Blake soltó una nube de acre humo de cigarrillo que quedó flotando alrededor de su cara. Cogió su copa y tomó una pizca de sal del borde y un trago agridulce de margarita. En realidad despreciaba las bebidas con lima que todos los turistas saboreaban en Cancún; prefería cerveza o whisky. Pero un letrado pelirrojo de la convención de abogados especialistas en quiebras que se celebraba en la ciudad, con gafas de sol, una etiqueta con el nombre y un margarita no llamaba especialmente la atención. No era más que otro picapleitos bebiéndose las penas y esperando que sea su día de suerte mientras flirtea con la camarera de veintitantos.
Se sentó a una mesa redonda en la última fila de la sala de espectáculos del Limelight. Otras personas se apiñaban a su alrededor, agitando los cubitos de hielo, hablando demasiado alto, tosiendo y soltando gases. Costaba ver las caras con las luces tenues y los cuerpos moviéndose en sus asientos, tapándole la vista, pero ya había identificado a los de seguridad antes de que empezara el espectáculo. Dos corpulentos detectives se agazapaban junto a una mesa delante del escenario, lamentablemente obvios con sus trajes y corbatas. Un agente hispano, un fino ejemplar con el pelo negro peinado hacia atrás y una perenne mirada lasciva, rondaba por detrás, escudriñando sin cesar a la multitud. Estaba tan cerca que casi podía tocarlo. En las paredes de la derecha y la izquierda, de pie, había dos de los chicos de Premium Security. Blake los conocía. Enormes, seguramente con genes de gorila. Y con cerebros del tamaño de una nuez. De hecho había saludado con un gesto a uno de ellos, pero el tipo se había limitado a devolverle una mirada aburrida, sin penetrar en su disfraz. Blake no pudo evitar reírse.
Claire se encontraba en el escenario. Era su segundo espectáculo y ya era más de medianoche. Normalmente la música no le decía gran cosa, pero le gustaba la voz de Claire. Tenía un tono gutural muy country, y había cierta tristeza en su manera de cantar que le hacía pensar en lo que había sufrido siendo niño. Rara vez visitaba aquel compartimento de su alma, pero la voz de Claire lo convertía en algo bueno, como si pudiera guiarte hacia tu interior y hacerte creer que era la pérdida lo que te mantenía vivo; que añorar una cosa podía ser más hermoso que poseerla.
No es que realmente lo creyera.
Pensó en su madre adoptiva, Bonnie Burton. Dos décadas después aún le ponía la carne de gallina. Era absurdo cuánto la había querido y cuánto había deseado complacerla. En realidad odió mucho más a su padre, por ser él quien permitía que todo ocurriera sin hacer nada por detenerla. Al principio Blake incluso disfrutó poniéndole los cuernos, cuando empezó a tener relaciones sexuales con Bonnie. Aún podía sentir sus manos. Le ponía furioso el hecho de que, cuando pensaba en ella, a veces tuviera una erección. El hecho de que aún lo controlara de esa manera. Solía decirle que él era su mejor amante, que nunca le haría daño, que su cuerpo le pertenecía a él. Su cuerpo de senos caídos y cintura con forma de donut.
Una vez le dijo que sería una gran idea que matara a su padre para que así pudieran estar ellos dos solos. Su padre, que estaba al corriente de lo que ocurría en el dormitorio, que no se preocupaba o estaba demasiado asustado para hacer lo más mínimo.
Él contestó que sí, que sería una buena idea; lo que no añadió fue que la mejor idea de todas sería matarlos a los dos. Un mes más tarde, se encontraba de pie en el oscuro jardín contemplando cómo los consumían las llamas.
Pensó en el chico de la calle Summerlin, Peter Hale. Había resultado toda una lección darse cuenta de que no era la roca por la que se tenía a sí mismo; de que la furia podía regresar y cegarlo temporalmente. Había estado observando al niño mientras lanzaba la pelota contra la puerta del garaje. El balón, hipnótico, iba de un lado a otro, bang, bang, una y otra vez. No le costaría sonreírle al chico, entrar dentro, rebanarle el cuello a Linda Hale y volver al coche. Y tal vez lanzar la pelota un par de veces con el crío. Pero entonces pensó que dejaría a ese chico sin madre, y supo que no podía hacerlo. Se quedó paralizado. Bang, bang, una y otra vez. Un niño feliz. Un niño que tenía todo lo que Blake no había tenido nunca, por ningún motivo en concreto; un niño que no tenía a una Bonnie en su vida, al que no habían separado de su madre verdadera, ni a ésta la había matado Las Vegas. La ira creció como un remolino de polvo brotando de la arena. Envidia enfermiza. Indignación. Se apoderó de él con tal fuerza que creyó que iba a partir el volante por la mitad. Fue entonces cuando, sin más vacilación, puso el coche en marcha y pisó el acelerador a la caza del chico, con intención de eliminarlo, deseando verlo desaparecer en la nada debajo de sus neumáticos.
A veces, la nada era una bendición.
En la sala de espectáculos del Limelight, Blake pestañeó. Llevaba demasiado rato ausente, desconcentrado. Los recuerdos le causaban ese efecto. La culpa era de la seductora voz de Claire, que en cierta forma era soñolienta y al mismo tiempo afilada como una cuchilla de afeitar en su cintura.
Céntrate, se dijo a sí mismo.
«Amira».
Blake tenía que actuar con rapidez. Había asistido varias veces a la actuación de Claire, y sabía que quedaban tres canciones de aquel segundo turno. Ahora tenía que irse, o se arriesgaba a verse atrapado por la masa sudorosa de fans que se abriría paso a codazos hacia la salida. Dentro de unos minutos podría aprovechar el caos de la multitud para apartar a Claire lejos del muro de seguridad que la protegía.
Sabía cómo hacerlo. Con ayuda de la propia Claire.
Cuando terminó la siguiente canción, un punzante tema del One Moment More de Mindy Smith, Blake se levantó durante los aplausos y avanzó con cuidado entre las mesas hasta la puerta más cercana. Llevaba una chaqueta deportiva, camisa, corbata, vaqueros y zapatos de vestir. De vuelta en el casino, apagó su cigarrillo en una máquina tragaperras y avanzó hasta las puertas de vidrio que conducían al aparcamiento. Rápidamente oteó el reducido espacio. El Boulder Strip quedaba a su izquierda, y un carril central de dos sentidos daba acceso a la serie de filas en que los coches se encontraban aparcados en batería. Su sedán marrón estaba en la parte de atrás, el mejor sitio para saltarse la separación y salir directamente a la autopista.
Un policía de paisano estaba apoyado sobre el techo de un Caprice Classic rojo cerca del carril central, con los ojos puestos en la gente que entraba y salía del casino. Blake sintió que sus miradas se encontraban y experimentó una breve desazón, mientras se preguntaba si el hombre lo habría reconocido. Con un movimiento de cabeza amistoso, Blake pasó despreocupadamente por delante, directo a su sedán. No miró atrás, pero escuchó con atención a la espera de un ruido de pasos siguiéndole. No oyó nada.
Entró en su coche y sacó el teléfono móvil. Esperó diez minutos, hasta que vio la gente que emergía del casino, abandonando la sala de espectáculos, y entonces marcó un número. Claire respondió de inmediato. Le encantaba su voz, incluso cuando estaba hablando en lugar de cantar.
—Soy el detective Jonathan Stride —le dijo—. Trabajo con Serena.
La oyó respirar y se la imaginó aún sofocada por la actuación.
—Ya veo —dijo tranquilamente.
—Necesitamos que salgas afuera ahora mismo, Claire.
—¿Dónde está Serena? —preguntó ella—. Creía que vendríais a recogerme los dos aquí.
Blake frunció el ceño. No disponía de mucho tiempo y tenía que pensar con rapidez.
—Serena está ocupada. Creemos que no debemos esperar más. Ahora mismo estoy en el aparcamiento del casino. Es un Caprice Classic rojo de la segunda fila. Cuanto antes llegues, mejor.
—¿Es seguro?
—Tenemos a gente vigilando todos tus movimientos —y añadió—: Para ser sinceros, si ese tío está aquí lo que queremos es hacerle salir, no ahuyentarle.
—En otras palabras, quieres ponerme en un anzuelo y dejar que me retuerza como un gusano —respondió ella.
Blake sonrió.
—Algo parecido.
Claire esperó un poco antes de contestar.
—Muy bien, si es así como lo queréis hacer… Os veo dentro de cinco minutos.
Stride entró en el abarrotado garaje enfrente del Limelight. Pasó de largo la caravana de taxis y aparcó en una esquina del andén.
—El espectáculo ha terminado —dijo.
Salieron del Bronco. Stride utilizó su placa para deshacerse de un empelado y entraron, empujando a la gente que salía rumbo al aire cálido de la noche.
—¿Estás seguro de esto? —le preguntó Serena.
Stride sabía a qué se refería: Sawhill había propuesto que Claire se quedara en casa de ellos dos mientras cazaban a Blake. ¿Seguro sobre dejar entrar a Claire en su casa? ¿Seguro sobre dejar que sedujera a su novia delante de sus narices?, pensó. No, no estaba seguro.
—Debemos cuidar de ella —dijo Stride—. Sawhill tiene razón. Será mucho más fácil si se aloja en nuestra casa.
—No pensé que fuese a aceptar —comentó Serena—. Es muy independiente.
—Será tu encanto —le dijo Stride, y vio que ella se ruborizaba.
La sala de espectáculos estaba casi vacía. Las camareras recogían vasos de vino medio llenos y servilletas mojadas de las mesas. Serena le hizo señas a Cordy, que se encontraba en el escenario junto a la salida de los artistas. Estaba charlando con un miembro de la banda de Claire, una rubia de dos tonos con un anillo en la nariz y un águila tatuada en la parte superior del brazo.
—¿Está Claire en la parte de atrás? —gritó Serena.
—Ahí la tienes, mami.
Treparon al escenario.
—¿Algún rastro de Blake? —preguntó.
Cordy negó con la cabeza.
—Nada[37].
—¿No ha entrado ni salido nadie por esta puerta además de la banda? —quiso saber Stride.
—Tú lo has dicho. También he puesto a unos cuantos en la puerta del casino y en la salida de emergencia, para vigilar a cualquiera que intente volver. Nos dieron la lista del personal. No entra nadie a no ser que esté en esa lista, y llevan una identificación con fotografía para asegurarnos.
Stride asintió. Serena y él salieron a través de la puerta del escenario y luego avanzaron unos pasos por un lúgubre pasillo. A su izquierda oyó el tintineo de la porcelana procedente de la cocina. Serena le guió al otro lado, hasta una puerta de madera cerca de la salida de emergencia. Había una estrella de papel mal recortada pegada a la puerta y un fotograma en blanco y negro de Claire. Stride aún no la había visto en persona, y le inquietó un poco comprobar lo atractiva que era. Igual que Serena, era de una belleza aplastante, con unos labios burlones que destilaban sexualidad y una mirada afligida que hacía que te entraran ganas de cuidar de ella.
Serena llamó a la puerta.
—¡Claire!
No hubo respuesta. Serena llamó otra vez, más fuerte.
—A lo mejor está en la ducha —dijo, pero Stride tuvo un mal presentimiento.
Intentó abrir, pero estaba cerrado. Golpeó ruidosamente con el puño.
—Mierda —murmuró.
Se agachó sobre las manos y las rodillas y puso la cabeza en el suelo, para poder mirar a través de la rendija por debajo de la puerta. No vio lo que temía encontrarse: un cuerpo. Pero el camerino parecía vacío y a oscuras.
—Comprobaré en el casino —dijo Stride.
Serena asintió.
—Yo miraré en el otro lado. Tal vez haya salido a fumar.
Stride volvió sobre sus pasos por el pasillo. Oyó a Serena salir disparada por la puerta de emergencia detrás de él. Esquivó ágilmente a una camarera que salía con una bandeja de bebidas y se asomó un momento a la húmeda y tórrida cocina para asegurarse de que Claire no estuviera allí. Continuó y atravesó la puerta doble al final del pasillo rumbo al estrépito del casino.
Un hombre del equipo de seguridad de la casa apenas lo miró. Stride empezaba a angustiarse y agarró al tipo por el hombro.
—¿Ha pasado Claire por aquí? —le preguntó.
—¿Quién?
—Claire Belfort. La mujer a la que estamos intentando mantener con vida.
El hombre se encogió de hombros.
—Ah, ella. La cantante. Sí, ha salido hace un minuto.
—¿Sola?
—Sí, ella sola.
—¿Y no la has detenido? —replicó Stride.
—Oye, nadie nos ha dicho que impidiésemos las salidas. Yo sólo estoy aquí para asegurarme de que no entre cierto tío. Además, ha dicho que había quedado con alguien de la Metro.
Stride empezó a sudar.
—¿Con quién?
—Con un tal Stride.
Stride maldijo y sacó la pistola.
—¿Por dónde se ha ido?
El vigilante señaló la puerta de vidrio que daba al aparcamiento.
—Por ahí.
Stride se escondió el arma debajo de la chaqueta y echó a correr, atrayendo las miradas sorprendidas de los jugadores. Aún había un grupo de personas que habían salido del espectáculo apiñadas junto a la puerta, dirigiéndose poco a poco al aparcamiento. La seguridad de la multitud, pensó Stride. Asesinato, caos; una salida fácil.
Se abrió paso entre la gente para llegar a la puerta, sintiendo que cada instante se hacía eterno. Sabía que sólo disponía de unos segundos, la diferencia entre la vida y la muerte. En el cristal, su reflejo se burló de él. No podía ver el exterior y lo que ocurría allí.
Blake colocó el cuerpo del policía en el asiento de atrás del Caprice Classic. Limpió su cuchillo en el pantalón del hombre y volvió a metérselo en el bolsillo. Cerró la puerta del coche y saludó con una amplia sonrisa a una pareja que se subía al deportivo de al lado.
—Se ha pasado un poco —dijo, gesticulando como si bebiera.
Ellos asintieron sin ningún interés.
Caminó despreocupado hacia la parte delantera del coche y observó a la gente que salía por la puerta del casino. Mujeres con vestidos ajustados, listas para matar. Hombres encendiéndose cigarros y tirándose del cuello de la camisa debido al sudor. Las parejas deambulaban, sin prisa, cogidas de la mano, besándose y riéndose. Nadie le prestaba atención.
Su mirada continuaba fija en la puerta. Dos minutos más tarde, la vio: Claire salió al exterior y sus cabellos se agitaron atrapados por el viento. Se detuvo en la acera y miró alrededor con sus ojos azules. Llevaba una blusa de seda roja de manga larga, vaqueros y tacones altos. Su piel irradiaba frescura bajo la luz de la farola.
Lo vio de pie junto al coche. Él le hizo un gesto de asentimiento y Claire se tomó un par de minutos para estudiarlo. Entonces se bajó del bordillo para caminar hacia él. Blake se quitó las gafas y sonrió. Sus miradas se encontraron.
Ella se detuvo, vacilante, todavía demasiado lejos.
—Soy yo —gritó él.
Claire volvió a caminar, aunque despacio.
Blake vislumbró un movimiento por encima del hombro de ella: un hombre que batallaba por cruzar la puerta del casino; frunció el ceño al darse cuenta de quién era. Stride. El auténtico Stride. El detective tenía la mano dentro de la chaqueta, ocultando un arma. Blake se dispuso a coger también la suya.
—Vamos —apremió a Claire.
Ésta volvió a detenerse y siguió su mirada. Por encima de su hombro vio a Stride. Cuando se dio la vuelta otra vez, se quedó inmóvil, congelada: sus ojos, tras recorrer de arriba abajo el cuerpo de Blake, habían ido a posarse en sus manos. El miedo y el asombro se apoderaron del rostro de Claire.
Blake bajó la mirada hacia sus manos y vio lo mismo que veía ella: sangre.
Por fin Stride se liberó de la multitud y salió a la acera. Claire no podía estar muy lejos. Estudió cada rostro mientras fragmentos de conversaciones flotaban a su alrededor.
«Qué voz».
«Me ha hecho llorar. No recuerdo cuándo me pasó por última vez».
«Increíble. Dios, es increíble».
No conocía a Claire pero esperaba reconocerla por la fotografía de la puerta. Ni siquiera sabía si aún tenía el mismo aspecto. Stride dio algunos pasos sobre el asfalto. Pensó en gritar su nombre, pero tampoco quería llamar la atención sobre ella.
Una rubia lo rozó al pasar. Él le dio la vuelta, y tuvo que disculparse cuando vio que no era Claire.
—Capullo —le espetó la mujer.
Poco le importaba.
¿Dónde estaba? Sus ojos repasaron de nuevo toda la multitud. Claire. Blake. Sabía que ambos se encontraban allí.
«Había quedado con alguien de la Metro. Con un tal Stride».
Oyó otro fragmento de conversación a su izquierda, un quedo susurro:
«¿Es ella?».
«¿Quién?».
«La cantante».
Stride siguió sus miradas. Y entonces la vio, girándose hacia él, y su primera impresión fue un reflejo de la luz de neón en su cabello rubio cobrizo, y luego los ojos azules que se posaban en él. Sintió un gran alivio, pero sólo duró un instante. Detrás de ella vio a un hombre con el pelo rojo, camisa y corbata. Su mente procesó aquel rostro y no percibió ninguna amenaza, pero al volver su atención sobre Claire, su cabeza reaccionó automáticamente.
No era el rostro; era la mirada.
La mirada que lo había estado observando desde el retrato robot.
El hombre le sonrió. Lo conocía. Su mano se iba hundiendo en su chaqueta.
Stride corrió directo hacia ellos.
—¡Claire! ¡Abajo!
Ella quedó petrificada un instante, dividida entre los dos hombres, y luego se metió detrás de un coche aparcado y se tiró al suelo. Stride sacó su arma y se agachó en posición de disparo, con ambas manos en el cañón. Pero fue demasiado lento. Blake se movía como un fantasma: tras dejarse caer al suelo, rodó a su izquierda y volvió a aparecer con su propia arma lista para tirar.
Lo único que pudo hacer Stride fue saltar al asfalto, y al hacerlo notó que se le rasgaba la ropa y el hombro le ardía con el pavimento. Una lluvia de balas pasó zumbando junto a él e impactó contra la ventana del casino, convirtiéndola en añicos como palomitas de maíz.
El caos se desató a su alrededor. Algunos se tiraron al suelo y otros corrieron hacia la calle. Los gritos se oían por todo el aparcamiento.
—¡Policía! —gritó Stride—. ¡Todo el mundo a cubierto! ¡Todos al suelo!
Lanzó una mirada furtiva al aparcamiento y vio cuerpos avanzando a gatas entre los coches. Blake se había evaporado. Avanzó arrastrándose hasta la primera fila de vehículos, donde Claire estaba sentada junto al neumático trasero de un camión, abrazándose las rodillas y con la mirada ausente y fija en el suelo. Se acercó a ella y puso una mano sobre las suyas.
—Soy Stride —dijo—. No te muevas. Quédate aquí.
—Había sangre —murmuró.
—¿Qué?
—En sus manos.
Stride blasfemó. Se arriesgó a echar un vistazo por la ventanilla del camión y no vio a nadie dentro. La gente había desaparecido del aparcamiento, como si la hubieran abducido desde otro planeta; algunos se ocultaban entre dos filas y otros se dirigían al Boulder Strip. Aún quedaba un océano de rehenes potenciales.
—Quédate aquí —le volvió a decir.
Se deslizó entre los coches y se lanzó como una flecha por la fila abierta sin abrir fuego. Reconoció el Caprice rojo que tenía delante como un vehículo camuflado de la Metro, y se alzó lo suficiente para poder mirar dentro. Había un cuerpo desplomado en la parte de atrás, medio caído sobre el suelo del coche. Stride abrió la puerta y la sangre manó, encharcando el suelo y tiñéndole los pantalones. Cogió la muñeca de aquel hombre para encontrarle el pulso, pero no había nada.
Stride retrocedió. Oyó unos pasos detrás de él que corrían en la dirección opuesta del aparcamiento. Al girarse captó una visión fugaz de Serena, justo cuando otra serie de disparos detonó desde la parte trasera del recinto. La vio sumergirse detrás de los coches y vio las chispas de las balas al rebotar contra el metal.
—¡Serena! —gritó.
Hubo una pausa insoportable.
—¡Estoy bien, estoy bien! —contestó ella.
Stride sintió que el corazón le volvía a latir. Corrió al siguiente coche de la fila y se irguió por detrás del capó en posición de disparo. Divisó a Blake tres filas más allá y disparó dos veces antes de que el hombre se pusiera a cubierto. Sus balas dieron en el parabrisas de un Cadillac.
Sawhill le echaría la bronca por eso.
Hizo un nuevo movimiento, utilizando una furgoneta para protegerse. Cuando intentó cruzar a la siguiente fila, Blake le vio y otra ráfaga de balas lo acechó a través de la franja abierta de pavimento. Justo cuando se ponía a salvo notó un dolor punzante en el pecho, y al bajar la mirada vio un desgarrón de medio centímetro en su camisa que empezaba a mancharse de rojo. Rompió la tela y se dio cuenta de que no era una herida de bala, sino que se había cortado con un fragmento de metal que había saltado de algún coche. Aun así, dolía de mil demonios.
Oyó el timbre amortiguado de su teléfono móvil en el bolsillo. Lo cogió y oyó la voz de Serena, susurrando.
—¿Estás bien?
—Tengo una pequeña herida, pero no es nada serio —dijo Stride.
—Los refuerzos están de camino. Dentro de diez minutos habrá una decena coches aquí. Si podemos mantenerlo inmovilizado, lo rodearemos.
—También tenemos a un motón de civiles. —Stride escuchó el silencio y no le gustó—. ¿Puedes llegar hasta Claire?
—Creo que sí.
—Hazlo. Yo te cubriré. Y luego quédate con ella; no quiero que ese tío se nos vuelva a adelantar.
Stride se colocó rápidamente en el borde del Gran Am tras el que estaba agazapado. Emergió en posición de disparo, y al separarse aún más la piel de la herida se estremeció de dolor. Apoyó los codos en el maletero del coche. A su espalda, oyó que Serena atravesaba corriendo el carril central, y atisbo un movimiento unas cuantas filas por delante. No estaba seguro de que fuera Blake, así que disparó al aire. La persona se agachó ora vez. Serena gritó:
—¡Despejado!
Stride corrió, sorteando los coches, con el cuerpo doblegado mientras atravesaba tres filas. Blake no podía estar lejos.
A Blake le quedaba poca munición, y ya podía oír las sirenas en la distancia. Montones de ellas. Dentro de un minuto, el Limelight estaría a rebosar de policías, y aunque sabía que podía escapar entre la confusión, iba a ser violento y desagradable.
Vio a la mujer detective, Serena, echar a correr hacia el lado opuesto del aparcamiento, donde Claire estaba escondida. Stride la cubría. Blake sabía que el plan de aquella noche había sido un fracaso. Claire se encontraba fuera de su alcance.
Hora de replegarse.
Oyó unas pisadas veloces y supo que Stride estaba realizando algún movimiento para acercarse a él.
En silencio, Blake volvió a escabullirse a la última fila, donde le estaba esperando su sedán marrón. Se topó con una pareja acurrucada al lado de un Toyota RAV4. La mujer, con sobrepeso y el pelo negro y rizado, lo miró a él y su pistola con ojos aterrorizados y hundió la cara en el pecho de su marido. Éste mostraba una expresión audaz y le devolvió una mirada furiosa. Tenía la cara redonda, y papada.
—Ni un ruido —masculló Blake.
Alargó el brazo y apuntó su Sig Sauer al rostro del hombre.
Casi tenían las sirenas encima. El primer vehículo policial dio un bandazo al virar bruscamente para entrar en el aparcamiento. Las personas que habían permanecido ocultas entre las filas empezaron a correr en dirección al coche patrulla, en busca de protección.
Stride se sobresaltó al oír otra detonación, y luego comprendió que no se trataba de otro disparo sino del restallido de un coche: dos filas más adelante, en el extremo opuesto del recinto, el motor de un vehículo aullaba y rugía como si estuviera vivo. Se le desbocó el corazón: sabía lo que era.
Echó a correr otra vez y vio un sedán marrón saltarse los parterres de poca altura que separaban el aparcamiento del Boulder Strip. Se puso en cuclillas, listo para disparar y alcanzar los neumáticos del coche. Entonces se dio cuenta de que la luz del techo del vehículo estaba encendida, y pudo ver dos siluetas en el interior. Ya no podía arriesgarse a disparar.
—¡Tiene un rehén!
El sedán se dirigió al norte a una velocidad pasmosa. Stride abandonó toda protección y corrió hacia la carretera. Agitando los brazos, detuvo a tres de los coches patrulla que accedían al casino y les señaló el sedán, cuyos faros traseros ya desaparecían mientras esquivaba el tráfico de la carretera.
Empezaba la caza.
Stride regresó a la carrera al otro extremo del aparcamiento. Allí se encontraba Cordy, junto con media docena de agentes uniformados y otros dos coches de policía que habían bloqueado las salidas. Estaban tomando nota de los nombres y números de teléfono de las personas que aún quedaban en el recinto, pero Stride sabía que era una tarea estéril: la mayor parte de la gente se había esfumado.
Preguntó por Serena y Cordy señaló el interior con el pulgar. Las dos mujeres estaban de vuelta en el casino, bastante apartadas del cristal destrozado, con varios policías armados haciendo guardia a su alrededor.
Claire estaba abrazada a Serena y tenía la cabeza apoyada en su hombro.
Se acercó a ellas. Serena le señaló el pecho.
—Necesitas un médico.
—No es nada. Una tirita y listos.
—¿Y tus piernas?
Stride se miró las salpicaduras rojas de los pantalones y frunció el ceño.
—No es sangre mía.
—¿De Blake? —preguntó Serena.
Claire levantó la mirada, expectante, a la espera de su respuesta.
—¿Le habéis cogido?
Stride negó con la cabeza.
Con una gorra de béisbol, una camiseta de los Running Rebels y pantalones de chándal, Blake se marchó paseando del aparcamiento del Limelight. Nadie intentó detenerle. Su otra ropa estaba embutida en la parte de atrás de un Mustang descapotable. Esperó a que el tráfico se despejara antes de cruzar la carretera y otear la calle en busca de un taxi.
Aún podía oír vagamente las sirenas en la distancia. Pronto estarían persiguiendo al sedán marrón, ahuyentándolo carretera allá. Esperaba que el hombre de la cara redonda y su oronda mujer fueran lo bastante listos para mantener las manos en alto y evitar así que les disparasen.
Había sido muy fácil: entregarle las llaves al hombre y decirle que condujera lo más deprisa posible y que no se detuviera al menos en diez minutos. También les había dicho que había una bomba en el maletero y que la haría estallar con una llamada de móvil si paraban antes de ese plazo para avisar a la policía. Una soberana estupidez, pero la gente se creía cualquier cosa cuando tenían una pistola apuntando a su cara y alguien les daba una oportunidad de sobrevivir.
Así que se largaron.
Podría haber conducido el sedán él mismo, pero consideró que las posibilidades de salir con vida de la persecución serían del cincuenta por ciento.
No las suficientes. Aún tenía trabajo que hacer.