacia el amor, o si sólo estaban paliando su dolor.

Su vida sexual se había enfriado. Durante las primeras semanas se habían mostrado audaces, después de meses de pasión reprimida. Andrea le había dicho que era un amante maravilloso y tierno, así como cuánto le gustaba sentirle en su interior. Pero ahora ya sólo hacían el amor de vez en cuando. Andrea le dejaba a él la iniciativa y mostraba una extraña indiferencia, le besaba y se dejaba querer, e incluso alcanzaba el orgasmo, pero no se soltaba como había hecho antes. Stride empezaba a entender, aunque nunca lo habría dicho en voz alta, por qué Robin decía que ella era fría en la cama. Parecía asustada de dejarse llevar. O simplemente asustada.

Él se seguía interrogando sobre sus propios sentimientos, sobre si sentía lo que se suponía que debía sentir. Qué preguntas tan absurdas. Lo que realmente importaba era que, ahora, el dolor se había convertido en algo con lo que podía vivir. Y que ahora había algo bueno en su vida. Le gustaba sentir el cuerpo de Andrea junto al suyo. Disfrutaba de lo bien que se sentía a su lado y quería estar con ella.

Miró hacia abajo y la vio; observó la inquietud en sus ojos, pero también la avidez afectiva que sentía por él. Estaba ahí siempre que ella lo miraba y anhelaba sumergirse en ella.

—Estás pensando en el juicio, ¿verdad? —preguntó Andrea. No lo estaba, pero resultaba conveniente contestar que sí—. ¿Qué opina Dan del jurado? —volvió a preguntar.

—Es lo mejor que podíamos esperar —dijo Stride—. Dan confía en sus posibilidades.

—Tú no pareces convencido.

Stride se encogió de hombros.

—Me gustaría que tuviéramos más pruebas incriminatorias. Pero Stoner es listo.

—No lo entiendo. Encontrasteis la sangre de la chica en su coche y en la escena del crimen. ¿No bastará con eso?

—Con ciertos abogados podría bastar. Pero ya me he batido con Archie Gale en otras ocasiones. Sería capaz de convencer al jurado de que yo soy el asesino.

Stride se rió.

—¿Alegará que fue una trampa y que amañaste las pruebas?

Stride sacudió la cabeza.

—No, nada de eso; en este caso no funcionaría. Ni siquiera creo que cuestione la prueba del ADN. El doctor Yee es demasiado bueno. Pero no tenemos el cuerpo, ni a nadie que viera juntos a Rachel y a Graeme la noche de la desaparición. Tampoco hay nadie que pueda demostrar que mantuvieran relaciones sexuales, ya que el testimonio de Carver se ha ido al traste.

—¿Estás seguro de que es culpable? —preguntó Andrea.

—Ya me he equivocado otras veces, pero todo apunta hacia Graeme. Sin embargo, no estoy seguro de que podamos demostrarlo. Y detesto la idea de que ese bastardo pueda salir indemne con un asesinato a sus espaldas por ser más listo y más rico que nosotros. Tengo un mal presentimiento, como si olvidásemos una pieza del rompecabezas. Y si yo soy de esta opinión, Dios sabe que Gale también lo será. Hasta es posible que él la encuentre.

—¿Qué estáis olvidando?

—No lo sé —dijo Stride—. El caso me parece sólido, pero no puedo evitar pensar que hay una parte de la historia que ignoramos.

Escudriñó el cielo. Las nubes casi estaban encima de ellos, y el cielo azul se había oscurecido a su alrededor hasta tal punto que parecía de noche. El oleaje rugía e iba a romper contra la proa, empapándoles con frías salpicaduras. La lancha daba bandazos, elevándose por encima del agua y volviendo a caer con una sacudida. Andrea perdió el equilibrio y se aferró al brazo de Stride. Éste redujo la marcha, pero la embarcación a duras penas lograba resistir.

La tempestad descargó sobre ellos con una furia mucho mayor de lo que Stride había esperado. Se vieron sacudidos por una cortina de agua que caía en horizontal a causa del viento, y que acribillaba su piel con tanta fuerza que las gotas parecían mil aguijones de abeja. Stride apenas veía. Lo intentó con los ojos entornados, pero aun entreabriendo los ojos era incapaz de ver nada. El horizonte había desaparecido. Su única realidad eran aquella masa negra que los engullía y la tortuosa cortina de lluvia.

Pulsó el botón del panel de control que soltaba el ancla en algún lugar por debajo de ellos. Quería asegurarse de no volcar. La embarcación giraba en círculos y bailaba en la cresta de las olas. Incluso con el ancla echada, el barco escoraba tanto que Stride creía que acabaría por volcar, mientras se agarraban al resbaladizo pasamanos de aluminio para evitar caerse por la borda. Logró enderezar la embarcación, pero ésta giraba, ingobernable. Intentó mantener la lancha en ángulo con las olas, pero sus esfuerzos fueron en vano. Ahora, su única preocupación residía en no caer al agua. Y si el barco llegara a hundirse, esperaba ahogarse… porque de lo contrario, Guppo le mataría.

Pero no se estaban hundiendo.

El fuerte oleaje había disminuido. La lluvia aminoró y les permitió entrever el cielo, que ahora brillaba con más claridad. La lancha se balanceaba al vaivén de las olas, pero el motor volvía a luchar y conseguía mantener el rumbo. Unos segundos más tarde, la lluvia cesó. Las nubes empezaron a dispersarse, dejando paso a un pedazo de cielo azul. El viento se calmó, como si la tormenta hubiese succionado toda la energía que había en la atmósfera.

Volvía a ver tierra. Echó un vistazo al reloj y vio que sólo habían transcurrido veinte minutos desde el embate de la tormenta.

—Ya ha pasado —dijo—. Vamos, mira.

Aún vacilante, Andrea miró a su alrededor. Contempló el plácido cielo y la tormenta que, a sus espaldas, desaparecía sobre el lago. Despegó los dedos del cinturón de él, resbaló y se le doblaron las rodillas. Stride la sostuvo.

—¿Por qué no te vas abajo? —le sugirió él—. Túmbate y descansa. Enseguida estaremos en casa.

Ella le dedicó una lánguida sonrisa.

—Tú sí que sabes cómo hacer que una chica pase un buen rato, Jon.

—No repetiremos —dijo él.

Andrea se estiró con aire felino para destensar sus músculos.

—Me duele todo. —Escudriñó el rostro de él y extendió la mano para acariciarle la mejilla—. ¿Estás bien?

—Sí, perfectamente.

—Pareces preocupado —dijo Andrea.

Él se encogió de hombros.

—Es por lo del juicio. Siempre me pongo así.

Andrea no parecía convencida.

—¿Es por mí?

Él se apartó del timón y le rodeó la cara con las manos.

—Eres lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo.

Era verdad.

—No lo sé, Jon. ¿Pueden dos personas heridas salir juntas adelante?

—¿Y cómo podríamos estar mejor? —dijo él.

Andrea le cogió las manos y lo miró fijamente.

—Te quiero, Jon.

Stride esperó un poco más de la cuenta y luego le dijo:

—Yo también te quiero.