Capítulo 38

Faltaban diez minutos para medianoche, pensó Amanda.

Podría estar en casa con Bobby, haciéndole el amor como más le gustaba, tumbados de lado, cara a cara, frotándose. Calor y seguridad bajo las mantas. O podría estar ahora mismo en el Spyder, en la autopista del desierto a California, dejando Las Vegas atrás para siempre a muchos kilómetros por hora, surcando la noche oscura del valle de la Muerte. Una nueva vida.

Pero no.

Estaba sola, sentada en un puesto de donuts a varias manzanas del centro. Se le estaba enfriando el café y de vez en cuando alzaba la vista, hipnotizada, a medida que hileras de rosquillas refulgentes salían por la cinta transportadora, empapándose de glaseado. Había un flujo constante de noctámbulos que entraban y salían. Ella era una más entre el puñado de personas que esperaban dentro, de espaldas a la puerta, con un periódico en las manos y un donut a medio comer sobre una servilleta delante de ella. Llevaba una hora royéndolo.

Está bien, en realidad era el cuarto.

Lo cierto era que la adrenalina bombeaba a través de sus venas junto con el azúcar. Le había llevado varias horas encontrar este sitio; había ido de puesto en puesto por toda la ciudad, antes de que el hombrecillo asiático de detrás de aquel mostrador cogiera el retrato y asintiera con vigor.

—Sí, claro, viene aquí. Día, noche, dos veces al día. Siempre lo mismo. Media docena de normales y Sprite.

—¿Está seguro? —le preguntó Amanda—. Este tipo cambia mucho de apariencia.

—Oh, sí, está diferente. A veces rubio, a veces barba, a veces viejo, a veces joven. Pero siempre pide lo mismo. Media docena de normales y Sprite. Es él.

—¿No le ha parecido extraño que siempre tuviera un aspecto distinto?

El hombre asiático se encogió de hombros.

—Esto es Las Vegas.

Aquello le bastó a Amanda.

Estaba esperando a Blake. El dependiente afirmaba que esa noche aún no había venido, así que había grandes posibilidades de que entrara a por una dosis tardía. Estaba sentada de modo que él no pudiera verle el rostro y se había puesto una gorra de béisbol, con la visera bajada. No estaba segura de que él conociera su cara, pero tenía que suponer que sí. Le quería dentro de la tienda, en un espacio reducido, y no afuera, en la calle, donde pudiera echar a correr.

Era lo más peligroso que había hecho nunca, y trataba de no pensar en ello. Dijo por radio que se tomaba un descanso de una hora y luego desconectó el walkie-talkie. Estaba completamente sola.

Sabía que debería haber pedido refuerzos. Ése era el procedimiento. Podrían haber rodeado aquel sitio y montar una operación de vigilancia, pero Amanda no estaba segura de que le hubieran permitido entrar en la tienda, y era ahí donde quería estar. También pensó que Blake era lo bastante listo como para detectar el dispositivo a seis manzanas de distancia, y en ese caso habría desaparecido y no habría regresado nunca a la tienda. Sólo había una oportunidad de que saliera bien: hacerlo ella sola.

Podría haber llamado a Stride, pero él hubiera querido seguir el procedimiento habitual. Nunca, ni en un millón de años, le habría permitido exponerse sola a tal peligro. Hubiera querido estar allí con ella, y sabía que Blake lo detectaría.

Una parte de sí misma quería ponerse a prueba. Traer a Blake allí ella sola y luego extender su dedo corazón al salir por la puerta.

Bajó el periódico y cogió su café. Frío. Quiso pedir uno caliente, pero prefería no llamar la atención. El dependiente asiático se afanaba detrás del mostrador, ocupado con los donuts. Amanda le había pedido que mantuviera la calma, que no mostrara ninguna reacción, que no la mirase cuando entrara Blake. Esperaba que pudiera hacerlo. No le había contado que el hombre del retrato estaba buscado por homicidio múltiple.

Casi medianoche.

La campanilla de la puerta anunció a un nuevo cliente. Amanda le dio un mordisco al donut y cogió el periódico. No miró a la persona que pasaba, tan sólo escuchó las fuertes pisadas y supo que era un hombre. Quienquiera que fuera se dirigía con paso decidido al mostrador.

Amanda oyó al dependiente asiático.

—Hola jefe. —Y luego añadió—: Lo de siempre, ¿no? Media docena de normales y Sprite.

Error. Esperaba que Blake no reconociera la artimaña.

Amanda bajó el periódico y cogió su café al mismo tiempo, con una escueta ojeada al mostrador. El hombre no la miraba. Vio cabello rubio. Tenía la altura adecuada, así como la constitución enjuta y robusta.

Observó al dependiente utilizar una paja para coger los donuts calientes de la hilera y ponerlos en una caja. No la miró. Llenó la caja, luego abrió el frigorífico y sacó un refresco en botella de plástico.

—Aquí tiene, jefe.

—Gracias —dijo el hombre.

¿Era la misma voz que había oído a través de las interferencias del móvil de Stride?

Ahora estaba pagando. Debía estar lista cuando se diera la vuelta, con la pistola preparada en la mano, apuntando, dispuesta para disparar. «Es veloz como un rayo», le había dicho Stride. Pensó en Sawhill: «Si lo tienes a tiro, apuntas y disparas».

Amanda se llevó la mano a la espalda y agarró la culata de su Glock, deseando no tener la palma sudada. La extrajo silenciosamente y se la puso en el regazo, debajo de la mesa.

No apartaba los ojos de Blake. Si es que era Blake.

—¿Tiene once centavos?

—No.

—Está bien, jefe.

El hombrecillo asiático buscó cambio y le tendió la palma al hombre del mostrador.

El tiempo empezaba a congelarse.

El hombre cogió su cambio, pero entonces extendió el brazo más allá de la caja, agarró al hombre asiático por la garganta y en un instante levantó todo su cuerpo y lo hizo pasar por encima del mostrador. Las monedas se desparramaron por el suelo. Amanda se quedó boquiabierta; saltó de su asiento y la silla se tambaleó detrás de ella. Se lanzó hacia delante blandiendo el arma.

—¡Policía! ¡No se mueva!

Apuntó, pero Blake ya tenía al asiático suspendido delante de él y la pistola en su cabeza. Al dependiente, aterrorizado, se le salían los ojos de las órbitas, y la orina empezó a gotearle de la pernera mientras Blake lo sostenía en el aire.

Amanda y Blake se miraron. Otra vez llevaba barba. Pómulos más prominentes. Gafas. Pero era él. Sus labios se curvaron en una sonrisa.

—Muy bonito, detective —dijo—. Me preguntaba si mi adicción a los donuts no acabaría trayéndome problemas. Pero están tan buenos, ¿verdad?

—Baja el arma y suelta a ese hombre. El edificio está rodeado, Blake. No irás a ninguna parte. Acabemos con esto sin más violencia, ¿de acuerdo?

Blake sacudió la cabeza.

—Ahí fuera no hay nadie, Amanda.

Conocía su nombre. Daba miedo.

—Se han mantenido en la retaguardia mientras no aparecía. En cuanto has entrado, les he dado la señal por radio. No hay escapatoria.

Blake asintió.

—Excelente. Una señal por radio. Buen intento, Amanda, pero he trabajado durante años con personal militar mucho mejor entrenado que cualquier cuerpo de policía. No hay nadie en la zona. Sólo tú y yo. He estado observando cómo te bebías tu café y te acababas cinco donuts en la última hora.

—Eran cuatro —dijo Amanda—. Baja el arma.

—Si no me sigues conservarás la vida —ordenó Blake—. Igual que este buen hombre de aquí.

Empezó a retroceder por el pasillo que conducía a los servicios y a la puerta de emergencia que daba al exterior. Amanda había comprobado antes esa salida. Llevaba a un aparcamiento vacío, con cristales esparcidos, que llegaba casi a la calle Ocho.

Amanda lo siguió con cautela, con el arma apuntada hacia él.

Ahora deseaba haber pedido refuerzos. Sabía que no había nadie al otro lado de la puerta, y si Blake se escapaba desaparecería por las calles del centro. Otra vez se escabulliría entre sus dedos.

Apuntas y disparas.

Pero no podía. No lo tenía fácil. Ni tampoco podía arriesgarse a que Blake disparase primero contra el dependiente.

Blake casi estaba en la puerta.

—Ahora, nosotros dos nos marcharemos. No me obligues a matarlo. Quédate donde estás.

—Atraviesa esa puerta y te abrirán la cabeza como si fuera una sandía, Blake.

Bravatas y mentiras. Ambos lo sabían.

Estaban a dos metros de distancia. Blake ya tenía la espalda en la puerta de emergencia. Esperó allí, vacilante, sin que ella supiera muy bien por qué. ¿La creía? ¿Se estaba preguntando si realmente había una unidad de los SWAT apostada ahí fuera?

La campanilla de la puerta volvió a sonar: un nuevo cliente entraba en la tienda. Amanda titubeó y entonces Blake le lanzó encima el asiático, cuyo cuerpo surcó el aire desaforadamente y dio con los dos en el suelo como si fueran bolos.

Al caer, Amanda oyó cerrarse la puerta de emergencia mientras Blake salía disparado y se desvanecía. Soltó una maldición, se desembarazó del asiático y se puso en pie como pudo.

Se abalanzó hacia el pasillo.

Ya en la puerta, se detuvo.

¿Blake estaría corriendo o bien esperándola?

Amanda alzó su pistola, abrió la puerta de una patada y vio cómo ésta se precipitaba contra la pared opuesta del edificio.

Cuando la puerta se abrió de golpe y golpeó la pared, Blake supo que Amanda era lista.

Retrocedió y estuvo a punto de disparar. Su dedo acariciaba el gatillo, llevado por el instinto, y en el último momento comprendió que Amanda no aparecería detrás de la puerta: esperaba a que él disparase, delatando así su posición.

Su bala, luego la de ella, y estaría muerto. Buena treta.

Sabía que hay que respetar al enemigo.

Así que no disparó. Ella no sabría dónde estaba. Ahora le tocaba a Amanda elegir.

«Maldita sea. No ha disparado».

Izquierda o derecha, pensó ella.

Tenía que decidirse. O estaba en el lado izquierdo de la puerta o bien en el derecho. O bien estaba corriendo, huyendo, y cada segundo de duda le proporcionaba más tiempo.

Se tiraría al suelo, rodaría y abriría fuego. Si elegía la opción acertada tendrían las mismas posibilidades los dos, pistola contra pistola, hombre contra… mujer.

Si elegía la opción equivocada, estaba muerta. Así de sencillo. Izquierda o derecha.

La izquierda era la única dirección que tenía sentido. La puerta se abría hacia la izquierda. En la derecha quedaba expuesto. En la izquierda, la puerta lo cubría y le obstruiría a ella la visión durante una milésima de segundo crucial, con lo que Blake tendría ventaja. Si estaba a la derecha, la ventaja era para ella. Y él lo sabía.

A no ser que pudiera leerle la mente y adelantarse a sus pensamientos, y comprender que ponerse a la derecha jugaba a su favor si ella iba primero a la izquierda, dándole la espalda. Una apuesta. Un riesgo. Las Vegas.

Pero mejor no pensar tanto: se estaba enfrentando a un estratega, que elegiría lo que le diera más posibilidades de sobrevivir. Lo que significaba que la estaba esperando a la izquierda.

O bien estaba huyendo.

Ya era hora de moverse.

Amanda pensó en Bobby. Notó el sabor de su último beso.

Pateó la puerta por segunda vez y, mientras la luz se derramaba en el exterior, se lanzó y rodó sobre el pavimento y quedó de rodillas en la izquierda con el arma apuntada. Sólo tuvo el tiempo justo de que la imagen llegara a su cerebro, la franja vacía de pared detrás de la puerta, para comprender su error. Reaccionó al instante. No disparó. Empezó a girar, a darse la vuelta, a moverse.

Rápido. Vertiginosamente rápido. Pero no lo suficiente.

Él la esperaba a la derecha, con el arma preparada. Sabía que ella iría a la izquierda, porque la habían entrenado para que actuara de ese modo, y los policías eran criaturas de entrenamiento. No hubo sorpresa, placer ni tristeza cuando se confirmó. En todas las luchas había un ganador y un perdedor, y no era ninguna vergüenza perder con dignidad.

Era muy rápida. Estaba impresionado.

La mayoría de los policías se habrían paralizado o habrían dudado, pero ella se volvió de una forma perfecta, corrigiendo su error para girar hacia el otro lado. Si hubiera elegido la derecha, seguramente habría disparado la primera.

Pero no.

Blake apretó el gatillo.

Fue un instante muy breve, aunque pareció eterno.

Amanda estaba en un precipicio, una angosta torre de piedra. A su alrededor había otras cumbres, un ejército de colosos de granito, muchos de ellos magníficas montañas que atravesaban las nubes y trepaban hasta el cielo. Ella se encontraba de pie en el borde mirando hacia abajo, pero al fondo no se veía el mundo, la tierra esmeralda; sólo una bruma. Supo que podía volar.

Cuando miró detrás de sí, Bobby estaba ahí, con lágrimas rodándole por las mejillas, y ella no entendió por qué estaba tan triste cuando era tanta la dicha de encontrarse allí.

Amanda le sonrió, le lanzó un beso y luego, con los brazos abiertos de par en par, dio un paso en el aire.