Capítulo 7

Heather Hubble giró a la izquierda y salió de la carretera 53 para adentrarse en un anodino camino de tierra unos quince kilómetros al oeste de Duluth. Su coche brincaba y se zarandeaba en aquella superficie llena de surcos. En el asiento del copiloto, Lissa, su hija de seis años, saltaba tanto como el vehículo.

Era jueves por la tarde. Quería aprovechar la luz tenue y las sombras alargadas para sacar fotografías del establo en ruinas que había varios kilómetros al sur. Había esperado a que los colores del otoño que la rodeaban alcanzaran su mejor momento. Las hojas de un rojo brillante se habían vuelto de color óxido. Los amarillos estaban pálidos y verdosos. Muchas hojas se habían caído y el campo alrededor del establo estaría plagado de ellas. Era perfecto. El establo, a su vez, se encontraba en un avanzado estado de decadencia. Las imágenes de sus fotografías se reforzarían unas a otras.

—Me gusta esta carretera, mamá —dijo Lissa, saltando arriba y abajo en su asiento—. Es bonita y está llena de baches.

Lissa pegó la nariz a la ventana para mirar los árboles. En el aire flotaba una lluvia constante de hojas muertas.

—¿Falta mucho? —preguntó Lissa, impaciente.

—Ya estamos cerca —dijo Heather.

Al girar una curva, el establo apareció en el campo de la izquierda. A Heather le parecía romántico y hermoso, aunque en realidad era una ruina que llevaba largo tiempo abandonada. No creía que resistiera otro año más, aunque llevaba muchos años pensando lo mismo. Suponía que el peso de la nieve caída aquella temporada acabaría por hundir el resto del techo, que ya se había derrumbado en varios sitios, dejando agujeros irregulares. La pintura roja del establo estaba desvaída, resquebrajada y desconchada. Las ventanas estaban rotas, por las piedras que lanzaban los muchachos. Toda la estructura parecía querer replegarse hacia dentro, con aquellas paredes inclinadas e inestables. Seguramente, si volvía en febrero, aquel establo se habría reducido a una pila de tablones astillados y cubiertos de nieve.

Se adentró en la descuidada maleza del camino de entrada, que en realidad no era tal, sino un producto de la erosión causada por quienes se habían dirigido al establo a lo largo de los años. Detuvo el coche y salió; Lissa la imitó.

—Me parece que nunca he estado aquí antes, ¿verdad, mamá? —preguntó Lissa.

—No, me parece que no. Solía venir aquí mientras tú estabas en la escuela.

—No se conserva muy bien, ¿eh?

Heather se rió.

—No, no mucho.

—¿Puedo mirar?

—Claro. Pero no entres en el establo; no es seguro.

—Parece un lugar embrujado —dijo Lissa—. ¿No crees?

—Quizá lo esté —respondió Heather.

—¿Cómo lo conociste? —preguntó Lissa.

Heather sonrió.

—Solía venir aquí cuando era adolescente. Veníamos muchos chicos y chicas.

—¿Y qué hacíais aquí? —preguntó Lissa.

—Lo explorábamos todo. Como tú.

No era necesario explicar la verdad. En aquellos tiempos, docenas de adolescentes de Duluth venían hasta este lugar para hacer el amor. Era el rincón más cálido del condado para ir a darse el lote. Hasta el punto de que corría por la escuela una lista en la que se apuntaba la gente, para asegurarse de que no hubiera demasiados coches aparcados al mismo tiempo. Heather había tenido su primera experiencia sexual junto a ese establo, en la parte de atrás de una camioneta, bajo las estrellas.

Se preguntó si hoy en día los estudiantes lo seguirían usando. Todavía había muchos neumáticos de tractor por los alrededores tras los que ocultarse. También había botellas vacías de cerveza tiradas por el suelo. Si miraba con más atención, seguramente encontraría condones usados.

Heather volvió a mirar a Lissa.

—No cojas nada del suelo.

Lissa frunció el ceño.

—Pero entonces no es divertido.

Heather suavizó el tono de voz.

—Puedes coger piedras y palos, pero no cosas de la gente, ¿de acuerdo? Si no sabes lo que es, no lo toques.

Lissa se encogió de hombros.

—Vale.

Madre e hija se separaron. Heather iba echando un vistazo a Lissa mientras paseaba entre los escombros. Tranquila al saber que la niña estaba bien, Heather comenzó a alejarse de su campo de visión, para examinar el terreno en busca de un ángulo que le gustara. Cuando encontró una localización y se dispuso a instalar su equipo, vio a Lissa encaminarse a la parte trasera del establo.

—Ten cuidado ahí atrás —chilló Heather.

Lissa gritó una respuesta que su madre no oyó bien.

Ésta se arrodilló y miró a través del visor de la cámara, viendo cómo la imagen encuadrada iba tomando forma. Detrás de ella, el sol se aproximaba al nivel de los árboles más altos. Heather sintió un cosquilleo nervioso en el estómago y un temblor en los dedos, como le ocurría siempre que estaba a punto de obtener lo que buscaba. Se detuvo unos segundos para medir otra vez la luz y ajustar la exposición. Entonces, lista al fin, apretó el disparador, y volvió a hacerlo una y otra vez mientras oía el sonido mecánico de la película al avanzar.

—¡Mamá! —gritó Lissa desde detrás del establo—. ¡Mira esto!

—Enseguida, cariño —respondió Heather.

—¡Mira, mira, mira! —chilló Lissa.

Llegó corriendo a campo traviesa.

—Mamá está ocupada, Lissa. ¿De qué se trata?

—Mira lo que he encontrado. ¿A que es bonito?

Heather apartó la vista de la cámara el tiempo suficiente para ver que Lissa le estaba enseñando un brazalete de oro.

—¿Dónde lo has encontrado, cielo?

—Detrás del establo.

Heather puso mala cara.

—¿No te he dicho que no cogieras cosas? ¿Cosas de gente?

—Ya lo sé, pero esto es diferente —se defendió Lissa.

—¿Y por qué es diferente?

—No es peligroso ni nada de eso, sólo es un brazalete.

—Sí, un brazalete que pertenece a alguien, a una persona que seguramente volverá para ver si lo encuentra —dijo Heather—. Y ahora déjalo otra vez donde lo has encontrado.

—¿Quieres decir que no me lo puedo quedar?

Heather suspiró. Siempre pasaba lo mismo con Lissa y las joyas.

—No, no te lo puedes quedar, porque pertenece a alguien. Devuélvelo ahora mismo.

—No creo que lo quieran —se quejó Lissa—. Está muy sucio.

—Pues entonces, ¿por qué lo quieres tú?

Lissa no encontró una respuesta inmediata y tuvo que pensar un poco.

—Podría limpiarlo —dijo.

—Igual que la persona a la que pertenece. Y basta de discusiones. Déjalo donde estaba.

Lissa abandonó la discusión y se alejó con tristeza para volver a la parte de atrás del establo. Más tranquila, Heather se centró de nuevo en la cámara. Miró una vez más por el visor.

«Perfecto».

A regañadientes, Lissa volvió a dejar el brazalete donde lo había encontrado, detrás del establo, en un espacio lleno de barro junto al borde del campo. Aunque le parecía injusto: no creía que viniera nadie a buscarlo.

—Pero lo ha dicho mamá —murmuró Lissa para sí misma.

Después de devolverlo, Lissa continuó explorando. Ya tenía una buena colección, que incluía varias piedras curiosas y unas cuantas florecillas azules, todo ello guardado en los bolsillos de su abrigo. Se le pasaba el tiempo volando. Parecía que tan sólo había transcurrido un instante cuando levantó la mirada y se dio cuenta de que el sol había desaparecido detrás de los árboles.

En ese momento, oyó gritar a su madre:

—¡Vamos, Lissa, es hora de irse!

Por una vez, Lissa no esperó a que la llamaran de nuevo. Echó a correr por el campo otra vez en dirección al establo, y tuvo que volver a pasar junto al charco donde se encontraba el brazalete.

—¡Lissa! —volvió a gritar su madre.

Lissa se lo pensó. Quería ese brazalete, y la persona que lo había perdido había sido muy descuidada. Además, podía guardarlo y limpiarlo, y si el propietario lo quería alguna vez, ella lo tendría sano y salvo. También pensaba que a lo mejor esa persona lo había tirado. Mamá no lo entendía. De todas formas, a su madre no le gustaban las joyas.

Rápidamente, Lissa se agachó, cogió el brazalete y se lo metió en el bolsillo.

—¡Ya voy! —gritó, y corrió al otro lado del establo.