Blake corrió. La noche lo protegía. Atravesó el aparcamiento vacío mientras notaba los cristales rotos que crujían y se dispersaban bajo sus pisadas. Cuando alcanzó la calle Ocho se dirigió al noreste, rumbo al barrio popular ubicado en torno al puente de entrada de la autopista 95. Aminoró el paso al cruzar Stewart Avenue y luego volvió a correr cuando quedó fuera del alcance de las luces de la calle.
Había abandonado su coche a tres manzanas en la dirección opuesta; pero era robado, y podía robar otro perfectamente. Su apartamento estaba sólo a un kilómetro de distancia, y resultaba más seguro ir a pie.
Había un montón de desconocidos a su alrededor. Era más de medianoche y la mayoría de ellos también huía de la ley, vendía drogas o las consumía. Miraron en su dirección al ver que corría, para asegurarse de que no lo estuviera persiguiendo ningún poli; aparte de eso, no le prestaron mucha atención. Cuanto más penetraba en aquel barrio, menos personas veía, hasta que estuvo solo. Entonces volvió a caminar.
Vio el puente de hormigón ahí delante. Las casas a su alrededor se encontraban en un estado ruinoso, con cercas derrumbadas, estucado rosa agrietado y puertas que colgaban de sus goznes. Había unos cuantos coches polvorientos aparcados sin orden ni concierto en los patios. Pasó por delante de un par de viejos carritos de venta ambulante tirados en la acera cuyas ruedas se habían caído.
Las sirenas irrumpieron en las calles adyacentes. Blake se escabulló entre las sombras cerca de una de las casas. Echó un vistazo al tráfico detrás de él y vio las luces rojas de un coche patrulla que se apresuraba en dirección al café. La noticia había corrido. Ahora ya no quedaba mucho: sólo unos minutos antes de que la policía invadiera el barrio para acordonar toda la zona.
Caminó deprisa. Al pasar por una casa con ropa colgada en un tendedero combado, se deslizó por la verja y cogió una camisa tejana que se puso sobre su camiseta blanca. En el suelo había una gorra de béisbol, y también se la puso. Empezó a tirar de su barba falsa. En los vaqueros guardaba un pequeño frasco de disolvente para casos de emergencia, y rápidamente intentó quitarse el máximo de pelo y pegamento de la cara. No quedó perfecto, pero al menos a primera vista volvía a ser un hombre sin barba.
Blake pensó una estrategia. Siempre había supuesto que la policía acabaría por estrechar el cerco, pero había contado con tener un par de días más y algo más de espacio vital para poner en marcha sus planes. Ahora no lo tenía. Debía actuar de inmediato. Esa noche.
Fue entonces cuando comprendió que, en realidad, el tumulto de la búsqueda policial podía actuar en su favor.
Sólo necesitaba unas cuantas horas.
Blake pasó por debajo del puente. El tráfico de la autopista rugía por encima de su cabeza, provocando un estruendo en sus oídos y una vibración constante que retumbaba bajo sus pies. Sus ojos recorrieron la superestructura de hormigón, en busca de atracadores o bandas. Era fácil que te atraparan ahí, sin salida por los laterales y con un camino fácil de bloquear tanto por delante como por detrás. Pero no vio a nadie salvo a una prostituta, sentada y con la espalda apoyada en uno de los pilares.
No sabía por qué esa mujer se encontraba allí. No se hacía negocio en aquella zona. Entonces vio que estaba fumando y esnifando alguna raya ocasional de cocaína en un pedazo de papel de aluminio arrugado. Blake se detuvo y la miró, estrujándose la cabeza en busca de un plan. Era joven; aunque se esforzaba por aparentar veintiún años, sospechó que no tendría más de quince. Llevaba botas de caña y una chaqueta de piel falsa, los labios mal pintados y el pelo teñido de un rubio platino casi blanco. Vio que la observaba y esbozó una sonrisa colocada. Luego abrió las piernas y él vio que no llevaba nada debajo de la falda. Entonces deslizó una mano hacia abajo y con dos dedos se separó los labios rosados.
—Veinte pavos, cariño —murmuró.
Blake se inclinó, la agarró por el cabello rubio y la obligó a tirarse al suelo. El cigarro encendido se le cayó sobre el pavimento.
—¡Oye! —gritó ella—. ¡Eso duele, cabrón!
Él la abofeteó con fuerza.
—Cállate.
Ella lo miró a los ojos e intentó correr, pero la tenía inmovilizada por el hombro y tiró de ella hacia atrás. La chica adoptó una expresión de pavor y se tocó suavemente la mejilla enrojecida. Su voz volvió a ser la de una niña, débil y asustada.
—No me hagas daño.
—No lo haré. Cállate y escucha. Tengo doscientos pavos. Son para ti si pasas la noche conmigo.
A ella le cambió la cara, dominada por la avaricia, y le dedicó una sonrisa de falsa seducción:
—¿Doscientos pavos? Claro, cielo, eso está hecho. Pero mira, no lo hago por el culo, ¿vale? Hago todo lo demás, pero eso no.
Blake la cogió del codo y la empujó para que caminara a su lado.
—Bien. Vamos, mi casa está a unas manzanas.
—¿Tu casa?
—Mi apartamento.
La chica se esforzaba por mantener el mismo paso que él con sus botas de tacón alto. Pareció nerviosa ante la idea de ir a su apartamento.
—Trescientos pavos —dijo Blake, incitándola a ir más deprisa.
—¡Trescientos! Vale, muy bien, muy bien.
Se la llevó de debajo del puente y continuó por la Ocho hasta donde ésta acababa en la Nueve, y allí giró hacia el norte. Sus ojos estaban en constante movimiento. Ahora podía oír las sirenas por todas partes. Los coches patrulla empezaban a desplegarse a su alrededor.
—Esta noche hay un montón de polis —dijo la chica.
Blake vio un destello amarillo en la calle que les quedaba enfrente. Sabía lo que era: uno de los agentes con chaleco reflectante que patrullaban por la zona en bicicleta.
Se volvió hacia la joven prostituta.
—Bésame.
Antes de que la muchacha pudiera reaccionar, se agachó y presionó con fuerza sus labios contra los de ella. Ella respondió ávidamente y lo rodeó con sus brazos. Olía a perfume de niña pequeña y los labios le sabían a humo. Su respiración era rápida y Blake le notó el pulso, que se le aceleraba en la garganta a causa de las drogas.
Detrás de él, oyó que el policía en bicicleta aminoraba la velocidad y les observaba.
«No te pares», pensó Blake. No necesitaba otro cadáver y a una prostituta gritando histérica entre sus brazos.
—Oye, tú —lo interpeló el agente.
Blake liberó sus labios de los de la chica y se giró hacia la calle lo justo para poder ver al policía, mostrando sólo una sombra de su perfil. Esperaba que el agente no pudiera ver la goma que llevaba pegada a la cara.
—¿Qué pasa? —replicó Blake.
—Mira, amigo, los dos sabemos lo que es esa chica. Lo único que puedo decirte es que te asegures de utilizar un condón, ¿de acuerdo?
La prostituta se zafó de los brazos de Blake.
—¡Eh! —gritó.
El policía se rió.
Blake la cogió de la cintura y se dispuso a llevársela hacia la calle Nueve. La chica gritó una obscenidad y escupió en dirección al policía.
—Es peleona —dijo éste—. ¡Recuerda lo que te he dicho!
—Gracias, agente, lo siento mucho —respondió Blake sin mirar atrás.
Suspiró aliviado al oír que la bicicleta se alejaba. Cogió a la chica y le inmovilizó la mandíbula con el puño.
—Ni una palabra más antes de llegar a mi casa o se acabó el trato. Si vemos otro policía haz como si fueras mi novia y cállate la jodida boca. ¿Está claro?
—¿Has oído lo que ha dicho? —respondió la chica—. Como si yo tuviera alguna clase de enfermedad…
—Seguramente la tienes.
La joven echó la mano hacia atrás para darle una bofetada, pero él la agarró por la cintura y la estrujó hasta causarle una mueca de dolor.
—Ni una palabra —repitió Blake.
Tiró de ella hasta que quedó a su lado.
Se alegraba de que ahora estuviera callada, sacando el labio inferior como si hiciera un mohín. Cruzaron Bonanza y pasaron por el edificio de la Metro, en el centro. Estaban en mitad de la noche, pero había policías yendo y viniendo entre las palmeras que flanqueaban la entrada. Notó que la chica se ponía tensa y le susurró:
—No te preocupes por eso. Tú sigue andando.
Era como esconderse a plena vista. Se preguntó qué pensaría Jonathan Stride cuando descubriera que Blake había estado viviendo a sólo unas manzanas de la jefatura central. Fieles a las formas, nadie los miró, ni a él ni a la chica, cuando pasaron por delate del edificio y continuaron hacia el final de la calle Nueve. Llegaron a un callejón estrecho limitado por un muro de piedra cubierto de graffiti. A su izquierda había un patio con restos de rótulos de casino abandonados: el lugar donde los viejos neones de la ciudad iban a oxidarse y morir. La hizo entrar en el callejón, que estaba oscuro y desierto, y ella lo miró, de nuevo asustada. Empezó a retorcerse para escapar, pero él la sujetaba con fuerza.
Aquella zona parecía un panal de callejones sin salida. Se veía el fulgor ocasional de algún cigarrillo en los negros espacios entre las casas decrépitas. Había otras señales de vida: toses, conversaciones entre dientes, gente que no quería que la encontraran. Se quedó en mitad del callejón, y ahora la chica se pegó a él.
Cuatro manzanas más abajo, giró por su calle. Se detuvo, observando cuidadosamente, oliendo, escuchando. Aquí ya no había ningún dispositivo de vigilancia, y aunque ya se lo esperaba convenía andarse con ojo. Subió hasta el segundo piso del bloque de apartamentos de color marrón chocolate, que estaba a un paso de convertirse en ruinas. Vio ropa colgada de los balcones. Había una motocicleta aparcada cerca de una puerta. Una triste palmera descendía casi hasta la acera.
—Vamos —le dijo él.
Blake la empujó al interior del edificio y subieron las escaleras hasta la segunda planta. Su apartamento estaba en la parte de atrás. En el pasillo, se detuvo otra vez y escuchó. Había un televisor encendido en el primer apartamento y oyó las risas enlatadas de una telecomedia. Una pareja hacía el amor en otro de los pisos, y oyó unos gemidos exagerados.
—Oye, creo que la conozco —dijo la chica alegremente.
—Cállate y sigue.
Repasó todos los chivatos que había dejado en la puerta de su apartamento: una hebra en la bisagra y un pelo pegado cerca del suelo. Todo estaba sin tocar; no había entrado nadie. Abrió la puerta e hizo pasar primero a la chica de un empujón. Con la puerta ya cerrada, le dio al interruptor.
—El dormitorio está ahí —dijo, señalando una puerta en la pared de la derecha—. Entra y quítate la ropa.
—¿Y mi dinero? —preguntó la chica.
Blake suspiró, buscó en su cartera y sacó ocho billetes de cincuenta dólares. A la chica le brillaron los ojos.
—¿Cuatrocientos pavos? ¡Increíble! Eres el mejor. Voy a cabalgarte todo el tiempo que seas capaz de aguantar, ¿sabes?
—Entra, desnúdate y espérame.
—De verdad que no necesitas condón: no tengo nada.
Blake hizo un gesto con la mano en dirección al dormitorio y la chica se apresuró a entrar, con el dinero bien aferrado en su mano.
Blake escudriñó el apartamento, calculando lo que iba a necesitar. Ya tenía su pistola, que recargó rápidamente, su cuchillo y un teléfono móvil robado. Cogió un nuevo rollo de cinta de embalar para sustituir la que había dejado en el coche robado. Miró a su alrededor para comprobar si había alguna prueba que tuviera que destruir, pero decidió que ahora no importaba.
Ya no iba a volver.
Blake cogió la caja de plástico que había sacado en una máquina de chicles. En su interior sonaron dos dientes humanos. Hizo unos juegos malabares con ellos, miró sus raíces puntiagudas y pensó otra vez en Amira. Había recorrido un largo camino desde el día en que la vio por primera vez en aquella revista y puso al fin un bello rostro a la voz que llevaba toda la vida oyendo en su cabeza.
Podía verla ahí, en el tejado del Sheherezade. Su cuerpo desnudo en el agua fría de la piscina. Imaginó sus gritos desesperados pidiendo una ayuda que nunca llegó.
Ahora, él estaba dispuesto a responderle.
Sólo quedaba una última cosa que hacer.
Blake fue al dormitorio. La chica estaba tumbada encima de la cama, curvando su cuerpo desnudo sobre las sábanas arrugadas. Los senos apenas le sobresalían del pecho y tenía unos pezones como picaduras de mosquito. Sacudió sus piernas abiertas.
—¿Estás listo, cariño?
Blake se sentó en la cama, a su lado. Ella le dedicó una gran sonrisa adolescente, y entonces él le tapó la boca con una mano y le pegó el cañón de la pistola en la frente, entre sus ojos aterrorizados.