Stride supo que tendrían problemas cuando nadie les tomó declaración en la terraza. Era la escena de un crimen. Se había abierto fuego. Un hombre, aunque era maléfico, aunque había matado a muchos otros, yacía muerto en el lejano suelo que había a sus pies. Asesinado deliberadamente. Tendrían que estar devanándose los sesos para explicar qué y cómo había ocurrido para la investigación y el juicio que inevitablemente debían venir a continuación.
No fue así.
Sawhill llegó y se hizo cargo de la situación personalmente, lo que significaba sobre todo mantener a la gente a raya. Pasó los primeros veinte minutos hablando con Boni Fisso, en lugar de con sus propios detectives. Los dos hombres se abrazaron como viejos amigos. Ésa fue la primera mala señal. Luego Sawhill le pidió a un agente uniformado que acompañara a Claire a su casa. No a Serena, ni a Stride. Claire los miró a los dos con ansia, aunque dejó que se la llevaran de allí.
—Vosotros dos —dijo Sawhill al fin—. ¿Por qué no os vais a dormir un poco?
La segunda mala señal.
—Necesita nuestras declaraciones —protestó Stride con expresión insulsa.
—Eso puede esperar a mañana. Los dos habéis tenido una noche horrible. Buen trabajo: habéis barrido de las calles a un asesino en serie. Y ahora marchaos de aquí, hablaremos por la mañana.
Sawhill les sonrió, intentando actuar como un padre orgulloso, pero Stride sabía que era una sonrisa de político. Estaba procurando minimizar los daños. Estaba extendiendo la cal, pintando sobre los pecados, disponiéndolos para hacerlos reventar junto con el Sheherezade la semana próxima, de una vez por todas. Pero Stride estaba demasiado cansado para quejarse. La herida vendada de la pantorrilla le palpitaba y le dolía todo el cuerpo. Se alegró de marcharse.
Serena y él se fueron a casa. No tenían fuerzas para hablar. Se metieron en la cama y enseguida quedaron inconscientes, y la única sensación que logró penetrar en el cerebro de Stride fue que las sábanas arrugadas olían al perfume de Claire. Se dejó llevar y tuvo sueños eróticos interrumpidos por imágenes violentas, con personas cayéndose, los gritos de una violación…
Durmieron durante diez horas.
Era primera hora de la tarde cuando se presentaron en comisaría. En el edificio reinaba la euforia. Caso resuelto. Los policías se acercaban a ellos y les daban palmaditas en la espalda, felicitándolos. Palmas en alto por todas partes. «Blake cayó en picado. Así se hace». Sawhill también estaba ahí, y seguía con su sonrisa cuando los hizo pasar a su despacho. Era la misma sonrisa de político que había lucido la noche anterior, y Stride supo que estaba a punto de merendárselos.
Cuando cerró la puerta, Sawhill ordenó a su secretaria lo impensable:
—No me pase ninguna llamada.
Stride y Serena se instalaron en las sillas que había enfrente del escritorio de Sawhill. El teniente no cogió su bola antiestrés; aquel día parecía haberse liberado de los nervios.
—Felicidades a los dos —les dijo—. El gobernador Durand me ha pedido que os transmita su agradecimiento personal.
Ellos no respondieron.
—No hace falta que os diga cuánto siento lo de Amanda —continuó Sawhill—. Pero cogisteis a ese tipo. Bien por vosotros. Y los contribuyentes no tendrán que pagarle comida y alojamiento durante cuarenta años, lo que es aún mejor.
—¿Quién lleva ahora la investigación? —preguntó Stride.
—¿Qué investigación?
—La de la muerte de Blake.
—Oh, anoche pusimos fin a eso —replicó Sawhill.
Su sonrisa se hizo más amplia, como si su nariz se estuviera alargando.
—¿Que pusieron fin a eso? —preguntó Stride—. ¿Quién lo mató?
—El jefe de la agencia de seguridad de Boni, David Kamen. Es un tirador de primera, como recordarás. Por fortuna, Boni tomó precauciones cuando Blake lo llamó, y ordenó a Kamen que se apostara en las Charlcombe Towers, delante del Sheherezade.
Stride asintió. Se lo había imaginado.
—¿Han arrestado a Boni?
Sawhill pareció sorprendido.
—¿Para qué?
—Ordenó que mataran a Blake. Es un asesinato. Blake estaba controlado, señor. Boni dio luz verde para que Kamen lo matara, porque no quería que en el juicio de Blake saliera a colación la muerte de Amira.
—Te equivocas, detective. Anoche hablé con Kamen personalmente. Tuvo a Blake en el punto de mira todo el tiempo, y disparó cuando el otro se disponía a sacar una pistola de reserva que llevaba en una funda en el tobillo.
—Blake no se movió —dijo Stride.
—¿Estás completamente seguro de eso? Tengo entendido que estabas concentrado en Boni y Claire en aquel momento. Menos mal que Kamen estaba ahí, detective. Esto podría haber sido otro error por tu parte. Un error fatal. Blake podría haber sacado su pistola y haberos eliminado a los dos en menos de un segundo.
Stride frunció el ceño. No podía jurar en un tribunal que no se hubiera distraído, al menos por un segundo, durante la pelea entre Boni y Claire. Un pequeño lapso de tiempo era todo lo que Blake habría necesitado.
Salvo que era mentira. Todos ellos lo sabían.
—Encontramos una pistola en el suelo, cerca del cuerpo —continuó Sawhill—. Una Walther; pequeña pero mortífera. Blake aún tenía la funda atada al tobillo.
Muy práctico, pensó Stride.
—¿Y eso es todo? —preguntó.
—Eso es todo.
—¿Quién es Mickey? —volvió a preguntar.
Observó los ojos de Sawhill, pero no pudo leer nada en la mirada anodina de aquel hombre.
—¿Mickey? No sé de qué estás hablando.
—¿Qué hay de Amira? —insistió Stride.
Sawhill sonrió.
—Como ya te dije desde el principio, detective, Amira Luz fue asesinada por un fan enloquecido.
Stride encendió un cigarrillo. Serena le puso mala cara.
Se sentaron en un parque a unas manzanas de la comisaría. Era última hora de la tarde. La ola de calor por fin había remitido y el sol de octubre iluminaba otro día en el paraíso. Veintitrés grados y un infinito cielo azul. La niebla se estaba llevando el día, dejando las montañas afiladas y nítidas en el horizonte.
Volvía a estar medio enganchado y lo sabía. Sentía el humo en sus pulmones como un viejo amigo al que había echado de menos. No le devolvió la mirada a Serena.
—Yo no diría nada si tú te tomases una copa —dijo.
—Y un cuerno. Me la arrancarías de las manos y vaciarías la botella en el fregadero.
—Muy bien, sí, lo haría —admitió él.
Serena le quitó el cigarrillo de los labios. Lo tiró al suelo y lo aplastó con el pie; los rescoldos se apagaron con la tierra. Stride sintió una ansiedad inmediata y se preguntó si podría ganar la batalla por segunda vez.
—No me has preguntado nada sobre Claire y yo —dijo Serena.
Entornó los ojos en dirección al sol y Stride vio que se pasaba la lengua por los labios resecos.
—Es cierto —replicó Stride cansinamente.
Llevaba todo el día dándole vueltas a eso. El dulce aroma de Claire en su cama. Pero no pensaba decir nada. Estaba a la espera, y necesitaba un cigarrillo.
—Ya lo pillo —dijo Serena—. Es cosa mía contártelo o no. Muchos tíos no podrían vivir sin saberlo.
—No digo que yo pueda —respondió Stride.
Ella se estudió las uñas y pareció increíblemente nerviosa.
—Nos acostamos —afirmó.
Las palabras quedaron suspendidas entre ellos, y Stride trató de interpretar la expresión de Serena. Se sentía violenta. Culpable. Asustada. Orgullosa.
—Es decir, estuvimos a punto de hacerlo —se apresuró a decir—. Blake nos interrumpió antes de que ocurriera nada realmente. Pero eso no importa. Habíamos empezado. Yo iba a dejar que me hiciera el amor. Iba a hacerle el amor a ella. Ésa es la verdad.
Deseaba que él le dijera que no pasaba nada. Y él esperaba que el desconcierto de su rostro no lo interpretara como rechazo.
—¿Piensas decir algo? —preguntó Serena.
Stride dijo lo primero que se le ocurrió.
—Estoy increíblemente empalmado.
Ella estalló en una carcajada, y Stride la imitó. Cuando se apagaron las risas, Serena lo besó intensamente y le susurró:
—¿Y por lo demás?
—Eso no cambia nada para mí. Lo que importa de verdad eres tú.
—Me siento como si hubiera exorcizado un demonio. Pero temía perderte a causa de ello.
—Eso no va a pasar.
—Lo siento —le dijo ella.
—No tienes por qué; no por esto.
—Necesito contarle a Claire la verdad. Desengañarla con tacto.
—¿Has hablado con ella? —preguntó Stride.
Serena negó con la cabeza.
—Estoy preocupada. He probado en su casa, en su móvil y en el club, y nada. No sé dónde estará.
—Boni la tiene pillada.
—Eso es lo que me da miedo.
—No creo que le haga daño —dijo Stride.
—¿No? Mató a su propio hijo. No quiero que ella acabe muerta y se considere un presunto suicidio. «Mi hija era muy desgraciada, no pudo soportar la presión», y toda esa mierda.
—Te preocupas de verdad por ella.
Serena vaciló.
—Sí, es cierto. Podría amarla, pero no la amo.
Stride se sorprendió ante el profundo alivio que sentía al oírla decir esas palabras.
—Claire quería que la verdad saliera a la luz, y seguramente no será así. ¿Podrá vivir con eso?
—Boni no le dejará otra opción.
—¿Y nosotros? ¿Podemos vivir con ese encubrimiento?
Serena se encogió de hombros.
—No sería la primera vez, ¿verdad?
Stride captó y entendió el mensaje. Juntos habían resuelto el asesinato de Rachel Deese, el caso que los había unido, de una manera que había dejado medio oculta la verdad. A petición de Stride. Era el secreto que compartían[40].
—A veces la política y el dinero se salen con la suya, Jonny —añadió.
—¿En Las Vegas?
—En todas partes.
—La gran pregunta es si él nos va a dejar vivir a nosotros —dijo Stride—. Hemos oído cosas que se supone que no deberíamos saber.
—Mickey.
—Exacto. Sea quien sea, está detrás del poder de Boni.
—Pero debía de ser muy joven por entonces —dijo Serena.
—Helen Truax dijo que era socorrista. Un guardaespaldas que buscaba fortuna con las mujeres de los jugadores. A lo mejor intentó seducir a Amira y la cosa se le fue de las manos.
Serena sacudió la cabeza.
—Ni hablar. Estaba con Amira porque Boni quería. Él llamó a Rucci cuando terminó el trabajo. El cuento de la pelea no era más que una tapadera.
—Y a partir de ese día, Boni fue el dueño de su alma —dijo Stride. Cogió su teléfono móvil y empezó a marcar—. Vamos a averiguar quién es ese bastardo.
—Helen no lo sabía.
—Tal vez lo sepa Moose.
Stride oyó la voz del gran cómico al teléfono, y volvió a presentarse. Moose empezó deshaciéndose en halagos y felicitándolo por atrapar al asesino de Tierney. Stride se dejó alabar por aquel hombre. Podía imaginarse sus cejas bailando de alegría.
—Tengo una pregunta que hacerle —dijo Stride cuando Moose se tomó por fin un respiro.
—Lo que sea.
—¿Recuerda a un socorrista del Sheherezade, en 1967, llamado Mickey?
Se hizo una prolongada pausa, y Moose empezó a echarse atrás.
—Había un montón de universitarios por entonces.
—Eso no es una respuesta, Moose. ¿Le conocía?
—¿Por qué? ¿De qué va esto?
—Es sólo un cabo suelto que estamos intentando atar.
Podía oír la respiración de Moose.
—Bueno, no creo que sea ningún secreto. Entró en la Facultad de Derecho trabajando en el Sheherezade. Muchos peces gordos lo hicieron.
Stride empezó a sentirse incómodo. Se preguntaba si no estaría cometiendo un error por el que acabarían matándolos a Serena y a él.
—¿Y ha mantenido el contacto con él?
—Por supuesto. Mickey Durand es el mejor amigo que la industria del espectáculo haya tenido nunca en esta ciudad. Si Dios y los votantes quieren, será reelegido como gobernador el mes que viene.