Heather bebió un sorbo de té de una taza de porcelana desportillada y la volvió a dejar en la mesa a una distancia segura, donde no provocara un desastre si se volcaba. Luego cogió con cuidado las copias que había revelado en el frío sótano unas cuantas horas antes.
Con las primeras nevadas siempre se obtenían buenos resultados. Había encontrado una telaraña gigante y perfectamente tejida entre dos árboles del bosque situado tras la casita. Los cristales de nieve cubrían las hebras transparentes formando una labor de encaje. Había tomado la imagen rápidamente, e incluso mientras sacaba las fotos un soplo de viento partió el hielo y agitó la tela hasta romperla. Una de las copias mostraba la tela mientras se rasgaba y la nieve la fragmentaba con suavidad.
Heather se quitó las gafas y las dejó a un lado. En el estéreo, un concierto de Brahms llegaba a sus últimas notas. Cerró los ojos, saboreando la cadencia del piano. Mientras ésta se desvanecía en el silencio, se dio cuenta de lo cansada que estaba. Había pasado casi todo el día deambulando en medio del frío y la nieve con la cámara, hasta que tuvo los pies húmedos y los dedos entumecidos. Lissa había estado a su lado todo el tiempo, sin que el frío le importara en absoluto. Heather había insistido en que se cubriera la cara con la bufanda, y Lissa se la bajaba cada vez que su madre no miraba. Juntas, habían tomado un baño caliente al llegar a casa, pero Heather todavía sentía en su interior un rescoldo de frío. Estaba dispuesta a meterse dentro de un gran camisón de franela y a enterrarse bajo una montaña de mantas.
Apagó la lámpara y se incorporó en el asiento para estirar los músculos. Apagó la luz general y la casa quedó a oscuras, pero la sala de estar recibía el reflejo de la luna brillando en el exterior sobre un frío lecho de nieve. Heather atravesó de puntillas el vestíbulo, intentando no despertar a Lissa. Como tenía por costumbre, se aproximó a la puerta abierta del cuarto de la niña y se asomó al interior. Lissa siempre dormía con una luz encendida. Las sombras llenaban la habitación. Su hija dormía sonoramente boca abajo, con el rostro sepultado en la almohada. Se había sacudido las mantas, dejando la mitad de su cuerpo a la vista.
Heather se acercó con la intención de arroparla, pues la noche iba a ser muy fría. Se detuvo junto a la cama de Lissa, contempló el tranquilo rostro de la niña y sonrió ante los murmullos ocasionales que emitía al dormir. Heather se inclinó y rozó con los labios la frente de su hija.
Tiró de la manta hacia arriba y la ajustó alrededor de los hombros de Lissa. Al hacerlo, algo cayó de la cama y aterrizó suavemente en la moqueta. Heather bajó la mirada y vio que un objeto brillaba en la oscuridad. Se agachó, intrigada, y lo recogió; era un brazalete de oro.
Ella no lo había comprado y nunca se lo había visto antes a Lissa. Frunció el ceño, preguntándose dónde lo habría encontrado su hija y sorprendida de que no se lo hubiera contado. Conociéndola, seguramente significaba que su procedencia era ilícita.
Heather abandonó la habitación de la niña llevándose el brazalete consigo y se encaminó al dormitorio. Lo dejó en una destartalada cómoda de cinco cajones y, durante unos segundos, lo escrutó pensativa. Luego se desabrochó la camisa a cuadros escoceses y la tiró al cesto de la ropa sucia. No llevaba sujetador. Se bajó los vaqueros, se dejó las bragas y los calcetines puestos y se puso un camisón por la cabeza.
Apartó a un lado sus seis mantas y se deslizó debajo de ellas. Encendió la radio para escuchar música, pero lo que escuchó fue el boletín de noticias, que estaba a punto de terminar. Prestó poca atención a todas aquellas historias, pues eran demasiado deprimentes. Una granja se había quemado al sur de la ciudad y una anciana había muerto en el incendio. La chica de Duluth, Rachel, continuaba desaparecida. Los Trojans habían perdido un partido importante.
Heather miró una vez más la pared con fotos enmarcadas que había a su lado. Acababa de añadir una de las copias de su sesión en el establo. El sol, al ponerse, se había demorado detrás de ella en las copas de los árboles, proyectando sombras a través de las rendijas arqueadas del establo. Las hojas muertas cubrían el suelo como una alfombra. El cielo, en el horizonte, era de un gris metálico. Se había propuesto obtener una imagen impregnada de decadencia y lo había conseguido.
Mientras miraba la fotografía, por fin se acordó.
En su mente surgió la imagen de Lissa saliendo de detrás del establo y corriendo hacia ella, gritando que había encontrado algo. Heather estaba distraída, pues la cámara centraba toda su atención, pero recordaba que Lissa le había mostrado un brazalete de oro, y también recordaba haberle dicho que lo dejara donde lo había encontrado. Y de repente, Lissa tenía un brazalete oculto en su cama.
—Pequeña tramposa… —dijo Heather en voz alta, enojada.
Salió de la cama con un suspiro y cogió el brazalete de la cómoda. No era pesado ni caro. Supuso que alguna chica del instituto lo habría perdido durante una cita detrás del establo.
Heather observó el brazalete y vio una inscripción:
T R
«T ama a R», pensó. Bien. Sospechaba que R era una hermosa colegiala y T un jugador de fútbol que pensaba que las joyas eran un buen medio para meterse en los pantalones de una chica. Heather rió. Depositó el brazalete en su mesilla de noche y apagó la luz.
Una vez a oscuras intentó dormir, pero no podía dejar de dar vueltas. Hacía unos minutos apenas había podido mantener los ojos abiertos, y ahora estaba desvelada. Una maraña de pensamientos revoloteaba por su mente fuera de control. Instituto; chicas guapas dándose el lote detrás de los establos; una anciana muerta en un incendio; partidos de fútbol; brazaletes de oro como regalo; amores adolescentes; lujurias adolescentes…
Iniciales. Las vio otra vez en su cabeza.
Los ojos de Heather se abrieron de golpe y permanecieron fijos en la penumbra de la habitación, incapaces de ver nada. Bajo las mantas, un escalofrío recorrió su cuerpo. Tanteó a ciegas en busca del interruptor y luego parpadeó cuando la luz inundó el cuarto. Miró el brazalete sin atreverse a tocarlo.
«T ama a R», pensó una vez más.
«R».