Un ascensor directo de cristal —ventanas ahumadas y vidrio a prueba de balas— los condujo a la suite del ático en el edificio más al norte de las Charlcombe Towers. A la guarida de Boni.
Stride pensó en MJ mientras ascendían, contemplando cómo retrocedía el suelo por debajo de ellos a una velocidad vertiginosa. MJ había vivido en el mismo complejo que Boni Fisso, con vistas al casino en el que la vida de su padre había quedado destrozada. En el que la amante de Walker Lane había muerto bajo el resplandor del rótulo del Sheherezade. Stride se preguntaba si MJ habría conocido alguna vez a Boni, si sospechaba siquiera el conflicto titánico que medió entre éste y su padre. No era de extrañar que Walker deseara tan desesperadamente que su hijo se mudara.
Miró a Serena, que permanecía en silencio, contemplando el Strip. Se había pasado todo el camino de vuelta a casa, mientras escuchaba el zumbido de los motores del Gulfstream, preguntándose qué sentía respecto a lo de Serena y Claire. Aún no lo sabía. Había medio esperado que ella no estuviera, pero la encontró en la cama de los dos, despierta, al llegar a casa en mitad de la noche. Sin que él se lo preguntara, ella le aseguró que no había ocurrido nada. Luego le hizo el amor, más intensa y apasionada de lo que recordaba haberla visto nunca, y no pudo evitar preguntarse si Serena estaba volcando en él parte de su atracción por Claire.
Aunque en aquel instante no lo lamentó en absoluto.
Se abrieron las puertas del ascensor.
Salieron a un vestíbulo pequeño y muy iluminado. Una pared encalada bloqueaba el paso, con unas gigantescas puertas dobles de roble en el centro. El suelo era de mármol blanco, inmaculado y resplandeciente. Stride contó un total de cuatro cuadros originales alineados en la pared a cada lado de la puerta, todos ellos del pintor realista Andrew Wyeth, de la serie Helga. Supuso que estaban ahí para aplacar a las visitas mientras esperaban para ser admitidos en el sanctasanctórum, y quizás eran un mensaje para dejar claro que Boni tenía clase, no sólo dinero. Si Steve Wynn podía poner a Picasso en el Bellagio, también Boni podía comprarse una galería.
Stride había oído muchas cosas sobre Boni, aunque costaba discernir cuáles eran verdad y cuáles una trola, como el rumor de que tenía una rata entrenada para roer las pelotas de los que hacían trampas en los casinos. Luego obligaba a los aspirantes a ladrones a comerse los excrementos cuando la rata cagaba. A Stride, eso le olía a leyenda urbana. O la historia de que la mitad de los políticos del estado habían trabajado en sus casinos cuando eran jóvenes y ambiciosos, y que Boni poseía sus almas. Imaginaba que ésa seguramente era cierta.
Rex Terrell había publicado un extenso retrato de Boni en LV hacía un año. Bonadetti Angelo Fisso había nacido en Nueva York a mediados de los años veinte. Su padre se ganaba unas perras conduciendo camiones en Manhattan, pero se las arregló para enviar a su hijo mayor, Boni, a Columbia (con la ayuda, según se decía, de jefes mafiosos). Graduado en Derecho y Finanzas, Boni salió de Columbia espabilado, limpio y educado. Evitó que lo reclutaran porque sufría una pérdida del setenta por ciento de su capacidad auditiva en un oído y, en el boom que siguió a la Segunda Guerra Mundial, empezó a comprar y vender negocios por toda la costa este. Los rumores aseguraban que sus operaciones recibían el apoyo de la mafia y que las empresas de Boni eran un servicio de lavandería para dinero manchado de sangre. Pero varias generaciones de agentes del FBI habían invertido un montón de dinero del contribuyente para demostrar que Boni estaba sucio, sin conseguir nada más que unos cuantos cachetes en las manos para algún pez pequeño del imperio de Boni, como Leo Rucci.
Boni había llegado a Las Vegas en 1955. Se hizo con una serie de casinos de poca monta, a los que añadió algunas habitaciones de hotel, magníficos espectáculos y camareras semidesnudas, y los convirtió en máquinas de ganar dinero. Además se cultivó una imagen de gran benefactor, construyendo hospitales, ajardinando zonas verdes y pagando la matrícula de la universidad a los hijos de empleados que llevaban años en el casino. En público era un santo, siempre con una sonrisa y un chiste a punto. Lo duro estaba detrás del escenario: cuerpos desaparecidos en el desierto, dientes arrancados y huesos rotos. La rata que iba engordando, si creías esa clase de historias.
El Sheherezade fue la joya de Boni. Era la primera propiedad que había construido él mismo desde los cimientos, y cuando se inauguró en 1965 atrajo a los mejores artistas de la época, junto con el Sands y el Desert Inn. Boni ya había intuido lo que descubrirían las generaciones posteriores de empresarios de Las Vegas: que la ciudad tenía que parecer siempre nueva, siempre reinventándose a sí misma. Así que nunca dejó que el Sheherezade se estancara. Buscaba nuevos espectáculos y nuevas estrellas. Como Amira con su Llama. Encontró nuevas maneras de impactar y tentar a la gente, y el dinero no dejaba de fluir.
Stride había visto fotos de la última esposa de Boni, la madre de Claire, con quien mantuvo una breve y tormentosa relación. Eva Belfort era una rubia hermosa y aristocrática, prima lejana de la realeza francesa. Casarse con ella le proporcionó a Boni cierta aura de clase europea. La realidad era que, al igual que todo lo demás en la vida de Boni, Eva fue una adquisición que pagó con dinero. La familia de ella poseía un castillo en el valle del Loira y estaba a punto de perderlo por impuestos atrasados, cuando Boni, de viaje por la tierra del vino, conoció a Eva. Su familia volvió a enriquecerse muy pronto y Boni se llevó una novia como trofeo. Debió de ser horrible, pensaba Stride: una niña rica de la campiña francesa obligada a vivir en una versión del infierno barrido por la arena. Según Rex Terrell, Eva era de armas tomar, y ella y Boni tenían unas discusiones feroces por la tendencia de éste a enrollarse con sus bailarinas. Stride se preguntaba si Eva se había enterado de lo de Amira.
Aunque en realidad no importaba. Su matrimonio, el único de Boni, solamente duró tres años. Eva sólo había sobrevivido unos meses a Amira, pues murió al dar a luz y Boni se quedó con su única hija, Claire.
Él y Serena esperaron casi diez minutos en el vestíbulo de la suite de Boni, antes de que la puerta doble se abriera de repente con un clic y sus batientes se deslizaran en silencio hacia el interior. Una mujer atractiva de unos veinticinco años, con el cabello castaño recogido y traje entallado, apareció para recibirlos.
—¿Detective Dial? ¿Detective Stride? Pasen, por favor. Lamentamos mucho haberles hecho esperar.
Los condujo a un salón que parecía tener la extensión de un campo de fútbol. La pared norte estaba completamente acristalada y daba al Strip, con vistas sobre las montañas al este y al oeste.
—El señor Fisso se reunirá con ustedes dentro de un momento —les explicó—. Les hemos preparado un desayuno, así que, por favor, sírvanse.
Los dejó solos y desapareció por la puerta de una pared revestida de cuero que conducía al resto de la suite. Stride echó un vistazo al bufé y se dio cuenta de que tenía hambre. Los alimentos dispuestos en el mueble de caoba bastaban para saciar a veinte personas. Cogió un plato, untó crema de queso en medio panecillo y lo cubrió con salmón ahumado. Se sirvió un vaso de zumo de naranja y preparó lo mismo para Serena.
La habitación, que transmitía cierta sensación a salvaje Oeste, mostraba la obra de artistas de inspiración cowboy, como Remignton. También había una escultura, con un motivo sacado del rodeo. Stride tenía grandes dificultades para imaginarse a Boni Fisso, nacido en Manhattan, con sombrero vaquero. Estuvo a punto de hacerle una broma a Serena, pero se alegró de haberse callado cuando se percató de que el propio Boni Fisso acababa de hacer una entrada silenciosa en la habitación.
Fisso le leyó la mente.
—Todos los hombres somos cowboyss de corazón, detective. Yo soy un cowboy italiano. ¿Ha oído hablar del «spaghetti western»? Eso soy yo.
Se rió con un bramido alto y profundo que retumbó en la gran estancia.
Se movía con notable gracia y presteza para un hombre de más de ochenta años. Les estrechó la mano a los dos y se los llevó hacia la cristalera, donde señaló el paisaje con un gesto de su brazo.
—¡Miren esa ciudad! Dios, qué sitio. Ya saben lo que se dice: que todas las ciudades importantes tienen un río que las atraviesa. Que las jodan. Nosotros tenemos polvo y yucas y serpientes de cascabel corriendo por la nuestra. El único río aquí es el dinero. Me quedo con esto antes que con toda la basura y las cabezas de pescado que flotan por el Missouri o el Hudson.
—¿No echa de menos los viejos tiempos? —le preguntó Stride—. Todas las personas que vivieron esa época parecen creer que Las Vegas era mejor en los años sesenta.
—¡Diablos, no! —exclamó Boni—. Claro que me gustaría tener el cuerpo y la mitad de la energía que tenía en esos días. Todos estamos de acuerdo en eso, ¿verdad? Y también he perdido a muchos amigos. Todo el mundo se hace viejo. Ya conocen el dicho: Tempus fuck-it[33]. Pero es lo que tiene de bonito esta ciudad: siempre es joven. Entierra el pasado y adelante con ello. Lo mágico es aquello con lo que cada cual ha crecido, detective. Le aseguro que dentro de cuarenta años la gente mayor hablará de cuánto echa de menos Las Vegas de la década del 2000. —Boni se sirvió una copa de champán del bufé—. Vamos, coman, coman los dos. Dios, ya hablo como mi abuela.
No había vuelta de hoja: Boni resultaba encantador. Stride tuvo que esforzarse por recordarse a sí mismo que aquel hombre no se lo pensaba dos veces antes de ordenar un asesinato si eso servía a sus propósitos. Pensó en Walker Lane en su silla de ruedas, que había recibido una paliza casi mortal a manos de los matones de Boni. Pensó en Amira y en su cráneo roto.
Boni lo observaba con sus chispeantes ojos azules, y Stride pensó que sabía exactamente lo que estaba pensando. Con seguridad era lo mismo que pensaban todas las personas que entraban en esa habitación y veían a aquel hombre por primera vez.
—Llenen sus platos y después nos sentaremos —les dijo Boni.
Él tomó asiento en un sillón de cuero rojo, y Stride se dio cuenta de que lo habían diseñado especialmente bajo para que los pies de Boni pudieran descansar en el suelo, pues no llegaba al metro sesenta. Además, el sillón estaba encima de un ligero desnivel, más elevado que los sofás que había a su alrededor. Su trono. Stride casi esperó tener que besar un anillo de rubí.
Boni iba vestido todo de negro. Llevaba un jersey con cuello de cisne, una chaqueta entallada de color ébano y pantalones con pinzas. Sus zapatos de charol relucían como un espejo. Su aspecto seguía siendo muy parecido al de las fotografías de hacía décadas, cuando ya tenía una calva rodeada de una corona de cabello negro. Ahora el pelo era gris, y tenía la frente salpicada por manchas propias de la vejez. Las medias lunas bajo sus ojos se habían hecho más profundas y la sombra de la barba ya no se podía eliminar con un afeitado. Pero estaba fuerte y en forma, y su mirada era penetrante y alerta. Seguía teniendo una dentadura de estrella de cine.
«Suponiendo que la película fuese Tiburón», pensó Stride para sí.
—Señor Fisso… —empezó Serena.
—Oh, por favor, mejor Boni. No me haga sentir tan condenadamente viejo.
Stride vio que Serena se sentía incómoda llamando a ese hombre por el nombre de pila, aunque se esforzó para soltarlo.
—Boni, pues. Yo me llamo…
Boni la interrumpió otra vez:
—No es necesario, no es necesario: Serena Dial. Llegó a Las Vegas procedente de Phoenix, si mis fuentes no me fallan. —Hablaba en un tono ligero, pero Stride tuvo la sensación de que Boni podría haber recitado cada detalle de la vida de Serena, tal vez más de los que habría sido capaz de enumerar él mismo—. Y usted es el chico nuevo del barrio —continuó, dirigiéndose a Stride—. ¿De Minnesota? Aquello está lleno de lagos. Le preguntaría qué diablos está haciendo en el desierto, pero resulta bastante obvio.
Le guiñó el ojo y echó un vistazo a Serena, y así quedó claro que estaba al corriente de su relación. Stride se preguntó si la información procedería de Sawhill.
—Tengo que darle las gracias —le dijo Boni a Serena—. Hacía años que no hablaba con mi hija. Fue agradable oír su voz. Hace mucho tiempo creí que ella viviría aquí, y que dirigiría el imperio a mi lado. Esa chica tenía un olfato para los negocios como no he visto nunca. Qué demonios, debió de sacarlo de su viejo, ¿no? Es decir, Eva, su madre, era de armas tomar, pero tenía el don de gastar dinero, no de ganarlo. No, mi pequeña Claire es la talentosa de la familia; yo no le llego ni a la suela del zapato.
—¿Por qué se distanciaron? —preguntó Serena.
El rostro de Boni se endureció como el hormigón.
—Una detective de la policía preocupada por mis valores familiares. Enternecedor. Pero no ha venido aquí para ayudarme a arreglar las cosas con Claire, ¿verdad?
—No, es sólo que…
—Mire, Claire y yo no veíamos del mismo modo algunas operaciones financieras, así que se largó a cantar sus tristes canciones, sólo para fastidiarme. Y a vivir en ese apartamento, cuando sé perfectamente que ha ganado millones en la Bolsa. —Boni observó a Serena, que no pudo evitar mostrar su sorpresa—. Seguramente le dijo que es porque le gusta acostarse con chicas, práctica que no es muy católica. En fin, me habría hecho más feliz que se casara con algún muchacho fornido como el detective Stride, aquí presente. Le arreglé algunas citas con unos cuantos chicos guapos. ¿Acaso es un pecado? Pero no, tengo que hablar de Claire cada domingo en el confesonario, Dios me ampare. El padre D’Antoni siempre pregunta por ella, para ver si ya ha vuelto al camino del Señor; aunque, la verdad, me parece que simplemente le gusta enterarse de los detalles.
—¿La ha oído cantar? —preguntó Serena.
—Sí, la he oído. Es formidable. Esa chica arrasaría en Nashville si se mudara allí. Pero eso no ocurrirá nunca: su corazón pertenece a Las Vegas. —Boni se recostó en su silla y tomó un sorbo de champán—. Pero tenemos otras cosas de las que hablar, ¿no es cierto? Claire dice que quieren mantener una conversación extraoficial conmigo, sin los malditos abogados revoloteando por aquí. Tengo que respetarlo: yo mismo soy abogado y debo decirles que la mayoría de ellos podrían pegar perfectamente un loro encima de su escritorio que repitiera incansable: «No, no, no». Y luego el loro pasaría la factura a mil dólares la hora. Así que nada de abogados, detectives. Sólo nosotros tres. Esta conversación nunca ha tenido lugar, ¿entendido?
Ambos asintieron.
—El motivo de que estemos aquí… —comenzó Stride.
—El motivo de que estén aquí es que están intentando atrapar a un asesino. Y quieren mi ayuda.
Stride asintió.
—Así es.
—Vi el retrato robot en el periódico. No puedo ayudarles, lo siento.
—Trabajaba para su empresa —replicó Serena—. David Kamen lo contrató en Premium Security. Estoy segura de que ya lo sabía, porque estoy segura de que Kamen le llamó.
—Sí, lo hizo —dijo Boni—. Pero eso no cambia nada. Nunca conocí a ese tal Blake Wilde y no sé cómo pueden encontrarle. Ojalá pudiera serles de ayuda.
—¿Se da cuenta de que Claire podría ser su próximo objetivo? —preguntó Serena.
—No soy estúpido, detective —dijo Boni con sequedad. Se quedó mirando a Serena con sus ojos azules, y añadió—: Siempre tengo a gente vigilando a Claire. Incluso aunque ella no lo sepa, la estoy protegiendo.
Serena le devolvió el golpe:
—¿Era Blake uno de los hombres que la «protegían»?
Boni no contestó, y a Stride le pareció que había dado en el clavo.
—Señor Fisso, ¿puedo hablar con franqueza? —preguntó Stride.
—Por supuesto, detective.
—Esto no ha salido en los periódicos, pero seguramente usted ya sabía incluso antes que nosotros lo que estos tres asesinatos tienen en común: el Sheherezade. O más concretamente, Amira Luz. Blake Wilde, quienquiera que sea, parece decidido a vengar la muerte de Amira, porque piensa que aquello no sucedió exactamente como dijeron los periódicos y la policía. Y es muy posible que esté en lo cierto. Pero no venimos a reabrir la investigación sobre el asesinato de Amira Luz; ese caso está cerrado.
—¿De veras? Tengo entendido que han hecho muchas indagaciones al respecto, detective. He oído que incluso le han hecho una visita a mi viejo amigo, Walker Lane.
—Ya sabe que va en silla de ruedas —contestó Stride—. Está así desde aquella noche.
—Algo terrible. Un accidente de coche, ¿verdad? Una buena lección para no conducir estando ebrio.
—Ésa no es la versión de Walker.
—¿No?
—Dice que usted ordenó que le dieran una paliza, que lo dejaran lisiado como pago por intentar llevarse a su amante.
—Supongo que también me acusó de matar a Amira —respondió Boni con tranquilidad.
—Sí, lo hizo.
—Naturalmente. Yo quería mucho a Walker, detective, pero su comportamiento fue temerario. Cuando cometes errores de consecuencias graves, a menudo tratas de culpar a algún otro.
—Entonces ¿usted no hizo asesinar a Amira? —preguntó Stride.
—Desde luego que no.
—¿No? ¿No era propiedad suya? ¿No era usted su dueño?
Boni le regañó como a un niño:
—Nadie era el dueño de Amira. Nadie. Y menos aún Walker. Creo que eso le provocaba una frustración enorme.
—¿Está diciendo que Walker mató a Amira? —preguntó Stride.
—Por lo que sé, la mató un fan desquiciado. Walker no estaba aquí cuando mataron a Amira; se encontraba en camino de vuelta a Los Ángeles. Creo que fue entonces cuando sufrió ese accidente.
—Y estoy seguro de que encontraremos un informe policial que lo confirme si retrocedemos lo bastante —dijo Stride.
—Estoy seguro de ello. Aunque a veces en cuarenta años las cosas se pierden.
—¿Qué me dice de los registros de contratación del Sheherezade en aquella época? ¿También se perdieron?
—¿Por qué? —preguntó Boni—. ¿Qué están buscando?
—A un chico que trabajó ese verano en el hotel como socorrista. Se llamaba Mickey.
Boni arqueó una ceja.
—¿Y por qué iba a interesarles alguien así?
—La noche de la muerte de Amira llamó a su jefe de casino, Leo Rucci, por una pelea que había afuera. Quiero saber más al respecto.
—Pues lo siento, detective, pero estoy seguro de que los registros de contratación estarán en algún almacén de la ciudad, medio devorados por las cucarachas. Aunque cuando teníamos a universitarios trabajando allí durante el verano, normalmente le decía a Leo que les pagara en negro. El papeleo y los impuestos suponían tanta molestia que no valían la pena.
Stride se sintió como si estuviera luchando contra un alce viejo con un buen par de cuernos y muchas ganas de reventar cabezas.
—Si no hubiera nada extraño en la muerte de Amira, ¿por qué estaría Blake Wilde tan decidido a vengarla? —preguntó Serena.
Parecía cansada de observar cómo los chicos jugaban a ver quién era más fuerte.
—Es un asesino en serie. Ustedes conocen mejor que yo la mentalidad de esa clase de hombres.
No pudo ocultar una leve sonrisita.
—Si supiéramos por qué está haciendo esto, tal vez nos resultaría más fácil encontrarle —dijo Stride—. Y creo que usted conoce el motivo.
—Usted mismo lo ha dicho, ¿no, detective? Ese hombre tiene algunas ideas equivocadas sobre lo que le pasó a Amira.
Stride negó con la cabeza.
—Mire, sé que quiere cogerle usted primero. Sé que quiere hacerle pagar a su manera. —Stride hizo una pausa y se dio cuenta de que Boni no le contradecía—. Pero lo importante es que alguien le coja, y pronto, antes de que mate a otra persona. Si lo coge usted, muy bien, nunca lo sabremos. Pero no creo que suponga ninguna desventaja para usted que lo cojamos nosotros primero.
—Piense un poco más en ello —dijo Boni.
La máscara cayó y vislumbraron el brillo del acero.
Stride sabía que tenía razón: se trataba de una carrera que Boni necesitaba ganar. No sólo para aplastar a Blake, sino también para hacerle desaparecer de los titulares silenciosa y rápidamente. ¿Quién sabía lo que podría llegar a contar Blake estando detenido? O lo que sabía. Sus acusaciones podían poner a la pasma sobre la pista de Boni y tal vez alejar a los inversores de su proyecto Orient.
Aquel hombre no pensaba ayudarles.
—¿Y si llega demasiado tarde, Boni? —preguntó Serena—. ¿Y si él llega hasta Claire primero? ¿Vale la pena correr ese riesgo?
Se hizo el silencio mientras Boni daba vueltas a esa idea.
—¿Dónde le encontró Kamen? —quiso saber Serena.
—Eso no le servirá de nada —respondió Boni—. Wilde fue mercenario en Afganistán. David lo utilizaba a veces para operaciones que no se registraban. Era bueno. Implacable, sin miedo a nada. Pero no hay más que humo. Nombres falsos. Ningún antecedente.
—¿Puede que le conocieran los demás hombres con los que trabajó Kamen?
Boni negó con la cabeza.
—De ningún modo les diré eso. De ningún modo se lo dirá David.
Stride sabía que podía investigar por la vía militar, pero si Wilde cumplía misiones extraoficiales era poco probable que los altos mandos le proporcionaran más información que Boni.
—Entonces díganos por qué —continuó.
Stride observó cómo evaluaba Boni las cosas. Para él todo eran matemáticas, débitos y créditos. El valor de la información. Al principio pensó que el viejo se la volvería a jugar, pero se inclinó hacia delante, con las manos sobre las rodillas:
—Les digo esto y lo dejamos.
Ambos asintieron.
—Amira no era una santa, ¿me entienden? Llegó a la ciudad y empezó a acostarse con Moose. Una chica lista: Moose daba mucho de sí. Muy pronto fue la bailarina principal en uno de nuestros espectáculos de destape. Entonces se fue a París, ¿de acuerdo? Un contrato especial. De allí volvió con la idea para Llama.
Boni parecía disfrutar del desconcierto que reflejaban sus rostros.
—La cuestión es que no se fue a París —continuó—. Estaba embarazada y quería mantenerlo oculto. Así que la mandé fuera unos cuantos meses y tuvo al crío.
Un bebé, pensó Stride. Un bebé secreto. A veces, los problemas más difíciles eran en realidad los más sencillos. Blake Wilde era el hijo de Amira.
—¿Qué pasó con el niño? —preguntó Stride.
—Lo adoptaron —contestó Boni—. Amira no podía deshacerse del bebé todo lo rápido que quería. No veía el momento de volver. Sabía que Llama sería un triunfo.
—¿Moose no lo sabía? —preguntó Serena.
—Nadie lo sabía.
Algo chirrió en el cerebro de Stride. Giró un engranaje y, como un seísmo, una pieza del rompecabezas se colocó en su lugar.
—Dice que la mandó fuera —prosiguió Stride—. ¿Adónde?
—Un socio mío tenía un centro de bungalós en Reno, cerca del lago —contestó Boni—. Allí es a donde iban muchas chicas de Las Vegas cuando tenían problemas de ese tipo.
Stride y Serena se miraron el uno al otro.
—Reno —dijeron.