Cuando visitaron a Nicholas Humphrey a la mañana siguiente, el detective jubilado se encontraba en una tumbona sobre su césped y seguía llevando el albornoz de color verde. Cerca de él, en la hierba, descansaban unas pantuflas afelpadas. Su pareja desde hacía décadas, Harvey Washington, descansaba a su lado en una tumbona a juego. Estaban cogidos de la mano. Era extrañamente tierno.
Su pequeña Westie era una mancha blanca en movimiento, que correteaba entre las sillas y se paraba lo justo para tumbarse boca arriba y que le hicieran unos mimos. Humphrey y Washington se turnaban para acariciar el vientre del animal a sus pies. El sol de mediodía hacía que el castigado vecindario que los rodeaba pareciera reluciente. Un pequeño aeroplano gimió en lo alto, mientras surcaba el cielo azul.
Humphrey saludó al ver a Stride y Serena acercándose por el camino de entrada. Aquella mañana, el huraño detective parecía contento, como si hubiera reparado una deuda muy antigua.
—Lo he oído por la radio —les gritó—. No puedo creer que realmente lo hayáis conseguido.
Stride asintió.
—Puede que no esté en la cárcel, pero para Boni tal vez sea peor tener que dejar de mandar.
—¿Y nuestro gobernador? ¿Cómo se tomó la noticia?
—No bromeaba con lo de la lesión en la rodilla.
Stride explicó lo ocurrido en la suite de Boni, y los dos hombres del césped hicieron una mueca de dolor al oír cómo éste le había disparado a Durand a sangre fría.
—Uy —dijo Harvey—. Muchacho, eso debe de ser como meter las pelotas en un torno.
—Peor —replicó Humphrey—. He conocido a tíos a los que les ha pasado: dicen que es el dolor más insoportable que puedes causarle a una persona. En fin, peor para él. Donde las dan las toman.
Se iban pasando la pelota firmada por Willie Mays de una mano a otra. Al final se la lanzó a Stride, que la atrapó con una sonrisa.
—Harvey y yo hemos pensado que deberías quedártela —dijo Humphrey.
—Pero no la vendas en eBay —añadió Harvey, frunciendo sus labios oscuros.
Stride miró la firma en la pelota de béisbol. De haber sido auténtica, habría valido un montón de dinero.
Por supuesto, era una falsificación cortesía de las mágicas manos de Harvey Washington, como todo lo demás en el archivo de famosos de Humphrey. Como la nota de Dean Martin. Como la foto de Marilyn Monroe y su mensaje sexy.
Como la carta de Leo Rucci a su hijo Gino.
Falsa.
—Me puse nerviosa cuando Boni sacó la carta del sobre —les dijo Serena—. Estaba segura de que iba a darse cuenta de que lo estábamos timando.
—Deberías tener más fe en mí —dijo Harvey, como si la sola idea de que pudiera detectarse una de sus falsificaciones fuese un insulto—. Claro que vosotros conseguisteis ese viejo sobre en el despacho de Leo. Eso ayudó: si el envoltorio es auténtico, la gente da por hecho que lo que hay dentro también lo es.
Lo dijo con su característico acento.
—Yo me lo habría tragado —dijo Stride.
—Pero Boni conocía a Leo —añadió Serena.
—Igual que yo —replicó Humphrey—. Así es como hablaba ese hijo de puta. No, esos bastardos ya estaban trincados; tenían que caer. Gracias por dejar que Harvey y yo tomáramos parte en el asunto. Sienta bien compensar lo que hice tantos años atrás, ¿sabéis?
La perra saltó a su regazo. Humphrey le rascó la cabeza y dejó que le lamiera toda la cara.
—No podríamos haberlo hecho sin vosotros —aseguró Stride—. Boni tenía todas las cartas.
Harvey se rió. La perra correteó de una tumbona a la otra y se acurrucó en su regazo.
—Pero esto es Las Vegas, maldita sea. Cuando no tienes cartas, te marcas un farol.
Era aquel mismo día, más tarde. Stride había dejado a Serena de vuelta en la comisaría.
Odiaba los hospitales. El olor a antiséptico le recordaba los días que había pasado en el hospital de Duluth aquel mes de enero de hacía años, cogiéndole la mano a Cindy mientras ella estaba cada vez más débil, hasta que finalmente se le escapó. Había muerto delante de sus ojos en aquella habitación cálida, con la nieve cayendo y silbando en el exterior. Procuró ahuyentar esos recuerdos.
Vio pacientes tumbados en las camas dentro de sus habitaciones al atravesar el laberinto de pasillos. Enfermeras que los atendían. Familiares ansiosos sentados al lado. Como había hecho él.
Se perdió y tuvo que preguntar la dirección; la enfermera se mostró paciente y amable, y le indicó adónde tenía que ir. Cuando lo encontró, la puerta estaba cerrada y Stride se paseó de arriba abajo con nerviosismo, sin estar seguro de si debía llamar, entrar o esperar en el pasillo. No estaba acostumbrado a sentirse indeciso, pero esta clase de sitios minaban su fortaleza.
La puerta se abrió de repente y un hombre apareció en el umbral, llenándolo casi.
—Lo siento —dijo Stride, sintiéndose estúpido al tiempo que sostenía unas flores—. Estaba buscando a Amanda Gillen.
El hombre asintió. Medía al menos metro noventa, y Stride tuvo que admitir que era uno de los hombres más asombrosamente guapos que había visto nunca. Como si hubiera salido de las páginas de un catálogo de Abercrombie[41]. Treinta y pocos. Perfectamente arreglado, con una ropa que se le ajustaba como si se la hubieran cosido a medida.
—Está ahí —dijo—. Soy Bobby.
Stride intentó no poner cara de tonto.
—¿Tú eres Bobby?
No estaba seguro de cómo se había imaginado al novio de Amanda, pero desde luego no como a una especie de dios.
—¿Eres Stride? —preguntó Bobby—. Me alegro mucho de conocerte. —Se estrecharon la mano. Bobby le dio un apretón fuerte como una roca—. Quiero darte las gracias por apoyarla tanto —dijo—. No hace falta que te diga que has sido el primero.
—Es una gran policía —respondió Stride. Y se sorprendió añadiendo—: Y también una gran mujer.
Bobby sonrió.
—Eres muy amable.
—¿Puedo verla?
—Claro, adelante. Yo iba a por un café. —Luego añadió—: Está mejor de lo que parece. Le llevará un tiempo volver a ponerse en pie, pero lo conseguirá.
—Es un gran alivio.
—Está un poco atontada por la morfina, pero puede hablar.
—No me quedaré mucho rato —dijo Stride.
Bobby se alejó por el pasillo y Stride se percató de que las enfermeras lo seguían con la mirada.
Entró. Fue cuidadoso al cerrar la puerta tras de sí. Cuando pasó al otro lado de la cortina, se le paró el corazón. Sabía que Amanda se recuperaría, pero el hecho de verla ahí, pálida e inmóvil, le recordó a Cindy. Una batería de aparatos controlaba sus constantes vitales y las mostraba en los monitores. Tenía un tubo sobre la cara que le introducía oxígeno por la nariz, y otro tubo hundido en el pecho. Llevaba un gota a gota intravenoso insertado en la mano. Su pelo estaba mustio sobre la almohada y tenía los ojos cerrados. La arrugada sábana blanca estaba arrugada en su cadera.
Stride se sentó en la silla junto a la cama. No dijo nada porque no quería despertarla. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Era una reacción automática; se le hizo un nudo en la garganta, arrastrado por el pasado.
—Hola.
Vio que ella lo estaba observando. Su voz era débil, como si le costara un gran esfuerzo introducir aire en sus pulmones y expulsarlo después. Tenía los ojos pesados y exhaustos.
Stride le cogió una mano y se la estrechó.
—Bobby me ha dicho que te pondrás bien.
—Duele horrores —dijo Amanda.
—Es la manera que tiene Dios de decirte que la próxima vez pidas refuerzos.
Ella pudo mover la mano lo suficiente para levantar el dedo corazón. Stride se rió.
—He oído que dos enfermeras se desmayaron cuando te desnudaron para entrar en quirófano —añadió.
Ella arrugó los labios en un intento de sonrisa.
—Ja-ja.
Él le volvió a apretar la mano.
—Me has asustado.
—Lo siento.
—¿Te ha dicho Bobby que lo cogimos?
Ella asintió y levantó el pulgar con un flojo puño.
—Y hay más —dijo.
Stride echó un vistazo a la puerta para asegurarse de que estuviera cerrada, y luego pasó los siguientes minutos explicando todo lo que había pasado: lo de Boni, lo de Mickey, lo del enfrentamiento que Serena y él habían mantenido con ellos la noche anterior. Amanda se merecía conocer los secretos.
Una vez terminado, Amanda lo señaló con un débil dedo y susurró:
—Tenéis agallas.
—Igual que tú.
Stride se rió con tantas ganas que pensó que iba a caerse de la silla, y sintió una oleada de alivio y felicidad. Lo vio claro: realmente se pondría bien. Amanda no podía reír, pero sonrió con él, divertida.
—¿Quieres verlo? —le preguntó, tal como le había preguntado cuando lo conoció.
—No, gracias, Amanda.
—Gallina.
Se le cerraban los ojos. Se estaba fatigando.
—Te dejaré descansar —dijo Stride, levantándose para irse.
—¿Y Serena? —preguntó Amanda, atontada.
—Está bien.
Amanda respiró hondo y Stride la vio estremecerse de dolor. Pasaron unos segundos y luego se mantuvo despierta el tiempo suficiente para decir.
—¿Y tú?
Había muchas maneras de interpretar eso. Cómo estaba después de casi perder la vida y enfrentarse cara a cara con los pecados de la ciudad. Cómo estaba después de que su novia se acostara con otra mujer. Cómo llevaba la decisión que le estaba corroyendo las entrañas: quedarse o marcharse.
Stride no contestó. Era más sencillo así. Dejó que ella volviera a dormirse, mientras su pecho subía y bajaba, y el ritmo del corazón se ralentizaba en el monitor que tenía detrás. Salió silenciosamente de la habitación y cerró la puerta detrás de él. Bobby estaba sentado en una sala al otro lado del pasillo, con una taza de café en una mano y una revista en la otra. Alzó la vista cuando Stride salió y éste le indicó mediante señas que Amanda se había dormido. Bobby asintió.
Stride oyó sonar su teléfono móvil. Una enfermera lo miró con aspereza y él hizo un gesto de disculpa.
—Soy agente de policía —dijo.
Encontró un rincón tranquilo para hablar.
—Stride.
—Detective, me llamo Flora Capati —dijo una mujer con voz vivaracha y acento extranjero—. Llevo una residencia para personas mayores en Boulder City. La policía de Las Vegas me ha dado su número.
Stride se extrañó.
—¿En qué puedo ayudarla, señora Capati?
—Se trata de una de mis internas. Se llama Beatrice; lleva dos días fuera de sí, y le he prometido que lo llamaría para que se calmara. Insiste en que están cometiendo un terrible error.
—¿Un error? —preguntó Stride—. ¿Respecto a qué?
—Bueno, Beatrice asegura que conocía a Amira Luz.