Emily se bebió el último trago de brandy y reclinó el respaldo del asiento. Cuando Dayton regresó a la habitación, sostuvo en alto su vaso vacío:
—Necesito otro.
Dayton cogió el vaso y volvió al salón para llenarlo. Emily le observó mientras se alejaba y luego se dirigió a su marido, sin mirarle.
—Siento no haber telefoneado.
—No pasa nada. ¿Cómo está Janie?
—Bien —dijo Emily—. Quería llamar.
—Ya te he dicho que no importa.
Emily asintió, notándose vacía.
—Pensé que te habrías enfadado.
—En absoluto.
—¿Me has echado de menos?
Graeme hizo un gesto con la mano, como para quitarle importancia al asunto.
—Qué tontería. Sabes que sin ti estoy perdido. Ayer quise salir de excursión y ni siquiera pude encontrar mis zapatillas de deporte.
—Zapatillas —murmuró Emily, sacudiendo la cabeza.
Dayton entró de nuevo en la estancia. La cantidad de brandy que había en el vaso parecía menor que la anterior. Emily lo cogió y se lo terminó de un solo trago, sin que le afectara el resquemor que el licor causaba en su garganta. Tendió a Dayton el vaso y se giró. Se secó los ojos, pero era demasiado tarde: sabía que él había visto las lágrimas.
—Lo hace sólo para castigarme —dijo Emily—. Para ella es como un juego.
—Lo ocurrido guarda más relación con Tommy que contigo. Incluso después de todos estos años.
—Tommy —dijo ella con acritud.
—Era su padre, Emily —le recordó Dayton—. Ella tenía ocho años, y su padre era incapaz de hacer nada malo.
—Sí, todo el mundo quería a Tommy —dijo Emily—. Y yo sólo era la zorra. Nadie entendió nunca lo que nos estaba haciendo.
—Yo sí —dijo Dayton.
Emily le cogió la mano.
—Lo sé. Gracias. Y gracias por venir esta noche. Creo que me habría derrumbado si no hubieras estado aquí.
Graeme se levantó.
—Te acompañaré a la puerta, Dayton —dijo con un exceso de educación—. Me aseguraré de que la prensa no te moleste por el camino.
Dayton parecía un enano al lado del otro hombre, mientras ambos se alejaban del porche. Emily les observó marchar, escuchó sus pasos y oyó el ruido del gentío en el exterior cuando se abrió la puerta de la entrada principal; luego, al volver a cerrarse, la casa se sumió en un silencio sepulcral.
Estaba sola.
Pero aquellos días, incluso cuando estaba junto a Graeme, se sentía sola.
Él siempre decía lo correcto, la trataba bien y le daba la libertad suficiente para dirigir su propia vida. Pero ya no simulaba que hubiera pasión entre ellos. Incluso se preguntaba si él sentía algo por ella. No había llamado desde Saint Louis deliberadamente, con el propósito de hacerlo enfadar, de que la echara tanto de menos que se viera obligado a telefonearle. Si la llamaba, si la echaba de menos, si le gritaba, al menos mostraría alguna emoción.
Pero no la necesitaba. Excepto cuando no encontraba sus zapatillas.
Y al llegar a casa se encontró con que Rachel no estaba. Durante años lo había esperado, se había preguntado en qué momento su hija se iría de casa dejándole una nota. A veces incluso lo había deseado, para poner fin a las hostilidades y tener un poco de paz. Nunca había caído en la cuenta de lo vacía que se sentiría el día en que eso ocurriera, el día en que ya no pudiera hacer nada más que pensar en las oportunidades perdidas, en lo que las había mantenido enfrentadas. Hacía tiempo que Emily había asumido el hecho de que Rachel nunca sabría cuánto la quería, a pesar de la malevolencia con que la muchacha la había tratado durante tantos años. Incluso cuando intentaba dejar de quererla, no podía.
Perdida.
¿Y si no se había escapado? ¿Y si había acabado como la otra chica, raptada en plena calle?
—¿Dónde estás, pequeña? —dijo en voz alta.
Emily oyó ruidos en el vestíbulo de entrada cuando se abrió la puerta y volvió a entrar Graeme. No quería verle. No podía soportar todo aquello: su alejamiento de Graeme, su dolor por Rachel… Emily se puso de pie enseguida y huyó a través de la cocina hasta las escaleras traseras. Oyó cómo Graeme regresaba al porche. Se lo imaginó echando un vistazo a la habitación vacía, dándose cuenta de que se había marchado. Emily no esperaba que la siguiera, y no lo hizo. Apenas pudo distinguir el golpeteo de llaves cuando él se sentó a su escritorio y se puso a trabajar con el ordenador. Ella subió corriendo las escaleras hasta el segundo piso.
Esa noche no dormiría en la habitación de matrimonio. Y él tampoco la echaría de menos.
Emily fue a la habitación de Rachel. Olía a gente extraña, a la transpiración de los policías que habían manoseado el escritorio y el vestidor aquella noche. En realidad, la estancia en sí le resultaba extraña, pues casi no había puesto los pies en ella mientras Rachel estaba en casa. Era la fortaleza privada de su hija, y para Emily estaba más prohibida que para nadie.
La habitación era bastante insulsa. No había pósteres en las paredes, sólo una pálida capa de pintura amarilla. Había ropa sucia apilada en una esquina, dentro y fuera de un cesto blanco. Tenía un montón de libros de texto, algunos abiertos y otros cerrados, esparcidos sin orden por el escritorio, y papeles arrugados con garabatos de Rachel que sobresalían entre las páginas. Sólo su cama estaba hecha cuidadosamente: la única parte de la habitación que Rachel le permitía tocar a la asistenta.
Emily se tendió en la cama, puso las piernas en alto y se las rodeó con los brazos. Vio la foto, colocada con cariño en la mesilla de noche de su hija, de Rachel arropada por los brazos de su padre. Emily extendió la mano y puso el marco boca abajo para no tener que ver esa imagen.
Sin embargo, mientras miraba la mesilla de noche, se dio cuenta de que no podía huir del pasado tan fácilmente. Junto a la radio-despertador, colgado de sus patas traseras, había un cerdo rosa de peluche, acicalado con gafas de sol de plástico negro. Un recuerdo de la feria estatal de Minnesota.
Nueve años después, Rachel aún lo guardaba junto a su cama.
—Tommy —suspiró Emily.
Tommy se subió a Rachel encima de los hombros. Más alta que cualquiera de los que estaban a su alrededor, la niña abrió la boca, maravillada ante la visión de la gente, apiñada hombro con hombro de lado a lado de la calle. Había cientos de miles de personas, una masa agitada y sudorosa, asándose bajo el calor y la humedad de una noche de finales de agosto.
—¡Es increíble, papá! —gritó Rachel.
—¿No te lo había dicho? —contestó Tommy—. ¿No es fantástico?
Levantó a Rachel en volandas, le dio la vuelta y la bajó al suelo.
—¿Vamos ahora a la rueda? —canturreó Rachel.
Emily no pudo evitar reírse. Sospechaba que eso era lo último que Tommy deseaba. Durante todo el día, había sido testigo de cómo Tommy y Rachel se sumergían por completo en la feria. Tommy había comido de todo, se había tragado el queso frito como si fueran palomitas y lo había hecho bajar con vasos gigantes de cerveza fría. Había comido salchichas con maíz, chuletas de cerdo, aros de cebolla, maíz asado rociado con mantequilla, ravioli fritos y un donut detrás de otro. Después de eso, las atracciones le revolverían el estómago como si fuese una licuadora. Pero Tommy nunca tenía un no para Rachel.
Cuando llegaron a la rueda, era toda una cascada de luz. La noche había convertido la feria en un lugar mágico, donde un río de gente gritaba y donde un arco iris de colores se reflejaba en los rostros desde las cabinas iluminadas en lo alto. Rachel quería subirse a todo. No le importaba lo rápidas que fueran las atracciones, ni lo alto que llegaran las cabinas, ni las veces que la hicieran girar boca abajo con el pelo colgando por debajo de ella. Se llevó a Tommy al anillo de fuego, que subía y bajaba en círculos; luego al columpio gigante, luego al pulpo, luego a la avalancha, luego al tornado… Emily sentía un íntimo placer al ver que el rostro de Tommy empezaba a adquirir una tonalidad verdosa.
Les llevó unas dos horas hacer toda la ronda de atracciones de la feria. Estuvieron paseando cerca de la caseta del tiro al blanco, un puesto que llevaba un sórdido charlatán vestido de diablo, con una chapa colgada en su traje rojo que decía: «Bienvenidos al infierno». Sonrió, mostrando dos dientes frontales marrones como el chocolate, e invitó a Tommy a poner a prueba su puntería.
—Si rompe tres platos, se lleva el primer premio —dijo.
—¿Cuál es el primer premio? —preguntó Rachel.
El diablo señaló un enorme oso de peluche gordo, suave y casi tan alto como ella. La niña puso los ojos como platos y miró ansiosa a Tommy mientras se colgaba de su brazo:
—¿Podrás ganarlo para mí, papá?
—Apuéstate lo que quieras.
El diablo le dio tres bolas a Tommy. Éste jugueteó con dos de ellas con la mano derecha y apuntó con la izquierda.
—Estás borracho, Tommy —le advirtió Emily—. Y no pareces encontrarte muy bien.
Tommy disparó la primera bola al mismo centro de uno de los platos de cerámica. Éste se rompió en mil pedazos que se esparcieron entre los desperdicios de la barraca, y la bola se estrelló sonoramente contra la pared de aluminio.
—¡Muy bien, papá, muy bien!
Tommy sonrió. Lanzó la segunda bola y… «¡Crash! ¡Bam!». Otro plato destrozado.
—¡Una más y ganamos, papá! —gritó Rachel.
—Ya puedes ir pensando dónde pondrás ese oso, cariño —le dijo Tommy.
Se preparó para el próximo lanzamiento, ladeando su rollizo brazo. El público que se había reunido detrás de él esperaba, tenso, un nuevo golpe y un nuevo destrozo.
Pero en lugar de eso, la bola se escurrió de la mano de Tommy, rebotó en el mostrador y aterrizó en el suelo con un ruido sordo. El diablo se rió. La gente alrededor de la barraca refunfuñó decepcionada. A Tommy se le doblaron las rodillas, se agarró el brazo y soltó un grito. Tenía el rostro rojo y crispado.
Emily dijo lo primero que le vino a la cabeza y se arrepintió de ello al instante.
—Maldita sea, Tommy, hace años que no lanzas una bola. ¿Qué diablos intentabas demostrar?
Rachel miró furiosa a su madre. Tommy se mordió el labio con tanta fuerza que una gota de sangre se deslizó hasta su barbilla. Rachel se la secó con la mano.
—Lo siento, cielo —le dijo Tommy a Rachel.
El viejo del mostrador, que aún se estaba riendo, le hizo un gesto a Tommy:
—No olvide su premio.
Mostró un cerdito de peluche rosa con gafas de sol negras y se lo lanzó a Tommy.
Éste parecía avergonzado cuando se lo tendió a Rachel, pero ella abrazó al cerdito como si fuese aún mejor que el primer premio.
—Me encanta, papá —dijo, y cuando él se inclinó, la niña le dio un suave beso en los labios.
Emily se sintió como si le clavaran un puñal en el corazón. Estaba celosa y se odiaba a sí misma por ello.
—Creo que es hora de que nos vayamos a casa —dijo.
Pero Rachel tenía otros planes. No bien se alejaban de la barraca, una atracción conocida como la silla-lanzadera se puso en marcha de repente delante de sus narices. Era un asiento circular de acero que salía disparado como una bala desde un resorte, con dos aterrados pasajeros a bordo. Un micrófono instalado en el asiento transmitía sus gritos histéricos a toda la feria.
—Uauh —dijo Rachel en voz muy baja—. ¿Crees que podría subirme?
Emily la interrumpió.
—No creo que sea una buena idea, Rachel. Tu padre no se encuentra muy bien y tú eres demasiado pequeña para una atracción como ésa.
—A mi no me pareces tan pequeña —dijo Tommy—. Y yo me encuentro perfectamente.
—Vamos, Tommy, no seas tonto —dijo Emily.
Tommy le guiñó un ojo a su hija.
—¿Qué se dice, Rachel?
Rachel miró a su madre y canturreó con su voz más infantil:
—¡Eres una zorra!
Emily se quedó de piedra. Tiró del brazo de Tommy y le susurró al oído:
—¿Le has enseñado tú a decirme eso? ¿Te has vuelto loco?
—Joder, Emily, no es más que una broma.
—Fantástico, subíos a la puta atracción —resopló, odiándose por permitir que Tommy la enojara tanto.
Él simuló haberse sorprendido.
—Mamá ha dicho una palabrota.
Rachel cogió la mano de Tommy con aire triunfal. Se dirigieron juntos hacia la atracción, y entonces Rachel miró atrás. Y gritó, como si fuese una broma estupenda:
—Jódete, mamá.
Emily avanzó dos pasos con la mano echada hacia atrás, lista para darle una bofetada. Deseaba intensamente pegar a su hija en la mejilla. Pero se quedó inmóvil y se contuvo. Empezó a sollozar. Les vio alejarse sin prestarle ninguna atención, mientras ella lloraba atrayendo las miradas de los que pasaban por delante. Se secó las mejillas y se abrió paso entre la multitud hasta la zona de espectadores junto a la silla-lanzadera. Haría lo que había hecho siempre: vitorear y aplaudir. Al marido que la hacía sentir como un insecto y a la hija que había aprendido a odiarla.
Mientras ataban a Tommy y a Rachel al asiento, un foco de luz les iluminó y Emily pudo ver sus rostros con toda claridad.
Rachel estaba radiante y más intrépida que nunca.
Pero Tommy estaba pálido, de un tono blanco hueso, y tenía la frente perlada de sudor.
Una horrible certeza comenzó a apoderarse de Emily cuando se dio cuenta de que el estado de Tommy no tenía nada que ver con la feria o con un mal gesto. Con lo que sí guardaba relación era con su padre, que había muerto a los treinta y siete años, y con su abuelo, que acababa de cumplir treinta cuando le enterraron.
«No me pidas que crezca, Emily», le había dicho una vez en un momento solemne.
—¡Esperen! —gritó Emily, pero nadie la oyó.
Las sensaciones de la noche se desdibujaron. El estruendo de la música y las voces resonaba en su cabeza. Las luces parpadeaban y daban vueltas a su alrededor. El olor a grasa quemada era lo bastante intenso como para marearla.
—¡Tiene un infarto! —chilló lo más alto que pudo.
La gente a su alrededor se rió. Era una broma. Tenía gracia.
«Ping»: el cable se soltó. La silla-lanzadera salió disparada hacia arriba como una flecha. La torre vibraba y oscilaba. El micrófono del asiento captó los gritos de placer de Rachel. Su excitación ante aquel ascenso ingrávido era casi sexual. Su risita nerviosa envolvía a todo el público. Tommy no decía ni una palabra.
El asiento fue arriba y abajo, rebotando y temblando como un títere durante treinta segundos que se hicieron eternos. Entonces Emily oyó que la gente a su alrededor empezaba a murmurar algo. Y a señalar. Los gritos de Rachel cesaron.
—¿Papá?
Emily podía ver a su marido con toda claridad, con la cabeza inclinada a un lado, los ojos en blanco como dos huevos duros y la lengua colgando inerte de su boca. Cuando Rachel lo vio, se puso a gritar.
—¡Papá! ¡Despierta, papá!
Emily saltó la valla que delimitaba la zona de los espectadores. Los encargados de la atracción consiguieron enganchar el asiento y devolverlo al suelo. Mientras Emily corría hacia ellos, desataron a Rachel, que se aferró a su padre y se puso a llorar fuera de sí. También desataron a Tommy, cuyo cuerpo se deslizó del asiento y cayó al suelo como un bulto, con Rachel todavía aferrada a él y gritando su nombre.
En aquel momento, Emily supo que habría un antes y un después en su vida. Parte de su yo más íntimo creía que el cambio sería para mejor. En muchos aspectos, vivir con Tommy muerto era mejor que vivir con él vivo. Siempre había sido ella la que lograba conservar un trabajo fijo y pagaba las facturas. Durante los años siguientes, poco a poco, empezó a saldar todas sus deudas.
Pero el aspecto más importante, el que afectaba a su hija, era que Tommy no había muerto, y permanecía congelado en la memoria de Rachel.
Todo comenzó el día después de la feria, mientras se dirigían en silencioso duelo de vuelta a Duluth. Las lágrimas del rostro de Rachel se habían secado y se habían transformado en resentimiento con asombrosa rapidez. En un momento dado del trayecto en coche, la niña se volvió hacia Emily con mirada gélida y dijo con una terrible cólera:
—Es culpa tuya.
Emily trató de explicárselo. Intentó hacer entender a Rachel que el corazón de Tommy era débil, pero Rachel no quiso escuchar.
—Papá siempre decía que si él moría tú serías la culpable de su muerte —sentenció.
Y así empezó la guerra.
Emily, tendida en la cama de Rachel, cogió el estúpido cerdo de peluche.
—Oh, cariño —dijo—. ¿Qué he hecho para que me odies tanto? ¿Cómo podría compensarte?