Capítulo 14

Emily creyó volverse loca. Nunca, desde aquella noche terrible en que había pegado a Rachel, se había sentido tan fuera de sí. Le parecía ir a la deriva, sola, en un mar donde no había esperanza de salvación.

Caminaba frenéticamente arriba y abajo, dejando un rastro en la alfombra. Se sostenía la frente con una mano, con los dedos extendidos, y se la frotaba como si fuese un torno. El cabello sucio se desparramaba por su rostro. Tenía los ojos muy abiertos y respiraba pesadamente. Estaba hiperventilando. El dolor en el pecho se volvió más punzante, como si un tumor estuviera creciendo en su interior.

«Quiero enseñarle este brazalete», había dicho el detective. Ella echó un vistazo y gritó.

En el fondo, Emily nunca había creído que fuese a llegar ese día. Recordaba lo que la otra madre, Barbara McGrath, le había dicho durante el programa: el temor a que un día la policía se presentara en su casa con una expresión fúnebre en el rostro. Pero Emily no lo creía. Estaba convencida de que Rachel estaba viva. Un día, sonaría el teléfono y al otro lado se oiría su risa burlona y familiar.

Lo había creído hasta el preciso instante en que vio el brazalete. Ahora lo sabía: Rachel estaba muerta. Alguien la había matado.

Era como si la policía le hubiera quitado a Emily el suelo que pisaban sus pies. Unas horas más tarde, seguía dominada por la desesperación.

Los sonidos sigilosos del porche resonaban en su cabeza. La calefacción zumbaba al expulsar aire caliente en la habitación. Las ramas rígidas de los arbustos del exterior chirriaban al rozar las ventanas. El suelo de madera crujía como si cediera bajo el peso de un fantasma invisible.

Y el ruido más terrible era el «tap, tap, tap» que hacía Graeme mientras trabajaba en su portátil unos metros más allá, ajeno a su agonía.

«Tap, tap, tap».

Nunca habría creído que pudieran llegar a ese punto. Y lo que era peor, sabía que ella se lo había buscado.

—Estoy embarazada —dijo Emily.

Nerviosa, esperó a que él respondiera. Estaba sentada en el sofá de su pequeña sala de estar, juntando torpemente las manos en su regazo. Graeme estaba en la silla tapizada que había frente a ella y sostenía una copa con la mano. Era la segunda que tomaba desde la cena, y ella le había servido champán en abundancia para acompañar las exquisitas costillas que había cocinado al horno.

Ahora que los dos estaban más relajados, lo había soltado.

—Dijiste que tomabas precauciones —dijo Graeme.

Emily se estremeció. No era eso lo que deseaba oír: nada de amor ni de ilusión; sólo vagas recriminaciones.

—Tomo la píldora —le explicó Emily—, pero nada es infalible. Ha sido un accidente. Dios lo ha querido así.

—No estoy seguro de que estemos preparados —dijo él.

—No creo que nadie lo esté nunca —replicó Emily.

—Quiero decir que no estoy seguro de que debamos tenerlo.

Emily sintió que las lágrimas brotaban en su interior. Le costaba respirar. Habló con voz queda.

—No mataré a mi hijo —dijo Emily.

Graeme no dijo nada.

—No lo haré —repitió Emily—. ¿Cómo puedes pedírmelo? También es tuyo.

Emily se levantó del sofá. Rodeó la mesita de café, se arrodilló ante él y cogió sus manos entre las de ella.

—¿No quieres que le demos juntos un hogar a nuestro hijo? —le preguntó.

Durante unos segundos interminables pareció afligido, con la mirada fija por encima de los hombros de ella. Pero entonces asintió, con un escueto movimiento de cabeza. Emily sintió que una enorme sonrisa de alivio y alegría se dibujaba en su propio rostro. Se lanzó al cuello de Graeme y le abrazó con fuerza. Le cubrió la cara de besos.

—Casémonos enseguida —dijo—. Ahora mismo. Este fin de semana.

Graeme sonrió.

—Está bien. Este fin de semana cogeremos el coche y seguiremos la costa hasta que encontremos una iglesia en algún pueblecito. Podemos llevar también a Rachel.

Una nube se cernió fugazmente sobre su mente. Con la excitación del momento, casi se había olvidado de su hija. Pero también lo pasó por alto enseguida: se sentía fuerte y segura. Iban a hacer lo mejor. Para ella, para Graeme e incluso para Rachel. Quizá por fin volvieran a ser una familia. Una familia que nunca tendría que preocuparse por el dinero.

—Sí, hagámoslo —le dijo Emily.

Aún de cuclillas, se inclinó hacia atrás y comenzó a desabrocharse la blusa, mientras observaba cómo los ojos de él seguían el movimiento de sus dedos. Cuando la tela se aflojó a los lados, él introdujo sus manos y le apretó los senos.

El busca de Graeme llenó la habitación con su pitido agudo y los dos se sobresaltaron. Emily aterrizó sobre sus nalgas y los pechos se le salieron de la camisa. Graeme se levantó de la silla y buscó el aparato, lo desenganchó del cinturón y lo miró.

—Tengo que irme.

Emily se enderezó, se arregló el pelo y rápidamente se abotonó la blusa abierta. Se encogió de hombros y le sonrió.

—Está bien.

Le acompañó a la puerta y se quedó allí, a la intemperie, de noche, mientras él salía con el coche del camino de entrada de su casa. Lo contempló hasta que ya no pudo seguir viéndolo y aun entonces continuó allí, disfrutando de la brisa en su rostro.

Emily cerró la puerta silenciosamente. Se dirigió a la cocina, canturreando para sí misma.

—Estabas muy graciosa con las tetas al aire —oyó que decía alguien.

Rachel estaba sentada en el último peldaño de la escalera que llevaba al segundo piso. Sus largas piernas desnudas colgaban por encima de los escalones. Llevaba unos pantalones muy cortos y un top negro con la espalda descubierta que se ajustaba perfectamente a sus pechos generosos. Su pelo oscuro estaba húmedo, como si acabara de salir de la ducha. La piel le resplandecía.

—¿Nos estabas espiando?

Rachel se encogió de hombros.

—Graeme me ha visto. No he querido interrumpir tu gran momento.

Emily no quería entrar en el juego de Rachel aquella noche. Se dirigió a la cocina sin dirigirle una mirada de más a su hija. Pero Rachel gritó a sus espaldas:

—Otra vez con tus viejos trucos, ¿eh?

Emily se detuvo.

—¿Y eso qué significa?

Rachel hizo una mueca e imitó la voz de su madre.

—Estoy tomando la píldora, querido. Ha sido un accidente. Dios lo ha querido así.

—¿Y? —replicó Emily.

—¿Y qué me dices de esto? —dijo Rachel. Levantó un monedero y lo abrió para mostrarle un blíster sin empezar de pequeñas píldoras verdes—. A mi me parece que son anticonceptivos. ¿Qué ha pasado, mamá? ¿Te has retrasado un poco?

Emily se llevó las manos a la boca y palideció. Consiguió dominarse, aunque su mente trabajaba frenéticamente.

—Tú no lo entiendes.

Rachel señaló a su madre con el dedo.

—Ah, ¿no? Eres la zorra manipuladora que siempre pensé que eras. Como decía papá.

Emily no dijo nada. Rachel tenía razón: había engañado a Graeme. Pero lo hizo por una buena causa, lo hizo por las dos. Para contar por fin con un poco de seguridad. Para no tener que trabajar. No intentaba cazarle, sólo quería que él se diera cuenta de que la amaba.

—Supongo que debería darte las gracias —dijo Rachel—. ¿No usaste el mismo truco con papá? ¿No es por eso por lo que estoy aquí? Sabías que nunca podrías conservarle a tu lado.

Emily se mordió el labio. Quería gritarle que se equivocaba, pero la prolongada pausa bastó para convencer a Rachel de la verdad.

—Te estás volviendo predecible —dijo Rachel.

—¿Vas a decírselo a Graeme? —preguntó Emily.

Conocía la respuesta: Rachel no dejaría pasar la oportunidad de clavar un cuchillo en el corazón de su madre. Todo su plan, tramado con tanto esmero, quedaría al descubierto. Pero Rachel la sorprendió.

—¿Por qué iba a hacer una cosa así? —dijo la muchacha—. Por primera vez en mi vida he pensado que teníamos algo en común.

Entonces, se dio la vuelta y entró en su habitación.

Emily hubiera deseado que la dejaran quedarse con el brazalete. Sólo había podido echarle un vistazo rápido dentro de la bolsa de plástico, lo suficiente para ver la inscripción de Tommy. Luego, el detective lo había apartado de su vista. «Una prueba», dijo.

Lo recuperaría después del juicio. En caso de que llegara a celebrarse uno. Si algún día descubrían qué le había ocurrido realmente.

Continuó paseándose. El dolor de cabeza empeoraba cuando intentaba expulsarlo frotándose la frente con las manos. La realidad era demasiado terrible para soportarla. Necesitaba que alguien la abrazara y le dijera que todo iba bien, o que simplemente la dejara llorar sin parar entre sus brazos. Cuando se detuvo y miró a su marido, sacudió la cabeza con una rabia silenciosa. Trabajaba en su ordenador como si ella ni siquiera estuviera en la misma habitación. Ignoraba sus lamentos, sus llantos, el sonido de sus pasos al arrastrar los pies de un lado a otro de la habitación…

«Tap, tap, tap». Los dedos golpeteando el teclado. Su hija estaba muerta y él se entretenía con hojas de cálculo.

¿Cómo se había podido equivocar? ¿Cómo se había engañado a sí misma hasta llegar a creer que le amaba, o que él podría amarla algún día?

Le perforaba la espalda con la mirada. Se volvió a preguntar cómo habían llegado a ese punto. Rachel no estaba, y lo único que podía pensar era que toda su vida era un gran vacío, empezando por su matrimonio. Todo se había perdido.

Su silencio acabó por llamar la atención de él, que se giró y captó su mirada mientras ella le observaba ferozmente, con ojos salvajes. Emily no sabía qué hacer con todo el dolor que estallaba en su interior. El corcho había salido disparado de la botella. Permanecía de pie, temblando.

—Siéntate, Emily —dijo Graeme—. Relájate.

Resultaba curioso que siempre dijera la frase equivocada. Cuánto odiaba el sonido de su voz en aquel momento. Cuánto odiaba esa tranquilidad y esas palabras pronunciadas sin ninguna emoción. Ya no podía soportarlo más.

—¿Que me relaje? —resopló—. ¿Me estás pidiendo que me relaje, maldita sea?

Se miraron fijamente el uno al otro. Los ojos de él carecían de vida y parecía que mirasen a través de ella. Se mostró paciente y agradable. Como un extraño.

—Sé cómo te sientes —le dijo Graeme, como se le hablaría a un chiquillo histérico.

Emily se llevó las dos manos a la frente y cerró los ojos mientras esbozaba una mueca. Las lágrimas se deslizaron por su rostro.

—¡No sabes cómo me siento, porque eres incapaz de tener un maldito sentimiento! Te limitas a sentarte en tu silla y a sonreírme, y a simular que somos una pareja que se quiere. Y mientras tanto, sé que no sientes nada por mí.

—Te estás comportando de forma irracional.

—¿Irracional? —Abrió y cerró los puños—. ¡Dios! ¿Y por qué? ¿Qué me hace comportarme de forma irracional?

Él no respondió. Emily sacudió la cabeza, incapaz de creerlo.

—Está muerta. ¿Lo entiendes? Está muerta.

—Han encontrado su brazalete. Eso no tiene por qué significar nada.

—Significa mucho —dijo Emily—. No tengo a Rachel. Ni tampoco te tengo a ti, ¿verdad? Nunca te he tenido.

—Emily, por favor.

—Por favor ¿qué, Graeme? ¿Por favor márchate? ¿Por favor no me molestes con tus insignificantes problemas? —Él no respondió—. ¿Por qué te casaste conmigo? —murmuró Emily—. Podrías haberme dado dinero. No le hubiera dicho a nadie que el bebé era tuyo. Habría abandonado la ciudad si tú me lo hubieras pedido. ¿Por qué te casaste conmigo si no sentías nada por mí?

Graeme se encogió de hombros.

—¿Acaso me diste otra opción?

Emily apenas le oyó. Pero estaba en lo cierto: ella tenía la culpa.

—Supongo que debería haber abortado —dijo.

Eso habría sido mucho más sencillo, un simple trámite: eliminar la vida que crecía en su interior. Más fácil que perder al bebé meses más tarde en un río de sangre.

—Eso habría estado muy bien, ¿no es cierto, Graeme? No tener que casarte conmigo. No tener que casarte con nadie. Podrías ser feliz, jugando con tus hojitas de cálculo y llamando a tus amantes telefónicas.

Graeme levantó los ojos bruscamente. Esta vez había dado en el blanco. Al mirarla, incluso parecía asustado. Bien.

—Te creías que no lo sabía, ¿verdad? Un día te seguí escaleras arriba. Te vi aquí dentro, arrodillado, meneándote la polla y jadeando por teléfono. Te oí decir a esa chica cuánto deseabas follártela. Eso es mejor, ¿verdad? Mucho mejor que tener que simular que disfrutas follándome a mí. —Emily miró al techo—. Todos vosotros habríais estado mejor. Tú, Tommy y Rachel. No he hecho más que joderos la vida a todos, ¿no es así? Si hubiera abortado, si lo hubiera hecho también la primera vez…

Cayó al suelo de rodillas y luego se puso a cuatro patas sobre la moqueta blanca afelpada. Golpeó el suelo con el puño una y otra vez y se tendió de espaldas, llevándose las rodillas hasta el pecho y abrazándoselas.

—Dios sabía lo que hacía, ¿no? No quiso que tuviera otro hijo. Mira qué maldito desastre conseguí con el primero.

Vio que Graeme se agachaba junto a ella. Su rostro había adoptado un gesto de preocupación. Pero era falso, como todo lo demás en sus vidas.

—No me toques. ¡No me toques! No disimules, ¿vale? ¡No disimules!

—Emily, ¿por qué no te vas arriba? Tómate una pastilla, te ayudará a dormir. Hoy ha sido un día terrible y estás fuera de tus casillas.

Emily yacía en la moqueta. Se había quedado sin furia y sin ira. Se había quedado sin nada. Habían ganado, todos ellos: Tommy, Rachel y ahora Graeme. Ella había luchado durante mucho tiempo, pero tanto dolor y tanta miseria no valían la pena.

Casi podía verles de pie, por encima de ella.

Tommy, junto a Graeme.

Rachel, en la entrada, otra vez una niña.

Graeme, aún agachado a su lado.

—Tómate una pastilla —repetía.

No era un sueño: realmente lo estaba diciendo.

Emily sonrió. Tenía razón, por supuesto, Graeme siempre la tenía, siempre mantenía un equilibrio perfecto. Era hora de subir arriba, y sabía que él no la seguiría. Era hora de dormir. Dormida, podría olvidarse de todo. Se puso en pie y rozó a Graeme. En su imaginación, Tommy y Rachel todavía estaban allí. Podía oír los ecos de sus risas.

—Muy bien —dijo—. Tú ganas.

«Tómate una pastilla», pensó.

Eso es lo que haría.