Capítulo 8

Bird Finch caminaba entre las sombras del estudio, levantando unas piernas que parecían zancos por encima de los cables que cubrían el suelo. Nadie hablaba con él. Hacía tiempo que habían aprendido que Bird nunca decía una palabra durante los minutos previos a una emisión en directo. Estaba demasiado exaltado. Se le acumulaban las emociones. Se estaba mentalizando.

Esa noche, conseguirían otra vez un alto índice de audiencia.

Tras perseguirles durante tres semanas desde la desaparición de Rachel, había conseguido la primera entrevista en directo con Graeme y Emily Stoner. Por primera vez, estaban dispuestos a hablar de la pérdida de su hija. Y no estarían solos: a su lado en el plató habría otra familia desolada, Mike y Barbara McGrath, que llevaban más de un año buscando sin éxito a su hija Kerry. Dos familias se sentarían a su lado para purgar sus emociones y enviar un mensaje a la policía.

Hay un asesino acechando la costa norte y raptando a adolescentes en plena calle. Encuéntrenle.

Bird se detuvo y se cruzó de brazos. En el plató iluminado, Graeme y Emily Stoner estaban sentados en cómodas sillas, mientras dos maquilladores revoloteaban a su alrededor, dándoles toquecitos en los rostros. Vio a los McGrath acercarse a los Stoner y observó a las dos parejas intercambiar torpes saludos.

—Dos minutos —anunció alguien por un altavoz.

Bird emergió entre las sombras del estudio y cruzó el plató con la gracia de un gato enorme. Se quedó de pie como una torre negra ante sus invitados, que le miraban desde sus cuatro asientos. Él les sonrió, mostrando unos dientes blancos como el papel que contrastaban con su piel oscura. Le dio la mano a cada uno de ellos con un poderoso apretón.

—Quiero agradecerles a todos su presencia esta noche —les dijo con la voz grave y atronadora que reservaba para las víctimas—. Sólo puedo hacerme una idea de lo duro que esto tiene que ser para ustedes, pero es importantísimo que los habitantes de este estado oigan su historia. Y, si Dios quiere, tal vez sus voces lleguen hasta sus hijas, o a quienquiera que las apartara de ustedes.

—Es usted muy amable, señor Finch —dijo Barbara McGrath.

—Señor y señora Stoner, haré todo lo que pueda para que se sientan cómodos —dijo—. No quiero que piensen en la cámara. Tan sólo hablen conmigo, cuéntenme su historia.

Bird se embutió en su silla de siempre. Se pasó una mano por la cabeza rasurada y echó una ojeada a su traje para asegurarse de que bolsillos, pañuelo y puños estaban en su sitio. Se aclaró la garganta y apoyó un brazo en el lado izquierdo del asiento.

Dirigió a sus invitados una última y comprensiva sonrisa. El piloto rojo se iluminó.

—Buenas noches, damas y caballeros —dijo Bird—. Soy Jay Finch, y esta noche les ofrezco una entrevista muy especial con dos familias de Duluth, Minnesota. Estas cuatro personas se acaban de conocer esta noche, pero a medida que pasa el tiempo comparten un vínculo que las acerca cada vez más.

La cámara se alejó para mostrar los asientos de los Stoner y los McGrath, al otro lado de donde estaba Bird.

—Hace quince meses, Kerry McGrath, la hija de Mike y Barbara McGrath, desapareció en las calles de Duluth. Hace tres semanas, Rachel Deese, la hija de Emily Stoner e hijastra de Graeme Stoner, su esposo, sufrió el mismo terrible destino. Dos adolescentes que iban a la misma escuela y vivían a sólo unos kilómetros de distancia. Ambas desaparecidas. Todos rezamos por que estén bien, y todos tememos por sus vidas.

La voz de Bird se endureció.

—La policía no admitirá que los dos sucesos están relacionados. Se limita a decir que ambas investigaciones siguen abiertas, aunque no existe ninguna prueba que indique que están cerca de resolver este espantoso misterio. Mientras tanto, las familias de Duluth se enfrentan a otra noche de preocupación. Cada vez que una de sus hijas va a la escuela, se preguntan si regresará a casa sana y salva. Cada vez que su hija va a ver a un amigo, llaman para asegurarse de que ha llegado a la hora prevista. Así actúa el miedo. Éste es el precio de la ignorancia. Porque todo el mundo en Duluth se hace la misma pregunta: ¿qué ocurrió?

Bird clavó la mirada en la cámara, como si estuviera en el salón de todos y cada uno de los espectadores.

—¿Qué ocurrió? ¿Hay un asesino en serie acechando a las jóvenes de Duluth? ¿Hay alguien más en peligro? ¿Pasará un año antes del siguiente crimen, o la paciencia del asesino ya se ha agotado? ¿Ha vuelto a las calles esta noche, paseándose en un vehículo solitario, aminorando la marcha cada vez que alguien se acerca?

Las palabras le quemaban en la lengua como hierro candente. Podía sentir el miedo como si fuese un objeto tangible y sabía que lo estaba extendiendo por todo el estado. Bird no se sentía culpable. La gente necesitaba asustarse.

—No conocemos la respuesta a estas preguntas —dijo Bird con suavidad—. No sabemos lo que ocurrió esas dos noches separadas por algo más de un año. Dios sabe que todos esperamos que Kerry y Rachel estén sanas y salvas en alguna parte, y que muy pronto podamos verlas de nuevo en su casa, con sus padres. Pero mientras tanto, los ciudadanos de este estado centran su atención en la policía, en busca de respuestas; respuestas que deberían tener hace tiempo.

Bird se volvió hacia Barbara McGrath.

—Y ahora, escuchemos a las otras víctimas de estos sucesos: las familias que sufren y esperan. Señora McGrath, ¿cree de todo corazón que Kerry aún sigue viva?

Emily escuchó la respuesta de la mujer. Dijo lo que se esperaba de ella. Sí, Kerry estaba viva; lo sentía en lo más hondo de su alma, sabía que su hija estaba ahí fuera, en alguna parte; nunca la abandonaría la esperanza mientras Kerry estuviera desaparecida. Entonces, aquella extraña que había junto a ella, Barbara McGrath, se volvió, miró directamente a la cámara y le habló, suplicante:

—Kerry, si estás ahí —dijo Barbara—, si puedes oír esto, quiero que sepas que te queremos. Pensamos en ti cada día de nuestras vidas. Y queremos que vuelvas a casa con nosotros.

La emoción pudo más que ella y, con un suspiro, Barbara ocultó el rostro entre sus manos. Su esposo se inclinó hacia ella y Barbara dejó caer la cabeza sobre su hombro. Él hundió la mano en el cabello negro de su mujer y la acarició suavemente.

Emily los observaba con una extraña distancia. Se sentía muy lejos de aquello. Cuando miró a Graeme, vio que también él los estaba estudiando, con una expresión impenetrable carente de toda emoción. Se preguntaba si sentiría lo mismo que ella: envidia. Envidiaba a esa gente su dolor puro y sencillo y su capacidad para encontrar consuelo y fortaleza el uno en el otro. Ella no tenía ninguna de las dos cosas. Por eso se había resistido tanto tiempo a aquella entrevista, porque sabía que tendría que mentir sobre muchos aspectos. Tendría que decir lo que se esperaba, aunque no lo sintiera. Diría lo mucho que echaba de menos a Rachel, mientras se preguntaba si era así. Cogería la mano de Graeme en busca de apoyo y no sentiría nada en su apretón desangelado.

La única persona que la comprendía y que podía ayudarla no estaba allí. Como un fantasma, se sintió flotar por encima del plato. Oyó que Bird Finch le hablaba, como si su voz resonara desde las profundidades de un largo túnel.

—Señora Stoner, ¿quiere decirle algo a Rachel? —preguntó Bird.

Emily miró a la cámara y al piloto rojo que brillaba encima. Estaba paralizada. Era como si pudiera ver a Rachel en algún lugar del oscuro reflejo de la lente, y como si Rachel también pudiera verla a ella. No comprendía el sentimiento que la estaba invadiendo. La hostilidad había sido un dolor tan constante en su vida que aún no sabía cómo vivir sin ello. Rachel se había ido y, con ella, su amarga guerra. Era inimaginable que realmente quisiera que volviera.

¿Quería? ¿O en el fondo era mejor así?

En muchas ocasiones había deseado que Rachel desapareciese. Imaginaba que por fin su vida sería un poco mejor si le quitaban ese peso de encima. Tal vez pudiera casarse de nuevo. Tal vez pudiera querer más a su hija si ésta se marchaba.

«¿Qué ocurrió?».

—¿Señora Stoner? —preguntó Bird.

Tal vez debiera decirles toda la verdad, porque quizá la dejaran en paz si conocían el secreto: Rachel era el demonio en persona.

Emily había mantenido dos trabajos durante los años transcurridos desde la muerte de Tommy para liquidar las deudas y salir del agujero en el que las había hundido. De ocho a cinco, trabajaba como cajera en la sucursal del centro del Range Bank. Luego subía al coche, se dirigía a Miller Hill y vendía novelas románticas y revistas Playboy en la librería del centro comercial, hasta que cerraban a las nueve. Su mundo era un perpetuo ir y venir en el que se sentía narcotizada por el estrés y la falta de sueño.

El único elemento agradable en su vida había llegado hacía tres semanas, cuando se trajo a casa un terrier West Highland de la perrera. Después de años de llegar a su casa y encontrar sólo silencio, o bien la callada hostilidad de Rachel, los ruidos y los juegos del perro inundando el ambiente la reconfortaban. En principio, lo había comprado pensando en Rachel. Pero ésta lo ignoraba, y era Emily quien lo sacaba por las noches al patio de atrás y le lanzaba una y otra vez su juguete de plástico azul para que lo atrapara.

Entonces hizo un sorprendente descubrimiento: aquel perrito blanco, con sus cortas patas y su pelo desaliñado, había resquebrajado un muro. Se dio cuenta de que tenía ganas de volver a casa. El perro la recibía como un loco, como si ella fuese la persona mejor y más importante de la tierra. Dormía en su regazo y en su cama. Los fines de semana paseaban juntos, con el perro en cabeza tirando de la correa y arrastrándola de un lado para otro de la calle.

Rachel no propuso ningún nombre, así que Emily lo llamó Snowball. Era pequeño, blanco y veloz, y cuando la despertaba por la mañana con su fría nariz le recordaba al invierno.

Mientras conducía hacia su casa, aunque medio dormida, empezaba a sonreír: pensar en Snowball le causaba ese efecto. Sólo cuando pensaba en Rachel las marcas de la preocupación se cernían sobre su rostro y la sonrisa se diluía en una mueca de cansancio. Los primeros días tras la muerte de Tommy había llevado a Rachel a un psicólogo, pero la niña se había negado a volver después de unas cuantas sesiones. Emily habló con sus profesores. También habló con Dayton en la iglesia. Todos se mostraban comprensivos, pero ninguno había sido capaz de llegar a ella. En lo que respectaba a Rachel, el dolor por la muerte de Tommy no acababa de desaparecer. Y, al parecer, su único consuelo era castigar a su madre una y otra vez.

El automóvil de Emily se adentró en el camino de entrada de su pequeña casa: dos pisos con dos dormitorios arriba y un patio que llevaba tiempo descuidado. En el camino de entrada había profundas grietas con matas de hierba brotando entre las piedras.

Una vez dentro, esperaba oír las atronadoras zancadas de Snowball corriendo hacia ella para saludarla.

Snowball —llamó.

Emily esperó un ladrido distante, suponiendo que Rachel había castigado al terrier al patio de atrás.

Avanzó por el pasillo hasta llegar a la cocina. Su estómago gruñó, así que rescató de la nevera una bandeja de plástico con brócoli cortado y masticó unos cogollos. Emily oyó que su hija bajaba las escaleras. Rachel se unió a ella en la cocina, pero no la saludó. La niña colocó su sudadera debajo de ella, se dejó caer en una de las sillas de la cocina y eligió un catálogo de Victoria’s Secret de entre la pila de correo. Se acercó la bandeja de Emily y tomó un trozo de brócoli.

—¿Te vas a comprar un Wonderbra? —preguntó Emily, sonriendo.

Rachel levantó la vista y miró a su madre con expresión desagradable. Emily estaba lo bastante cansada como para no importarle lo que dijera.

—Empieza a hacer frío —dijo—. No deberías dejar a Snowball fuera.

Rachel pasó una página del catálogo.

—No está fuera. Se ha escapado.

—¿Escapado? ¿Cómo?

—Se ha escurrido entre mis piernas cuando he entrado en casa.

Emily se dio cuenta de que se sentía aterrada.

—Bueno, ¿y has ido a buscarlo? ¿Se ha perdido? ¡Tengo que encontrarlo!

Rachel apartó la vista del catálogo y miró a Emily.

—Ha salido corriendo a la calle y lo ha atropellado un coche. Lo siento.

Emily se apoyó contra la puerta y se cubrió la boca abierta con las manos. Un vacío descomunal se abrió en su estómago y sintió que el pecho le palpitaba. Entonces el ardor subió hasta sus ojos y sollozó descontroladamente, con las lágrimas inundando sus mejillas y deslizándose entre sus dedos. Se mordió la lengua y salió corriendo de la cocina. Cuando intentó introducir aire en sus pulmones, no notó nada. Se tambaleó hasta la puerta de entrada, la abrió de golpe y se lanzó contra la barandilla del porche. Apenas notaba el gélido viento. Dejando la puerta abierta, llegó a trompicones al camino de entrada y entonces sintió que las rodillas le fallaban. Se cayó al frío suelo y se apoyó en el vehículo, que todavía estaba caliente. Cerró los ojos.

Emily no estaba segura de cuánto tiempo pasó encogida en el camino de entrada. Cuando empezó a moverse, el coche volvía a estar frío, tan frío como ella. Sus dedos estaban entumecidos. Las lágrimas se habían convertido en helados surcos sobre sus mejillas. Sólo era un perro, se dijo a sí misma, pero no le sirvió de nada. En aquel momento, se sentía peor que si hubiera llegado a casa y se hubiera encontrado a Rachel muerta.

Vagó sin rumbo hacia la calle. No había rastro de ningún accidente. Se dejó caer otra vez de rodillas y miró hacia delante con expresión ausente. Estaba tan trastornada, y la luz de las farolas era tan débil, que apenas vio el pequeño objeto arrinconado en el bordillo de enfrente. Era casi invisible, como si algún desperdicio se hubiera caído de un cubo de basura y se hubiera quedado allí. Estuvo a punto de pasarle desapercibido, pero había algo que le llamó la atención. A través de las lágrimas, la expresión de su rostro dio a entender que por fin comprendía el enigma. Luego, esa comprensión se convirtió en horror.

Sabía lo que era. Pero no podía ser.

En un arranque de energía, Emily comenzó a caminar. Cruzó la calle vacilando, sin querer mirar en la alcantarilla. Pero no podía apartar los ojos. Al fin, llegó hasta allí y sacudió la cabeza, aún incrédula. Incluso cuando se agachó a recoger aquella porquería del suelo y la sostuvo blandamente en sus manos, deseó estar equivocada.

Entonces, su mano se crispó hasta formar un puño. El dolor se apagó y se convirtió en rabia. Nunca había sentido un odio tan elemental llenando su alma. No se trataba sólo de Snowball, sino de años de crueldad materializados en un instante. Emily tembló, sacudida por la oleada de ira que bullía en su interior. Apretó las mandíbulas. Sus labios se tornaron dos delgadas líneas.

Arrastrando el nombre como un gemido, gritó:

—¡Rachel!

Emily volvió a cruzar la calle corriendo, pasó por el camino de entrada y llegó a la casa. Cerró la puerta con un golpe tan feroz que el edificio se estremeció. Le daba igual que lo oyeran los vecinos. Siguió aullando el nombre de su hija:

—¡Rachel!

Con funestas intenciones, irrumpió en la cocina, donde Rachel continuaba hojeando tranquilamente el catálogo de Victoria’s Secret. La niña la miró, sin inmutarse siquiera ante los gritos de Emily. No dijo nada. Tan sólo esperó.

—¡Has sido tú! —gritó Emily con voz agónica—. ¡Has sido tú!

Emily extendió la mano y abrió los dedos, que sostenían el mugriento juguete de goma azul que a Snowball tanto le gustaba ir a buscar corriendo.

—No se ha escapado —musitó Emily—. Lo has soltado tú. Y luego le has lanzado el juguete cuando se acercaba el coche. ¡Lo has matado!

—Eso es ridículo —dijo Rachel.

—No me vengas con esa mierda inocente —estalló Emily—. ¡Lo has matado! ¡Jodida zorra despiadada, has matado a mi perro!

La contención acumulada durante todos esos años reventó de golpe. Emily se agachó y arrancó a Rachel de la silla a la fuerza. Dobló el brazo hacia atrás y le pegó a la niña en la cara violentamente.

—¡Lo has matado! —volvió a gritar, y entonces pegó otra vez a Rachel, más fuerte—. ¿Cómo has podido hacerme esto?

Volvió a pegarle. Y otra vez, y otra.

La mejilla de Rachel estaba roja como un tomate y tenía marcados los dedos de Emily. La sangre brotaba de sus labios. No se defendió; se quedó ahí, con la mirada fría y calmada, sin rechistar a pesar de la lluvia de golpes que caía sobre ella. Asimiló el castigo hasta que por fin Emily se quedó sin furia. Ésta se tambaleó hacia atrás, mirando a su hija, y luego dio la vuelta y hundió el rostro entre sus palmas. La habitación volvió a sumirse en el silencio.

Emily cruzó las manos. Sentía los ojos de Rachel clavados en su espalda. Entonces, sin decir una palabra, su hija abandonó la cocina. La oyó subir las escaleras y luego el sonido de las cañerías al abrir el grifo del cuarto de baño.

Aquello era lo único que Emily se había jurado no hacer nunca, por muy feas que se pusieran las cosas entre ellas. Y lo había hecho.

—¿Señora Stoner? —repitió Bird Finch—. ¿Quisiera decir algo a Rachel en este momento?

Emily miró a la cámara con expresión apagada. Las lágrimas llenaron sus ojos y se precipitaron sobre sus mejillas. Para todos los que estaban viendo la televisión, era el dolor de una madre enfrentada al peor sufrimiento: la desaparición de un hijo. No era necesario que supieran la verdad.

—Supongo que le diría que lo siento —dijo Emily.