Otra vez Sara Evans. Nunca descansaba.
Cuando Stride se sacó el teléfono móvil del bolsillo, vio el prefijo 218 en la pantalla. Se había pasado la vida en la zona que correspondía a aquel código, que incluía la mayor parte del norte de Minnesota. Descolgó el teléfono y oyó una voz conocida que decía:
—¿Cómo va eso, jefe?
—¡Mags! —exclamó Stride—. Dios, cuánto me alegro de oírte. Te echo de menos.
—Lo mismo digo.
Maggie Bei había sido su compañera durante más de una década. Era una muchacha china del tamaño de una muñeca Kewpie[35], pero con el mejor cerebro que él había conocido jamás en el cuerpo policial. Poco antes de que Stride se marchara a Las Vegas, Maggie había anunciado que estaba embarazada y que pensaba renunciar a su placa. Eso había contribuido a que le resultara más fácil su marcha.
—¿Qué tiempo hace por allí? —preguntó Stride.
Sólo un oriundo de Minnesota podía entender que todas las conversaciones debían empezar con una revisión del tiempo.
—Jodido. Lluvia y frío. ¿Y ahí?
—Ola de calor —dijo Stride—. Estuvimos alrededor de los veinte grados durante un par de semanas, pero ahora ha vuelto a pasar de los treinta. Pensé que esto se acabaría después de agosto.
—¿Ya te has convertido en el típico habitante de Las Vegas, jefe? —preguntó Maggie—. ¿Camisas de seda? ¿Gafas de sol? ¿Bebidas burbujeantes con sombrillitas?
—Sí, y también me tiño el pelo. Y lo llevo peinado hacia atrás.
—Estupendo. Yo ahora soy rubia. Y con implantes.
Stride tuvo que acercar su Bronco a la acera y aparcar: se estaba riendo demasiado.
—De verdad que te echo de menos, Mags.
—¿Y quién no? —Maggie hizo una pausa y añadió—: Escucha, tengo noticias y me temo que no son muy buenas.
Stride se recobró de inmediato.
—¿De qué se trata?
—He perdido el bebé.
Notó el temblor en su voz.
—Oh, no. Lo siento mucho.
—Ya. En realidad fue hace un par de semanas, pero no tenía narices para llamar y decírtelo.
—Mierda, Mags, deberías habérmelo dicho enseguida.
Maggie suspiró.
—No podías hacer nada.
—¿Estás bien?
Sacudió la cabeza, apenado. Era la clase de pregunta estúpida que los periodistas hacían a las víctimas en las noticias de la noche.
—Así así. El médico dice que es muy habitual, que podemos intentarlo otra vez y bla, bla, bla. Pero eso no hace que sea más fácil. A Eric le está costando. Dice que ahora ya no está tan seguro de querer tener hijos. Como si Dios tratara de decirnos algo.
—Eso es absurdo.
—Lo sé. —Vaciló—. Estoy pensando en volver al cuerpo. La verdad es que yo no quería dejarlo, ¿sabes? Fue idea de Eric.
—¿Es lo que tienes ganas de hacer? —preguntó Stride.
—No lo sé. No es lo mismo sin ti.
Stride no supo qué responder a eso, así que guardó silencio. No sabía adónde quería ir a parar Maggie. Hacía mucho tiempo hubo algo entre ellos. Maggie había estado enamorada de él durante varios años, e intentó seducirlo poco después de la muerte de Cindy. No lo consiguió. Ella no le guardó ningún rencor, ni siquiera cuando Serena entró en escena, pero Stride siempre se preguntó si sus sentimientos se extinguieron por completo. Aun después de que Maggie se casara con Eric, en ocasiones veía indicios de que ella habría cruzado la línea si Stride le hubiera dado pie.
—Pero supongo que tú eres feliz en Sin City —continuó Maggie.
—Oh, sí. Encajo a la perfección. Como era de esperar.
Ella ignoró el sarcasmo.
—¿Qué se siente al volver a ser carne de cañón en lugar de gran jefe?
—Sólo hago lo que hacías tú siempre: quejarme del teniente.
—Perfecto, un punto para ti. ¿Cómo está Serena?
—Bien. —Sabía que la voz lo delataba.
Maggie se tomó un tiempo antes de decir algo. A ella no podía engañarla nunca.
—¿Es que tenéis problemas?
—No sé muy bien lo que tenemos —admitió él.
—Serena tiene muchos fantasmas, jefe. Ya lo sabías antes de meterte.
—Esto no es un fantasma.
Respiró hondo y le contó lo de Serena y Claire. Y le habló también de sus temores ocultos, apenas confesados a sí mismo, de acabar perdiéndola a causa de todo aquello.
—¿Ella dice que todavía te quiere? —preguntó Maggie.
—Eso dice.
—¿Y tú? ¿Cómo te sientes?
A Stride le vino a la cabeza el viejo chiste: pregúntale a un tipo de Minnesota cómo se siente el día en que muere su perro, le deja su mujer y pierde el trabajo.
—Estupendo —contestó.
—Muy gracioso.
—La quiero, Mags. Ya lo sabes.
—Entonces ¿dónde está el problema? Maldita sea, jefe, esto podría ser tu billete de entrada para un trío.
Stride se rió.
—Claro —y añadió—: De acuerdo, la idea se cruzó por mi cochina cabeza. Pero venga ya, ¿yo?
—Este mundo es mucho más extraño de lo que crees —replicó ella, con una voz que no sonaba para nada como la suya.
—No me digas que tú entrarías en algo así.
—No sigas por ahí, jefe —le contestó.
Él notó que se estaba metiendo en un terreno resbaladizo y decidió cambiar de tema.
—¿Y tú, qué? ¿Vas a volver?
—No lo tengo decidido. Lo del bebé es demasiado reciente, ¿sabes?
—Es verdad. —Estaba tan acostumbrado a ver a Maggie fuerte como una roca que le resultaba extraño oírla expresando su dolor—. Lo siento mucho, Mags.
—Gracias. ¿Sabes? También te llamaba por otra cosa.
—¿Ah, sí?
—Me lo ha pedido K2. Es demasiado gallina para llamarte él mismo.
El inspector jefe Kyle Kinnick era el antiguo jefe de Stride en Duluth.
—¿Y qué quiere? —preguntó Stride, al tiempo que sentía un hormigueo en el pecho.
—La búsqueda de un nuevo teniente para el departamento de detectives se ha suspendido —dijo Maggie—. Quería que yo te tanteara. Ver si podrías estar interesado en volver.
—Bibliotecas —dijo Amanda—. Creo que es nuestra mejor baza.
Estaba de pie junto a la ventana abierta del despacho de Sawhill. Apenas había un atisbo de brisa. Un ventilador portátil gemía sobre el escritorio, dirigiendo su aire a la cara del teniente. Parte de la zona centro se había quedado sin corriente por la tarde, y aunque la comisaría tenía un generador de emergencia, era insuficiente para dar energía al aire acondicionado. El ambiente del despacho era sofocante.
—Este tío tuvo que averiguar lo de Amira en alguna parte —continuó Amanda—. Estamos hablando de Las Vegas hace cuarenta años. Claro que pudo haber navegado por la red, pero ¿no iría también a la biblioteca? Allí encontraría viejos periódicos, viejas revistas y cosas por el estilo. Tal vez fue uno de los caminos que siguió para elaborar su lista de objetivos.
—Compruébalo —dijo Sawhill. El sudor bañaba su rostro, y aun así llevaba la corbata fuertemente anudada al cuello—. Tenemos la descripción de ese tío en todos los periódicos y en televisión, pero no logramos encontrarle. Y encima se las apaña para matar de un tiro a Gino Rucci y a su guardaespaldas en el mismísimo Strip. Explícame eso.
—Sabemos que se disfraza —dijo Stride—. Si no quiere que le reconozcan, no le reconocen. Pero tenemos a agentes y personal de seguridad de los casinos acechándole. Los testigos de anoche lo sitúan en un sedán marrón, aunque nadie vio la matrícula. Lo hemos añadido al expediente.
—¿Estamos recibiendo llamadas de los ciudadanos?
—Muchas, pero nada significativo —dijo Stride.
—¿Qué más sabemos sobre ese tío? —quiso saber Sawhill.
—Es como si no tuviera identidad —respondió Serena—. Se llamó Michael Burton en Reno hasta los dieciséis años. Jay Walling ha desenterrado algunos documentos escolares pero no hay nada que pueda sernos de ayuda. Después de freír a sus padres, desapareció de escena. No consta en quién se convirtió o adónde fue.
—He investigado en el ejército —añadió Stride—. He podido contactar con otros dos hombres de la unidad de David Kamen en Afganistán. Uno de ellos se acuerda de Wilde y ha confirmado lo que dice Kamen: que el tipo era básicamente un mercenario. Pero no sabía nada que pudiera ayudarnos a encontrarle.
—No hemos hecho pública la conexión con Amira —dijo Serena—. Tal vez deberíamos.
Amanda observó los engranajes políticos girando en la mente de Sawhill.
—¿De qué nos serviría eso? —preguntó éste.
—Puede que Wilde le haya hablado a alguien de Amira o del Sheherezade; a lo mejor le recuerdan o saben algo sobre él.
Sawhill negó con la cabeza.
—No es lo bastante sólido. La conexión con el casino provocaría un montón de llamadas, pero no creo que eso nos ayude a cazar a este tío. Sólo sería una distracción.
En otras palabras, la gente podría empezar a hacerle preguntas incómodas a Boni Fisso, pensó Amanda.
—Alguien descubrirá la conexión pronto —dijo—. O se filtrará, o algún periodista como Rex Terrell atará cabos.
—Que ellos se preocupen de eso y nosotros nos preocuparemos de atrapar a ese tipo antes de que mate a alguien más. —Sawhill se sacó un pañuelo del bolsillo de la camisa y se secó la frente—. ¿Qué estamos haciendo para prevenir otro ataque?
Serena echó un vistazo a Cordy por encima de su hombro.
—¿Has conseguido la lista?
Cordy asintió.
—Ajá. Tenemos a otras diez personas que trabajaban en el Sheherezade en esa época y cuyos empleos tenían algo que ver con Amira y su espectáculo. Bailarines, coreógrafos… ya sabe, la clase de gente con la que nuestro salvaje[36] podría creer que tiene un asunto pendiente. Les hemos avisado para que se aseguren de que sus parientes estén alerta.
—Pero Wilde parece ir ascendiendo por la cadena alimentaria —dijo Stride.
—¿Lo que significa…? —preguntó Sawhill.
—Lo que significa Boni —afirmó Stride—. Wilde no nos dejaría saber qué aspecto tiene si no estuviera en la última fase de su juego. Quiere que Boni sepa que va a por él.
—¿Y por qué declarar sus intenciones?
Stride se encogió de hombros.
—Por orgullo, ego, confianza… Quiere que Boni tenga miedo.
Sawhill se recostó en su asiento y frunció el ceño.
—Salvo que no es su estilo abordar a Boni directamente, ¿no cree? En todos los demás casos ha elegido a un pariente. Su hija, Claire, tiene que estar la primera en nuestra lista, ¿no es así?
—Sin duda alguna —dijo Stride.
Sawhill se inclinó hacia delante y apuntó a Serena con un dedo.
—Tú la conoces, ¿verdad? Quiero que te encargues de su protección. Quiero que estés encima de ella, detective.
—No soy una niñera, señor —contestó Serena.
—No; eres una detective que intenta salvar una vida —replicó Sawhill—. ¿Tienes algún problema con esto? —Sin esperar respuesta, añadió inmediatamente—: Quiero que supervises la protección de Claire Belfort. Bajo ninguna circunstancia permitiremos que Wilde se acerque a ella, ¿entendido? Y ahora quiero que vayas con ella, y quiero que te pegues a su culo hasta que cojamos a ese tío. Que se quede en tu casa.
—De acuerdo —dijo Serena.
Tenía aspecto de estarse marchitando por el calor. Amanda se sorprendió: siempre había pensado que Serena era fría e imperturbable.
Su teléfono móvil vibró. Amanda se disculpó rápidamente y salió del despacho para escabullirse en un cubículo vacío.
—Gillen.
—Soy Leo Rucci.
Amanda se sentó. Hasta el sillón estaba caliente, como si la ola de calor hubiera penetrado en el interior de los cojines.
—Siento lo de su hijo —afirmó.
—Ahórreselo. No estoy buscando compasión.
La muerte de Gino no había ablandado a Rucci en absoluto.
—Me gustaría hablar con usted sobre el asesinato —dijo Amanda—. Tal vez pueda ayudarnos a encontrar a ese hombre antes de que mate a alguien más.
—No tengo nada que decirle. No quiero hablar del pasado, ¿de acuerdo? Y lo que le ha ocurrido a Gino es entre ese cabrón de Wilde y yo. No necesito ninguna ayuda. Sólo quería decirle que si quieren coger a ese tío, será mejor que lo hagan rápido.
—¿De veras?
—Sí —gruñó Rucci—. Porque yo también ando detrás de él.