Capítulo 18

El Kitch, como se solía llamar al Kitchi Gammi Club, era un intento de reproducir en Duluth la elegancia de los clubes de Nueva Inglaterra. Era un edificio de ladrillo rojo de cinco plantas, con jardines pulcros y bien cuidados que florecían con el calor de la primavera, techos altos y un majestuoso porche. El club se enorgullecía de sus acogedoras bibliotecas del piso superior, con muebles antiguos de madera de cerezo, elegantes sillones y las noticias del día acaecidas en Minneapolis y Nueva York cuidadosamente depositadas en las mesitas de café con patas de león. En ese lugar, políticos e inversores disfrutaban de sus copas de brandy mientras dirigían los negocios más importantes de la ciudad.

Al portero del Kitch, un noruego arrugado de ochenta y pocos años llamado Per que llevaba trabajando allí desde antes que nacieran muchos de sus clientes, le llamó la atención un hombre alto y corpulento que se aproximaba a las escaleras del club. El individuo silbaba una canción de Sinatra, como había hecho durante los treinta años que hacía que Per le conocía. Tenía poco menos de sesenta años y era casi tan ancho como alto, pero su forma de caminar era muy enérgica. Llevaba el rizado pelo gris recortado y peinado hacia atrás. Su rostro era amplio y rubicundo, con unos agudos ojos azules, pequeñas gafas de sabelotodo y una afilada perilla. Vestía un traje de tres piezas de color gris marengo con raya diplomática, una camisa blanca y gemelos de oro que asomaban por debajo de las mangas. Se había puesto una flor en el ojal de la solapa y dejaba una fresca fragancia a su paso.

—Buenas tardes, señor Gale —dijo Per mientras, abría la puerta.

—Per, es un placer volver a verle, como siempre —repuso Archibald Gale con una voz poderosa—. Qué fantástico día de primavera, ¿verdad?

—Oh, así es, señor Gale. Seguro que ya tiene otro gran caso entre manos, ¿cierto?

—Lo tengo, Per, lo tengo.

—Bueno, yo siempre digo que no hay otro mejor que usted.

—Eso díselo al jurado, Per —replicó Gale.

Dio unas afectuosas palmaditas en el hombro del anciano y entró en el sombrío vestíbulo del club. La puerta, con pesadas láminas de roble y cristal tintado, se cerró suavemente detrás de él. Comprobó su reloj y vio que eran las cinco menos cuarto, así que llegaba con quince minutos de adelanto a su cita con Dan Erickson, el fiscal del condado. A Gale le gustaba llegar temprano, instalarse en una de las bibliotecas con un whisky de malta y esperar a su presa.

Aunque Gale era uno de los mejores abogados criminalistas del estado, corría el rumor de que ganaba la mayor parte de sus casos en el Kitch, desmoralizando a su contrincante en una reunión cordial. Sus indirectas inocentes y sus oscuras insinuaciones desconcertaban hasta tal punto a los fiscales, que éstos comenzaban a dudar de su propia estrategia y se mostraban torpes durante su intervención en el juicio. La fama de la guerra psicológica de Gale se había extendido de tal forma que los fiscales declinaban su tradicional oferta de charlar en el club la noche antes del juicio.

Pero Daniel era demasiado engreído para rechazarle. Así sería más divertido. Gale había tratado a muchos fiscales con ambiciones políticas a lo largo de los años y disfrutaba echando por tierra su arrogancia. Daniel era más implacable que la mayoría. Al principio, cuando Trygg Stengard, el anterior fiscal del condado, contrató a Daniel, Gale le había hecho un par de advertencias a su viejo amigo y adversario sobre el hombre que había elegido como mano derecha. Pero Stengard, al contrario de Gale, era un político que sentía debilidad por la ambición en estado puro.

—Espero que me suavices un poco al chico, Archie —le había dicho Stengard—. Patéale el culo unas cuantas veces. Eso le irá bien.

Y Gale se había limitado a obedecer. No le había sorprendido descubrir que Daniel era eficaz e impecable ante el tribunal y que había hecho un buen trabajo como fiscal tras la muerte de Stengard.

Pero Daniel había perdido dos casos importantes, ambos teniendo como contrincante a Archibald Gale. El juicio de Graeme Stoner representaría la revancha de Daniel… o su humillante fracaso.

Gale sabía que Daniel se sentía seguro y era consciente de que el fiscal tenía razones para ello. Aunque no había ningún cadáver, las pruebas forenses por sí solas bastarían para enfrentar al jurado a un cliente que parecía aún más arrogante que el fiscal. Y si Daniel podía convencerles de que aquel tipo realmente se había estado tirando a su hijastra, a Gale no le resultaría fácil evitar que Stoner fuese a la cárcel para el resto de su vida.

Pero a Gale le gustaban los desafíos. Y tenía algunos ases en la manga. Saltó al interior del viejo ascensor y lo sintió ceder bajo su peso. Solía usar las escaleras para mantenerse en forma, pero para sus reuniones previas a un juicio no quería arriesgarse a quedarse sin aliento. Cuando por fin el ascensor se detuvo con un crujido, salió y se dirigió por el pasillo a la amplia biblioteca Ojibwe, cuyas tres ventanas con cristaleras dominaban el lago. Margaret apareció por la cocina y él se inclinó alegremente para pellizcarle la mejilla. La anciana se ruborizó y se rió como una niña.

—Le he preparado su vaso de Oban, lo tiene en la mesita de café, señor Gale.

—Oh, Margaret, es usted demasiado buena conmigo. Escapémonos juntos, ¿le parece?

Margaret volvió a reír.

—¿Sabe lo que querrá beber el señor Erickson?

—Asegúrese de tener preparado un vaso de ginebra Bombay con mucho hielo cuando él llegue. Póngalo en mi cuenta. Y me imagino que enseguida querrá otro.

Margaret sonrió, como si compartieran un pequeño secreto, y volvió a retirarse a la cocina.

Gale se puso cómodo. Dedicó unos momentos a reflexionar mientras contemplaba la ventana, echó un vistazo a los titulares del Star Tribune, que ya había leído, y se instaló en un sofá de la década de los años veinte, donde dejó que su Oban se calentara entre sus manos. Estaba tranquilo. Siempre lo estaba antes de un juicio. Otros abogados se activaban y se ponían inquietos; Gale se concentraba. Podía sentir el ritmo sosegado de su pulso y el modo en que su cerebro se centraba poco a poco en la gran escena que le esperaba.

Cinco minutos después, Dan Erickson irrumpió en la biblioteca con un vaso doble de ginebra que removía con la mano haciendo tintinear los cubitos de hielo. Por los bordes saltaban gotas de ginebra que caían sobre la alfombra.

—Hola, Daniel —dijo Gale—. Vaya, vaya; pareces nervioso.

Dan se detuvo y sonrió.

—Al contrario; no veo el momento de empezar. La última vez me ganaste, Archie.

—Y la vez anterior, si no me equivoco —le recordó Gale muy risueño.

—Pues en esta ocasión no será así.

Dan no se sentó. Se quedó entre las ventanas y la chimenea. Llevaba un traje azul marino y relucientes zapatos negros. Su cabello rubio estaba cuidadosamente peinado. Aunque de escasa estatura, Dan era un hombre atractivo y saludable, y Gale sospechaba que se había bronceado durante las últimas semanas para causar buena impresión al jurado.

—Ya, pero la jueza Kassel se ha puesto de mi parte en lo que concierne a Nancy Carver —dijo Gale.

Dan se encogió de hombros. Cogió una figurita de porcelana de la repisa de la chimenea, se la pasó de una mano a otra y volvió a dejarla en su sitio.

—La declaración de Carver no era más que un rumor. Sabía que no iban a aceptarlo.

—Si tú lo dices; pero eso hace que resulte más difícil meter a Rachel y a Graeme en la misma cama, ¿verdad?

—Oh, tenemos material suficiente para demostrar eso —dijo Dan—. Tu cliente es un enfermo, Archie. No te estás ganando muchos amigos en la comunidad al aceptar un caso como éste.

Gale enterró su nariz en el vaso de whisky y luego bebió un sorbo imperceptible.

—Sí, ya he recibido las habituales condenas y amenazas de muerte. Resulta irónico, ¿no te parece? Hay gente que dice que quiere matarme porque defiendo a un presunto asesino.

—No estás del lado de los buenos —dijo Dan.

Se había desplazado junto a la ventana, para observar el tráfico del lunes por la tarde en London Road. Luego volvió a colocarse en el centro de la habitación.

—Siéntate, me estás mareando.

Dan sonrió y movió los dedos en los bolsillos.

—Tú espera, Archie. Sólo espera.

—Pareces muy confiado —le dijo Gale.

—Porque tengo a Stoner en un puño. Lo sé. Y tú también lo sabes.

—Yo en tu lugar prestaría atención a algunos de mis testigos. Tal vez descubras que tienen más historias que contar.

Una débil sombra de preocupación cruzó el rostro de Dan, pero enseguida fue reemplazada por una amplia sonrisa.

—Maldita sea, eres un viejo zorro. Mientes casi tan bien como yo.

Gale se rió entre dientes.

—Eso es un elogio viniendo de ti. Pero no miento; considéralo una cortesía profesional.

—Claro, claro. Mira, por más que intentes escabullirte, esta vez no podrás escapar. Tu única oportunidad era conseguir que el caso se trasladase a otra jurisdicción, y has perdido. Diablos, no necesito llamar a Carver al estrado para que cuente que Rachel le confesó que se beneficiaba a su padre. El jurado lo sabe. Aunque no voy a admitirlo fuera de esta habitación.

—Sí —reconoció Gale, suspirando—, me decepcionó lo del cambio de jurisdicción. Sospecho que la jueza era consciente de que había que transferir el caso, pero lo quería para ella. Es como tú.

Dan se inclinó y hundió los dedos en un bol de cristal, del que extrajo un puñado de frutos secos. Después de rebuscar entre ellos, eligió un pedazo blanco de castaña de Brasil y se lo llevó a la boca.

—En eso tienes razón —dijo, mientras aplastaba la castaña entre sus dientes—. De hecho, deberías saber que me acosté con Catharine.

Gale arqueó las cejas, sorprendido. Extendió el brazo y cogió su Oban del extremo de la mesa.

—¿Te acostaste con la jueza? ¿No crees que eso es ir demasiado lejos para ganar el caso?

—Ocurrió hace muchos años. Ni ella era jueza ni yo fiscal.

—Pero ella ya estaba casada, según recuerdo —dijo Gale.

Dan se encogió de hombros y encontró un anacardo en el montoncito de su mano. Se lo comió ruidosamente sin responder.

—Podría pedir otro juez —continuó Gale.

—Podrías, pero no lo harás —dijo Dan.

—¿Tan seguro estás?

Dan asintió.

—Éste no será tu último caso ante Catharine, y me imagino que no querrás ser tú quien airee sus trapos sucios en público. Además, sabes que podrías empeorar las cosas. Stoner recibirá un trato justo por su parte. Más de lo que merece.

—Y por lo que sé sobre tu reputación, Daniel, tu asunto con ella podría jugar a mi favor —replicó Gale secamente.

—¡Oh!, yo no diría tanto.

—Bueno, y entonces, ¿por qué me lo cuentas? —preguntó Gale con tono inocente.

—Lo sabes perfectamente, Archie, no te hagas el ignorante. Te he dado un motivo para sustituirla y lo has rechazado. Si lo hubieras descubierto una vez condenado Stoner, habrías tenido una razón para pedir otro juicio.

—Cierto —dijo Gale—. Pero Stoner nunca será condenado.

—Vamos, Archie. Yo en tu lugar le diría que se declarase culpable. Tenemos la sangre de Rachel en su coche, en su cuchillo y en la escena del crimen… el ADN se corresponde. No le ganarás al doctor Yee la batalla de las pruebas científicas. Nadie lo hace.

Gale se encogió de hombros. Había compartido juicio muchas veces con Yee.

—Así es. Cuando el Doctor Imperturbable dice que la sangre es de la chica, es que la sangre es de la chica.

—Y a la prueba de la sangre hay que añadirle la de una relación incestuosa —continuó Dan—. Además, no tiene coartada y es un rico y engreído hijo de puta. El jurado lo detestará.

Gale sacudió la cabeza. Terminó su bebida, se levantó del asiento con un gruñido y se atusó la perilla.

—Créeme, Daniel, has elegido un mal caso para convertirlo en un espectáculo público.

—Y eso ¿qué significa?

—Significa que, por mucho que tú, Bird Finch y la prensa ya hayáis declarado culpable a mi cliente, no es ese veredicto el que cuenta. Cuando haya terminado con el jurado, le absolverán en menos de una hora.

A Dan se le encendieron las mejillas.

—¿Porque su defensor es el gran Archibald Gale?

—Porque no tienes ningún caso —dijo Gale—. Ni siquiera tienes un cadáver. Sabes que es un hecho excepcional que se condene a un asesino si no hay un cadáver.

—Eso no representó un obstáculo en la vista preliminar —señaló Dan.

Gale resopló.

—Estamos hablando del auténtico jurado, Daniel.

—Correré el riesgo —dijo Dan—. El jurado no va a perdonar a Graeme sólo porque esto esté lleno de rincones donde esconder un cadáver. Ya puedes correr una cortina de humo, Archie; Dios sabe que lo haces muy bien. Pero el jurado emitirá un veredicto justo cuando les demuestre la clase de hombre que es Stoner.

Gale se aproximó a Dan, alzando su silueta por encima de la de su oponente, y puso una de sus rollizas manos en el hombro del otro hombre, al que también superaba en edad.

—Oye, no quiero humillarte en la sala del tribunal. ¿Por qué no lo arreglamos ahora entre nosotros dos? Retira los cargos. Di que por ahora no hay pruebas suficientes y que prefieres esperar hasta tener algo concluyente, para asegurarte de no tenerte que preocupar por un doble riesgo. Stoner abandonará la ciudad. Su vida aquí está acabada, pase lo que pase. Y luego todo el mundo se olvidará de esto.

Dan se comió la última castaña de Brasil y se sacudió la sal de las manos. Su mirada era fría y furiosa. Miró a Gale y le señaló con el dedo.

—No creas que me vas a intimidar. La vida de Stoner está acabada, en eso estoy de acuerdo. Pasará el resto de sus días en la cárcel. Es un asesino y me voy a encargar de que lo encierren.

—¿Tan seguro estás de que es culpable?

Dan refunfuñó.

—Vamos, Archie. Entre tú y yo: no me digas que crees que es inocente. —Gale se encogió de hombros sin responder—. Bueno, supongo que no tengo nada más que añadir —le dijo Dan—. Nos veremos en el juicio.

—Así es —dijo Gale, que seguía con su astuta sonrisa—. Pero no digas que no te avisé.