Capítulo 9

Stride estaba solo, sentado en su cubículo del sótano del ayuntamiento el viernes por la noche. La lámpara cromada del escritorio proyectaba un pequeño círculo de luz sobre los archivos que intentaba leer. Había regresado a su despacho para revisar el papeleo y varias publicaciones y ponerse al día de los altercados que se hubieran cometido en las semanas posteriores a la desaparición de Rachel. La mayoría eran simples disputas domésticas, robos de coches, pequeños hurtos… la clase de investigaciones que podría delegar a los siete sargentos que estaban bajo su mando. Pero aquel enorme volumen le desbordaba. Ni siquiera veía la madera carcomida de su escritorio por debajo de los archivos y los papeles.

La oficina central del cuerpo de detectives, en el piso de abajo, estaba en silencio. Sus compañeros se habían ido a casa. A Stride le gustaba estar allí por la noche, cuando la calma era absoluta y no sonaba ningún teléfono. Sólo tenía que preocuparse del zumbido de su busca, como un mosquito que le picaba para avisarle de que algo malo ocurría en la ciudad. Durante el día no pasaba mucho tiempo en su despacho. Las oficinas eran pequeñas, y él solo tenía que encargarse de varias investigaciones de peso. Era estupendo. Le gustaba estar sobre el terreno, haciendo un auténtico trabajo de campo. Solamente se sumergía en la parte administrativa de su trabajo a horas intempestivas, cuando nadie le interrumpía.

De todos modos, el ayuntamiento no tenía dinero para mantener unas oficinas de lujo. Las losetas con espuma que había encima de su cabeza tenían manchas de humedad, debidas a los numerosos escapes de las cañerías que habían goteado sobre su mesa. La alfombra de color gris fábrica desprendía olor a moho. Su cubículo era lo bastante grande para dar cabida a una silla para las visitas, detalle que constituía la única diferencia real entre el despacho de un teniente y el de un sargento. Stride no se molestaba en personalizar su espacio con pósteres y fotos de familia, como solía hacer la mayor parte de sus compañeros. Sólo tenía una vieja fotografía de Cindy colgada en el tablero de corcho, e incluso ésta estaba medio cubierta por las últimas notificaciones de Seguridad Nacional. Era un lugar frío y descuidado, y se alegraba de poderse escapar siempre que podía.

Oyó la campanilla del ascensor unos metros más allá. Raramente ocurría por la noche. Significaba que alguien de allá arriba, de las verdaderas oficinas del ayuntamiento, bajaba. Esperó a que se abrieran las puertas y reconoció la pequeña silueta de K-2.

—Buenas noches, Jon —dijo el jefe de policía con voz aflautada.

K-2, caminando con los pies hacia fuera, entró pausadamente por la puerta abierta del cubículo de Stride. Con el ceño fruncido, miró el montón de papeles sobre la silla. Stride se disculpó y dejó la pila en el suelo para que su jefe se pudiera sentar.

—Así pues, ¿cree que está muerta? —preguntó Kinnick, yendo directamente al grano.

—Es lo que parece —dijo Stride. No tenía sentido suavizar lo que ambos sabían—. Llegados a este punto, nueve de cada diez nunca vuelven a casa.

Kinnick se aflojó el nudo de la corbata. Llevaba un traje de color marengo, demasiado ancho para su constitución menuda, y parecía recién salido de una reunión del consejo municipal.

—Mierda. Ya sabe que el alcalde no está muy contento. La prensa nacional nos está cosiendo a preguntas. Quieren datos. Quieren saber si se trata de un asesino en serie, algo con lo que poder tirar.

—No hay ninguna prueba de ello.

—¿Y desde cuándo a esa gente le importan una mierda las pruebas? —se impacientó Kinnick.

Se metió el dedo en una oreja y ésta se agitó a un lado de su pequeña cabeza como una hoja de calabaza. Stride sonrió. Se acordaba de la parodia de K-2 que Maggie hizo en una fiesta del departamento el día de San Patricio, imitando a un duendecillo.

—¿Le parece gracioso? —preguntó Kinnick.

—No, señor. Lo siento. No es necesario que me hable de la prensa. Bird no ceja en acosarme.

Kinnick resopló. Era brusco con sus tenientes y un blanco fácil para las burlas, pero a Stride le gustaba K-2. Era un policía administrativo, no un detective de campo, pero defendía ferozmente su departamento ante los funcionarios municipales y se preocupaba por reunirse con todos los grupos de interés de la ciudad, desde el personal de los jardines de infancia a los miembros del Rotary Club, para dejar en buen lugar a las fuerzas policiales. Era fiel a su equipo y Stride lo respetaba por eso.

—¿Se da cuenta de que no tenemos mucho tiempo? —preguntó Kinnick. Apuntó sus puntiagudos mocasines negros en dirección a la mesa desbordada de Stride—. Y usted ya tiene demasiado trabajo.

Stride sabía que era inútil recordar a su jefe que había sido él quien le había pedido que se encargara del caso. Con K-2, todo era cuestión de estrategia política y burocrática. El ayuntamiento quería que el caso se resolviera deprisa.

—Los confidentes están colaborando —dijo Stride—. No hay nada importante que me retenga aquí.

—Y ambos sabemos que ya estamos fuera del límite. Tal como van las cosas, esto no se aclarará nunca. Tendré que retiraros a ti y a Maggie. Pondré a Guppo al mando, puede encargarse de que el caso vaya avanzando. Si encontramos algo de peso, volverá a ponerse al mando.

—Así sólo conseguiremos dar cancha a Bird —protestó Stride—. Es demasiado pronto, concédanos unas semanas más. No queremos que parezca que damos la espalda a la investigación.

—¿Cree que a mí me gusta? —preguntó Kinnick. Se rascó la frente y se atusó los cabellos grises que se extendían sobre su cráneo de una oreja a otra—. Stoner es amigo mío. Pero no veo ningún progreso.

—Necesito tres semanas más. Usted mismo lo ha dicho: el alcalde le da mucha importancia a este asunto. Si para entonces no tenemos nada, de acuerdo, apártenos del caso. Guppo puede tomar el mando. Ya lleva el caso de Kerry.

Kinnick sacudió la cabeza, frunció el ceño y suspiró como si hiciera una gran concesión.

—Dos semanas. Y si no conseguimos nada, le relevo sin dudarlo. ¿Está claro?

Stride asintió.

—Se lo agradezco. Gracias, señor.

El jefe se levantó de la silla y se dirigió al ascensor sin decir nada más. Las puertas se abrieron de inmediato y lo engulleron. La maquinaria gruñó al devolverle al cuarto piso.

Stride respiró hondo. Sabía cómo funcionaban las cosas; K-2 no había bajado para relevarle del caso: era demasiado pronto para eso. Pero quería recordarle a Stride que el reloj avanzaba.

—¿Qué hago? —preguntó Maggie.

Miró las tres cartas, que sumaban doce. La carta descubierta del crupier era seis.

Stride apoyó su cigarrillo en un cenicero, donde el humo se ensortijó y se fusionó en la nube gris que se cernía sobre las mesas de blackjack. La neblina se adhería al bajo techo. Cuando inhalaba, notaba el sabor del humo estancado. Le ardían los ojos, en parte por el aire viciado y en parte porque ya era más de medianoche; habían transcurrido más de dieciocho horas desde que empezara el día. Se había quedado en la oficina hasta que Maggie llamó y lo amenazó con sacarlo de allí por la fuerza.

—Plántate —dijo Stride.

—Pero sólo tengo doce. Creo que debería coger una carta.

Stride negó con la cabeza.

—Lo más probable es que el crupier saque un diez. Tendremos que empatar a dieciséis, y seguramente él se va a pasar. Plántate.

—Carta —dijo Maggie. El crupier dejó un rey de corazones sobre la mesa—. Mierda.

Stride mostró sus cartas, que sumaban catorce. El crupier dio la vuelta a su carta, una sota, y luego cogió otra. Era un diez.

—Cabrón —dijo Maggie.

Stride se rió mientras el crupier añadía dos fichas más a su pila.

El pequeño casino apestaba a sudor, procedente del centenar de personas apiñadas en sus claustrofóbicas estancias. La mayoría iban abrigados para la noche invernal, pero estaban sofocados por el calor de los cuerpos y las máquinas. El ambiente era pesado y ruidoso. Las tragaperras emitían sonidos electrónicos y las monedas tintineaban al caer en las cubetas. El parloteo llenaba los cuartos y de vez en cuando se oían los gritos de algún ganador del premio gordo. Llevaban casi una hora jugando y Stride había ganado cuarenta dólares. Maggie había perdido veinte. Él cogió dos fichas y apostó.

—Estás ganando —dijo Maggie—. ¿Por qué no te sueltas? Si apuestas más, ganarás más. Siempre apuestas sólo dos dólares, aunque tengas una buena racha. —Maggie hizo una mueca y cacareó como una gallina. Cogió diez fichas y las colocó en la mesa, delante de él—. No tienes huevos, Stride.

—Hablas mucho para estar perdiendo hasta la camisa.

—No me tientes —dijo ella, guiñando un ojo.

A lo largo del día habían vuelto a interrogar a quienes conocían a Rachel.

La expedición nocturna al casino era una forma de olvidarse del caso que les tenía obsesionados desde hacía tres semanas. Pero era inútil: encima de la barra, un canal de televisión emitía la entrevista de Bird Finch. No hacía falta escucharla; bastaba con leer el airado lenguaje corporal de Bird.

—Tal vez Bird tenga razón —reconoció Maggie de mala gana—. Tal vez se trate de un asesino en serie.

Stride miró a Maggie con el rabillo del ojo. Luego sacudió la cabeza con poca convicción.

—No tienen mucho que ver la una con la otra.

—¿No? ¿No será que tu apreciación no es la correcta? Tenemos a dos adolescentes que viven a pocos kilómetros de distancia y que han desaparecido sin dejar rastro.

—No es el mismo patrón —dijo Stride—. Ambos estamos de acuerdo en que lo de Kerry fue obra de un pervertido o bien un atropello con fuga, ¿no?

Maggie asintió.

—Sólo que yo no me trago lo del atropello con fuga. Se limitan a huir, no esconden el cuerpo. Creo que alguien se la llevó.

—Está bien, soy de la misma opinión. Pero, ¿te imaginas al mismo tío acechando en las calles de Duluth, donde puede ser visto desde docenas de hogares? Simplemente, no tiene sentido. Un forastero en busca de una ocasión, de una chica solitaria en mitad de ninguna parte… no va a pasearse arriba y abajo por calles residenciales. Es demasiado arriesgado.

El crupier del blackjack, que lucía una larga cabellera negra y un fino bigote, los observó, impaciente. Cuando su mirada se cruzó con la de Stride, adquirió una expresión de gravedad y continuó repartiendo cartas.

—Entonces, ¿sólo es una coincidencia? —preguntó Maggie.

Stride se encogió de hombros.

—Ésta ya no es una ciudad pequeña. Esta clase de mierda ocurre. Apuesto a que quienquiera que atacara a Kerry ni siquiera se encuentra en este estado. Y Rachel… cuanto más sé de este caso, más me convenzo de que la respuesta está en su casa.

—Emily y Graeme pasaron la prueba del polígrafo —le recordó Maggie—. Y no se han encontrado antecedentes de ningún tipo.

—No importa —dijo Stride—. Hay algo en ese triángulo que me huele mal. Emily y Rachel como el perro y el gato y Graeme en medio. Quiero saber qué ocurrió y por qué.

—Podríamos salir escaldados de esto —dijo Maggie—. Si presionamos demasiado a la familia sin disponer de pruebas, ¿qué va a decir K-2?

—K-2 quiere respuestas. Hablaremos otra vez con Dayton, el sacerdote. Alguien tiene que saber lo que pasaba en aquella casa.

—De acuerdo, me parece bien.

Maggie agitó la mano en el aire al conseguir otro blackjack. Luego bebió con cuidado un sorbo de su bebida, esquivando la rodaja de piña y frunciendo el ceño cuando la sombrilla se estrelló contra su rostro.

—Hola, detective.

Stride no supo de dónde venía la voz. Parecía suspendida en algún lugar entre el ruido del casino, aunque cercana, como una leve música. Dio media vuelta para mirar detrás de él.

Una mujer le estaba sonriendo. Llevaba un abrigo de piel negro con cinturón que le llegaba hasta los muslos. Tenía el pelo rubio revuelto y las mejillas coloradas.

—Soy Andrea —dijo—. ¿Me recuerdas? Del instituto.

—Claro —dijo él con torpeza, como saliendo de un trance—. Me acuerdo.

Maggie se movió en su asiento y se los quedó mirando. Luego observó a Stride y se aclaró la garganta sonoramente. Éste cayó en la cuenta de que no la había presentado, y también vio que Andrea comprendía de pronto que él y Maggie estaban juntos. De forma instintiva dio un paso atrás para no molestar.

—Lo siento —dijo Stride—. Andrea, ésta es mi compañera, Maggie Bei. Hemos decidido venir a jugar unas manos para relajarnos un poco después de patear las calles durante todo el día. Maggie, ésta es Andrea Jantzik. Es profesora en el instituto.

—Encantada —dijo Maggie con picardía—. ¿Por qué no te unes a nosotros? Toma asiento y deja que Stride te enseñe todo lo que sabe sobre el blackjack, es decir, cómo ganar y no divertirse.

Andrea sonrió y sacudió la cabeza.

—Oh, no, no quisiera molestar.

—No molestas. —Maggie vaciló y llegó a la conclusión de que la sutileza no funcionaba—. Soy su compañera de crímenes. Eso es todo.

—¡Oh! —dijo Andrea, y repitió—: ¡Oh!

—De hecho —dijo Maggie—, creo que voy a probar con las tragaperras. Hay una que se llama Gran Cerdo, y dicen que gruñe cuando ganas el gordo. Me gustaría oírlo. ¿Por qué no te sientas en mi sitio?

—¿Estás segura? —preguntó Andrea.

Pero Maggie ya se había levantado y tiraba enérgicamente de Andrea para que se sentara. Se terminó la bebida en dos largos tragos, cogió la sombrilla y se la metió en el bolsillo. Luego hizo un gesto de despedida con la mano.

—Pasadlo bien. Te llamo mañana, jefe.

Maggie le guiñó abiertamente un ojo mientras Andrea se instalaba en la silla junto a Stride. Antes de alejarse, Maggie se inclinó hacia él y le susurró al oído:

—Le gustas, jefe —dijo Maggie—. No la cagues.