—Es la segunda vez que te veo en una semana —dijo Jay Walling cuando Serena salió de su coche alquilado frente a una residencia próxima al centro de Reno. El sombrero negro de fieltro, ladeado, le daba un aire chulesco—. Qué suerte la mía.
—Que te den, Jay —contestó Serena con simpatía.
Se subió la cremallera de la chaqueta de piel. Hacía frío en la ciudad, con un fuerte viento procedente de las montañas y ráfagas de nieve en el aire. Una ola de calor otoñal estaba disparando la temperatura en Las Vegas, mientras en aquel lugar parecía invierno. El cielo, en lo alto, era como un carboncillo lúgubre, y las montañas parecían furiosas.
—Se llama William Borden —dijo Walling—. Es el hermano de Alice Ford.
Una vez conocida la relación entre Blake y Reno, no les había costado mucho hallar lo que se les había escapado desde el principio, el nexo que les permitiera vincular el asesinato de Alice Ford en el rancho de Reno con las muertes en Las Vegas. Descubrieron que el hermano de Alice había trabajado durante treinta años como director ejecutivo de una organización sin ánimo de lucro que ofrecía servicios familiares en la mitad norte del estado, lo cual incluía arreglar adopciones confidenciales para chicas preñadas como Amira.
—¿Has descubierto algo más sobre la agencia? —preguntó Serena.
—Son unos santos, por lo que a los chicos de Carson City se refiere. Presupuesto modesto, un montón de pequeñas donaciones anuales y ninguna queja significativa. Hacen un buen trabajo.
—¿Borden llevaba la agencia cuando Amira Luz tuvo a su hijo?
Walling asintió.
—Asumió el cargo en 1960 y siguió al mando hasta su jubilación. Ahora está enfermo terminal debido a una dolencia cardíaca. El año pasado se instaló aquí.
Serena observó los tres pisos de la residencia para ancianos, una caja de cemento de color blanco roto, y se sintió deprimida. No estaban muy lejos de las casas antiguas que daban a las apresuradas aguas del río Truckee, pero podrían haberse encontrado en otro universo. Y fue peor cuando entraron. Las enfermeras se esforzaban, decorando las paredes con dibujos infantiles y luciendo amplias sonrisas, pero aquél seguía siendo un lugar adonde iban a morir las personas consumidas. Pasaron de largo a un hombre diabético con varios miembros amputados. Una mujer temblaba atrapada por las garras de un Parkinson severo. Gente con la mirada vacía y el pensamiento ausente. A Serena le entró sensación de claustrofobia.
Encontraron a William Borden en la salita del segundo piso. En una esquina había un televisor con una docena de personas alrededor sentadas en sofás y sillas de ruedas, mirando una reposición de Friends. Una enfermera les indicó quién era Borden. Se encontraba apartado, solo, en un sillón del otro extremo de la estancia, con un libro en su regazo.
Se presentaron y cogieron unas sillas para sentarse delante de él. Serena se quitó la chaqueta. La habitación era un horno.
—Siento mucho lo de su hermana —le dijo Serena.
Reparó en el título del libro que tenía entre manos: Cómo afrontar una muerte en el seno familiar. Se preguntó cómo podía nadie afrontar semejante cosa. Sobre todo, si era una muerte violenta. Borden tenía la mirada puesta muy lejos.
—Me siento terriblemente culpable —replicó.
Hablaba con voz de catedrático, reflexiva y algo pomposa. Era un hombre menudo, de barba gris y cabello plateado que necesitaba un corte con urgencia. Llevaba un pijama de color azul cielo y pantuflas.
—Supongo que fue la intención de aquel hombre desde el principio: infligir culpabilidad y dolor. Todavía no he visto a Al. Ni siquiera sé si vendrá a visitarme, ahora que he apartado a su mujer de su lado.
—No fue usted quien lo hizo, señor Borden —subrayó Walling.
Borden se encogió de hombros.
—¿Usted cree?
—Nos gustaría ver si puede identificar al hombre que pensamos que podría haber matado a su hermana —dijo Serena.
Se dispuso a entregarle una copia del retrato realizado por el dibujante de la policía, pero Borden lo rechazó con un gesto.
—No es necesario. Sé quién es. Cuando el señor Walling me llamó, supe exactamente quién había sido.
A pesar del calor de la habitación y la manta de lana que le cubría las piernas, Borden se estremeció.
—Se hace llamar Blake Wilde —dijo Serena.
Borden sacudió la cabeza.
—Ese nombre no me dice nada, aunque estoy seguro de que se lo ha cambiado muchas veces a lo largo de los años. Cuando yo le conocí era Michael Burton. Pero eso fue hace más de dos décadas.
—De veras le agradecería que mirase el retrato —insistió Serena.
Borden suspiró. Lo cogió y se lo quedó mirando con malestar evidente. Al fin cerró los ojos y asintió:
—Sólo tenía dieciséis años cuando le vi por última vez, pero es él, definitivamente. Esos ojos… El resto de su cara ha envejecido, pero esos ojos son los mismos de antes. —Oyó unas risitas procedentes de la gente agolpada junto al televisor. Frunció el ceño—. A eso se reduce este lugar, ¿saben? A apiñar a los moribundos como ganado y esperar a que vayan cayendo uno tras otro. Resulta irónico: he invertido toda mi carrera en tratar de mejorar las vidas de los niños. Nunca encontré tiempo para casarme y tener mis propios hijos. Y al final he acabado aquí, con un corazón putrefacto y sin nadie que me visite, excepto mi hermana. Y ahora ya no está, gracias al error que cometí. Un solo error terrible en treinta años.
—¿Era Blake, o Michael, el hijo de Amira Luz? —preguntó Serena.
—Lo cierto es que no lo sé. Nunca lo supe, porque nunca conocí a la madre.
—Cuéntenos lo que pasó —le sugirió Walling con amabilidad.
—Vino a verme un hombre —explicó Borden—. Fue en la primavera de 1967. Era muy tarde. Llevaba a un bebé consigo, muy pequeño, de no más de un par de días. Me dijo que la madre no era capaz de cuidarlo y me preguntó si podría encontrar un hogar para aquel niño.
—¿Sabe quién era el hombre?
Borden negó con la cabeza.
—No me dio ningún nombre. Era grande, con un cuello como un tronco de secuoya. Intimidaba.
Serena pensó en Leo Rucci, aunque había un montón de hombres musculosos trabajando para los casinos en esa época.
—¿Y usted cogió al bebé sin más? ¿No hizo ninguna pregunta?
—Por entonces, esas cosas ocurrían con mucha frecuencia. Las chicas de Las Vegas tenían relaciones con los jugadores y se quedaban embarazadas. Querían que el problema se solucionara con discreción; sin papeles, sin problemas de herencias… Cada mes parecía haber otra chica y otro bebé. Todo el mundo siente mucha nostalgia de la época del Rat Pack, pero eso es sobre todo si eras rico y blanco. Nadie quería ver lo que ocurría detrás de la cortina: racismo violento, mujeres maltratadas, niños abandonados…
—¿Así que cogió al bebé? —preguntó Serena.
Borden asintió.
Walling se inclinó hacia él y murmuró:
—No es que no lo considere un buen ciudadano, señor Borden, pero ¿hubo algún intercambio de dinero?
Borden alzó la vista al techo.
—Sí, sí, también hubo dinero. Esa gente siempre pagaba generosamente. Pero le aseguro que ni un solo centavo iba a parar a mi bolsillo. Todo se destinaba a la agencia; nos sacaba adelante en temporadas difíciles.
—¿Qué hay de la familia adoptiva? —quiso saber Serena—. ¿Hicieron alguna pregunta?
—En esos tiempos todo se formalizaba en el más absoluto anonimato. Para ellos no había nada fuera de lo común. No es como hoy, que muchas madres biológicas mantienen el contacto con sus hijos mucho después de que hayan sido adoptados.
Walling se atusó el sombrero, que sostenía entre las manos.
—Estoy algo confundido, señor Borden. Si usted no sabía de dónde salía el niño, ni tampoco lo sabía la familia, ¿cómo llegó a sospechar ese hombre que Amira Luz era su madre? ¿Y por qué empezó este horrible juego asesinando a su hermana?
Borden lo miró afligido. Respiró hondo varias veces, y Serena se dio cuenta de que aquello no le resultaría fácil.
—Ignoro cómo descubrió lo de Amira, pero la venganza… en fin, eso comenzó hace mucho tiempo.
—Explíquese —dijo Walling con resolución.
—Ya les he dicho que cometí un error. Un error espantoso. Y no me refiero a aceptar al bebé y coger el dinero. Si tuviera que volver a hacerlo, actuaría del mismo modo: mi misión era proteger a los niños.
—¿Entonces? —preguntó Walling.
Serena miró a Borden a los ojos y empezó a comprender lo que había ocurrido realmente. Ella también lo había vivido. Sintió que el calor de la habitación empezaba a ahogarla. La palabra quedó suspendida entre ellos, a la espera de ser pronunciada.
Abusos.
—Me equivoqué con la familia que elegí —continuó Borden.
Ahora, Walling también lo entendió.
—¿Qué le hicieron al chico?
—Tiene que entenderlo —dijo Borden. Serena pensó que estaba intentando racionalizar la decisión ante sí mismo—. Colocar a los niños con padres adoptivos no es una ciencia exacta. Juzgamos lo mejor que podemos basándonos en entrevistas, pero algunas veces surgen problemas. Confieso que en aquella época yo era joven y demasiado confiado. Tengo un doctorado en Psicología Infantil, y pensaba que era capaz de evaluar a una familia adoptiva y determinar si era apta o no en cuestión de minutos. Entonces no sabía hasta qué punto había cosas que desconocía.
—Y la familia Burton no resultó ser apta —dijo Serena.
Borden sacudió la cabeza.
—El marido, tal vez. Era un hombre decente, muy trabajador, de clase media baja. Llevaban cinco años casados y estaban desesperados por tener un hijo. Su mujer, Bonnie, estaba entusiasmada. Pensé que serían unos buenos padres. Simplemente no vi las señales. Basándome en lo que sé ahora, estoy seguro de que la propia Bonnie sufrió abusos por parte de alguno de sus padres, y continuó allí donde la habían dejado a ella. Aunque, si es cierto lo que me contó el chico, Bonnie era especialmente cruel.
—¿No hacen visitas de seguimiento? —preguntó Walling.
—Por supuesto. Todo parecía ir bien. Tiene que entenderlo, señor Walling: no estoy hablando de abusos físicos, de palizas y violencia. Estoy hablando de abusos sexuales. Bonnie Burton intimó con su hijo adoptivo desde una edad muy temprana.
Serena sintió como si la habitación se fuera encogiendo y el techo empezara a presionarla contra el suelo. Tuvo una visión de su propia madre y Blue Dog, encima de ella en la cama. Empezó a sudar.
—No era sólo sexo —continuó Borden—. Aterrorizaba al niño para poder dominarlo. Tenía un control absoluto sobre su psique. Cuando se resistía, ella hacía cosas indecibles.
—¿Por ejemplo? —preguntó Walling.
Serena no deseaba oír los detalles.
—El chico me contó que a veces Bonnie lo encerraba en el cuarto de baño, desnudo y a oscuras. Y luego metía cosas por debajo de la puerta.
—¿Cosas?
—Cucarachas sobre todo.
—Mierda —dijo Serena sin querer—. ¿Y usted no sabía nada de todo eso en aquel momento? ¿No lo sabía el marido?
—No, yo no sabía nada. Nuestro contacto con la familia termina a una edad temprana. Y en cuanto al marido… si lo sabía, no lo detuvo. Prefiero pensar que no se enteró.
—¿Cómo lo averiguó usted? —preguntó Serena.
El rostro de Borden sufrió un tic. El grupo congregado frente al televisor se rió otra vez.
—No fue hasta años más tarde. El chico irrumpió en mi casa mientras yo estaba durmiendo. Me ató. Al principio yo no tenía ni idea de quién era. Pensé que quería robarme. Entonces, una vez me hubo atado, se sentó junto a la cama y me explicó quién era. Quería encontrar a su madre.
—Así que estaba obsesionado con ella ya desde entonces —dijo Serena.
—Oh, sí. En su cabeza, su madre biológica era una víctima, igual que él. A través de los abusos había construido un lazo imaginario con ella. Me explicó que a veces se le aparecía y le susurraba cosas. Le decía que todo iría bien. Le pedía que la buscara.
«Ya está, pequeña», pensó Serena para sí misma, y sintió que la estancia volvía a girar. Estaba furiosa consigo misma por dejar que su propio pasado asomara al presente, infectándola.
—¿Le explicó lo de los abusos mientras lo mantenía atado? —quiso saber Walling.
Borden asintió.
—Con detalle. Si se están preguntando si se lo inventó, les aseguro que no. He entrevistado a miles de niños. Conozco las mentiras y las fantasías, y lo que explicaba no era ninguna de las dos cosas. Haya hecho lo que haya hecho desde entonces, se haya convertido en quien se haya convertido, el chico sufrió una tortura indescriptible en esa casa.
—¿Cómo era? —preguntó Serena—. ¿Era violento?
—Sí, era violento —replicó Borden—. Pero no se trataba de una violencia descontrolada. No estaba enfadado ni tenía ganas de bronca; simplemente era cruel y calmado. Ni siquiera creo que fuese una crueldad deliberada. Había capeado el sufrimiento a base de aislarse del dolor y separar sus emociones de lo que ocurría a su alrededor. Sé que sonará extraño, pero era muy centrado, muy profesional. Para su edad, era bastante maduro. La violencia sólo era una herramienta para conseguir lo que quería.
—Y lo que quería era a su verdadera madre —dijo Serena.
Pensó en Blake como en un niño y se dio cuenta de que entendía su reacción. Se había convertido en una especie de alambre de espinos, igual que ella. Se había congelado a sí mismo. Se había vuelto hacia dentro.
—Exacto. Desgraciadamente para mí, yo no se la podía dar.
Walling entornó los ojos.
—¿Qué le hizo?
Borden se desabrochó la chaqueta del pijama y apartó la tela despacio. Su pecho marchito mostraba la cicatriz en forma de cremallera de una operación a corazón abierto. Pero también había otras marcas, docenas de ellas por todo el pecho, señales circulares como gomas de lápiz.
—Empezó a preguntarme cosas sobre la adopción, qué documentos se conservaban y dónde podía encontrarlos. Al principio le dije mentiras, que no conservábamos ningún documento de entonces, que se habían perdido todos en una mudanza… Él sabía que yo mentía. Se estaba fumando un cigarrillo mientras me interrogaba, y por cada respuesta incorrecta me hacía una marca con la punta encendida. No puedo explicar la agonía que significó aquello. Aunque a él no le proporcionaba ningún placer hacerme daño. Era frío; sólo infligía dolor para conseguir lo que quería: respuestas.
—¿Le contó usted la verdad? —preguntó Serena.
—Casi enseguida. Le llevó un buen rato creerse que no había documentos sobre su adopción y que lo ignoraba todo sobre su madre biológica. Le describí al hombre que trajo al bebé lo mejor que pude recordar, pero dieciséis años más tarde aquello no le sería de gran ayuda. Le conté lo que siempre había sospechado: que su caso olía a mafia. Pero un adolescente a la fuga en Nevada no iba a quebrar el muro de silencio de los jefes de casinos.
—Así que, ¿no cree que averiguara lo de Amira entonces? —preguntó Serena.
—No veo de qué modo. Y sigo sin saber cómo lo ha descubierto. Yo mismo no lo sabía hasta que ustedes me lo dijeron.
—Bueno, supongamos que lo averiguó de alguna manera. ¿Por qué cree que está haciendo esto? ¿Cuál es su plan?
Borden fijó la mirada en el retrato que tenía en la mano. Estuvo largo rato sin decir nada y Serena se dio cuenta de que una lágrima había brotado de un ojo. Se la secó. Ella se preguntaba si sería por sí mismo, por su hermana o por el chico al que accidentalmente había condenado a una vida de tormentos. Tal vez fuera por los tres.
—Sin duda, en parte es por venganza. No sólo por él sino también por su madre. Le está haciendo justicia.
—Pero ¿por qué contra parientes? —preguntó Walling—. ¿Por qué no contra las personas que él piensa que desempeñaron algún papel en la muerte de Amira?
—Para su mentalidad, duele más perder a un miembro de la familia —dijo Borden—. Ésa es su propia herida. Es algo con lo que puede identificarse. Quiere que las personas que se llevaron a su madre sepan lo que es perder a un familiar. Como le pasó a él. Y como le pasó también a Amira.
—Por lo que hemos oído, Amira se alegró de deshacerse del crío —dijo Serena.
—Puede ser, pero él no lo sabe. Estoy seguro de que no se lo creería de todos modos.
—Pero usted no mató a Amira —señaló Walling—. ¿Por qué empezó por usted?
Borden sacudió la cabeza.
—No se trata sólo de las personas que la mataron, sino de cualquiera que la traicionara. En su cabeza, yo fui el primero. Me interpuse entre la madre y el hijo. Quedó claro cuando vino a mí por primera vez: me culpaba por habérmelo llevado… y también por colocarlo con los Burton.
—Deberíamos hablar con ellos —le dijo Serena a Walling.
En parte odiaba la idea de enfrentarse a otra madre explotadora, y en parte deseaba emprenderla contra esa mujer.
—Eso va a ser complicado —dijo Borden, interrumpiéndolos—. Cuando el chico vino a verme esa noche, acababa de fugarse de la ciudad. Antes de irse prendió fuego a la casa de los Burton. Con ellos dentro.