Capítulo 42

La camioneta negra retumbaba calle abajo, despacio, como si el conductor buscase algo en los edificios colindantes. Pero llevaba los faros apagados. La pintura desconchada del lateral decía: «Meadows: material y uniformes para casinos», aunque faltaban algunas letras. Fue hasta un stop al otro lado de la calle del apartamento de Blake y esperó allí con el motor en marcha.

Stride estaba encajonado en la parte de atrás junto con otros once policías blindados. Todos hombres. La tensión y la adrenalina contenida bullían en el aire. Sawhill había decidido pasar a la acción y estaban esperando luz verde para entrar.

Oyó hablar por los auriculares.

—La calle está despejada. No hay civiles. Podemos salir.

Era el conductor de la camioneta.

Sawhill respondió por radio:

—Tammy, ¿estás de acuerdo?

Tammy era una agente secreta que llevaba más de una hora vigilando el edificio de Blake desde otro inmueble de enfrente.

—Sí, no hay civiles. Es lo bueno de hacer esto en plena noche, chicos.

—Alonzo, ¿algún movimiento ahí atrás?

—Negativo.

Alonzo había ocupado su puesto en un patio de atrás del edificio y estaba observando el apartamento de Blake.

—¿Luces en el interior?

—Negativo.

—Muy bien, equipo, manteneos alerta.

En la furgoneta continuaron a la espera, ansiosos por empezar. Los chalecos se habían calentado y sus cuerpos estaban muy apretados.

Habían tenido un golpe de suerte poco después de acordonar las calles circundantes: un hombre de origen vietnamita que volvía a casa de su trabajo en un casino del centro se había acercado a ellos para que le permitieran acceder a su casa. Resultó que vivía en el edificio de Blake, al que había podido identificar por el retrato robot, además de señalar la ubicación exacta de su apartamento, en el segundo piso y en la parte trasera del pasillo, y proporcionarles un mapa detallado del edificio en sí.

La orden del juez había llegado hacía un cuarto de hora. Estaban listos para entrar en acción.

La voz de Sawhill crepitó en la radio.

—Una vez más, chicos: entramos cuatro por detrás, Rodríguez y Holtz por el norte, y Han y Baker por el sur. El balcón de nuestro hombre está justo en el centro del edificio, contando tres tanto desde el norte como desde el sur, ¿entendido? Estad preparados si intenta salir por un lateral.

Varias voces gruñeron afirmativamente desde la furgoneta.

—Lee, Salazar, Alexander, Odom, Stride y Ángel, vosotros sois el equipo de asalto. Cruzad el vestíbulo rápido y en silencio; luego Lee y Salazar cogéis la puerta, Alexander y Odom entráis primero, Stride y Ángel vais detrás. Recordad que puede haber un sujeto inocente con el delincuente. Tenéis una salita al entrar, y un dormitorio y una cocina en la pared sur.

—Recibido —replicó Stride.

—Kwan y Davis, vosotros sois la retaguardia. Kwan, tú coges el pasillo de arriba y mantienes a todos los inquilinos dentro de sus casas. Davis, tú eres el refuerzo en la parte delantera.

—Entendido.

—Daré la señal dentro de un minuto.

Los segundos pasaban despacio. A Stride le dio tiempo a pensar otra vez en Amanda. Y en Serena. A lo largo de su carrera había estado en un número limitado de redadas importantes, en su mayoría relacionadas con las drogas. Siempre eran arriesgadas.

La voz de Sawhill llegó sin ímpetu a través de la radio.

—Adelante.

Las puertas traseras de la camioneta se abrieron con sus bisagras engrasadas, y el equipo se precipitó al exterior. Para ser hombres tan robustos, se movían con gracia y rapidez. Los cuatro primeros se fueron por su lado, dos hacia el flanco izquierdo rodeando la parte trasera del edificio y otros dos repitiendo la maniobra por el lado derecho. Todos llevaban armas automáticas. Stride avanzó con su equipo de seis, cruzó la calle al trote y siguió por la acera hasta la entrada del inmueble. La puerta exterior estaba abierta. Alexander y Odom, armados con rifles de asalto, iban los primeros; se adentraron en el edificio y luego hicieron señas a los de atrás para indicar que el camino estaba despejado. Los dos policías empezaron a subir las escaleras lentamente hasta el segundo piso; su peso hacía crujir los peldaños de madera.

Stride oyó una voz en su radio.

—Aquí atrás estamos en posición.

Dos policías con arietes siguieron escaleras arriba. Stride y Cordy eran los siguientes. El último hombre mantuvo su posición en lo alto de la escalera mientras los demás continuaban por el pasillo, pegados a las paredes. Stride oyó algunos sonidos en los apartamentos por los que pasaba. Era noche cerrada. Contó cinco puertas a cada lado, y enfrente de ellos, a menos de tres metros de distancia, había otra idéntica en el extremo del pasillo.

La puerta de Blake.

Intentaban moverse en silencio, pero resultaba casi imposible. El inmueble era de construcción barata y los suelos gruñían bajo el peso de seis hombres corpulentos dirigiéndose a la parte de atrás. Si Blake estaba despierto y alerta, los oiría llegar. Alexander y Odom apuntaron con sus rifles al apartamento de Blake y siguieron avanzando, conscientes de que no podían acercarse en silencio. Stride vio una mirilla en la puerta de Blake y se preguntó si estaría ahí, observándolos. Pero si lo estaba, tenía que saber que se encontraba atrapado y vencido.

Cuando Stride pasaba por delante de uno de los apartamentos de la izquierda, la puerta se abrió de repente hacia dentro.

Se giró, y ya estaba levantando el arma cuando vio a una anciana en el umbral, con los ojos adormilados. Llevaba una bata blanca muy estropeada. Al ver a Stride abrió la boca aterrorizada, y le faltó un segundo para gritar antes de que él la empujara otra vez al interior y le cubriera rápidamente la boca con la mano.

—Esperad —susurró en su radio. Y luego le dijo a la mujer—: Policía, señora. No pasa nada. Quédese en su casa y no abra la puerta.

Ella asintió convulsivamente. Stride le sonrió y volvió a salir al pasillo. Cerró la puerta con un suave clic.

—Adelante.

Alexander y Odom ocuparon sus puestos a ambos lados de la puerta de Blake. Stride fue a la izquierda, detrás de Alexander, y Cordy a la derecha, siguiendo a Odom. Esperaron. No se oía nada en el interior, y ninguna luz se filtraba por debajo de la puerta.

Alexander había alzado tres dedos. Luego volvió a cerrarlos en un puño y los levantó otra vez, uno por uno.

Uno. Dos. Tres.

Los dos arietes golpearon la puerta al mismo tiempo, y ésta cedió de inmediato. Alexander y Odom franquearon el umbral e irrumpieron en el apartamento con los rifles en alto. Stride y Cordy los siguieron. Todos gritaron al unísono: «¡Policía!».

Dieron la vuelta a la pequeña sala de estar en menos de cinco segundos, pero estaba vacía. Uno de los hombres gritó que la cocina estaba despejada. La única habitación que quedaba en el apartamento era el dormitorio, y la precaria puerta barnizada que conducía a él estaba cerrada. Alexander no esperó el ariete: simplemente arremetió con su pierna, que era como el tronco de un roble, y echó la puerta abajo, arrancándola de sus goznes y proyectándola al interior de la habitación.

Entró como un torbellino.

—¡Rehén en la cama!

Stride lo siguió al interior del dormitorio. Había una adolescente atada a las cuatro patas de la cama. Estaba desnuda y con los brazos y las piernas extendidos, y tenía una camiseta enrollada y atada alrededor de la boca. Sus ojos estaban abiertos como platos, intentó gritar, y forcejeó con la atadura que la retenía.

—¡Despejado! —gritó Alexander tras comprobar el armario y el cuarto de baño—. ¡Ese hijo de puta no está aquí!

La voz contrariada de Sawhill respondió por radio:

—¿Que no está ahí?

—Negativo.

—Rodríguez, Holtz, decidme que lo tenéis ahí atrás.

—Lo siento, señor; aquí no hay nada, ningún movimiento.

Sawhill estaba exasperado.

—¡Teníamos ese sitio vigilado cinco minutos después de la llamada al 911! ¿Adónde ha ido? Empezad a ir puerta por puerta, comprobad cada apartamento.

—¿Y la orden judicial? —preguntó Alexander.

—Hay un asesino múltiple suelto por el edificio. ¡Hacedlo!

Stride interrumpió en la radio.

—Déme treinta segundos, señor: hablaremos con la chica. —Hizo un gesto en dirección a la puerta—. Alexander, dame una camisa de ésas, ¿de acuerdo?

El corpulento policía cogió una camisa y se la pasó a Stride, que la usó para cubrir a la chica sobre la cama. Era pequeña y la camisa le llegaba desde la base del cuello hasta casi las rodillas.

—Tranquilízate, ¿de acuerdo? —dijo Stride—. Ahora estás bien.

Se sacó un pequeño cuchillo del bolsillo y cortó la tela que ataba con fuerza sus delgadas muñecas a las patas de la cama. Ribetes de un rojo profundo le desgarraban la piel, y la cuerda presentaba manchas de sangre allí donde ella había luchado por liberarse. En cuanto la soltó, se incorporó de un brinco y le echó los brazos al cuello. Se puso a sollozar, con la nariz sobre su chaleco de Kevlar.

Stride la dejó llorar unos segundos y luego la apartó suavemente.

—¿Dónde está? —le preguntó.

Ella sacudió la cabeza.

—No lo sé.

—¿Cuándo ha dejado el apartamento?

—Hace un rato. No lo sé. Más de una hora, creo. Tenía miedo de que volviera.

Stride no creía que Blake volviera allí nunca.

—¿Qué ha pasado cuando te ha traído a su casa?

—Me ha hecho desnudar. Luego me ha atado a la cama y me ha obligado a hacer una llamada. Me apuntaba a la cabeza con una pistola y me decía exactamente lo que tenía que decir. En cuanto he hecho la llamada, me ha amordazado y se ha ido.

—¿Qué llamada? —preguntó Stride.

De pronto comprendió y lo invadió el horror.

—Al 911. Me ha hecho llamar fingiendo que lo hacía desde fuera, ¿sabes?

—¿Has sido tú quien ha llamado al 911?

La chica asintió muy seria.

Stride sacudió la cabeza.

—Mierda. —Habló por radio—: La llamada al 911 era un farol, señor. Blake se la ha hecho hacer a la chica y se ha largado después de colgar. Lleva tiempo fuera, una hora o más, mientras nosotros nos perseguíamos la cola.

Sawhill, que no maldecía nunca, estuvo muy cerca de hacerlo.

—No puedo creerlo. Comprobad los otros apartamentos de todos modos, sólo para asegurarnos.

Alexander asintió.

—Entendido, señor.

—Seguramente tiene un escondite de reserva en la otra punta de la ciudad —dijo Sawhill—. Vigilad las denuncias de coches robados en este barrio: puede que se haya procurado otro vehículo para llegar allí.

Stride estaba a punto de responder cuando se puso a pensar: Blake había empezado a meterse en su cabeza. No esperaba encontrarse con Amanda en la tienda de donuts, así que tenía que actuar deprisa para sacarse a la pasma de encima. El cerco se iba estrechando y, tarde o temprano, pensaba traer a la policía hasta aquí. Necesitaba una distracción para poder fugarse. Blake estaba ganando tiempo.

Demasiado tiempo, comprendió Stride. No necesitaba invitar a los agentes a una falsa redada para escaparse. Lo que estaba intentando era entorpecerlos, mantenerlos ocupados.

Así podría emprender la última mano del juego.

Stride sintió que se le helaba todo el cuerpo.

—El muy hijo de puta…

Había hablado por radio y Sawhill respondió:

—¿Qué? ¿Qué dice?

Stride se arrancó el auricular. Se sacó el teléfono móvil del bolsillo y marcó. La señal tardó una eternidad en llegar, una fracción de aire estancado y de silencio que iba y venía. Mientras esperaba, empezó a tener pesadillas en plena vigilia.

El teléfono sonaba. El teléfono de su casa. Donde estaban Serena y Claire.

—Cógelo —rogó.

El teléfono siguió sonando. Nadie respondía.

Stride corrió hacia la puerta.