Capítulo 44

Leo Rucci rodeó la parte frontal del Impala, donde Blake se encontraba en el suelo, asombrado y aturdido. Éste se dio cuenta de que tenía las manos vacías: su pistola había desaparecido. Se llevó la mano a la cintura, donde tenía el arma de Serena, y la sacó, pero el impacto había entorpecido su capacidad de reacción y no fue lo bastante veloz. Al sacar la pistola, Leo se la arrebató de una patada y ésta se deslizó por el pavimento como si patinara sobre hielo, y acabó cerca de una de las palmeras que delimitaban el bordillo.

—Muy bien, nenaza, ahora sólo estamos tú y yo. ¿Crees que podrás con un viejo?

A medida que la niebla se dispersaba en la cabeza de Blake, vio las manos gigantes de Rucci en su camisa, alzándolo del suelo e incrustándole la cara contra la puerta trasera del coche. La sangre brotó de su nariz y su cerebro parecía golpear contra los laterales del cráneo. El mundo daba vueltas.

—Mataste a mi hijo. Lo asesinaste como a un perro. Ahora me voy a asegurar de que se te rompan todos los huesos del cuerpo antes de acabar contigo de una vez.

Leo le dio la vuelta a Blake. La ventanilla del Impala estaba manchada de sangre. Leo echó el puño hacia atrás y arremetió contra él, pero Blake se había recuperado lo bastante para agacharse. Leo asestó el golpe a la ventanilla en su lugar y esbozó una mueca de dolor. Blake aprovechó aquel momento para tratar de liberarse, pero Leo aún lo tenía asido por el hombro con mano de hierro: le cogió el cuello y lo levantó del suelo.

Blake no podía respirar: los gruesos dedos de Leo le robaban el aire. Agarró la mano de aquel hombre e intentó apartarla, pero era como tratar de ahuyentar a una boa constrictor enrollada en el cuello con su abrazo mortífero. Con una sonrisa, Leo envió un martillazo al abdomen de Blake. Éste notó que los pulmones se le hinchaban mientras el aire acumulado intentaba escapar sin tener adónde ir. Se sentía como si se hubiera tragado una granada de mano y ésta hubiera estallado en su interior; como si le estuvieran cortando el pecho desde dentro.

Estaba empezando a perder la conciencia. Notaba un zumbido en sus oídos y parecía que un millón de vasos sanguíneos estuvieran estallando a la vez. Blake se retorció. Siguió buscando la mano de Leo y no encontró nada.

—Esto sólo es el principio —dijo Leo—. Ni siquiera estamos cerca de acabar. Cuando te desmayes, te llevaré a un sitio privado muy bonito.

Una imagen penetró en el cerebro de Blake: un objeto largo y liso. Ni siquiera podía verlo ya, pero podía sentir el frío tacto del acero. Su cuchillo. Seguía en su bolsillo de atrás. Blake renunció a liberar su garganta de las garras de Leo y en lugar de eso empleó sus últimos segundos de conciencia en llevarse la mano a la espalda. Sus miembros ya no parecían estar conectados. Todos los mensajes que enviaba su cerebro eran confusos. Siguió buscando su bolsillo sin encontrarlo, y sus dedos empezaron a agitarse espasmódicamente.

Finalmente tocó el mango del cuchillo. Tuvo un instante de lucidez cristalina y su mano se hundió para cogerlo, lo agarró y lo sacó. En un solo y desesperado giro, hundió la hoja en el antebrazo de Leo y escuchó al hombre gruñir de dolor como un oso herido. Los dedos de Leo soltaron el cuello de Blake y el preciado aire comenzó a entrar. Mientras su rival daba traspiés, a Blake se le aclaró la mente y proyectó con furia su bota contra la rodilla de Leo. El viejo se desplomó de lado, como un árbol caído.

Blake aún tenía el cuchillo.

Se abalanzó, apuntando la próxima estocada al pecho del contrincante. Éste lo vio venir y le cogió la muñeca cuando el filo ya descendía. Su agarre era resbaladizo y flojo a causa de la sangre que tenía en la mano, y Blake se apartó fácilmente y lo volvió a pinchar. La punta de la hoja le rebanó el hombro, pero antes de que Blake pudiera infligir un daño mayor, Leo utilizó su otro brazo como un bate de béisbol y ahuyentó a su adversario. Blake rodó varias veces y se levantó tambaleante.

Rucci logró ponerse en pie. Tenía los dos brazos bañados en sangre. Su andar era vacilante, pero le hizo un gesto a Blake para que se acercara.

—Vamos, nenaza. ¿Necesitas un cuchillo para ganar a un viejo? Vamos, inténtalo otra vez.

Blake no se dejó provocar, sino que se contuvo, jadeando, intentando recuperar fuerzas y aclararse la mente. Mantenía el cuchillo apuntando delante de él.

Leo dio un paso al frente.

—Nenaza, más que nenaza. Gino te habría aplastado en una pelea.

—Tendrías que haber visto cómo le reventó la cabeza cuando le disparé —replicó Blake para mosquearlo—. Igual que un coco con pelos.

Leo atacó, mugiendo de rabia. Blake dio un paso a un lado y blandió otra vez su cuchillo, acertando en los músculos carnosos debajo del omóplato de Leo, donde clavó la hoja brutalmente hasta introducir toda la empuñadura. Leo echó la cabeza hacia atrás y gritó. Blake intentó bajar el cuchillo para rasgarle los órganos, pero el otro se zafó y a él se le escapó el mango. Leo se balanceó ciegamente y le dio a Blake en un lado de la cabeza con su sólido y ondulante puño. Blake sintió que todo volvía a dar vueltas y cayó al suelo a cuatro patas.

Notó algo metálico bajo sus dedos: las llaves de su coche, tiradas en el suelo. Se las guardó en la mano y trató de ponerse en pie.

A su espalda oyó un sonido como si alguien sorbiera o succionara. Era Leo, que se estaba sacando el cuchillo. Blake dio la vuelta, perdió el equilibrio y se sostuvo en un costado del Impala. Leo y él se miraban con cautela el uno al otro. La sangre empapaba la camisa de Rucci, que estaba débil y pálido. Pero seguía contando con una ventaja importante respecto al tamaño, y ahora tenía el cuchillo. La mano de Leo era tan grande que el arma parecía minúscula en su garra.

Blake retrocedió arrastrándose, todavía apoyado en el coche. Leo lo seguía paso a paso. Los ojos de Blake escudriñaron el pavimento en busca de su pistola, pero se dio cuenta de que la había perdido en alguna parte al otro lado del coche. Leo pareció leerle la mente. Mientras Blake reculaba hacia el maletero, su rival avanzaba, dirigiéndose a la parte frontal del coche.

Si la pistola estaba a la vista, Leo la cogería primero.

Se miraron mutuamente desde esquinas opuestas del Impala, Blake en la derecha de atrás y Leo en la izquierda de delante, cerca del faro. Blake vio que Leo barría con los ojos el bordillo y el camino de entrada, y que luego sus labios dibujaban una sonrisa torcida. Confiada. Repulsiva. Sus miradas volvieron a encontrarse, y Blake supo que Leo había hallado la pistola. Observó al viejo alejarse poco a poco del vehículo en dirección a la zona ajardinada frente a la casa de Serena.

Blake pulsó un botón en el mando a distancia de las llaves del coche. Con un suave chasquido, el cierre del maletero se abrió.

Leo lo observó con desconcierto, y entonces comprendió. Dio la vuelta y, con un gemido de dolor, se inclinó para recuperar la pistola.

Blake levantó la puerta del maletero y se agachó, esperando que una bala atravesara el metal. Vio los ojos parpadeantes y aterrorizados de Claire mirándolo desde abajo. Con ambas manos la sacó del maletero con un gesto preciso y luego volvió a cerrar. Dio la vuelta a la chica y le rodeó la garganta con un brazo. Le puso la otra mano encima de la cabeza para sujetarle el cráneo con fuerza.

Al principio no vio a Leo. Retrocedió, inquieto por la idea de que el viejo se hubiera arrastrado al otro lado del coche para tenderle una emboscada. Mantenía a Claire delante de él y podía sentir su miedo: temblaba en su lazo como un pajarillo.

Leo se irguió. No se había movido. Seguía cerca de la parte frontal del Impala, pero ahora tenía la pistola y estaba apuntando a Blake.

—Suéltala.

—¿Quieres arriesgarte a disparar y matarla a ella? Adelante. —Blake comenzó a empujar a Claire frente a él mientras rodeaba el Impala. Seguía teniendo las llaves en la mano—. Tira la pistola, Leo. Lánzala lejos. —La duda se reflejaba en los ojos de éste—. Le romperé el cuello, Leo. Un golpe seco y se habrá ido.

Claire forcejeó frenéticamente en sus brazos, presa del pánico. Él la sostuvo con firmeza.

—Y tú también —le dijo Leo—. Si la matas, yo te mato a ti.

—Y a ti te mata Boni por dejar que muera su hija. ¿Es lo que quieres? ¿Quieres ser tú quien le diga a Boni que dejaste morir a su hija delante de tus narices? ¿Quieres fallarle de ese modo?

El rostro de Leo rebosaba frustración. Blake sabía que quería disparar y no podía. Además, las heridas aún le sangraban y no se mantendría en pie por mucho más tiempo. Blake siguió avanzando en dirección a la portezuela del conductor.

—Tírala, Leo. Si la tiras, ella vivirá.

Con un bufido de rabia, Leo arrojó la pistola detrás de él, fuera de alcance.

—Sabia decisión —dijo Blake—. Y ahora aléjate del coche. Nos vamos, Leo.

Rucci retrocedió. Lo hizo despacio, volviendo sobre sus pasos alrededor de la parte frontal del coche y calle abajo. Tenía las manos en alto y la mirada sombría de ira y dolor.

—No tienes buen aspecto, Leo. Será mejor que llames a una ambulancia cuando nos hayamos ido.

Leo continuó retrocediendo. Blake abrió la puerta del coche y metió a Claire dentro, empujándola al asiento del copiloto. Él se colocó detrás del volante y cerró la puerta, sin apartar la vista de su rival. El viejo parecía que se estaba desmoronando. El pecho le palpitaba al respirar con dificultad. Sus pasos eran erráticos. Ya ni siquiera miraba a Blake o el coche. Se tambaleó hacia atrás, chocó contra una palmera cerca del bordillo y se inclinó adelante, apoyando las manos sobre las rodillas. La sangre empezó a brotar de su boca.

Blake puso el coche en marcha. Dio marcha atrás y giró en dirección a la calzada. Al enderezar el volante vio a Leo alzar otra vez la mirada; con sangre en la barbilla, el viejo sonrió y su rostro cobró vida. Lo había fingido: los jadeos, tambalearse, estar a punto de caer… Blake se dio cuenta finalmente de que Leo había ido a retirarse a la palmera que estaba a unos centímetros de la pistola de Serena. Rucci, ignorando su propio dolor, fue a por ella y al cabo de un momento ya tenía el arma en la mano y la estaba blandiendo, apuntando al parabrisas del Impala.

—Agáchate —le dijo Blake a Claire.

Orientó el coche hacia Leo y pisó el acelerador. El motor rugió y el vehículo salió disparado con un chirrido de neumáticos. Mantuvo una mano en el volante y viró a la izquierda, oyendo la detonación de la pistola al mismo tiempo que estallaba el parabrisas y esparcía cristales por todo el coche, cubriéndolos a Claire, a él y a los asientos de afilado confeti. El coche dio una sacudida cuando el parachoques impactó contra Leo. Un segundo después, el vehículo se detuvo de golpe y los airbags se abrieron, protegiéndolos cuando sus cuerpos fueron proyectados hacia delante. Desplegadas las bolsas, vio que Claire rebotaba contra el asiento del copiloto.

Blake miró a través del parabrisas destrozado.

El coche estaba pegado a la palmera. Leo se encontraba atrapado entre el vehículo y el árbol, con la parte inferior del cuerpo machacada. La pistola se le había caído de las manos. Aún estaba vivo, aunque agonizaba, y le devolvió a Blake la mirada feroz de un hombre que ha sido derrotado en una batalla que lo significa todo para él. Lágrimas de agonía rodaron por sus mejillas, pero no se lamentó ni pronunció palabra.

Blake salió del coche. Recuperó el arma de donde había caído. Leo seguía sus movimientos, impotente e incapaz de moverse.

—Lo has hecho muy bien, Leo —le dijo Blake con admiración sincera—. Gino estaría orgulloso de ti.

Leo trató de escupirle, pero no pudo.

Blake echó un vistazo al coche y vio que Claire lo estaba mirando. Se sorprendió sintiendo algo cercano a la piedad. Se metió la pistola en el cinturón y fue al otro lado del Impala. Abrió la puerta y Claire pareció derramarse en sus brazos.

—¿Estás herida? —le preguntó.

Dejó que se pusiera en pie y, aunque se tambaleaba, no parecía tener ninguna lesión. Con todo, estaba demasiado aturdida para caminar y Blake la cogió y la llevó a cuestas de vuelta al maletero. Lo abrió y la tumbó en su interior al lado de Serena, con toda la delicadeza de que fue capaz. Volvió a cerrar el maletero y regresó al lado de Leo.

—Sé que el dolor debe de ser espantoso —dijo Blake.

Leo no lo miró.

—Los ojos abiertos o cerrados, Leo. Tú eliges.

Leo volvió la cabeza en lo que parecía un esfuerzo sobrehumano. Tenía los ojos abiertos. Blake asintió, le apuntó el arma a la cabeza y disparó.