Capítulo 53

Como esperaba Stride, la invitación llegó. La noche siguiente, a las diez en punto, volvían a encontrarse en el vestíbulo de color blanco hueso del ático de Boni, en Charlcombe Towers. El propio Boni los llevó a través de las puertas dobles al interior de la gigantesca habitación de estilo cowboy. La luz era tenue: sólo unas pocas y pálidas lámparas y el resplandor de la torre, afuera.

Boni se había puesto otra vez un traje negro. Stride detectó el aroma a puro y a colonia. Seguía luciendo una sonrisa fácil y encantadora, y Stride se preguntó si sería como el gato de Cheshire, capaz de desaparecer y dejar tras de sí tan sólo la sonrisa para burlarse de la gente. Utilizó ambas manos para estrechar la suya a cada uno de ellos.

—Nos salvaron la vida, detectives; a Claire y a mí. Creo que les debo una copa para celebrarlo.

—¿Por eso estamos aquí? —preguntó Stride en tono receloso.

—Por supuesto. Beberán conmigo, ¿verdad? Desde luego, ahora no están de servicio.

Mensaje recibido y captado, pensó Stride. Todo aquello era extraoficial.

—Señorita Dial, sé que usted preferirá agua o un zumo, por supuesto. ¿Y usted, detective Stride? ¿Brandy? —Stride asintió—. Tengo uno excelente que creo que le gustará —le dijo Boni.

Se retiró al bar y sirvió un vaso, así como tres dedos de whisky para él.

Stride tomó un sorbo; parecía deshacerse en su boca.

—Bueno, ¿eh? —preguntó Stride.

—Extraordinario.

—¿Dónde está Claire? —quiso saber Serena.

—He pensado que le iría bien un descanso —respondió Boni—. Estos últimos días han sido muy agotadores para ella. Dispuse un avión a St. Thomas; pronto volverá a estar aquí.

—Me gustaría hablar con ella —dijo Serena.

—Desde luego. Le daré el número del balneario antes de que se vaya. Estoy seguro de que se alegrará de oírla.

Stride tomó otro sorbo de brandy. Se preguntaba cuáles serían las normas de aquel juego. Quién empezaría. A qué son bailarían. En realidad, todo se reducía a quién pronunciaría primero aquel nombre. Era una estupidez simular que no sabían todos de qué iba aquello.

Resultó ser Boni quien movió la primera pieza.

—Aquí hay alguien que quiere conocerles —les dijo—. Y apuesto a que ustedes también quieren conocerle a él.

Stride oyó movimiento a su espalda y, al darse la vuelta, vio al encanecido gobernador de Nevada, que venía hacia ellos desde una de las habitaciones interiores de la suite.

—Mickey —exclamó Boni—. Ven aquí. Te presentaré a los detectives que me salvaron el cuello.

Mike Durand era alto e imponente. Estaba muy bronceado, pero su piel madura era tersa e inmaculada. Un lifting, seguramente, con cirugía láser para quemar las manchas de sus sesenta y cinco años. Y fundas en los dientes que le proporcionaban una amplia sonrisa de alabastro. Vestía un esmoquin negro que prácticamente relucía, y ya llevaba un whisky en la mano, el doble de grande que el de Boni. Stride también se percató de algo que no había detectado antes, cuando había visto a ese hombre por televisión o en fotografías: Durand tenía la mirada más mezquina y más feroz que había visto nunca, peor que la de cualquier criminal empedernido. Podía sonreír como si te rebanara la garganta. El político perfecto.

Durand tendió la mano. Stride y Serena no se la estrecharon ni le devolvieron la sonrisa, y la expresión del gobernador reflejó una furia a duras penas contenida.

Basta de disimulos.

—No creo que vayan a mantener esto en silencio —le dijo Durand a Boni, como si estuvieran solos en la habitación—. Creí que habías dicho que lo tenías bajo control.

Stride observó a Boni y, para su sorpresa, se dio cuenta de que el viejo detestaba a Mickey Durand. Había un desprecio manifiesto en su mirada, como si Mickey fuese un parásito que se alimentaba de él, pero que se había instalado tan hondo en sus entrañas que ya no podía decirse dónde acababa un organismo y dónde empezaba el otro. Si matabas a uno, los matabas a los dos.

—Son policías, Mickey —replicó Boni con calma—. La policía no para hasta conocer la verdad, así que tú y yo se la vamos a contar. Y luego todos podremos dejar esto atrás.

—Hablarán. Maldita sea, podrían llevar un micrófono.

Boni sacudió la cabeza.

—Tengo detectores en el vestíbulo: no llevan nada. Y en cuanto a hablar, no te preocupes. Creo que podemos llegar a un acuerdo que nos complazca a todos. —Tomó un trago de su whisky y asintió en dirección a Stride—. Ya han oído hablar de Mickey: sé que llamaron a Moose. ¿Qué más quieren saber?

Stride miró a Durand.

—Amira —dijo—. ¿Por qué lo hizo? Ambos sabemos que Boni lo incitó. ¿Qué poder tenía sobre usted entonces?

Durand no contestó. Boni interrumpió con suavidad:

—Saqué a la madre de Mickey de ciertos problemas que tenía con el fiscal del distrito. Era empleada mía en el casino. Mató a su hermana cuando la encontró en la cama con su marido y yo hice que se retirasen los cargos. Así que ya ve, estaba en deuda conmigo. Yo ya le estaba pagando a Mickey la carrera de abogado, porque había visto su potencial.

Durand se encogió de hombros.

—La verdad es que no tuvo que convencerme, ¿sabe? ¿Ha visto qué aspecto tenía Amira? Me habría ofrecido voluntario.

—¿Se suponía que tenía que matarla? —preguntó Serena.

—No —dijo Boni con sequedad, lanzando a Durand otra mirada que mostraba cuánto aborrecía la relación que había entre ellos—. Se suponía que sólo debía darle una lección de lealtad.

—Era peleona —dijo Durand—. Fue un accidente.

—¿Un accidente? —replicó Stride con cinismo—. ¿Aplastarle el cráneo?

—Supongo que hoy en día lo llamaríamos sexo duro —dijo Durand, riéndose.

—Hoy en día lo llamaríamos violación y asesinato —soltó Serena fríamente.

Stride vio que Boni no se reía.

—Me sorprende que no lo matara por lo que hizo.

Boni se tomó un instante para frenar su ira.

—Soy un hombre de negocios, detective. A veces hay que tomar decisiones difíciles por un beneficio mayor. Amira ya estaba muerta para mí, y Mickey era una inversión primordial. —Añadió, con un vistazo a Durand—: Aunque no crea que no se me pasó por la cabeza.

—Somos hermanos de sangre —afirmó Durand, aparentemente despreocupado ante el barril de pólvora que tenía al lado—. Subiendo los dos los peldaños del poder. Ha sido una carrera endiablada: asistente del Congreso, Asamblea del estado, portavoz y gobernador. Quién sabe, a lo mejor llego a senador en un par de años. Me encanta Washington. Y esos jodidos predicadores no paran de reclamar regulaciones más estrictas sobre el juego.

—¿Y Claire? —preguntó Serena—. ¿Violarla también fue un accidente?

Por primera vez, Stride vio cierto nerviosismo en la fría mirada de Durand.

—Eso fue falta de comunicación —murmuró—. Los dos habíamos bebido. Boni sabe que nunca le habría hecho daño a Claire deliberadamente.

A Stride no le pareció que Boni pensara eso en absoluto. Se preguntó hasta dónde había llegado lo de ser un hombre de negocios; decisiones difíciles por un beneficio mayor. Durand era un psicópata y Boni tenía la llave de la jaula. Stride vio la batalla interna de Boni, y debía de haber sido así durante toda su vida. Tolerar lo intolerable. No creía que Boni hubiera mentido a Claire: había amado a Amira. Y ese hombre la había matado. Había violado a su hija. Todo por el poder.

—Ahora ya saben la verdad —les dijo Boni con voz tensa—. Es hora de seguir adelante.

El silencio se instaló en la estancia. La bombilla de una de las lámparas del escritorio más cercano titiló. Fuera, en algún lugar, en la oscuridad que cubría el valle, Stride vio el parpadeo de un avión que despegaba de la ciudad.

—¿Y si no lo hacemos? —preguntó.

Boni suspiró.

—No vaya por ahí.

—Es una hipótesis —dijo Serena.

—No pueden demostrar nada —les recordó Boni—. No tienen pruebas. Sus superiores no lo investigarán. Ustedes dos son lo bastante listos para saber cómo funciona el poder en esta ciudad. A veces eres la mosca y a veces el matamoscas.

—Podríamos ir a la prensa —sugirió Stride.

Boni se encogió de hombros.

—No me hagan explicárselo… Los desacreditarían, sus vidas quedarían arruinadas. No creo que quieran eso realmente. Con toda sinceridad, detective, los respeto a los dos, pero saldrían cosas a la luz.

—¿Qué cosas? —preguntó Serena.

—Que usted se acostó con mi hija, detective. En el curso de una investigación. No estaría muy bien visto.

Serena no se molestó en preguntar cómo lo había averiguado.

—Usted no le haría eso a Claire —dijo.

—Como ya he dicho, a veces hay que tomar decisiones difíciles. Y aún hay más: perderían sus empleos. Y seguramente irían a la cárcel por obstrucción a la justicia.

—¿De qué diablos está hablando? —quiso saber Stride.

—Supongo que a la policía de Minnesota le interesaría saber cómo resolvió usted el último caso: el asesinato de Rachel Deese, y lo que le ocurrió realmente. Y no sería usted el único que sufriría, ¿verdad, detective?

Stride no lo pudo evitar: se quedó boquiabierto, incrédulo. ¿Cómo lo sabía? Y luego le pareció obvio: Boni había colocado micrófonos en su casa. Lo había estado escuchando todo. Sus secretos. Su vida sexual. Su investigación.

—Así que, en realidad, sería mejor para todos que esta historia quedara sólo entre nosotros cuatro, ¿de acuerdo? Porque eso no sería más que el principio. Eso serían sólo las cosas que son ciertas. Una vez los medios de comunicación empiezan a buscarte las cosquillas, se creen cualquier bulo, ¿no es así? Ustedes ya saben cómo funciona.

Boni abrió los brazos.

El gobernador sonreía, de pie junto a la ventana. Las luces le iluminaban medio rostro y dejaban el resto en penumbras.

La mente de Stride trabajaba frenéticamente, intentando recordar si en las últimas horas habían hablado de su estrategia dentro de casa. ¿Habían revelado su mejor baza? No lograba acordarse, aunque tampoco importaba: tenía que jugar sus cartas y esperar que saliera bien.

Stride miró a Serena y ésta asintió.

—Leo Rucci también quería que siguiera siendo un secreto —dijo Stride. Boni no respondió; simplemente arqueó una ceja, en señal de curiosidad—. Pero lo escribió —continuó Stride—. Dejó escrito lo que le había ocurrido realmente a Amira.

Boni se rió.

—No sea ridículo. De verdad, detective, es una táctica muy floja. Leo Rucci era tan leal como todos los que forman parte de mi vida.

—Esta mañana hemos registrado su casa —aseguró Stride—. Pero usted ya lo sabe. Ya tenía a gente allí para limpiarla, para asegurarse de que no quedaran pruebas que lo incriminaran. Y su despacho también: ya lo habían repasado.

Boni se encogió de hombros, sin molestarse en negarlo.

—El problema es que olvidaron algo: una caja de seguridad. La llave estaba en una cadena de su bolsillo cuando lo asesinaron. Ni en su casa, ni en su despacho.

A Stride le pareció ver un atisbo de inquietud en el rostro de Boni.

—Hoy la hemos abierto. Dentro había una carta dirigida a su hijo Gino. Pero claro, Gino está muerto.

Se sacó un sobre del bolsillo y lo sostuvo en la mano despreocupadamente, lo suficiente para que Boni pudiera ver la palabra escrita en el exterior: «Gino».

—Leo nunca me haría eso —dijo Boni.

—No lo hizo. Sólo quería un seguro de vida para su hijo, en el caso de que le ocurriera algo a él. Sabía que Gino era la clase de chico que en un momento dado podría necesitar una carta de «Queda libre de la cárcel». Literalmente.

—Démela —ordenó Boni.

Stride tendió la mano y Boni le arrebató la carta. Estudió el sobre, que estaba amarillento y parecía tener más de diez años. Llevaba el logotipo del negocio de cambio de lubricante de Rucci. Boni sacó la carta del interior y la desplegó.

—Esto es una copia —dijo.

—El original está en la oficina de un abogado de fuera de la ciudad —le explicó Stride—. Por si acaso.

Boni empezó a leerla.

Stride ya sabía cómo empezaba.

Gino:

Si estás leyendo esto, significa que la he diñado. Espero que haya sido rápido, ¿sabes? Una bala en el cerebro, ésa es una buena manera de irse. O a lo mejor un ataque al corazón mientras me trabajaba a alguna rubia. Escucha, chico, guardo algunos secretos de los viejos tiempos. De cuando Boni y yo estábamos en la cima del mundo. Si compartes esto con quien sea, que Dios me ayude a volver de la tumba y patearte el culo. Si te metes en líos, llama a Boni. Él te ayudará sin hacer preguntas. Pero si Boni no está por ahí, hay otra persona a quien llamar. Se llama Mickey…

Esperaron mientras Boni terminaba la carta. Stride vio que le temblaban las manos. El rubor sonrosado de su rostro de anciano se desvaneció; su aspecto se tornó frágil y se quedó pálido. Al acabar, alzó la vista con la mirada ausente, mientras su mente trabajaba duro en busca de una salida. Una fuga. Una manera de darle la vuelta.

—Esto nunca se sostendrá en un tribunal —dijo—. No puede tocarnos a ninguno.

Stride asintió.

—Es verdad. Pero basta para la prensa; y para los votantes.

Boni le siguió dando vueltas a la cabeza. Sabía que tenían razón.

—Ustedes también caerán —afirmó Boni—. La información sobre Rachel saldrá a la luz. Será la guerra. Los destruiremos.

—Correremos ese riesgo —dijo Serena.

—Nosotros estamos mucho más cerca del suelo, así que la caída no nos dolerá tanto —añadió Stride.

Observó a Boni, que los calibraba, evaluando el temple de sus miradas. Era una partida de póquer y ellos no apartaron la vista, desafiándole a hacer una llamada. Ése era el momento en que todo se elevaba o caía, y Stride lo sabía. Sabía que Boni no podía creer que lo hubieran burlado, que realmente podía jugar y perder. Llevaba medio siglo construyendo su imperio, y así de fácil, en el lapso de unos segundos, éste habría desaparecido.

Stride se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento. A la espera.

Sólo había una cosa que Boni pudiera hacer: luchar. Optar por un arma nuclear. Destruirlos a todos en su caída. Stride esperaba que el viejo fuera demasiado astuto para desear una aniquilación mutua.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Boni con calma.

Stride ocultó el alivio que sentía. Su expresión era pétrea.

—La dimisión del gobernador. Y que usted ceda el control de su compañía.

—¿Que ceda el control? ¿A quién?

—A Claire —respondió Serena.

Stride esperaba que Serena estuviera en lo cierto y que Claire aceptara ponerse al mando.

—El imperio se queda en la familia —explicó Stride—. Usted sale y entra Claire.

—Esto es una gilipollez —estalló Durand en el otro extremo de la habitación—. Mátalos, Boni. Si ellos desaparecen, todo esto se acabará.

Stride sacudió la cabeza.

—Si nosotros desaparecemos, esta carta va a la prensa.

Boni mostraba admiración en su rostro, como si apreciara el modo en que habían jugado sus cartas.

—Bien hecho, detectives; es una buena estrategia. No estarán sugiriendo que entre en el Libro Negro, ¿verdad?

—No, en absoluto. Es muy claro y sencillo: usted cede el proyecto Orient a alguien más joven, que pueda verlo completado. Alguien en quien usted confía. Puede que no sea exactamente justicia, pero se acerca más que lo que conseguiríamos en un tribunal. Y si vive usted lo bastante, aún podrá ver realizado su último sueño.

Confiaba en que Boni no se diera cuenta de que el propósito era que nada de eso se hiciera público. Que se llevara a cabo en privado, antes de que empezaran a surgir las preguntas.

Sacar a Durand de su cargo era lo principal. Durand también se dio cuenta.

—Boni, no vas a tragar con esto, ¿verdad? Estos dos no son nadie. Podemos con ellos.

—Cállate, Mickey.

El rostro de Durand enrojeció de rabia.

—No me hables así, viejo. Podría haber acabado contigo en cualquier momento. No vamos a ceder ante estos jodidos policías.

—Te olvidas de quién está realmente al mando, Mickey: yo manejo los hilos; tú eres el que baila.

—No, bailamos los dos. Y yo no voy a dimitir.

—El único motivo por el que sigues vivo es que te quiero donde estás. Piénsalo.

—Me necesitas —gritó Durand—. Sin mí no eres nada.

—Mañana entregarás una declaración —replicó Boni tranquilamente—. Dimites con carácter inmediato y abandonas la campaña debido a una grave lesión en la rodilla, que te ha dejado impedido e incapaz de cumplir con tus obligaciones.

—¿De qué coño estás hablando? —exclamó Durand—. ¿Qué lesión en la rodilla?

Boni metió la mano en el bolsillo derecho de su chaqueta y extrajo una pistola apenas más larga que su mano. Con un suave gesto apuntó y disparó a la perfección, sin estremecerse ante la detonación e insertando una bala en el hueso de la rodilla de Durand.

—Ésta —dijo.

Durand aulló, desgarrado por el dolor, y se tambaleó hacia delante antes de desplomarse en el suelo.

Boni levantó la mano y detuvo a Stride, que se disponía a sacar su propia pistola.

—Se acabó, detective. —Volvió a guardarse el arma en el bolsillo—. Eso va por Claire y por Amira.

Stride y Serena retrocedieron ante los alaridos de Durand, que se retorcía en el suelo, agarrado a su pierna y llorando como la cría de un animal atrapada entre las garras de un cuervo. La sangre se filtraba entre sus dedos. El dolor era monstruoso, y la horrible mirada de aquel hombre anhelaba la pérdida de la conciencia. O la muerte. O cualquier cosa que detuviera aquello.

Stride se quedó petrificado, como si tuviera que hacer algo para intervenir. Buscó un teléfono para llamar al 911, pero se dio cuenta de que no había ninguno en toda la habitación. Lanzó una mirada a Serena, que le estaba mirando a él. Los segundos se dilataban. Sus corazones se endurecían. Comprendió que no sentía ninguna simpatía por Mickey Durand.

Era algo que formaba parte de la ciudad, pensó Stride. Violenta e inmoral.

Boni ni siquiera miró a Durand.

—No se preocupe, mi médico estará aquí dentro de unos minutos. Vivirá.

Buscó en su bolsillo y sacó un pedazo de papel en el que garabateó algo. Se lo entregó a Serena.

—El número de Claire en St. Thomas. Puede decirle que queda al mando si lo desea. No asistiré al acto la semana que viene, pero supongo que no le importará que contemple desde aquí arriba cómo hace volar en pedazos mi hotel.