Capítulo 47

Era una belleza arruinada, despojada, lista para que los artificieros hicieran su trabajo. Donde otrora estuviera la entrada principal, habían perforado una abertura irregular de más de dos pisos de altura en la pared del edificio, como si el monstruo de algún cómic hubiera entrado por allí a saco. Las ventanas de las plantas inferiores se habían roto, y los huecos estaban vacíos. Serena podía ver las columnas del interior, que habían perdido sus ornamentos, reducidas a basto hormigón donde se habían insertado cargas de dinamita cuidadosamente calibradas.

Más arriba, el hotel tenía el aspecto que había tenido siempre. Si hubieran encendido las luces, sería el mismo lugar por delante del cual ella había pasado cientos de veces en las dos últimas décadas. Hubo un tiempo en que fue una joya, pero de eso hacía mucho. Ahora se veía empequeñecido por otras torres. Incluso antes de que llegaran los obreros, ya mostraba su edad. Veinte pisos sostenidos por la nostalgia y por los ecos. La voz de Sinatra. El silbido de la ruleta. Parejas de recién casados haciendo el amor. Todo a punto de convertirse en polvo.

Serena no había entrado nunca, nunca había estado tan cerca. Hasta esa noche.

—El Sheherezade —dijo lo más alto que pudo. «¿Lo has oído, Jonny?», y añadió—: ¿Por qué estamos aquí, Blake?

Pero ya lo sabía. Éste era el hogar de Amira; donde bailó, donde murió. Blake estaba volviendo a casa.

Las hizo entrar con un gesto. Serena y Claire pasaron delante y tuvieron que abrirse paso entre cristales y escombros. Atravesaron el enorme orificio en dirección al vestíbulo, como si fueran a registrarse para pasar la noche.

—Podéis haceros una idea de cómo era, ¿verdad? —preguntó Blake.

Serena lo entendió. En aquel lugar resultaba sencillo remontarse a los sesenta. Más de lo que hubiera resultado hacía unas semanas, cuando el hotel tenía las puertas abiertas con todos sus huéspedes del siglo XXI entrando y saliendo. Ahora estaban a solas con los fantasmas. Ya no había muebles, las instalaciones se habían arrancado y vendido en subasta, se lo habían llevado todo: sillas, papeleras, ceniceros, máquinas tragaperras, cuadros, mesas de juego, barriles de cerveza… Solamente quedaba el esqueleto. Pero hasta los huesos del edificio contaban una historia. El diseño arábigo del papel de pared, el mural del desierto que surcaba todo el techo, los grabados de la propia Sheherezade en pan de oro en las puertas del ascensor…

Blake pulsó el botón para que éste bajara.

—¿Adónde vamos? —preguntó Serena.

Oyó la campanilla del ascensor cuando se abrieron las puertas. Le pareció extraño que todavía funcionase en un hotel que estaba a punto de ser destruido, pero entonces cayó en la cuenta de que seguramente funcionaría hasta el último día, pues los expertos en explosivos tenían que colocar sus cargas por todo el edificio.

Le daba miedo perder la cobertura cuando se cerraran las puertas del ascensor.

—¿A la terraza? —especuló en voz alta—. Por supuesto, ahí es donde mataron a Amira. En la suite de Walker. Ahí nos llevas.

«¿Jonny? ¿Estás ahí?».

Las puertas se cerraron. Estaban los tres solos en el pequeño habitáculo en ascenso. Blake pulsó el botón del último piso, dirigiéndose exactamente a donde Serena había supuesto. Pero ¿por qué?

—No veo qué esperas conseguir, Blake. Nada de todo esto podrá hacer que Amira vuelva.

—He venido a buscar la verdad —le respondió él.

No dijo nada más. El ascensor iba lento, o tal vez sólo fuera que tenía los nervios a flor de piel por ignorar el siguiente movimiento de Blake. Observó cómo se iluminaban los números de cada piso, uno tras otro. Cada vez más arriba hasta que pararon con una sacudida. Al son de otra campanilla se abrieron de nuevo las puertas, y Blake las obligó a salir al pasillo. Se encontraban frente a dos puertas dobles pintadas de color oro.

No había ningún número que indicara qué suite era. Tal vez ya los hubieran subastado; o simplemente que, si estabas en la suite preferencial, ya sabías adónde tenías que ir.

Blake giró la manecilla. La puerta estaba abierta. La empujó y esperó a que Serena y Claire entraran en el vestíbulo de la suite. A falta de mobiliario, era una extensa habitación que conservaba una elegancia persistente a pesar de su aspecto estéril. Hasta la alfombra había sido arrancada y vendida, junto con las arañas. Pero aún había tramos de finos azulejos a la espera de ser demolidos, seguramente porque no se habían podido arrancar sin estropearlos.

Serena no pudo dejar de imaginar qué aspecto tendría la suite completamente amueblada. El calidoscopio multicolor de las baldosas y los tonos pistacho del techo pintado le dieron algunas pistas. Pensó en largos cortinajes detrás de unos sofás de color miel repletos de cojines. Lámparas colgantes de hierro forjado. Regios jarrones de lapislázuli. Todo eso junto, con una prostituta de quinientos dólares, habría hecho sentir como un sultán a cualquier cliente preferente.

—Continuad —dijo Blake.

Les hizo atravesar la suite desierta hasta el extremo opuesto, que daba al patio exterior. Serena se deslizó entre unas puertas abiertas con vidrieras de colores y salió afuera con Claire al lado. Blake las seguía. Inmediatamente se vieron bañados por un arco iris de luces procedente del rótulo gigante del Sheherezade que refulgía por encima de sus cabezas. Cada letra estaba montada en su propio marco y debía de medir diez metros. Se encendían y se apagaban con un ritmo de oscuridad y color que a Serena le recordó la pista de baile de una discoteca.

Un muro de cuatro metros recorría tres de los lados del inmenso patio, decorado con azulejos marroquíes, y terminaba en el tejado real del hotel. Allí vio una alambrada para que no se pudiera pasar desde el tejado a la suite preferente. El cuarto lado del patio, a la derecha, presentaba un muro mucho más bajo, rematado por unos iconos embellecedores. Ese muro daba a la calle y formaba la característica muesca en el perfil del Sheherezade.

El patio, como el resto de la suite, había sido despojado de su ornamentación. Aún había palmeras plantadas en círculos de piedra recortados directamente en el suelo, y fuentes de mármol, ahora apagadas, talladas en las paredes. La piscina estaba llena de un agua ahora densa y verde por la falta de cuidados.

Serena se dio cuenta de que Blake estaba mirando el agua turbia, pensando en Amira.

—Lo siento —dijo Claire.

Blake levantó la mirada.

—¿El qué?

—Que perdieras a tu madre. Yo tampoco conocí a la mía. Es duro crecer así.

Blake guardó silencio. Serena se preguntó cuántas veces habría visitado este sitio en secreto durante las últimas semanas. No era la primera vez, de eso estaba segura. Podía imaginárselo a solas en el hotel, ahí, junto a la piscina, obsesionado con la muerte de su madre.

—Creo que ya sé lo que quieres —continuó Claire—. Pero él no te lo dará. Le conozco demasiado bien. No confesará. No se disculpará. Nunca te contará la verdad.

—Ya veremos —respondió Blake.

—A mí también me traicionó, Blake. Le odio tanto como tú.

Serena volvió a pensar en la ruptura entre Claire y Boni, y se preguntó qué terrible acto habría cometido éste. En cualquier caso, Claire aún cargaba con aquel peso; Serena lo había percibido desde que la conoció. Siempre estaba ahí. Incluso cuando estaban en la cama y Claire la acariciaba, Serena había sentido aquel halo de pérdida que emanaba de ella, como si la persiguiera. Y era eso lo que las convertía en almas afines.

—A ti no te rechazó —dijo Blake—. No negó tu existencia.

—No, pero hizo algo peor.

La convicción de Claire hizo titubear a Blake. Luego, su rostro volvió a convertirse en una dura máscara.

—Supongo que ahora descubriremos lo que significas para él en realidad —respondió. Sacó un móvil del bolsillo y marcó—. Hola, Boni —dijo—. Sabes quién soy, ¿no? Estoy donde empezó todo, en casa. Si sales al balcón de tu bonito ático, nos verás a todos aquí. Junto a la piscina. Donde hiciste asesinar a mi madre.

Blake hizo una pausa.

—¿Lo que quiero? —preguntó—. Quiero verte cara a cara. Aquí mismo. Tienes veinte minutos. Si no, mataré a tu hija.