Capítulo 55

La multitud se había reunido como si fueran espectadores de una ejecución hambrientos de sangre, preparados para ver caer el Sheherezade. Miles de ellos se pisoteaban en el aparcamiento y en el verde césped del Hilton Las Vegas, con las miradas absortas en el viejo hotel al otro lado de la calle. Se empujaban y se daban codazos para disfrutar de la mejor vista y no paraban de consultar el reloj. Era casi mediodía. La hora de la ejecución.

La calle estaba cerrada y se había desviado el tráfico a medio kilómetro hacia el este y hacia el oeste. Los curiosos se encontraban a cierta distancia, detrás del cordón de seguridad, lejos de la zona de peligro pero lo bastante cerca para presenciar el espectáculo. Los helicópteros sobrevolaban sus cabezas con las cámaras apostadas, proporcionando material en vivo para el informativo del mediodía. Stride olió carne a la brasa y se dio cuenta de que decenas de personas en las Charlcombe Towers estaban haciendo barbacoas y contemplando el espectáculo desde sus balcones. Hoy, todo el mundo era un mirón.

Sin duda Boni estaba también ahí arriba, solo en el último piso, con una copa en la mano y echando de menos los focos. Esperando a su pequeña y despidiéndose de Amira por última vez.

Era un hermoso día para una ejecución. El aire estaba en calma. Los rostros del equipo de demolición reflejaban su excitado entusiasmo. Eran profesionales que habían realizado este trabajo docenas de veces, pero los últimos minutos previos a la pequeña chispa eléctrica que se transferiría a los cables debían de provocar muchos nervios, independientemente de lo bien planeado que estuviera la voladura.

Las radios gorjearon. El terreno estaba despejado y listo para la acción.

—¿Dónde está? —preguntó Serena, de pie junto a él.

Miró con inquietud la multitud que la rodeaba.

—Estará aquí —respondió Stride—. Forma parte del espectáculo.

Igual que una ola, un murmullo recorrió la multitud: había un coche en la calle cortada, una limusina que avanzaba lentamente por el centro de Paradise Road. Se detuvo en un stop y el chófer corrió a abrir la puerta de atrás.

Claire salió de la limusina y pestañeó. Saltaron los flashes. Las voces vitorearon. Ella pareció desconcertada por un momento, pero luego sonrió y saludó, metida de pies a cabeza en el papel de ejecutiva; la nueva directora que, serena y confiada, seguramente se estaba preguntando si podría llegar a la tarima sin vomitar.

Se desplazó por el corredor acordonado que conducía de la calle a la plataforma construida en el aparcamiento enfrente del Sheherezade. Una alfombra roja cubría todo el tramo, y avanzó con pasos largos y flexibles sobre sus tacones. La gente gritaba su nombre entre la muchedumbre y ella les sonrió, cálida y amistosa. Un hombre con traje oscuro se apresuró a bajar los escalones de la tarima y la interceptó a medio camino, murmurándole instrucciones al oído. Ella asintió y pareció sosegada.

El jefe del equipo de demolición se reunió también con ella. Stride pudo oír lo que le decía:

—Ya está todo listo y esperándola, señora.

Claire los siguió a los dos hacia la plataforma, pero se detuvo al ver a Stride y Serena apartados, entre la plataforma a un lado y el gentío al otro. Le susurró algo al hombre del traje, que pareció disconforme y señaló su reloj. Claire sacudió la cabeza con suavidad.

Cuando se acercó a ellos, todas las miradas la siguieron.

A Stride no se le pasó por alto que Claire no apartaba los ojos de Serena.

—Aquí estás —dijo ésta.

Claire dibujó una leve sonrisa y les dedicó una reverencia fingida. Llevaba un traje de color borgoña entallado en la cintura, con complementos de diamantes que adornaban su cuello y su muñeca. Su largo pelo rubio rojizo estaba cuidadosamente recogido y peinado.

—¿Te gusta?

—Estás preciosa.

Claire se ruborizó.

—No sé si estoy preparada para esto.

—Lo harás muy bien.

Se empapó del ambiente que la rodeaba. Las imágenes, los sonidos, los olores… Su nuevo universo.

—No he tenido tiempo de daros las gracias como es debido por todo lo ocurrido con Mickey y con Boni. No sé cómo lo conseguisteis.

—No se merecen —dijo Stride.

—Una parte de mí desearía seguir estando en el Limelight. Allí todo era más sencillo. Yo me dedicaba a cantar mis canciones, antes de que pasara todo esto con Blake.

Stride y Serena se miraron el uno al otro.

—¿Se lo decimos? —preguntó Stride.

Serena y él se habían pasado media noche hablando de ello, y aún no lo tenían claro. A lo mejor no era necesaria toda la verdad. A lo mejor ya estaba bien dejar las mentiras donde habían estado durante tanto tiempo.

—¿Decirme qué? —quiso saber Claire.

Parecía que estuvieran hablando en voz alta, pero la multitud ahogaba su conversación. Stride se sentía expuesto al hablar de aquello ahí mismo; pero habían decidido que ella debía saberlo antes de pulsar el botón, antes de que el Sheherezade se convirtiera en polvo y escombros. Para que supiera, al caer el edificio, lo que estaba perdiendo.

Salvo que ahora, cuando tenían que decirlo, Serena parecía no hallar las palabras. Stride sabía que una parte de ella estaba enamorada de Claire; una parte de su alma a la que él nunca podría llegar. Serena no quería herirla, pero ella misma había pasado demasiado tiempo rehuyendo la verdad como para ignorar que es una carrera sin fin.

—Blake no era hijo de Amira —le explicó Serena.

Claire abrió la boca, pero no supo qué decir. Miró a su alrededor como si todo el mundo lo hubiera oído. Se quedó mirando a Serena, convencida de que era una broma, y luego sacudió la cabeza.

—No puede ser.

La gravedad de sus rostros bastó para persuadirla.

—Pero yo pude verlo en su mirada —protestó—. Era hijo de Boni. Era mi hermano.

Serena habló en tono comprensivo:

—Viste lo que querías ver, Claire. Igual que Blake. Quisiste creer que no estabas sola, y él quiso creer que había encontrado la madre a la que llevaba toda la vida buscando. Pero se equivocaba.

—¿Quieres decir que todo ha sido para nada? ¿Todas esas vidas inocentes…?

—Tú estás aquí —dijo Stride—. Boni no. Ni Mickey. Así que tal vez no haya sido para nada.

—No podéis estar seguros —dijo Claire.

—Lo siento. Estamos seguros. Hemos hablado con una mujer llamada Beatrice, que fue la enfermera de Amira durante el parto. Ella sabe lo que pasó con el bebé; no era Blake.

—Entonces, ¿quién era la verdadera madre de Blake? —preguntó Claire.

Stride separó las manos.

—Probablemente nunca lo sabremos. Fue uno de los muchos niños rechazados de aquella época. Extraoficiales y sin registrar. Y tuvo la mala suerte de ir a parar a un hogar espantoso.

Claire alzó la mirada hacia el Sheherezade, recordando, y a Stride le pareció que ahora estaba ansiosa por marcharse: en cuanto pulsara el botón, los recuerdos quedarían reducidos a escombros.

También se preguntó si su mente no se habría alejado ya de ellos y estaría hurgando en lugares que no quería visitar.

—Boni os habló de Blake —dijo ella—. Os envió a Reno. Boni tenía que saber que Blake no era hijo de Amira.

Serena asintió.

—Así es.

—Entonces, ¿por qué?

—También sabía que Blake lo creía —explicó Stride—. En lo que a Blake se refiere, él era hijo de Amira. Boni se alegró de que nosotros y todo el mundo lo creyera también.

—Podría haberlo detenido todo —murmuró Claire—. Ese hijo de puta… Podría haberle contado a Blake la verdad. ¿A cuántas personas habría salvado?

—No creo que Blake le hubiera creído —dijo Stride—. Había llegado demasiado lejos.

—Pero él podría haberlo intentado —insistió Claire.

—Jamás —respondió Serena suavemente—. No había forma de que Boni contara la verdad sobre Blake. O sobre Amira.

—Vamos, Serena, no quieras protegerme. Se trata de mi padre; sé la clase de hombre que es. Esta vez podría haber hecho lo correcto: podría haber contado la verdad.

—Eso habría significado revelar el secreto más importante de su vida —aseguró Serena.

La voz de Claire se endureció.

—Mickey. Ya lo sé.

Serena sacudió la cabeza.

—No, no es Mickey. Debería haber admitido lo que ocurrió realmente con el bebé de Amira.

Los ojos de Claire saltaron de uno a otro, y vio incomodidad en sus miradas.

—¿Y por qué es eso tan importante?

Serena se inclinó hacia ella y murmuró en su oído:

—Amira era tu madre.

Claire reaccionó como si la hubieran pinchado. Dio un paso atrás y sacudió la cabeza violentamente.

—No. —Serena se limitó a mirarla con ojos tristes—. Yo nací meses después —les explicó Claire—. Mi madre murió al darme a luz.

—La mujer de Boni murió en el parto —dijo Serena—. Junto con su bebé.

—Ése era yo —insistió Claire.

—Boni fue a Reno y encontró a la familia que había adoptado a la criatura de Amira —continuó Stride—. No era un niño, sino una niña. Tú.

—Os equivocáis.

Serena puso ambos brazos sobre los hombros de Claire y la acercó hacia sí.

—La enfermera de Reno fue la que te entregó a ellos. Ella conocía la historia. Sabía lo que había pasado. Boni quería recuperar a su hija. Su única hija.

—Nunca quiso que lo supieras —dijo Stride—, porque temía que descubrieras el resto: que fue él quien hizo que mataran a tu madre. Por eso no podía permitir que la verdad sobre Blake saliera a la luz.

Claire se alejó un paso. En todas partes había ojos y cámaras posados sobre ella, y por un momento a Stride le pareció que echaría a correr.

—¿Soy hija de Amira? —dijo Claire, como si estuviera ajustando su mente a esa idea.

Se estaba esforzando por no llorar. Entonces, al instante siguiente, sus ojos echaron chispas como llamas. Los ojos de Amira.

—Ella quería ser libre. Igual que yo. Dios, le odio. Odio lo que nos hizo.

—Blake también —respondió Serena—. Y eso le destruyó. No permitas que te pase lo mismo, Claire.

—¿Me estás diciendo que tengo que perdonarle? ¿Cómo puedes decir tal cosa?

—Yo no digo eso en absoluto —le explicó Serena—. Sólo digo que no quiero que esto te consuma.

Claire alzó la vista hacia la plataforma, donde estaban reunidos políticos y hombres de negocios, esperándola y observándola. Ahora, aquél era su mundo —el mundo de Boni— y Stride pudo verla preguntándose si era lo que de verdad deseaba. Si aquella recompensa significaba algo en absoluto.

Y si, conociendo su pasado, ahora era distinta de como era hacía unos instantes.

—Podríais habérmelo ocultado —dijo Claire.

—Es cierto —reconoció Serena—. Pero tú eres dura.

Claire se rió y le tocó el hombro. Algo muy íntimo fluyó a través de su piel.

—Ahora mismo no me siento muy dura. —Respiró muy hondo, dio la vuelta y añadió—: Es hora de hacer lo que mejor hacemos en Las Vegas: enterrar el pasado.

—Sólo es un edificio —dijo Stride.

—Puede ser, pero me alegrará que ya no esté —dijo Claire—. Los fantasmas morirán con él.

Serena negó con la cabeza.

—No es tan sencillo.

—Lo sé. —Claire se aproximó a Serena y murmuró, lo bastante alto para que Stride lo oyera—: Me gustaría que estuvieras en mi vida.

—Ya estoy en la vida de otra persona —le explicó Serena—. Lo siento.

Claire sonrió con tristeza. Miró a Stride.

—No me dirás que no se te ha ocurrido pensar cómo sería estar los tres juntos. ¿No hay que compartir?

Serena contestó por él:

—Para mí sólo hay uno.

Stride sabía la verdad: claro que se le había ocurrido, pero no era más que una fantasía loca. Habría momentos de éxtasis físico, como una droga, que se prolongarían unos segundos imperecederos. Pero al final habría sido un cáncer que los consumiría y los separaría. Hay algunas líneas que no se pueden cruzar.

Claire también lo sabía. Besó a Serena en la mejilla y le dijo:

—Eres más intensa que Las Vegas.

La multitud estaba agitada e impaciente. Querían un cuerpo.

Claire se dirigió a la plataforma, subió los peldaños y saludó al gentío, que la vitoreó desenfrenadamente. Hizo la ronda de saludos: el alcalde, el equipo de demolición, los inversores de Nueva York… Todos ellos calibraban y escudriñaban con recelo a aquella chica que supervisaría la construcción del Orient, una reluciente torre roja que reemplazaría al viejo y deslucido Sheherezade. Stride pudo ver más allá de sus miradas y sus sonrisas llenas de dientes y supo lo que estaban pensando: les parecía bien permitir que dirigiera la ceremonia, pero detrás del escenario, ella flaquearía y otros le arrebatarían el auténtico poder.

Stride pensó que iban a quedar muy sorprendidos. Claire era dura.

No dio ningún discurso. Sólo puso ambas manos encima del pistón que desencadenaría la explosión, y de inmediato se hizo el silencio entre la multitud. La calma duró varios segundos, mientras los rostros se volvían expectantes en la dirección del hotel. «Es extraño —pensó Stride— cuánto nos fascina la destrucción, la caída de los ídolos. Tal vez porque es tan rápido. Años para ponerlo en pie, años para visitarlo, pasar la noche y jugar, y sólo unos segundos para acabar con todo por los suelos».

Nadie miraba ya a Claire, excepto él mismo y Serena, que vieron cómo la sonrisa se desvanecía de su rostro al contemplar el rótulo. «Sheherezade». Parecía agotado bajo la luz del día, lejos del brillo multicolor que los bañaba a todos por la noche. Agotado y dispuesto a caer. Los ojos de Claire se humedecieron. Stride vio que movía los labios, susurrando para sí misma en silencio: «Adiós».

Bajó el pistón. La chispa eléctrica recorrió los cables y se abrió camino hacia la dinamita insertada en las columnas.

Durante un prolongado instante no sucedió nada, y la gente contuvo el aliento preguntándose si todo habría salido mal.

Y luego, ¡bang, bang, bang, bang! Las cargas estallaron a un ritmo entrecortado, como el disparo de un cañón, sacudiéndolo todo de arriba abajo con destellos de fuego naranja. El suelo rugió y vibró bajo sus pies, como si inmensas placas tectónicas se estuvieran desplazando dentro de la Tierra. El hotel se mantuvo orgullosamente en pie unos segundos más, desafiando la dinamita, como si pudiera mantenerse para siempre suspendido contra la gravedad. Pero era imposible. En lo más hondo de sus entrañas estaba destripado y había perdido sus soportes, que sólo dejaron tras de sí la aplastante mole lista para desplomarse. El derribo, cuando empezó, se veía desde lejos tan grácil y natural como si alguien soplara un diente de león, y no como la profanación de miles de toneladas de piedra y metal. Como si no fueran más sustanciales que el papel, los muros se doblegaron sobre sí mismos y el glamouroso hotel se desplomó como un cuerpo desangrado. La fuerza de la caída provocó otro seísmo por debajo de la calle, lo bastante intenso para que a Stride le pareciera que todos iban a elevarse del suelo.

La multitud soltó un grito ahogado y después vitoreó con cierto nerviosismo, como si fuera un poco peligroso escupirle a la cara a tanto poder. Sabían también lo que estaba por venir. Una inmensa nube de polvo blanco se infló de una forma tremenda desde el suelo, creciendo como los efectos de una bomba. La gente empezó a retroceder, preguntándose hasta dónde se expandiría, y por un instante Stride se inquietó por si cundía el pánico. En las torres del otro lado de la calle, los curiosos abandonaban excitados sus balcones para meterse en casa, cerrando las puertas de vidrio ante la nube blanca. Cuarenta años en una acumulación de polvo, pintura y escombros. Seguramente había una pizca de Frank Sinatra en esa nube. Y de Amira también.

El polvo empezó a elevarse mucho antes de alcanzar a la gente, borboteando en su ascenso hacia el cielo. Mientras subía, el viento de las montañas lo interceptó y lo arrastró hacia el norte, esparciendo sus cenizas en forma de partículas por toda la ciudad. La neblina empezaba a disiparse al nivel del suelo, dejando al descubierto los restos del hotel: una pila irregular de quince metros de altura de escombros, paredes, suelos, tejado, baldosas, porcelana, madera y pan de oro, todo entremezclado. A unas manzanas de distancia esperaban los camiones del vertedero, con los motores rugiendo, listos para empezar a recoger la montaña y llevársela lejos.

La fiesta empezó a dispersarse.

Stride lanzó una última mirada a la montaña de residuos y vio que un trocito del rótulo del hotel, un fragmento doblado de neón, había acabado en lo alto de la pila. Ni siquiera pudo identificar las letras. Algo le hizo pensar en los viejos tiempos, en los periódicos descoloridos que había leído, en las fotografías de personas que por entonces eran jóvenes y que ya habían muerto después de vivir sus vidas. Le hizo pensar en 1967. El sol se reflejó en aquel pedazo perdido, y por un instante fue como si el neón brillara por última vez, liberando una ráfaga de color que llegó y se fue, haciéndole un guiño.