Capítulo 10

Andrea se quitó el abrigo negro y lo dobló sobre el taburete más cercano. Iba vestida para matar. Su falda negra apenas conseguía cubrirle los muslos. Tenía unas piernas atléticas y elegantes debajo de las medias negras. Llevaba una blusa de satén rosa que lanzaba destellos bajó las luces del casino. Los dos últimos botones estaban desabrochados, mostrando un fragmento de piel desnuda que se movía al ritmo de su respiración. Su maquillaje era impecable y resultaba obvio que le había llevado un buen rato pintarse, desde el suave brillo de los labios a las largas y livianas pestañas y la delicada línea del delineador de ojos. Se había adornado el cuello con una delgada cadena de oro y llevaba unos brillantes pendientes de zafiro que resaltaban sus ojos.

Era un sugerente aspecto de vampiresa/mujer fatal. Pero Stride se dio cuenta de que Andrea, simplemente, no podía con ello. Estaba incómoda. Se bajaba la falda, intentando en vano que le cubriera las piernas. Su sonrisa era tímida y torpe, carente de seguridad. Jugueteaba con su collar, retorciéndolo entre los dedos, mientras hacía lo posible por no mirarlo directamente.

Se daba cuenta de que estaba nerviosa y de que no sabía qué decir. Pero él tampoco lo sabía. Hacía mucho tiempo que no se encontraba solo, ejecutando la delicada danza de la seducción con el sexo opuesto. Trató de recordar cómo funcionaba, pero había estado tanto tiempo con Cindy que no se acordaba de nada que sonara ingenioso. La última vez que había tenido una cita iba al instituto. Y estaba seguro de que nada de lo que hubiera dicho entonces iba a sonar ingenioso ahora.

Finalmente, el crupier tosió y señaló las cartas.

—¿Juegas? —preguntó Stride.

Andrea negó con la cabeza…

—Creo que no.

—¿Prefieres las tragaperras?

—Bueno, para ser sincera, nunca he apostado —admitió Andrea. Se volvió y le miró brevemente a los ojos—. Algunas veces había venido aquí o al Black Bear con Robin, pero yo siempre miraba, nunca jugaba. Ésta es mi primera visita, mi bautismo de fuego.

Stride vio que el crupier suspiraba.

—¿Por qué has venido? —preguntó Stride.

Andrea señaló con la cabeza en dirección a la fila más cercana de tragaperras. Stride se giró y vio a dos mujeres que simulaban jugar, pero que evidentemente estaban más interesadas en observar las mesas de blackjack mientras murmuraban y se reían. Reconoció a una de ellas como otra profesora del instituto.

—Son mis animadoras —explicó Andrea—. Me dijeron que como era viernes por la noche, y en calidad de divorciada disponible, tenía que exhibir mis atributos en público. Y me parece que esto es lo más parecido a una noche salvaje que puede ofrecer Duluth cuando has sobrepasado la frontera de los treinta.

—Pues me alegro de que lo hicieran —dijo Stride.

—Sí —dijo Andrea—. Sí, creo que yo también.

—¿Quieres jugar? —preguntó Stride—. Me encantaría ayudarte a perder un poco de dinero.

Andrea hizo un gesto negativo.

—El ruido me está dando dolor de cabeza.

—¿Te gustaría ir a otro sitio? —preguntó Stride—. Conozco un lugar cerca del lago donde sirven los mejores margaritas de la ciudad.

—¿Y tu compañera?

Stride sonrió.

—Mags puede coger un taxi.

Stride echó un vistazo al reloj. Era casi la una y media de la madrugada. Iban en dirección a Canal Park, que todavía estaba abarrotado de coches. Los aparcamientos de bares y restaurantes estaban llenos. Giró por la calle que llevaba más allá del puente del canal.

—No recuerdo que haya buenos bares en el Point —dijo ella.

Stride la miró con cierto embarazo.

—Bueno, en realidad, soy yo quien hace los mejores margaritas —dijo—. Y mi casa está cerca del lago.

—¡Oh! —dijo Andrea.

Él notó su vacilación.

—Lo siento, supongo que debería haberme explicado. Mira, no voy con segundas intenciones. Has dicho que odiabas el ruido y mi porche es tranquilo, excepto por las olas. Pero podemos ir a otra parte.

Andrea miró por la ventana.

—No, está bien. Estoy con un poli, ¿no? Si te pasas de la raya, siempre puedo llamar… en fin, a ti.

Se rió, sintiéndose cómoda de nuevo.

—¿Estás segura?

—Lo estoy. Pero espero que esos margaritas sean buenos.

Llegaron a su casa, unas manzanas después del puente, y se adentraron por el trecho de tierra que hacía de camino de entrada. Cuando salieron del coche, la calle estaba oscura y en silencio. Andrea contempló con una sonrisa intrigada la pequeña casa y el amasijo de escuálidos arbustos que había enfrente.

—No puedo creer que vivas en el Point —dijo.

—Yo no puedo imaginarme viviendo en otro lugar. ¿Por qué?

—Es un sitio muy duro. Las tormentas deben de ser brutales.

—Lo son —admitió.

—Debe de enterrarte la nieve.

—A veces llega hasta el techo.

—¿Y no te asusta? Creo que yo me sentiría como si el lago se me fuese a tragar.

Él se inclinó por encima del techo del coche y la miró pensativo.

—Sé que parece una locura, pero a veces pienso que las tormentas son lo que más me gusta de este lugar. Ellas son la razón de que esté aquí.

—No lo comprendo —dijo Andrea, confundida.

Se estremeció cuando una ráfaga de viento sopló sobre ellos.

—Entremos.

Él la rodeo con un brazo para darle calor mientras se dirigían a la puerta. Ella dejó que su cuerpo se acercara al de él y se sintió bien. Stride podía notar su hombro a través de la manga del abrigo negro y cómo le rozaba el rostro con el cabello. Se soltó para buscar las llaves. Andrea se rodeó a sí misma con los brazos.

Abrió la puerta. El vestíbulo era cálido y oscuro. Stride oyó el tictac del reloj de su abuelo. Ambos se quedaron en silencio hasta que él cerró la puerta. Ahora se daba cuenta de que Andrea llevaba perfume, algo suave, como agua de rosas. Era extraño sentir el aroma de otra mujer dentro de la casa.

—¿A qué te referías con lo de las tormentas, Jon?

Stride le cogió el abrigo y lo colgó en un armario. Con su liviano conjunto, era obvio que aún estaba helada. Colgó su abrigo, cerró la puerta del armario y apoyó la espalda en ella. Andrea le estaba mirando, aunque apenas eran dos sombras en el recibidor.

—Es como si el tiempo quedara suspendido —dijo Stride finalmente—. Como si pudiera sumergirme dentro de la tormenta y ver cualquier cosa y a cualquier persona. Juro que hay veces en que he oído a mi padre. En una ocasión creí verlo.

—¿A tu padre?

—Trabajaba en uno de los cargueros. Una tormenta invernal lo barrió de la cubierta cuando yo tenía catorce años.

Andrea sacudió la cabeza.

—Lo siento mucho.

Stride asintió en silencio.

—Parece que aún tienes frío.

—Supongo que llevo un conjunto absurdo, ¿no?

—Es precioso —dijo Stride.

Sintió la necesidad de tomarla entre sus brazos y besarla, pero se resistió.

—Eres muy amable. Y sí, tengo frío.

—¿Quieres ponerte una sudadera y unos vaqueros? Me temo que eso es el colmo de la moda en esta casa.

—Oh, estaré bien. Aquí se está caliente.

Stride sonrió.

—Es que iba a proponerte que fuéramos al porche.

—¿Al porche?

—Está cubierto, y tengo un par de estufas potentes.

—Me voy a helar el culo, Jon —dijo Andrea.

—Eso sería una lástima, porque tienes un culo muy gracioso.

A pesar de la oscuridad, pudo notar que ella se ruborizaba.

Entraron en la cocina y ambos parpadearon cuando Stride encendió la luz. Para su espanto, se dio cuenta de que las últimas tres semanas de investigación habían sumido su casa en el caos, en especial el fregadero, que estaba saturado de platos. La mesa no se había limpiado al menos en dos días. Además de los vasos y platos sucios, que tenían restos de espaguetis pegados, había montones de notas sobre sus pesquisas desparramadas por la mesa.

—Qué bonito —dijo Andrea, sonriendo.

—Siento que esté así. No estoy acostumbrado a recibir visitas. Excepto a Maggie, pero a ella no le importa: así puede meterse conmigo. Creo que debería haberme acordado de todo este caos antes de invitarte a entrar.

—No te preocupes.

—Pero el porche está limpio, te lo prometo. Te traeré una manta, así podrás taparte y calentarte los pies con la estufa, y te prepararé los vasos que quieras del mejor margarita que hayas probado nunca.

—Hecho —dijo Andrea.

Cuando la jarra de margarita estaba medio vacía, apenas notaban el frío.

Andrea estaba recostada en un sillón de mimbre, y por debajo de la manta estribera multicolor asomaban sus pies enfundados en unas medias. Había una estufa encendida delante del sillón, calentándole los pies. La manta estaba arrugada a la altura de la cintura. No llevaba puesto más que la blusa de seda y se frotaba con las manos la carne de gallina de los antebrazos. Durante la primera hora se había tapado con la manta hasta la barbilla, pero al fin la había dejado caer un poco.

Tenía una copa de cristal en la mano. Cada dos o tres minutos, sacaba la lengua para lamer la sal del borde y luego bebía un trago de líquido verde. A pesar de la tenue luz, Stride veía cómo lo hacía, y había algo muy excitante en la visión de su lengua tocando el vaso. La observaba desde su sillón, a unos centímetros de distancia.

El porche estaba casi a oscuras. El débil resplandor de las luces de la casa encendidas detrás de ellos proyectaba algunas sombras. Allí donde la escarcha no se había adherido a los cristales podían contemplar por las altas ventanas la impenetrable oscuridad del lago, tan sólo iluminada por un puñado de estrellas y una media luna que desprendía un pálido brillo. Durante un buen rato, estuvieron tendidos uno junto al otro. Ya era tarde, pero estaban despiertos, perfectamente compenetrados con los sonidos que los envolvían: el romper de las olas, el zumbido de la estufa, el compás de sus respiraciones… Su conversación fluía a rachas entre intervalos de silencio.

—Se te ve muy tranquila respecto a tu divorcio —dijo Stride—. ¿Es cosa hecha?

Ella le miró.

—Sí.

Unos surcos de agua aparecieron en la ventana. Stride podía ver la textura de la lluvia, una ligera mezcla de agua y nieve. Se oía un tamborileo creciente sobre sus cabezas, en el techo de madera, y el azote del viento contra la casa. El edificio retumbaba. Él alcanzó la jarra de margarita y volvió a llenar los vasos.

Andrea removió el hielo de su copa. Una triste sonrisa asomó a sus labios.

—Me fui a Miami para visitar a mi hermana, Denise, que acababa de tener un bebé. Al regresar, encontré una nota. Necesitaba pasar un tiempo solo, decía. Para escribir. Para volver a «encontrarse a sí mismo creativamente». Nunca tuvo el valor de llamarme. Ni una sola vez. Sólo postales. Postales malditas, para conocer el mundo entero. Después supe que se encontraba en Yellowstone. Luego en Seattle. Seguía escribiendo grandes cosas. Pero en algún momento se dio cuenta de que ya no podía ser él mismo estando a mi lado. De que yo inhibía su genio. Así que tal vez lo mejor era dejarlo correr.

—Joder —murmuró Stride.

—Robin necesitó cinco semanas y diez postales para dar por terminado oficialmente nuestro matrimonio y decirme que había conocido a otra mujer en San Francisco. En el anverso había una foto del maldito Golden Gate.

—Lo siento —dijo Stride.

—No pasa nada. Tampoco le odio tanto. Lo que no soporto es estar sola.

—Lo que echo de menos son las pequeñas cosas —murmuró Stride—. Por las mañanas tengo frío. A veces me despierto y me doy la vuelta para acercarme a Cindy, como acostumbraba hacer. Ella solía quejarse de mis manos frías, pero era como una estufa y siempre me calentaba. Pero ahora ya no está y me quedo ahí, congelándome.

Escuchó cómo se extinguían sus propias palabras. Era consciente del prolongado silencio. Aunque Andrea no hacía preguntas, él sabía que deseaba que le contara algo más. Antes, en un comentario de pasada, había mencionado la muerte de Cindy sin entrar en detalles, pues no quería que su sombra planeara sobre aquella velada. Andrea reaccionó con sorpresa y con pena, pero al igual que todo el mundo, no sabía qué decir ni cómo reconfortarle.

Incluso el más mínimo detalle, como el recuerdo de cuando entraba en calor junto a ella en la cama, le impulsaba a contar todas sus historias. Pero guardó un silencio tenaz.

En esos momentos nevaba con fuerza. Los surcos de hielo, que se deslizaban con lentitud por la ventana, ocultaban la vista. Stride contempló la mesa Parson que había junto al sillón y se dio cuenta de que la jarra estaba vacía. Miró su reloj, pero no pudo leer la hora entre las sombras.

—Lo has conseguido —declaró Andrea finalmente.

—¿Qué?

—Ya estoy borracha. Gracias.

Stride asintió.

—De nada.

Andrea le miró. O a él se lo pareció: apenas podía verla.

—Dime una cosa —dijo ella—. ¿Quieres follar conmigo?

Era el tipo de pregunta que exigía una respuesta inmediata, aunque era la primera vez que a Stride se la formulaban desde la muerte de Cindy. Sabía lo que media jarra de margarita y su erguida entrepierna le pedían. Pero sentía cometer una infidelidad.

—Sí, quiero.

—¿Pero? —dijo ella.

—Pero he bebido, y no sé si podré… estar a la altura.

—Eres un mentiroso.

—Sí.

—No has hecho el amor con nadie desde que ella murió.

—No.

Andrea se levantó del sillón de mimbre y se quedó quieta, de pie.

—Pues eso se ha acabado —contestó.

Stride no se movió. La observó mientras ella se subía la falda y se bajaba las medias y las bragas floreadas que llevaba debajo. Se las quitó y las tiró a un lado. Era rubia de verdad, y su tenue mata de pelo púbico se arropaba entre los delgados muslos. Con dedos torpes, se desabrochó la blusa y luego el sujetador. Apartó la tela a los lados y mostró sus pequeños pechos, de pezones rosados y erectos.

Andrea se inclinó hacia él y le bajó la cremallera de los vaqueros. Buscó con los dedos en el interior de sus pantalones y encontró su erección.

—Parece que sí estás a la altura.

—Eso parece.

Ella extrajo su pene con dificultad. Con un movimiento, pasó una pierna por encima del sillón y se sentó encima de él a horcajadas. Separando con una mano los labios de su vagina y sosteniendo con la otra el miembro de él, se deslizó hasta introducírselo. Stride sintió cómo su pene se adentraba en sus húmedos pliegues y gimió.

—¿Te gusta?

—Me gusta.

—Bien.

Él le cogió los pechos y acarició sus pezones con las puntas de los dedos.

—Más fuerte —dijo ella.

Se los pellizcó y le apretó ambos pechos con sus grandes manos. Andrea gritó de placer, se acercó a él y le besó, metiéndole la lengua en la boca. Sus nalgas se movían al compás de su cuerpo, subiendo y bajando encima de él. Stride introdujo la mano en su montículo, encontró el clítoris y empezó a frotarlo con un movimiento circular.

El porche crujía y gemía. Igual que el sillón, que se quejaba bajo el martilleo combinado de los dos cuerpos.

Stride sintió cómo su miembro se dilataba. Ella le estaba conduciendo con rapidez a un maravilloso y embriagador orgasmo. También ella estaba a punto de correrse: echó la cabeza hacia atrás y en su rostro se dibujó una sonrisa salvaje. Stride se incorporó y apresó uno de sus pezones con la boca. Ella le estrechó la cabeza contra su pecho. Él lamió y succionó el pezón, y la sensación de la aureola erecta en su lengua lo llevó más allá de las estrellas.

Las caderas de Stride se elevaron hacia ella entre espasmos. Se corrió con la boca todavía cerrada en torno a su pecho. Andrea se echó a reír de una manera extraña.

—¡Dios! —murmuró, casi para sí misma—. Y el cabrón decía que yo era fría en la cama.