Blake se acordaba perfectamente del momento en que supo la verdad sobre Amira.
Fue por accidente. Un milagro, lo llamarían tal vez algunos. Existía un millón de motivos por los que podría no haberse enterado nunca. Pero él estaba allí, y la revista estaba allí, y sintió que la verdad lo sacudía como ácido quemándole las venas. La vida pende de un hilo muy fino.
Hacía unos meses, se encontraba en la sala de espera de un dentista de Cancún cuya especialidad no era matar raíces o arreglar caries, sino proporcionar cocaína a turistas americanos. El dentista había cometido el craso error de saltarse a todos los que intervenían y que estaban por encima de él en la cadena de suministro, personas que no toleraban el robo. La tarea de Blake era sencilla: separar al dentista de dos de sus incisivos.
Mientras esperaba a que se marchara el último paciente, Blake descubrió que el dentista tenía otra pasión: el juego. Seguramente ésa era la razón por la que necesitaba quitarles una tajada extra a los de arriba. Su sala de espera estaba a rebosar de revistas de Las Vegas, Mississippi y Montecarlo, incluyendo un número reciente de LV. Resultó ser el número con el artículo de Rex Terrell sobre Amira Luz y el Sheherezade.
Un hilo muy fino.
Abrió la revista y allí, mirándole desde una fotografía de hacía cuarenta años, estaba su madre. En su mente no apareció ni el menor atisbo de duda. Mirar a Amira fue para él como mirarse en el espejo y ver sus propios ojos. No necesitó que nadie se lo dijera. No necesitaba pruebas de ADN. Lo supo. El vínculo entre ellos pareció emerger de aquella página y penetrar en sus huesos.
Cuando leyó el artículo, las piezas se ensamblaron y confirmaron lo que veía en la foto: el período de la vida de Amira en que ella desapareció, supuestamente para ir a bailar a París, coincidía con los meses en que Blake había nacido. «Pero no estuviste en París, ¿verdad? Estuviste en Reno; una chica extraviada que tuvo un bebé».
Hasta la conexión con la mafia estaba ahí, tal como le había advertido el hombre de la agencia de adopción.
Boni Fisso.
Allí mismo, en aquella consulta, su madre lo llamó de vuelta a casa, a Nevada, donde había jurado que nunca pondría otra vez el pie. Clamaba para que se le hiciera justicia.
Blake dejó al dentista de Cancún en el suelo, inconsciente por el dolor y con el rostro bañado en un charco de sangre que le manaba de la boca. Lavó los dientes y se los guardó en el bolsillo como amuletos de la suerte, como recuerdo del día en que había finalizado su antigua búsqueda y empezaba otra nueva. Ya estaba elaborando la lista de personas que tenían que pagar por sus pecados. Pecados contra Amira y su hijo.
Volvió a entrar en Estados Unidos a través de la frontera mexicana en Texas. No le resultó difícil. Había pasado la mayor parte de su vida buscando vías para cruzar fronteras, en países como Colombia, Afganistán, Nigeria e Iraq. Había adoptado docenas de identidades, y todas ellas con gran naturalidad, pues sentía que no tenía ninguna propia y verdadera. Su pasado se detuvo en Reno, cuando ató a sus padres adoptivos y los roció con gasolina a ellos y la casa. Y luego, en el exterior, encendió una cerilla y observó cómo la casa de los horrores ardía y explotaba, y oyó sus últimos gritos lastimeros a medida que el fuego se apresuraba escaleras arriba para alcanzarlos, como un sabueso detrás de un rastro intenso. Respiró hondo, olisqueando el aire mientras sus carnes se chamuscaban, y echó a correr.
Una nueva vida. Llevaba casi veinticinco años corriendo.
Había quedado destrozado cuando la búsqueda de su madre desembocó en un callejón sin salida. El hombre de la agencia de adopción le había rogado, con lágrimas en los ojos y el pecho escaldado, que creyera lo que le decía: que Blake había sido un bebé de la mafia llegado de ninguna parte. Y finalmente, Blake lo creyó. A una parte de él incluso le agradaba el misterio que aquello comportaba. Parecía apropiado: un hombre surgido de ninguna parte, alguien sin pasado, literalmente. Pero las ansias de verdad nunca desaparecieron, como tampoco lo hizo su madre. Dentro de él, en su cabeza, le seguía hablando. Guiándole. Seguía habiendo un cordón umbilical que los unía sin desaparecer nunca.
Blake no se quedó en Estados Unidos. Tenía dieciséis años pero parecía un veinteañero. Cuando Estados Unidos invadió Grenada, se presentó allí junto con un par de mercenarios de Louisiana que olían el dinero. Descubrió que siempre había personas dispuestas a pagar para que alguien hiciera el trabajo sucio. No necesitaba ninguna identidad, porque nadie quería que la tuviera. Era listo, implacable y anónimo. Era todo lo que pedían, y pagaban bien.
De Grenada se fue a Nicaragua. Y después a África. Dio la vuelta al mundo moviéndose en la sombra. La mayor parte de la década anterior la había pasado en Oriente Próximo, donde el riesgo era infinitamente mayor, pero también las recompensas. Disfrutó con el desafío, pero al fin se cansó de trabajar con fanáticos y soportar el calor del desierto. Se trasladó a México, donde entraba en contacto con los cárteles cuando necesitaba efectivo, y se dio cuenta de que le gustaba la brisa del golfo y las mujeres bronceadas que acudían a la costa.
Se consideraba medio retirado. En un paraíso fiscal había un montón de dinero. Sólo aceptaba trabajos de vez en cuando, y normalmente aquéllos que le permitían seguir en la costa. Él, que siempre había carecido de un hogar, se sentía como en casa bajo el sol y junto al mar. Una retahíla de chicas anónimas, algunas turistas y otras locales, mantenían su apetito sexual completamente satisfecho. Se compró una casa. Aprendió a cocinar y a pescar, y bebía Corona y jugaba al póquer con camareros y trabajadores de los muelles los miércoles por la noche.
Pero el agujero negro de su alma continuaba oscuro. Allí nunca penetraba la luz. Las cosas se movían sin ser vistas, con susurros y chasquidos. Y siempre, desde la oscuridad, oía la voz de ella. Su madre, que le murmuraba para decirle que tenía un trabajo pendiente. Se dio cuenta que se había vuelto perezoso y conformista. Corría el peligro de perder su arrojo y no podía permitírselo; no todavía. Después de todo un verano sin trabajar, bebiendo demasiado y tirándose a una mujer distinta cada noche, salió a la playa enfrente de su casa y comprendió que no estaba listo para retirarse. Algo en su interior lo espoleaba, y más tarde advirtió que había una mano guiándolo desde algún lugar. Le quedaba una tarea por concluir.
Unos meses más tarde, se encontró en la consulta del dentista contemplando el rostro de su madre. Si hubiera dejado de trabajar, nunca habría dado con ella. Cuando leyó el artículo y sintió cómo crecía su rabia, supo que había sido conducido hasta aquel lugar y aquel momento. Tenía que ser así. Ahora volvería a casa.
En Las Vegas, Blake encontró un apartamento barato en un barrio lamentable, en el lado malo de un ruinoso muro de piedra que separaba la clase baja del opulento Cashman Field[34]. Se podría haber permitido algo mejor, pero quería un escondrijo donde el tipo de la puerta de al lado nunca se acordase de su cara, y donde nadie hablase con los policías.
Había un código en las malas calles: fíjate sólo en ti mismo. Ocúpate de tus propios asuntos.
Devoró todo lo que pudo encontrar sobre Amira Luz. Se pasó horas leyendo sobre ella. Navegó por la red y encontró una filmación pirata en eBay con imágenes granulosas de una de las actuaciones de Amira en Llama. Blake se puso la grabación una y otra vez, y contempló paralizado cómo su madre se quitaba la ropa ante una multitud lujuriosa. Lo sedujo igual que a todos los demás. Memorizó cada detalle de la actuación e incluso empezó a reconocer a otras personas que merodeaban por la sala de espectáculos y a otras bailarinas que había sobre el escenario. Como si la historia de la revista cobrara vida ante sus ojos.
Helena Troya. En un momento dado le lanzaba una mirada a Amira, un destello repugnante y fugaz. Llevaba el odio y la más pura envidia escritos en la cara.
Moose Dargon. Borracho en el escenario entre baile y baile. Recogía y desplegaba las cejas como velas negras. Haciendo chistes asquerosos. «Cuando Dios hizo a Amira, no descansó al séptimo día. Se hizo una paja».
Walker Lane. Sólo la parte superior de la cabeza, más alto que los de su alrededor en la primera fila. Pero Blake podía sentir cómo jadeaba cuando Amira salía al escenario. Así era la lascivia. Podías verla en cómo un hombre ladeaba la cabeza.
Leo Rucci. Inmóvil a la derecha del escenario, como un lobo. Blake también pudo sentir su voracidad por el modo en que miraba a las chicas. «Un hombre con el cuello como un tronco de secuoya». Era él quien había arrancado a Blake de los brazos de Amira.
Empezó a sentirse como si los conociera a todos. Como si pudiera introducirse a través de la pantalla y encontrarse en la sala de espectáculos, oliendo el perfume, la brillantina y el humo. Como si pudiera confundirse con ellos, con un esmoquin que le hiciera estar un poco más erguido y pavonearse un poco más que el resto. Como si pudiera hacer bajar a Amira del escenario y llevársela al desierto en un Coronet descapotable, con el cabello azabache volando al viento. Como si el mundo entero fuese una película en blanco y negro.
Cuanto más se enterraba en el pasado, más fácil era planear el juego en el presente. Y había una ventaja: David Kamen estaba en la ciudad; el tirador de Kabul cuyos tentáculos llegaban a todos los mercados negros de la escena afgana. Blake había hecho muchos trabajos sucios para Kamen, así que éste estaba en deuda con él. Muy pronto Blake consiguió un trabajo que le dio acceso a aquellas personas a las que quería llegar.
Pieza a pieza, todo iba encajando.
La noche antes de ir a Reno se sentó en la oscuridad y contempló de nuevo la grabación de Llama. Guardaba los incisivos del dentista, sus amuletos de la suerte, en una caja encima del televisor, y los sacó y jugueteó con ellos mientras observaba. Estaba impaciente, ansioso por empezar. Mientras veía la grabación pensó en sí mismo cuando era un bebé, ya en las manos viciosas de Bonnie Burton mientras Amira estaba en el escenario. Ahora Blake no sentía nada de ira. Al día siguiente comenzaría a equilibrar las cosas.
Pero sabía que aquella noche no podría dormir. Tenía los nervios a flor de piel y necesitaba calmarlos, aplacarse a sí mismo ante lo que se avecinaba: el largo viaje a Reno y los breves segundos de violencia en la casa de Alice Ford. Dejó su apartamento y salió a beber y a fumar a un club que ya había visitado antes varias veces: el Limelight.
Costaba creer, unas semanas después, que el juego casi hubiera terminado.
Estaba sentado en su coche, un anodino sedán marrón, en un aparcamiento una manzana al norte de un conocido club de striptease cerca del Stratosphere. Era de noche, pero el neón iluminaba las calles. Por el espejo retrovisor podía ver el otro coche, un descapotable, aparcado detrás del club. Habían pasado noventa minutos y Blake suponía que no faltaba mucho para que aquel hombre volviera a salir. No apartó la vista de los clientes que entraban y salían.
Tenía la ventanilla abierta. Estaba fumando. Cada tantos minutos pasaba una prostituta que asomaba las tetas al interior del coche e intentaba cazarlo. Blake se limitaba a lanzarle el humo a la cara y quedársela mirando hasta que ella se echaba atrás, nerviosa y asustada. Se preguntaba si alguna de ellas lo habría reconocido por el retrato que salía en televisión. Entre las sombras del coche, lo dudaba. Y tampoco creía que ninguna de esas chicas corriera a buscar a un policía.
A las once y media, el hombre salió del club. Imposible equivocarse. Joven y gordo, la barriga le colgaba sobre los pantalones grises. Una camisa blanca y una corbata brillante tan aflojada que pendía entre las piernas. Era alto, y empequeñecía a una rubia menudita que llevaba colgada del brazo y cuyos encantos estaban embutidos en un vestido rosa que se ajustaba a su figura. Ambos caminaban como si estuvieran borrachos, pero eso no les impidió subirse al descapotable.
Blake vio a un guardaespaldas, que había estado sosteniendo la pared del club mientras el hombre estaba dentro, echar una ojeada a un lado y otro de la calle. Era estúpido e inexperto y ni siquiera se detuvo a estudiar el sedán. Blake podría haberse acercado al descapotable con una ballesta y ese tío habría continuado mascando su chicle.
Blake abandonó el aparcamiento y se adentró en el tráfico del Strip por el carril derecho. Detrás de él vio al hombre gordo y a la rubia ponerse en marcha a bordo del descapotable. El guardaespaldas se subió a un deportivo, pero era lento. Blake dejó que el descapotable lo adelantase y luego aceleró, sin perderlo de vista. Un minuto después, el vehículo del guardaespaldas también lo adelantó. Blake se quedó unos coches rezagado.
Pasaron de largo capillas para bodas y puestos de donuts, fiadores y adivinos que leían las manos y las cartas del tarot. El tráfico era denso. Un aire seco y caliente soplaba a través de la ventanilla mientras Blake seguía al descapotable. Supuso que se dirigían a uno de los casinos de la calle Fremont.
Blake llevaba un auricular sin cables pegado al oído. Marcó un número en su teléfono móvil y, unos segundos después, oyó una voz áspera que contestaba a través del auricular.
—¿Sí?
—Buenas noches, Leo —dijo Blake.
—¿Quién coño es?
—Me llamo Blake Wilde. ¿Sabes quién soy?
Hubo un largo paréntesis de silencio.
—Muy bien; sí, Boni me habló de ti —dijo Leo Rucci—. Y los polis también. Eres el tipo que se cree que podrá resucitar a su mamá atropellando a niños pequeños. ¿Y qué? ¿Debería tenerte miedo?
—Sí, deberías, Leo.
—Pues no me asustas, gilipollas. ¿Por qué no vienes a mi casa ahora mismo y hablamos cara a cara? Pero no lo harás, porque sabes que no vas a salir vivo de aquí.
—Sólo quiero saber si fuiste tú —dijo Blake.
Aceleró, acortando la distancia que lo separaba del descapotable. Adelantó a una limusina y volvió al carril de la derecha. El vehículo con el hombre gordo y la rubia se encontraba a su izquierda.
—¿Eh? ¿Qué quieres decir?
—Tú eras el brazo derecho de Boni en el Sheherezade. Quiero saber si fuiste tú quien mató realmente a Amira.
Rucci se rió.
—Algún fan depravado le rompió el cráneo. Déjalo estar.
—Los dos sabemos que no fue eso lo que pasó —respondió Blake.
—Ah, ¿sí? ¿Y cómo lo sabes tú? Te cagabas en los pañales cuando aquello pasó.
—Dime sólo si fuiste tú, Leo. Si fuiste tú, esto es entre nosotros dos. Tú y yo. Nadie más.
—Yo a ti no te debo nada, capullo.
—Muy bien, si es así como quieres jugar… —Blake respiró hondo y soltó el aire despacio—. Estoy conduciendo al lado de un descapotable blanco —añadió, con la mirada fija en el coche que estaba junto al suyo—. Número de matrícula YA8 371. Es el que conduce tu hijo Gino, ¿no?
De nuevo se hizo el silencio, esta vez más largo y sepulcral.
—No te atreverás —murmuró Leo.
El descapotable con el hombre gordo y la rubia se detuvo ante un semáforo en rojo justo delante. Blake avanzó por el carril de la derecha y bajó del todo la ventanilla.
—Presta atención, Leo —dijo Blake al teléfono.
La voz de Leo aulló en su oído.
—¡Eh, cabrón! ¡No lo hagas, cabrón!
La rubia estaba acurrucada contra el costado de Gino Rucci. Blake se imaginó que tenía la mano en el regazo de él. Por el espejo retrovisor vio al guardaespaldas en el coche de atrás, perezoso y despreocupado.
—¡Eh, cariño! —le gritó Blake a la rubia—. ¿Cuánto cobras?
Ella se dio la vuelta.
—¡Cállate, asqueroso!
—Vamos, cariño, te he preguntado cuánto cobras —repitió Blake—. ¿Cuánto te paga el gordo por un trabajo manual? No puede valer más de cinco pavos.
En el retrovisor lateral, ahora el guardaespaldas estaba atento. Abrió la puerta del conductor. Blake vio el fornido brazo de Gino empujar a la rubia hacia atrás en su asiento. Gino se inclinó hacia delante, con el rostro ensombrecido por la rabia.
—No es gran cosa para ser una prostituta —le dijo Blake—. ¿Es lo mejor que puedes conseguir, fracasado?
Las mejillas de Gino se encendieron. Sus vasos sanguíneos estallaron como fuegos artificiales.
—Espero que hayas disfrutado de tu último paseo, cerdo —masculló—. Porque no vas a volver a caminar en tu vida.
—¿Lo estás oyendo, Leo? —murmuró Blake al teléfono.
Leo gritó.
—¡Amira era una puta! ¡Era una jodida cabrona!
El guardaespaldas salió del coche. Gino también se estaba levantando, y su enorme torso se elevó del asiento como un globo de aire caliente. La rubia se encogió con la cabeza hundida en el cojín de cuero.
—¿Quieres despedirte, Leo? —preguntó Blake.
—¡Te voy a joder la puta vida!
Empezó a sonar un teléfono móvil en el descapotable de Gino. Blake sabía que era Leo desde otra línea, intentando comunicarse con su hijo. Cogió como si nada el Sig Sauer que tenía entre las piernas y apunto a través de la ventanilla.
—Escucha esto, Leo —dijo.
El guardaespaldas empezó a hundir la mano en su chaqueta. Gino adoptó la misma expresión estúpida que había mostrado MJ cuando abrió los ojos. Blake apretó el gatillo dos veces, abriendo dos orificios nítidos en el cráneo de Gino. Echó la mano hacia atrás y disparó otra vez, alcanzando al guardaespaldas en la garganta. Los dos hombres se desplomaron. A través del auricular, Leo exhaló un grito gutural. La rubia hizo lo mismo.
—Saluda a Boni de mi parte —dijo Blake mientras aceleraba tranquilamente con el semáforo ya en verde—. Dile que él será el próximo.