Capítulo 5

Stride vivía en una zona conocida como Park Point, un dedo de tierra torcido que sobresalía entre el extremo meridional del lago y los tranquilos puertos interiores de Duluth y Superior, en Wisconsin. La península tenía la amplitud justa para albergar una franja de casas a cada lado de la carretera. Sólo había un modo de llegar al Point: cruzando el puente levadizo sobre el canal, lo que obligaba a los que allí vivían a programar sus vidas en función de las idas y venidas de los cargueros.

No pensaba en el puente mientras, a las cuatro de la madrugada, avanzaba hacia el Point con los ojos casi cerrados, como dirigido por un piloto automático. Al principio, al oír la estridente alarma, creía que su cansado cerebro le estaba haciendo una jugarreta. Apagó el estéreo donde se oía una canción de Sara Evans y escuchó. Cuando se dio cuenta de que el puente se estaba elevando, aceleró, aunque sabía que era demasiado tarde. Furioso, se detuvo bruscamente frente a la barrera de seguridad y apagó el motor, preguntándose durante cuánto tiempo iba a permanecer atrapado.

Salió del coche y se apoyó en la puerta, mientras el aire frío le envolvía. Volvió a entrar para buscar en el portavasos, encontró una cajetilla de cigarrillos nueva y encendió un pitillo. Menuda fuerza de voluntad. Pero le daba igual. Fumar, agotado, mientras escuchaba los gruñidos del acero a medida que el puente se elevaba sobre él: así era su vida. Y así había sido durante el último año, desde que un cáncer se había llevado a Cindy. La ciudad que siempre había sido su hogar, y que había tenido muy claro que nunca iba a abandonar, había empezado a parecerle diferente, más oscura, más amenazadora. Las cosas más familiares, como el descomunal puente levadizo o el olor del lago, le parecían devoradas por los recuerdos.

Tiempo atrás, en su juventud, Duluth era una población de una sola industria, capital de la región septentrional del estado conocido —y con razón— como la pradera de hierro. Una ciudad donde trillones de bolas de taconita eran transformadas en cascos de barcos gigantes que luego se sumergían en el agua y se abrían paso a través de las profundas cavidades del lago Superior rumbo al nordeste. Era una ciudad dura e inclemente, habitada por fornidos mineros y marineros como su padre.

No recordaba que la vida fuese especialmente agradable entonces, pero en la ciudad reinaba una sensación de pueblo pequeño, y la gente afrontaba unida los altibajos de la industria metalúrgica, las vacas gordas y las vacas flacas, el trabajo y las huelgas. Durante nueve meses al año, hasta que el lago se congelaba, el ritmo de la industria metalúrgica gobernaba la ciudad. Los trenes y los barcos iban y venían, el puente se elevaba y descendía. Las piezas de acero sin pulir con que se construían rascacielos, automóviles y armas en todo el mundo iniciaban su periplo bajo el suelo de arcilla del norte de Minnesota, y finalmente viajaban a través del océano en las bodegas de aquellos grandes barcos.

Pero la industria de la taconita decayó, engullida por la competencia externa, y con ella la fortuna de Duluth. El metal ya no podía seguir pagando las facturas. Así que los sabios que gobernaban la ciudad se fijaron en su localización junto al lago y dijeron: «Haremos que vengan los turistas». La industria metalúrgica se convirtió en una especie de atracción turística en sí misma, atrayendo a los curiosos hacia el puente cada vez que un barco se deslizaba por el canal.

Pero no ahora. No en plena noche. Stride estaba solo, dando largas caladas a su cigarrillo y observando cómo el casco de color óxido se arrastraba bajo el puente. Vio a un hombre de pie en la cubierta del barco, también solo y fumando. Apenas se le distinguía: era poco más que una silueta. El hombre saludó a Stride amistosamente con la mano y él le devolvió el saludo. Aquel hombre podría haber sido él, si su vida hubiera sido como esperaba cuando era más joven.

Subió a su Bronco cuando el puente empezó a desplazarse de nuevo. Mientras conducía en dirección al Point, con el pavimento del puente quejándose bajo sus neumáticos, echó un vistazo al barco, resplandeciente en su camino hacia el lago. Una parte de él se fue con la embarcación. Le ocurría cada vez que uno de los barcos se alejaba. Era una de las razones por las que vivía allí.

Los habitantes del Point eran gente campechana que soportaban a turistas, vendavales, tormentas de nieve, tempestades y hielo a cambio de un solo privilegio: aquellos pocos e idílicos días de verano en que nadie, sobre la faz de la tierra, disfrutaba de un lugar mejor para vivir. Compartían una franja de playa que se erosionaba un par de centímetros cada año, con matas de hierba y árboles antiguos que separaban la arena de las pequeñas parcelas traseras de las casas. Stride solía sacar una tumbona y llevarla al otro lado de las matas los domingos de julio; se sentaba en la playa y se quedaba allí durante horas para contemplar el tráfico de los veleros y los cargueros.

La mayor parte de las casas del Point, excepto las pocas que habían sido derribadas y reconstruidas mediante inyecciones de dinero procedente de las grandes ciudades, eran viejas y destartaladas, y constantemente se veían sacudidas y dañadas por los elementos. Cada primavera, Stride daba una mano de pintura a la suya —cualquiera que encontrara en la tienda—, pero nunca duraba más allá del invierno.

Su casa, a medio kilómetro del puente, apenas medía nueve metros de ancho; tenía forma cuadrada y exactamente en el centro se encontraba situada la puerta con sus dos peldaños. A la derecha de la puerta principal estaba la sala de estar, con una ventana que daba al frente. Había un garaje aparte, de una sola plaza, a la izquierda de la vivienda y al final de un pequeño trecho de tierra que también servía como camino de entrada.

Stride dio la vuelta a la llave dentro de la cerradura y abrió la puerta hacia dentro empujando con el hombro. La cerró a sus espaldas y se quedó de pie en el vestíbulo, apoyado en la puerta y con los ojos cerrados. Aspiró el aroma a humedad de la madera vieja y el persistente olor a pescado de los cangrejos opilio que había cocinado al vapor hacía dos noches. Pero había algo más. Incluso un año después de su pérdida, todavía percibía el olor de Cindy en la casa. Tal vez fuese porque había estado oliendo el mismo perfume floral durante quince años, y su imaginación lo recreaba con tanta claridad que aún le parecía real. Los primeros días había querido eliminar aquel olor de la casa, y había abierto todas las ventanas de par en par esperando que el aire del lago se lo llevara consigo. Entonces, cuando el aroma comenzó a desvanecerse, sintió miedo y mantuvo la casa cerrada durante varios días por miedo a perderlo del todo.

Medio dormido, se dirigió tambaleándose hasta su dormitorio y vació los bolsillos en la mesilla de noche. Se quitó la chaqueta de un tirón, la dejó caer al suelo y se metió en la cama deshecha. Tenía los pies destrozados y no recordaba si se había quitado los zapatos. Daba lo mismo.

Cuando cerró los ojos, la volvió a ver, tal como esperaba. En las últimas semanas los sueños empezaban a escasear, pero suponía que aquella noche volverían a atormentarle de nuevo.

Estaba de pie en la autopista, en algún lugar indómito, con kilómetros de abedules alineados junto a la carretera desierta en ambas direcciones. Al otro lado de la estrecha franja de cemento, dividida por una línea amarilla, se encontraba Kerry McGrath, que le dedicaba una alegre y despreocupada sonrisa. Tenía la cara brillante de sudor. Había estado corriendo y su pecho palpitaba acompasado por su honda respiración.

Lo saludó con la mano, indicándole que cruzara la carretera.

—Cindy —gritó él.

La sonrisa en el rostro de Kerry se desvaneció. Se volvió y desapareció corriendo entre los árboles. Intentó seguirla, corriendo cuesta abajo por detrás del arcén de la carretera y hacia el interior del bosque. Le pesaban las piernas. Igual que la mano izquierda. Cuando miró abajo, se dio cuenta de que llevaba una pistola.

En algún lugar se oyó un grito.

Avanzó a trompicones por un sendero, mientras se secaba el sudor que le caía sobre los ojos. ¿O era lluvia? Parecía que el agua se filtraba a través de las hojas, convirtiendo el sendero en un lodazal y apelmazándole el pelo. Delante de él, vio una sombra que cruzaba el camino, la sombra de algo grande y amenazador.

Llamó a Kerry otra vez.

—Cindy.

A través del laberinto de árboles, vio que alguien se había detenido a esperarle.

No era Kerry.

Era Rachel quien estaba ahí de pie, desnuda. Se encontraba frente a él en el sendero, con los brazos en alto, sosteniéndose entre dos abedules y con las piernas despreocupadamente separadas. La lluvia mojaba su cuerpo, le resbalaba por los pechos y se deslizaba en hilos de plata por el vientre hasta la cavidad que se ocultaba entre sus piernas.

—¡Nunca me encontrarás! —le gritó.

Rachel se giró y corrió, y el bosque la envolvió. La veía alejarse. Tenía un cuerpo hermoso, y él lo contemplaba a medida que se empequeñecía y se alejaba. Entonces, igual que antes, una sombra amenazadora atravesó el sendero y desapareció.

Levantó la pistola. Llamó a Rachel.

—Cindy.

Se abrió camino hasta un pequeño claro, donde sus pies pisaron un suelo húmedo y musgoso. Un riachuelo gorjeaba camino del lago, pero el agua que caía sobre las rocas era de un rojo brillante. El crepitar y los murmullos del bosque crecieron hasta volverse casi ensordecedores, como un martilleo en sus oídos. La lluvia caía a cántaros y empapaba su cuerpo.

Vio a Rachel en el lado opuesto del claro.

—¡Nunca me encontrarás! —volvió a gritar.

Cuando miró la imagen borrosa en la otra orilla del riachuelo, se dio cuenta de que ya no era Rachel quien estaba ahí.

Era Cindy, que tendía las manos hacia él.

Vio la sombra de nuevo, moviéndose detrás de ella. Un monstruo.

—Nunca lo haces —le dijo ella.

Stride yacía despatarrado en la cama con la cabeza enterrada en la almohada. Estaba medio adormilado y poco a poco empezaba a adquirir conciencia de dónde estaba. Oyó el crujir de una bolsa de papel en algún lugar cercano y olió a café caliente.

Abrió un ojo. Maggie Bei estaba sentada a unos metros, en el sillón de piel. Con sus pequeñas piernas colgando, sostenía una rosquilla a medio comer con una mano y una de las desconchadas tazas de cerámica de Stride con la otra. Había descorrido un poco las cortinas, lo suficiente para mostrar una panorámica matutina del lago a sus espaldas.

—Tu cafetera apesta —le dijo—. ¿Cuánto tiene, diez años?

—Quince —respondió Stride. Parpadeó varias veces sin moverse—. ¿Qué hora es?

—Las seis de la mañana.

—¿Todavía del lunes? —preguntó Stride.

—Eso me temo.

Stride gruñó. Había dormido noventa minutos. Era evidente que Maggie, que aún llevaba los mismos vaqueros y la chaqueta de piel borgoña de la noche anterior, no había pegado ojo.

—¿Estoy desnudo? —preguntó él.

Maggie sonrió.

—Sí. Bonito culo.

Stride apartó la cara de la almohada y miró hacia atrás. También él llevaba la misma ropa de la noche anterior.

—Espero que hayas hecho suficiente café para mí.

Maggie señaló la mesilla de noche, donde un donut de chocolate descansaba pulcramente en una servilleta. A su lado había una humeante taza de café. Stride mordió un trozo de donut y bebió un sorbo de café. Se pasó la mano por el pelo enmarañado. Se terminó el donut en dos mordiscos más y luego comenzó a desabrocharse la camisa. Se quitó el cinturón de los vaqueros.

—A partir de aquí la cosa empieza a ser desagradable.

—Si lo sabré yo —replicó Maggie, y continuó con su desayuno tranquilamente.

—Sí, ya te gustaría.

Estaba bromeando, pero Stride sabía que pisaba un terreno delicado. Él y Maggie formaban un equipo desde hacía siete años. Ella era una inmigrante china, cuya participación activa en mítines políticos durante sus días de estudiante en la Universidad de Minnesota la habían dejado sin un hogar al que volver. Cuando Stride la contrató recién licenciada, demostró ser una alumna aventajada. En menos de un año, conocía las leyes mejor que él mismo, y demostró tener un gran instinto para ver detalles de la escena de un crimen —y de los sospechosos— que a la mayoría de los agentes les pasaban desapercibidos. Desde entonces, Stride la había mantenido a su lado.

Cuanto más tiempo trabajaban juntos, más florecía Maggie. Se había vuelto más divertida, más descarada, capaz de reírse de sí misma. Su rostro dejó de ser una sombría máscara para volverse más expresivo. Aprendió a hablar inglés sin acento y con una saludable dosis de sarcasmo e irreverencia.

Y, por el camino, se había enamorado de Stride. Fue Cindy quien le contó la noticia. Comprendió enseguida los sentimientos de Maggie y le advirtió que, si no se andaba con cuidado, podía romper el corazón de aquella chica como si fuese un jarrón de porcelana.

Cuando Cindy se fue, Maggie hizo su primer y único intento de conseguir los favores de Stride. Hacía seis meses, cuando él se sentía más solo que nunca, Maggie se deslizó en el interior de su casa en una fría mañana de primavera y se metió en la cama junto a él. Él se despertó. Nunca había visto tanto amor en los ojos de una persona. Era tentador, pues necesitaba a alguien desesperadamente y ella era cálida y estaba dispuesta. Pero recordó la advertencia de Cindy y pensó en los trocitos de porcelana china, y dijo que no.

El mes anterior, Maggie le había dado las gracias. Tenía razón, dijo; habría destrozado su amistad y nunca habría funcionado como historia de amor. Stride se preguntaba si realmente Maggie creía lo que decía.

—¿Qué tal tu visita a los Stoner? —preguntó ella.

Stride abrió la puerta del baño y se siguió desnudando; luego se metió en la ducha, estremeciéndose a medida que el agua fría se calentaba. Se dirigió a Maggie.

—La madre niega cualquier posibilidad de suicidio. ¿Tú qué crees?

—Las madres nunca creen en la posibilidad del suicidio —dijo Maggie—. Pero creo que si esa chica se hubiera querido matar, lo habría hecho delante de ellos y se habría asegurado de dejar un montón de sangre en su bonita alfombra.

Stride sonrió. Maggie ya había calado a Rachel: no era la clase de chica que se ocultaba en un rincón para morir.

—¿Qué hay de la madre y el padrastro? —gritó Maggie—. Ya conoces las reglas: la familia primero.

—Se han prestado voluntarios para la prueba del polígrafo —respondió Stoner—. Pero tenemos que hacer las preguntas a través de Su Santidad Archie Gale.

Oyó la queja de disgusto de Maggie.

—Maldita sea, odio a los padres ricos. Primero llaman a sus abogados y después a la policía.

Stride asió una toalla, se secó el pelo húmedo y se la echó por encima del cuerpo. Se la enrolló con descuido a la cintura y regresó al dormitorio.

—Debemos tener cuidado —dijo—. Vigilarles a los dos, pero con discreción. Graeme dejó claro que conoce a K-2.

—Sí, también me lo dijo a mí. Juegan a balonmano todas las semanas. No me imagino a K-2 jugando a balonmano. No en una pista reglamentaria, en cualquier caso.

Stride se rió. K-2, el jefe de policía Kyle Kinnick, no era más alto que Maggie. Incluso el alcalde le llamaba a veces duendecillo.

—Tenemos una pista gracias a una de las cámaras de los cajeros automáticos —añadió Maggie—. Su coche pasó zumbando por delante poco después de las diez de la noche.

—Un punto para Kevin. ¿Iba sola?

—No se ve a nadie más dentro del coche.

Stride se puso unos Dockers marrones, se abrochó una camisa blanca y se embutió en un abrigo deportivo azul marino.

—Vamos, necesito más café —dijo.

Maggie le siguió hasta la cocina. Stride abrió una ventana. El aire de la mañana olía a escarcha y sintió como si frías agujas se clavaran en su cuello húmedo.

—¿Siempre tienes que abrir la ventana cuando está helando ahí fuera? —se quejó Maggie, temblando.

Stride sirvió café y se sentó a la mesa de la cocina, de madera maciza. Vio que Maggie miraba el fregadero, lleno de platos sucios; luego apartó un montón de periódicos y la propaganda del correo de los últimos tres días e hizo un sitio para poner su taza.

—¿Es así como vives? —preguntó.

Stride se encogió de hombros.

—¿Qué?

—Nada —dijo Maggie.

—Sigamos —dijo Stride—. Creemos que regresó a casa porque la tenemos grabada dirigiéndose hacia allí y porque el coche está aparcado donde debía.

—No hay nada raro en el vehículo. Estamos recogiendo huellas, pero yo no esperaría gran cosa.

—La siguiente pregunta es: ¿llegó a entrar? ¿Qué hay de su dormitorio?

Maggie negó con la cabeza.

—Sabemos lo que llevaba puesto aquella noche. En su habitación no se encontró ninguna prenda que encajara con la descripción. Preguntamos a Emily si faltaba algo, pero no nos fue de gran ayuda. Aun así, los cajones estaban llenos de ropa y tenía muchos objetos personales en el escritorio. Si se fue por su cuenta, lo hizo ligera de equipaje. Tampoco iba vestida para correr… al contrario de Kerry.

—¿Y un diario? —preguntó Stride—. Ya sé que igual es mucho pedir…

—Es mucho pedir —dijo Maggie—. Revisé su ordenador: muy pocos archivos personales. Comprobé su navegador para ver si quizás había estado chateando con algún psicópata por internet. Pero en su correo sólo había direcciones de gente del instituto y en Favoritos no guardaba ninguna página web extraña. Consultaremos con especialistas, por si hay algo que recuperar.

—¿Qué hay de los vecinos? —preguntó Stride.

—Algunas personas recuerdan haber visto a gente en la calle aquella noche, pero estaba oscuro y no les vieron la cara. Un par de vecinos dijeron haber visto a unas chicas paseando, pero ninguna se parecía a Rachel. Nos han informado sobre un coche desconocido aparcado cuatro manzanas más abajo. El testigo no recordaba muchos detalles: oscuro, azul o negro, tal vez; un sedán de cuatro puertas que quizá llevara una matrícula de otro estado. Hemos preguntado a los vecinos del lugar donde se vio el coche. Nadie lo ha reclamado, ni nadie recibió visitas de fuera del estado.

—Interesante —dijo Stride—. Excepto por los pocos miles de turistas que hay en la ciudad.

—Cierto.

—¿Y el resto de medios de transporte para salir de la ciudad? ¿Ha habido suerte?

Maggie negó con la cabeza.

—Nada. No salió ningún vuelo de Duluth entre las diez de la noche del viernes y la mañana del sábado. Interrogaremos al personal del aeropuerto que hacía su turno esa mañana, por si acaso. Y hemos obtenido los mismos resultados con las paradas de Greyhound de aquí y de Wisconsin.

—Podría haber caminado hasta la carretera y hacer autostop —especuló Stride.

—Ya lo he pensado. Hemos mandado su foto y sus datos por fax, tanto a la policía como a las patrullas de carretera de todo el estado y de los circundantes. Guppo ha colgado una página en nuestra web. Hemos pedido a la policía del estado que investigue en los puestos de comida rápida y gasolineras de varios estados. La prensa está encima, gracias a Bird Finch, lo que al menos hará que su foto aparezca rápidamente en las primeras páginas de toda la zona.

Stride podía imaginarse las incesantes llamadas de los teléfonos de la línea directa. Habían recibido cerca de dos mil pistas durante la investigación de Kerry McGrath, que situaban a la adolescente en cualquier parte, desde Nueva Orleans hasta Fresno. Con ayuda de todo el país, habían filtrado las pistas metódicamente por orden de prioridad y luego habían localizado cada una de ellas. Todas conducían al mismo lugar: ninguno.

—¿Y los pervertidos?

Maggie suspiró.

—Cinco delincuentes sexuales de tercer grado en la ciudad. Algunas docenas de primer y segundo grado. Les haremos una visita a todos.

—Bien.

Un fuerte dolor de cabeza se estaba extendiendo por las sienes de Stride. No era sólo la falta de sueño, sino aquella amarga rutina: la desaparición, la búsqueda, las pistas… No estaba seguro de tener fuerzas suficientes para comenzar de nuevo con todo aquello, o para afrontar la posibilidad de otro fracaso. Esta vez también tendría que bajar al infierno él solo. Sin Cindy.

—¿Jefe? —dijo Maggie mientras él divagaba.

Stride esbozó una sonrisa.

—Sigo aquí. Mira, si esa chica se ha fugado por propia voluntad, alguien la ayudó a hacerlo. Tiene que haber hablado con alguien. Dirige hoy la investigación y mantenme al corriente a través del móvil. Yo iré al instituto y hablaré con sus profesores y amigos. A ver si conseguimos averiguar qué asustó a esa chica.