Capítulo 40

Stride cerró los ojos y quiso gritar.

Habían recibido una llamada: un agente caído. El tendero que había telefoneado señalaba a Blake como autor, y Stride y una docena más de coches habían llegado al lugar en cuestión de minutos. Hasta que llegó a la tienda no averiguó la identidad del agente al que habían disparado.

Amanda.

Le entraron ganas de vomitar. Le dolía como si alguien le hubiera clavado un cuchillo de sierra en el estómago y éste le hubiera destrozado la caja torácica hasta encontrarle el corazón.

Stride haba perdido a otros policías en cumplimiento del deber, algunos de ellos buenos amigos, pero nunca a un compañero. En el poco tiempo que habían estado juntos, Amanda había calado en él de una forma especial, como si llenase el vacío que Maggie había dejado en Minnesota. No entendía su sexualidad, pero tampoco le importaba. Era lista y divertida. Y desamparada. A Stride le gustaban los desamparados. Tenía más simpatía por las prostitutas y las camareras de aquella ciudad que por los jefes de casinos con sus trajes de cinco mil dólares o los turistas borrachos y las ratas de convenciones en busca de un objetivo fácil.

Amanda.

El abatimiento se apoderó de su cerebro. Se apoyó contra la pared de la tienda y sintió que sus pérdidas se reproducían en su mente como una película triste.

Si hubiera sido más rápido que Blake. Si hubiera disparado en el aparcamiento del Limelight.

Ése había sido el problema durante toda su vida: no podía liberarse de la culpa. Sus remordimientos se aferraban a él para siempre y se fosilizaban en una pétrea coraza.

No había llegado lo bastante deprisa para verla. Los enfermeros ya estaban cerrando la puerta de la ambulancia cuando él aparcó junto al bordillo. Sus caras lo decían todo. Tensas y lívidas. Una batalla contra el tiempo, una batalla contra la muerte, y ambas estaban perdidas. No esperaban que llegase con vida al hospital.

Estaba enfadado con Amanda por haber ido allí. Era una idea brillante la de seguir el rastro de Blake a través de las tiendas de donuts. Los pequeños detalles siempre eran la perdición de los criminales más listos, aunque se tratara de algo tan simple como una debilidad por la crema. Stride deseaba haber pensado antes en ello, y casi se preguntaba si ésa era la causa de que el autor olvidara el recibo de una compra en Reno: una provocación, una clave. Para ver si lo pillaban. «Pero ¿por qué no pediste refuerzos, Amanda?». ¡Era una lección tan básica! Una de las normas en la academia: nunca te metas tú solo en una situación de alto riesgo; no te hagas el héroe. Y ella lo sabía.

Pero Stride también adivinaba el motivo. Amanda sabía que Blake era listo y que los habría descubierto antes de que ellos le vieran llegar. Cualquiera que hubiera sobrevivido a los extremistas de Afganistán podía olerse una trampa de la policía local. Sólo tenían una oportunidad, una sola visita a la tienda, para cogerle. Amanda no había querido joder aquella ocasión única, así que actuó por su cuenta.

Y también estaba lo otro: el poder restregárselo por las narices a los agentes que trataban de echarla a la fuerza. Para demostrarles quién era y de qué era capaz. El ego. No podía culparla por sentirse de ese modo, pero la culpaba igualmente.

—Podrías haberme llamado, Amanda —murmuró en voz alta.

«Pero Blake te conoce», le pareció oírla justo detrás de él.

La puerta de la tienda se abrió y salieron dos agentes uniformados. No vieron a Stride a su izquierda. Se detuvieron allí fuera y encendieron unos cigarrillos, y el aroma del humo llegó hasta él y le llenó los pulmones del anhelo más intenso que había sentido en todo un año. Se miró las manos, que estaban temblando. Las ansias se convirtieron en necesidad, como si su alma estuviera completamente seca y nada del mundo pudiera volver a llenarla salvo un cigarrillo. Podía saborearlo en sus labios, inhalarlo en su pecho.

—¿Me dais uno? —preguntó.

No los reconoció, ni ellos a él. El más alto, más o menos del tamaño de Stride, con el pelo negro y bigote, asintió y sacó un cigarrillo extra de su paquete. Stride lo cogió y se inclinó para encenderlo con el mechero de aquel hombre.

—Gracias.

La primera calada fue como el paraíso. Como un coro de ángeles. No podía creer que hubiera pasado todo un año sin ello.

—¿La conocías? —preguntó el policía, señalando hacia la tienda con un gesto de cabeza.

Stride asintió. Frunció los labios y expulsó una nube de humo. Dios lo perdonaría, aunque Serena no. Lo necesitaba.

—Es duro, pero al menos así ese bicho raro ha salido del cuerpo, ¿no? —añadió el policía.

Stride oyó un rugido en su mente. Observó la sonrisa del hombre. Se miró el cigarrillo en la mano y de pronto le pareció algo feo y extraño. Una tos áspera mezclada con náuseas acechaba en el fondo de sus pulmones, lista para salir a borbotones y dejarle sin aliento. Tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie.

—Mierda, tío, éstos son caros —dijo el policía.

Stride lo agarró por la camisa y tiró de él con tanta fuerza que sus pies se separaron del suelo. El agente cayó hacia atrás contra el muro de la tienda, y el cráneo y los hombros chocaron contra el estucado. Aturdido, sacudió la cabeza y cayó de rodillas. Stride cerró la mano en un puño, dispuesto a lanzarlo como un mazo contra la cara del hombre. Se agachó para agarrarlo otra vez, pero el tercer policía se interpuso entre ellos.

—¡Atrás, atrás! —le gritó a Stride—. ¿Estás loco?

Lo empujó con fuerza por el pecho, pero Stride no se movió. Sus pies habían echado raíces en el suelo. El policía vacilaba y Stride supo que se estaba preguntando si iba a sacar su pistola.

—¡Vale ya! —le dijo el agente—. Es un bocazas y puede ser muy gilipollas, ¿de acuerdo? Ha sido una estupidez decir eso.

Stride se alejó. Estuvo a punto de cruzar la calle, pero al otro lado había un montón de curiosos. Dio la vuelta y se dirigió a la esquina de la manzana. Ahí había un aparcamiento vacío; sobre la grava había una furgoneta con paneles retroiluminados, con fotos de mujeres despampanantes. Era el típico vehículo que no hace nada más que circular de un lado a otro del Strip, anunciando números de teléfonos de empresas de acompañantes para turistas. Acompañantes que no se parecían en nada a las mujeres de las fotografías.

Otro juego de apariencias en una ciudad de timadores.

Stride se sentó en el parachoques de la furgoneta y deseó rabiosamente no haber tirado el cigarrillo. Sacó su móvil y llamó a Serena, que respondió de inmediato.

—Han disparado a Amanda —le dijo.

—No.

A continuación le dio los detalles. Estaban rastreando las manzanas circundantes, en busca de testigos que condujeran hasta Blake.

—¿Está…? En fin, ¿cuál es el pronóstico? —preguntó Serena.

—No muy bueno.

—Lo siento, Jonny —y añadió—: No te culpes. No podrías haber hecho nada.

—Ya lo sé.

—Mierda, me gustaría estar contigo. Esto me vuelve loca.

—Te mantendré al corriente.

Colgó y trató de quitarse de encima esa sensación de desespero. Al apartarse del camión vio que alguien corría desde la esquina. Era Cordy. Estaba sin aliento, y lo llamó al divisarlo.

—¡Stride! Te estaba buscando…

Stride pensó en el desprecio que Cordy había mostrado por Amanda y sintió que la rabia volvía a crecer en su interior. Tenía la mandíbula tan apretada que no estaba seguro de poder hablar.

—¿Qué? —dijo entre dientes.

Cordy se paró de golpe al adivinar las emociones de Stride. Su boca se redujo a una delgada línea y pareció auténticamente arrepentido.

—Escucha, lo sé, lo sé. Y lo siento, tío, ¿de acuerdo? Lo siento por muchas cosas. Me siento como una basura, de verdad. Amanda es tan policía como cualquiera de nosotros.

Stride asintió. Respiró hondo.

—¿Qué pasa?

—Han llamado al 911. Una prostituta de cerca de Harris Avenue. Ya sabes, esa conejera indeseable cerca de la jefatura central. Dice que ha visto a nuestro hombre llevarse a otra chica de la calle y entrar con ella en un edificio.

Stride frunció el ceño.

—¿Una puta? ¿Blake? Eso no tiene sentido.

—A lo mejor piensa que necesitará un rehén.

—¿Está segura?

Cordy asintió.

—Sí, sí. Jura del derecho y del revés que es el mismo tío. Dice que ha visto el retrato por toda la ciudad.

—¿Tenemos alguna dirección? ¿Un número de apartamento?

—El número no, pero el edificio sí. —Recitó la dirección de memoria—. Hacen falta huevos, ¿eh? Ese tío se ha escondido tan cerca de nosotros que podríamos haberle salpicado al mear por la ventana.

—¿Cuánto hace que lo ha visto esa mujer?

—Cinco minutos, quizá diez.

Stride empezaba a entender lo que había sentido Amanda. Las ganas de ir allí solo. De encontrarse con Blake mano a mano, solamente ellos dos, para poder exigir venganza para Amanda y todos los otros que habían muerto. El policía en el aparcamiento del Limelight. Peter Hale. Tierney Dargon. MJ Lane. Alice Ford. Stride podía ver el rostro de Blake y su sonrisa arrogante cuando sus miradas se encontraron. Quería llegar cuanto antes a aquel bloque de apartamentos e irrumpir dentro, cabalgando en una oleada de furia y adrenalina.

Quince años atrás, tal vez hubiera cometido ese error. Igual que Amanda.

—Voy a llamar a Sawhill —manifestó con calma—. Le necesitamos aquí.

Cordy asintió.

—Ajá. Podríamos acordonar la zona.

—Bien. Quiero coches patrulla a dos manzanas del edificio en cada intersección grande. Pero ni luces ni sirenas. Todo en silencio, ¿de acuerdo? Y que se mantengan fuera de la calle en cuestión. Hemos de impedir que nadie de ese edificio vea a ningún policía.

—Tendremos que movernos deprisa. No sabemos cuánto tiempo se quedará ahí.

—Exacto. Estableceremos una base en Harris dentro de diez minutos, y podemos quedar ahí con Sawhill para trazar nuestro plan.

—¿No deberíamos hacer un reconocimiento? —preguntó Cordy.

Stride se lo pensó.

—Sí, intenta ver si podemos conseguir a una agente de antivicio, alguien camuflada como una prostituta. Que se pasee por delante del edificio y localice un sitio desde el que pueda echar un vistazo a la fachada. Pero no demasiado cerca: si Blake está controlando la calle, no queremos que se asuste.

Cordy ya tenía el móvil en la mano mientras se alejaba.

Stride regresó hacia la tienda de donuts y encontró su Bronco. Quería estar presente cuando se formara el cordón en Harris.

Si Blake se quedaba toda la noche, si se creía seguro, tal vez entonces podrían cogerlo rápidamente, con la mínima violencia.

Por qué la chica, pensó Stride. Sabía que algunos asesinos iban en busca de sexo después de matar, pero no creía que eso encajara con el perfil de Blake. A lo mejor Cordy tenía razón y Blake quería un rehén. Fuera como fuese, aquello complicaba el asalto. Les haría ir más lentos, mientras decidían cómo actuar con un tercer actor en escena. A lo mejor era eso con lo que Blake contaba.